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Ladrón de espadas
Ladrón de espadas
Ladrón de espadas
Libro electrónico443 páginas7 horas

Ladrón de espadas

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Ladrón de espadas es una frenética y apasionante novela de aventuras que los lleva a conocer a "O", un ladrón profesional especializado en robar espadas históricas de incalculable valor y, de paso, resolver injusticias por todo el mundo. Su vida dará un vuelco cuando conozca a Rebeca, la chica que lo acompañará en su misión más arriesgada: robar la espada de Fernando III, El Santo. A ambos los aguarda un camino repleto de acción, persecuciones y emociones al límite.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento21 dic 2020
ISBN9788726705638
Ladrón de espadas

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    Ladrón de espadas - Miguel Ángel León Asuer

    Saga

    Ladrón de espadas

    Cover image: Shutterstock

    Copyright © 2021 Miguel Ángel León Asuero and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726705638

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Al Jefe, mi padre, quien antes de que estas páginas vieran la luz marchó al Reino que no es de este mundo. Estoy seguro de que San Pedro le habrá facilitado un ejemplar de esta novela encuadernado en blanco algodón para que lo lea sentado en una nube mientras da sorbitos a una copa de vino celestial, aunque sólo sea en modesto pago por engrasarle las bisagras de las puertas del Cielo para que no chirríen cuando algún alma burlona entra a deshoras, o tal vez por haberle construido un soporte de marquetería para los mandos a distancia del Sol, la Luna y las Estrellas.

    A mi madre, que me sigue enseñando muchas cosas cada día.

    A Miguel Ángel y Fátima, mis hijos, a los que debo las fuerzas que me hacen bailar este Tango.

    A mis hermanos, con los que mantengo una curiosa complicidad.

    A Rