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Libro de navíos y borrascas
Libro de navíos y borrascas
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Libro electrónico385 páginas6 horas

Libro de navíos y borrascas

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Información de este libro electrónico

Rolando, el narrador protagonista de esta historia, es un músico proveniente de la provincia de La Rioja que viaja en el Cristóforo Colombo, desde el puerto de Buenos Aires rumbo a Barcelona, junto con otros setecientos pasajeros, todos oriundos del Cono Sur. Con el destierro como alternativa a la cárcel o la muerte, estos ex presos políticos, familiares de desaparecidos y opositores al gobierno militar conviven largamente en ese no-lugar desde donde reflexionan sobre el significado del exilio.Escrito en Madrid pero publicado en Buenos Aires, «Libro de navíos y borrascas» es otra joya de la literatura contemporánea en la que Daniel Moyano ficciona su propia experiencia. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento16 may 2022
ISBN9788726938913
Libro de navíos y borrascas

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    Libro de navíos y borrascas - Daniel Moyano

    Libro de navíos y borrascas

    Copyright © 1983, 2022 Daniel Moyano and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726938913

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    I

    Y chau, Buenos Aires

    HAGAMOS de cuenta que estamos en un viejo caserón de piedra, antiguo refugio de pescadores rodeado por jardines sombríos, en una noche de invierno europeo. Allá abajo, a un cuarto de milla, el mar y los acantilados producen el único sonido que es posible oír en la aldea oscurecida. Desde un cabo rocoso, un faro ennegrecido por el tiempo pestañea como un reptil. En el refugio húmedo y frío hay olores salitrosos y trofeos marinos pudriéndose en los rincones. En las altas paredes de la sala se proyecta el resplandor de los troncos de encina que arden en la chimenea salpicando con sombras rojizas los retratos ovales de los marineros que desaparecieron en el mar, retratados con gorra y pipa, las barbas desteñidas por la humedad salada recobran ahora con el temblor de las llamas un vacilante resplandor de vida. Nos hemos reunido aquí para oír la historia de un viaje.

    A través de las cortinas casi transparentes de las ventanas las sombras de caserones de tres siglos parecen animales hinchados, salpicados doblemente por el ruido y el agua de un mar furioso. Desde lo alto de su torre, un farero de barbas blancas hace girar las luces sobre olas y desgracias. A la luz del candil que alumbra su estrecha habitación aérea sus ojos tienen el color de un miedo muy antiguo. Conoce las costumbres del mar y sabe que esta noche puede haber pescadores desaparecidos. El viajero que acaba de llegar y va a contarnos una historia se saca las botas junto al fuego como en un cuento nórdico, les quita el barro del camino y acariciándose una barba de largas travesías se queda mirando fijamente el fuego, oyendo su chisporroteo milenario. Viene de los mares del Sur, donde están las ballenas y los albatros, los naufragios y los grandes cementerios marinos. Tiene un inquietante aire de misterio, y a la luz de las llamas su piel resplandece en yodos y salitres. Afuera puede estar lloviendo y bramando el viento, como en los cuentos de aparecidos, detalle que nos interesa mucho para crear el clima necesario porque esta historia también es de fantasmas.

    Permítanme entonces ocupar durante unas horas el lugar de ese viajero nórdico para contar mi propio viaje. Como él, también vengo de los mares del Sur. Y tomando prestado el clima de los viejos relatos sobre fantasmas mi burda historia real puede ganar en fantasía y entrar decentemente en el mundo de la comprensión, contándola como al descuido y un poco para olvidarme de ella. La casa a la orilla del mar y el viajero salitroso quitándose las botas junto al fuego mientras afuera llueve y brama el viento pueden valer como comienzo de mi relato hasta que lleguen las palabras justas, los tonos que se esconden.

    La lluvia siempre fue un buen recurso para empezar historias. Produce un buen mareo sonoro con su repiqueteo y hasta un fondo visual con esos jardines arrasados, esas calles serpenteantes de brillos acuosos. Lluvia es una palabra que casi se dice sola. Ella es su propio verbo, el ruido de la lluvia empieza a sonar solo sin que nadie lo nombre, dura mucho en el recuerdo auditivo y se mantiene todavía aunque uno esté diciendo las tonterías más grandes.

    Tengo que hablar de un barco que zarpó del Cono Sur, pero sucede que los comienzos, como los finales, siempre me parecieron arbitrarios. Actúan como violaciones. Dejan en el olvido acaso las posibilidades más hermosas. ¿Dónde comienza un barco, o una naranja, o una mujer desnuda? Se necesita un juego para ir entrando en trance poco a poco. En este sentido, cualquier comienzo es como empezar a disponer las piezas, sacarlas de la caja, poner en fila los soldaditos de plomo, que son los juguetes pero no el juego todavía. El verdadero juego empezará más tarde, en el momento menos pensado estaremos jugando sin saberlo. Contar una historia supone enredarse enteramente con el lenguaje. Los soldaditos de plomo o el barquito de papel irán de un lado a otro según los lleven las palabras.

    El juego consiste ahora en mover un barco italiano real llamado Cristóforo Colombo, a punto de zarpar del puerto de Buenos Aires con setecientos no deseables a bordo, sobrevivientes de un naufragio cuidadosamente buscado por eso que llaman la Historia, la aburrida suma de los acontecimientos menudos de todos los días, entre los que la gente vive y muere casi sin saberlo.

    Por otra parte, no sé si esto me va a salir. Porque puede pasarme lo que a ese cellista de un concurso que para deslumbrar al jurado quiso tocar nada menos que el concierto de Dvorák y en la mitad del primer movimiento se le enredaron los dedos, la orquesta tuvo que parar para esperarlo, y resultó un desastre. Enfundó el instrumento como pudo y desde el escenario hasta la puerta iba diciendo en casa me salía, en casa me salía.

    No sé si me va a salir. Lo mío es la música, antes que las palabras. Para mí todo este asunto de tener que salir del país comenzó cuando estaba lustrando mi violín bajo la parra, allá en el norte, distraído, lustrando como quien canta o lee, y llegaron ellos.

    ¿Rolando? Sí. Me llevaban, sabían mi nombre, eran tres. Delante de los vecinos, entre ellos mi compadre. Tuve que bajar la cara. La vergüenza. Caminaban cansados, como si el aire se les resistiera. El violincito, colgado de la parra para que tomara un sol modesto, se me fue alejando. Lo quieto era yo y era el violín lo que se iba. Caerían las hojas, llegarían las lluvias de otoño, los vientos de agosto, pasaría un largo tiempo a medir por estaciones y cielos terrestres.

    Hay que tener en cuenta que un violín es una especie de milagro acústico. Unas tablitas mínimas, con lo último, aguantando kilos de presión de las cuerdas para llevar la música a una de sus alturas instrumentísticas más agudas. Tienen la piel porosa y delicada. El polvo los lastima. De vez en cuando necesitan tomar sol, y si el clima es muy seco proteger su lustre con aceite de almendras. Dentro del estuche, debe estar envuelto en un trapo de seda, esto asegura una temperatura constante. Y al ir a tocar, abrir con cuidado el estuche, desnudar el violín con suavidad y dejar pasar por lo menos media hora antes de tocar para que tome la temperatura ambiente. Con esto el instrumento consigue el equilibrio necesario para soportar sin dañarse el tremendo esfuerzo que supone una ejecución en regla. Los instrumentos encierran la música, de la misma manera que los hombres encierran la vida en su delicado mecanismo viviente. Los hombres son débiles y milagrosos como los violines. También están hechos con lo justo y dependen de una estructura frágil. Tienen la piel porosa y delicada, deben protegerse de las temperaturas. A pesar de su fragilidad lo soportan todo, hasta la muerte, que es lo último que puede sucederle a un hombre. Y lo último que puede sucederle a un violín es la lluvia. Una muerte lenta y como rencorosa.

    Difícil mover del puerto un barco real si seguimos con este asunto del violín. Pero sucede que ese violín está entre las palabras, hacia donde mire está su brillo, y francamente no encuentro otra manera de llegar al barco. Allá lo habrán mojado las lluvias y secado el viento tantas veces. Las avispas y los pájaros que picotean las uvas lo habrán llenado de estiércol y zumbidos. Las clavijas, saltadas de su sitio, se aferran todavía a las cuerdas, como corcheas cuelgan tan negritas las clavijas de ébano legítimas, y el puente delicado abonará la tierra, lo comerán pacientes los gusanos, despanzurrado mi violín como una araña que aplastaron. Las avispas zumbaron en cada rincón de su equilibrio acústico, llegaron los truenos y violaron sus concavidades internas. A lo mejor esto lo adormeció, perdió sus sentidos y así pudo evitar humillaciones últimas. Después se llenó de agua, como los ahogados, hasta ceder, abriéndose, el espacio interno que milagrosamente le servía para encerrar la música. El hilo que lo sostenía de la parra se cortó con el peso del agua. Y abajo estaba la putrefacción del otoño; ignorando su función, la tierra lo recibía como cualquier madera más, una hoja seca más que cae. Entre las hojas, que caen para siempre. En el olor húmedo de la tierra removida, en el calor naciente de la fermentación, el violincito.

    En Buenos Aires, camino del puerto, estaba a mil doscientos kilómetros de lo que había sido mi violín, bajo la parra. Por el tono de voz que usó uno de ellos para decir ¿Rolando? supe enseguida que ni siquiera tendría tiempo de entrar por última vez a mi casa. Dijeron que en el acto y sin dar pasos falsos caminara hacia el furgón que rumoreaba ante la puerta de calle. Le eché una mirada al violín como dándoles a entender que quería permiso para guardarlo otra vez en el estuche, había amenazas de lluvia, miren qué nubes negras se levantan, se estropearía el instrumento. Pero ni para eso había tiempo. Con lo puesto y las puertas de la casa abiertas y el violín colgando de la parra había que seguir a los tres hombres. Justo en el momento que lo miré, el violín giró colgando del hilito y relumbró en la luz, hermoso y joven con el lustre de aceite de nueces machacadas que le acababa de dar, a falta de almendras. Ese relumbre que duró unos segundos y desapareció en el giro del instrumento, fue lo último que vi de mi provincia.

    Era un violín con un sonido más bien tirando a grave, tipo Guarnerius, de medida un poco mayor que las normales. El que no estaba acostumbrado a él encontraba las notas un tanto desplazadas. La cuarta era de maravilla, como de musgo suave y verde oscuro. Estaba firmado por un artesano de nombre probablemente checo, casi ilegible, Gryga o algo así, nombre que sin embargo lo sacaba de la triste familia de los violines de serie y lo llevaba a la categoría de violín de autor, por más desconocido que éste fuese. Llegó a la provincia a principios de siglo, desde Chile por la cordillera, o sea a lomo de mula. Lo trajo un húngaro que anduvo probando suerte en esas soledades, en tiempos de mucha escasez. Como las cuerdas eran de tripa, una noche se las comieron las ratas. Del inmigrante húngaro no se supo más, y el Gryga quedó en la provincia, seguro que en pago de una deuda. De la mano de los folkloristas se convirtió en un violín fiestero el Gryga, pasando de las czardas a las vidalas como si nada. Como un checo aindiado se presentaba alegremente en casamientos y bautismos, y en navidad se asomaba a los pesebres y a los Villancicos. En su época folklórica le llamaron El cogote largo, por tener el diapasón (de ébano) casi un centímetro más largo que los normales. Desde que llegó a mis manos lo llamé siempre Gryga, y la gente enseguida se acostumbró. Che, qué bien está sonando el Gryga. Claro, tenía una cuarta muy dulce, y el equilibrio con las otras cuerdas era perfecto, tanto en timbre como en intensidad, a pesar de sus pequeños errores formales. Si no hubiese quedado bajo la lluvia y caído a tierra con las hojas de la parra, andando el tiempo hubiera conseguido que la gente dijera Gryga como quien dice Stradivarius. Era sólo una cuestión de tiempo. Hoy nadie sabe qué es un Gryga. No sé bien cómo llegó a mis manos. No recuerdo los detalles. El Gryga simplemente estaba en mi casa, ocupaba un lugar y un peso en mi memoria. Envuelto en seda y dentro de su estuche, estaba. Era el violín que tenía que tocarme, y no otro. Me lo trajo la suerte.

    Ahora estamos en mejores condiciones para hablar del barco que saca del país a los setecientos indeseables. Me parecía arbitrario empezar la historia por ahí, sobre todo teniendo en cuenta que cuando ellos dijeron mi nombre bajo la parra y yo volví la cabeza desde el brillo del violín y vi sus caras bajo viseras y los fierros negros que sostenían, que no son ni débiles ni milagrosos ni porosos, y ya no pude ver ninguna otra cosa en mucho tiempo, cuando oí sus voces en un tono que no era el de mi provincia, y sentía que ese ¿Rolando? desataba otros hechos, los engendraba en un hágase la luz, en ese mismo momento empezaba a balancearse en el puerto el barco que me sacaría del país, en ese mismo momento ya estaba en Buenos Aires a mil doscientos kilómetros del Gryga, ya me estaba yendo para el otro lado del mar mientras el violín conocía el olor de la tierra en trances otoñales, hormigas y escarabajos buscaban la humedad de las hojas que llenaban sus concavidades íntimas, en ese mismo momento yo estaba pidiendo prestado un viejo caserón de piedras y un invierno europeo y un mar próximo y un faro en tempestades y una lluvia furiosa afuera sobre el jardín sombrío y la aldea dormida para contar la historia mientras el farero de barbas blancas o dolientes hace girar luces sobre mares y desgracias.

    Salvo que a esta altura final del segundo milenio y la destrucción de casi todo no valga realmente la pena contar nada, para qué. Más práctico y menos duro sería intentar una canción, vidala o baguala qué sé yo, algo que en vez de meterte más en el mundo te saque un poco de él. Una canción como una tregua. Y con cuatro estrofas todo dicho, como en la vidala. Porque si yo me muero, ¡con quién va a andar mi sombra, tan chiquita, tan callada! Se irá hundiendo en la tierra, con las hojas de la parra, achatadita y callada. Y así todo se irá olvidando de a poco, porque el otoño es repetitivo y cruel pero no tiene memoria. Contar como quien canta una vidala.

    Cuando le dije que apenas conocía Buenos Aires, el preso que iba a mi lado hizo una rápida descripción de la ciudad donde había vivido siempre. El lugar que le tocó dentro del furgón donde íbamos coincidía con la única mirilla o respiradero que había. Pero no hablaba de lo que estaba viendo, contaba cosas que recordaba o elegía. Calles de Balvanera, de cuando él era chico. Las palabras del preso se demoraban en el patio de su casa con malvones, en el farolito de la esquina desde donde se asomó a la vida, como en los tangos, y se citó por primera vez con aquella pebeta, que también cayó en cana cuando empezó este desastre, y de la que no supo nada hasta ahora mismo, a lo mejor también le dieron la opción de salir del país y estaba en el furgón de atrás o en el de más adelante. Che, pero por lo menos decí por dónde vamos, dice un preso que no distinguimos. Mirá, no sé, quién termina de conocer esta ciudad, creo que vamos en dirección al Bajo.

    En la oscuridad del furgón las caras eran apenas óvalos borrosos. En cambio los recuerdos del preso de la mirilla eran perfectamente visibles, aparecían con todos sus colores aunque estuviesen en niveles no visuales. Eran las primeras imágenes que teníamos de la libertad. Ibamos en la oscuridad, pero las palabras del hombre de patio con malvones se visualizaban, esas calles del sur parecían tan reales, los charcos de agua después de las lluvias y los sapos cantando en la laguna. En lo que hablaba había siempre, aunque no la nombrase, una proximidad de pampa, de pastos húmedos en la mañana, de bañados y maizales al viento, el perfume de los yuyos. Eramos tres hileras de hombres en la oscuridad del furgón que atravesaba un Buenos Aires seguramente soleado. Los de la hilera del medio iban sentados en el suelo, o arrodillados, y los demás en las tablas de los costados, bamboleantes, viajando a la vez en el furgón y en el nacer de pampas con maizales de las palabras del preso, al otro lado de la oscuridad. Y la pebeta mítica, o milonguita, a la luz de un farolito centinela de amores y promesas, abandonaba en un milagro su existencia de letra de tango y ahora mismo iba con nosotros en alguno de los furgones, al menos eso suponía el preso del respiradero. Un poco humillante tener que aceptar que la piba luminosa como un sol bajo el farol mitológico hubiese estado presa, pero bueno, ya nos íbamos.

    Vos, riojano, echale una ojeada aunque más no sea a la calle Corrientes, enseguida vamos a cruzarla, sabrás que es la calle de Gardel, me imagino. Con un ojo cada uno mirábamos, el respiradero no daba para más. Y qué vi. Una enorme claridad encallejada que iba a perderse sobre el río. ¿Dos, tres segundos? Qué sé yo, acaso menos, el furgón iba muy fuerte. Y aparte del puerto, eso fue lo único que vi de Buenos Aires. Un gran hueco de claridad que se perdía donde acababa el mapa. ¿Viste? Es bárbara, ¿no? Y yo no sabía si lo que había al final era una nube, cielo o río, lo único que retenía era esa claridad, un golpe rápido de luz igual que el brillo del violín perdiéndose en un giro.

    Después del relampagueo de la calle Corrientes el preso no habló. Desaparecieron los malvones del patio y las cercanías de pampas y de pastos húmedos. Otra vez solamente la oscuridad del furgón. Menos mal que por poco tiempo. Enseguida mermó la marcha y se paró. Hasta que abrieron la puerta pasó un tiempo larguísimo. Por los ruidos supimos que estaban saliendo los presos de los furgones de adelante. A medida que los nombraban. Primero el apellido y después el nombre. En silencio, esperábamos nombres conocidos. El que estaba a mi lado, con la oreja pegada a la mirilla, por si nombraban a la mina del farolito, que de paso era su compañera. A lo mejor en los furgones de atrás, en una de ésas la nombraban, le quitaban las esposas y le devolvían sus papeles. Con el furgón quieto, en la oscuridad y sin palabras que hablaran de patios en Balvanera con minas en el balcón y cercanías húmedas de pampas, mirándonos los óvalos de las caras sin distinguir los rasgos, esperando que nombraran a la del farolito. En trance de un obligatorio viaje a Europa, mitológico también. En eso sonó la sirena del Cristóforo. Pobre almirante, el mundo que descubriste.

    El viajecito a Europa, che. Me lo merezco, son más de veinte años de laburo. París, carajo. La ruta de Gardel. Y una escapadita a Italia para conocer a los parientes. Todavía hay hermanos del viejo que están vivos. Y una prima italiana que debe estar rebuena. Para más datos, se llama Concetta. Qué te parece. El viaje a Europa se va armando en la sirena del Cristóforo. En cuanto abran la puerta del furgón vamos a ver sus chimeneas altísimas. En un barco como éste llegarían los abuelos, ¿no? El mío, que era de Extremadura, no se acordaba ni del nombre del barco que lo trajo. Qué sé yo, un perol, un cacharro, una mierda de buque, por poco nos hundimos. El viento lo llevaba para cualquier parte. Entró en el Río de la Plata de milagro. Si lo sé, no vengo.

    El abuelo extremeño sufría todos los meses un par de horas bajo la luz de lo que llamaba el quinqué de petróleo escribiendo una carta que siempre hablaba de sequías y que incluía algún dinerillo envuelto en papel carbónico para que los del correo no pudieran descubrirlo a la luz de poderosas lámparas. Con sus dedos cuarteados de tanto escarbar tierras salitrosas esforzaba las impecables plumas cucharita escribiendo largas frases torcidas de dudosa comprensión. Se esmeraba en el sobre, y ahí los renglones salían derechitos, apoyados en una línea que trazaba antes con lápiz y regla, para no desviarse, y entonces las letras, cuidadosamente ovales, se alineaban decorosamente para que cualquier cartero de acá o de allá pudiese leer sin problemas Villanueva de la Serena. De aquí a Buenos Aires, sabe Dios por qué vericuetos andará la carta; de Buenos Aires para allá, ya se encargará el cacharro. El cacharro que ahora hacía sonar su sirena mitológica. Villanueva de la Serena. Aquí venían a parar los sobres cuidadosos con óvalos vacilantes recostados sobre una tramposa línea de lápiz que luego se borraba y los óvalos se sostenían entonces por sí mismos. Los óvalos del abuelo sobre las olas, hacia Villanueva de la Serena. En el cacharro, que trotaba sobre las olas como un perrito, tan contento y diligente, con el mensaje y el dinerillo para los que quedaron en el pueblo. Cacharro flotando por sí mismo, igual que los óvalos al borrarle la línea de sostén apenas marcada. Si Villanueva de la Serena fuera un puerto, qué maravilla. En ese caso, en cuanto saliera de la oscuridad del furgón y pusiese un pie en el cacharro Cristóforo, ya sería como llegar, estaríamos tocando las mismas aguas. Seguir la ruta marítima de los sobres del abuelo, que yo echaba en el buzón todos los meses a mil doscientos kilómetros del puerto, sus óvalos flotantes. Flotaban en cuanto le borrábamos la línea, en un mar invisible. ¿Cómo sería el cacharro que iba a tocarme? En la oscuridad del furgón, contenía un barco. ¿Encontraré allá tierras salitrosas? ¿Las escarbaré hasta mejorarlas y plantar viñedos y llevar la uva al lagar? Vino a rodo. ¿Con dedos cuarteados escribiré óvalos sobre línea de lápiz a borrar, óvalos que digan cuidadosamente La Rioja como se puede decir Villanueva de la Serena? Villanueva de los Violines. Y el Cristóforo estaba haciendo sonar su sirena, vibraban las latas del furgón, se ve que estábamos muy cerca. El Cristóforo y el Cacharro del abuelo tenían en la sirena el mismo sonido con distintos nombres, sólo había que poner una ligadura de prolongación entre ellos. En cuanto saliera del furgón, con sólo poner el primer pie en el cacharrito que me tocara, quedaría trazada la ligadura, por fin podría ver el barco que imaginaba cuando iba a poner los óvalos con algún dinerillo en el buzón del pueblo.

    ___________

    Y bueno, abrieron la puerta del furgón y no estaba lloviendo en Buenos Aires. Las lluvias se habían ido para el norte y allá llovía sobre el violincito. Circunstancia favorable para la reconstrucción, si se tiene en cuenta que el sonido del aguacero allá sobre la viña y el de la lluvia furiosa sobre la casa europea junto al mar es el mismo, sólo hay que poner la ligadura. La diferencia sustancial es el mar y la luz del faro que se desespera, el oleaje es tan alto que cualquiera diría que esas olas enormes son los barcos de los pescadores desaparecidos que regresan. Y no es así. Lo que pasa es que cada vez que la luz del faro, como encandilada, pasa sin ver sobre el tremendismo en olas, las crestas se iluminan y el latigazo de la luz parece un fuego de San Telmo sobre el palo de mesana de un barco verdadero. El miedo de la luz es el miedo que tiene el viejo guardafaro en lo alto de la torre que el mar bate. El viejito guardafaro en aquella soledad. Con los dedos cuarteados de tanto escarbar olas salitrosas, único habitante el viejo del peñón solitario. De día se pasea y lo sigue humildísima su sombra; a veces se prolonga sobre el mar, achatadísima, a veces se arrastra por las piedras y se esconde nadie sabe dónde cuando el viejo entra en el faro. Pobrecita la sombra, si se muere el viejo ¿con quién va a andar? Se quedará achatada, nadie sabe cómo. El viejo guardafaro tiene miedo y se lo comunica a su luz en temblores como llorosos, miedo a que las sombras de los pescadores no tengan con quién andar.

    Cuando abrieron la puerta del furgón la sirena dejó de sonar-reclamar. Había hecho vibrar las chapas del furgón como alguien que llama a la puerta. La sirena, y enseguida el ruido de la llave. Enormes llaveros colgando de gruesos cinturones. Ruidos de llaves en las madrugadas. A esa hora no tintinean: roncan. Hurgan dentro de las cerraduras con ruidos de órganos internos perturbados. Escarban metales gastados por las intrusiones. Llaves con horarios y hombres fijos que se van turnando para medir la eternidad. Isócronas. Poderosas como grandes animales aislados, intocables. No hay en el mundo deseos suficientemente poderosos para hacer mover una de esas llaves. La sirena del barco, en cambio, en grito de poderoso animal de las profundidades hizo girar la llave para que escapara la oscuridad, que se perdió nadie sabe dónde. Ojitos entrecerrados para habituarse de a poco otra vez a la luz. Luz débil de la tarde menos mal, y las aves de Lugones afligían como adioses revoloteando sobre las dársenas, a la hora en que a la tarde le van apareciendo ojeras. Lugones, que introdujo el águila germana para espanto de los gorriones criollos. Decían nuestros nombres y con llaves más pequeñas nos dejaban libres las manos. Podérselas frotar otra vez como Dios manda. Tanto que me picaba la espalda, todo el tiempo, y ahora que puedo rascármela no me pica más, fijate vos, se oyó por ahí. Manos libres para poder tomar los documentos que nos daban. Y en aquella enorme pila de valijas despanzurradas con camisas que florecen por las tapas mal cerradas, que cada cual busque la suya pero rápido, y hay un azaroso intercambio de valijas.

    ¿Y el barco? ¿Y el mar? A lo mejor por ahí, a la derecha, pero primero hay que pasar por los controles. Esto está lleno de galpones y oficinas. ¿Así que nunca viste el mar, riojano? Mirá que hay que ser zonzo, tan grandote y sin conocer el mar. Bueno, lo vi en el cine, viene a ser casi lo mismo, la idea la tengo, pero me pregunto tanta agua para qué. No se ven barcos por ninguna parte y aquí los dueños de las llaves nocturnas, con quienes hemos convivido tanto tiempo, nos abandonan por fin. Se ve que están muy enojados con nosotros porque no se despiden, ni siquiera chau nos dicen, y nos dejan entrar libres en un largo corredor de luz encallejada. Cuando miré hacia el fondo de la calle Corrientes con un solo ojo era el mar lo que buscaba. Dos segundos, y luego el recuerdo del chispazo de la luz hacia el final, igual que el brillo del violín allá atorándose con los truenos, y los relámpagos que acabaron encandilando el brillo de nueces de mi Gryga.

    Largo el corredor no entre paredes, formado por soldados que parecían de plomo cada cual con su fusil, muy bien parados, no como los que teníamos en la caja de zapatos, a casi todos les faltaba una pata y había que hacerles un montoncito de tierra para mantenerlos parados. Había uno moreno que cuidábamos mucho y aquí hay otro parecido, seguro que es del norte, apenas pestañea. Envolverlo en algodón, como al de la caja, para que no se estropee en el roce con los otros. Correctamente parados y sin ningún tipo de mutilaciones, encallejaban la luz del atardecer sin permitir que los curiosos, fuera del corredor imaginario, se acercaran a nosotros para darnos unos paquetes que traían. El moreno, bien afirmado sobre el suelo porque no le faltaba ninguna pierna, olvidó su rigidez de plomo cortando el avance de una mano que trataba de agarrar un paquete de yerba que alcanzaba uno de los curiosos: ustedes siguen incomunicados y solamente cuando entren en el barco podrán hablar y hacer lo que se les dé la gana. Pero el barco no aparecía por ninguna parte, y hay que ser zonzo de veras para ser tan grande y no conocer el mar.

    En la valija que me dejó un preso que trasladaron al otro lado estaba mi ropa vieja, la que tenía puesta el día que me separé del Gryga. Azul del pantalón y blanco de la camisa conectándome con un tiempo irrecuperable. Y el cinturón medio cuarteado, qué maravilla ese cuero familiar, ese agujero último ya demasiado grande, la hebilla que no recordaba. Me medí todo por encima y me quedaba grande. Parece que era gordo el difunto. Dentro de esa valija, parecía ropa de muerto. Nula de nulidad. La ropa de los muertos, ésa que siempre se quema, por si las moscas. Un muerto es finalmente algo como un trapo. El que me dejó esta valija era un trapo cuando se iba. Y si él mismo era un trapo, su valija qué. Cuando lo trasladaron al Flaco, la ropa le bailaba en el cuerpo. Le sonaban los huesos bajo los trapos cuando se iba y alzó una mano sin mirar para atrás, mano dirigida a cualquier celda, puros huesos que se meneaban camino del traslado.

    Conectar la ropa de la valija con el tiempo anterior a la caída del violín, tiempo que parece no haber existido nunca. Si la ropa es cierta, el tiempo anterior una mentira. La verdad no alcanza para las dos cosas. O el tiempo o la ropa. Entonces elijo la ropa. Necesidad de volver a sentirla mía. Los pantalones con la manchita de aceite de nuez, la hebilla con su brillo gastado, va quedando desnudo un hierro feo, de llave nocturna. También están los cordones de unos zapatos que ya no existen, por dónde andará el Flaco sin cordones. El hablaba de engomar las telas de varias camisas y pegarlas en tablitas muy finas. Alas. Una máquina de volar pensada por el Flaco entre paredes altísimas y sucias. Los cordones hubiesen servido para abrir las alas. Un tironcito y ya está, allá va el Flaco desde el quinto piso, precariamente pero volando, o cayendo despacio y sin daño al otro lado de los muros, eso dijo el día de la misma noche que se lo llevaron, en lo más oscuro de la noche abrieron la puerta y lo alumbraron con linternas y le dijeron a ver, rápido, a la valija dejala. Y todos oíamos el ruido de los zapatos sueltos sin cordones bajando la escalera, rápido el Flaco para abajo como si llevase alas. Si hubiera podido saltar con su maquinita, su traslado hubiera sido silencioso, apenas un roce de aire libre contra la tela engomada de un par de camisas blancas, apenas el ruido de la vela de un barquito, que se pierde en la misma brisa, que no alcanza a llegar a los oídos impacientes de los guardianes que se pasean con llaves bamboleantes, cruzados por correas en diagonal que terminan en hebillas de todos los tamaños, corporizando el paso de las horas. Los guardianes que tienen llaves y en cualquier momento pueden entrar y trasladar al Flaco o a quien sea, alumbrándolo con linternas por escaleras y luego por llanuras, terrones y cascotes, plaf los zapatos sin cordones tropezando en la oscuridad. Mis viejos pantalones con manchitas de nueces, la camisa manga corta, volvían a conectarme conmigo. Pero dentro de esa valija, por un milagro no eran ropas del Flaco. Y no sé si en ese caso me hubiese animado a ponérmela. ¿No tendría el Flaco unos pantalones iguales a los míos? Claro que sí, todo puede ser. Menos mal que estaba la mancha de las nueces, lo único verdaderamente cierto en esas vaguedades.

    ¿Y el barco? ¿Y el mar que nunca había visto? Sin embargo, tenía un recuerdo del mar. Seguramente había algo por ahí semejante a las manchas de las nueces, que me conectaba al mar. Recuerdo del mar parecido al que me quedaba de mi casa en el norte, por lo que la casa y el parral se me presentaban ahora con la misma calidad de la no conocida espuma del mar. La espuma brillando al sol lo mismo que el violín, en un brillo de aceite de nueces pasado con algodón, y la casa y la viña se bambolean en oleajes.

    ¡Sientan! ¡La sirena de nuevo! dice alguien, a ver si todavía perdemos el barco, me pregunto para qué tantos controles. La hermosa voz del Cristóforo llama otra vez y hace temblar las chapas de los furgones no abiertos todavía mientras alguien reconstruye en la oscuridad patios con malvones o luz de farolitos, en una de ésas está viva y la soltaron, quién te dice, me estoy refiriendo a

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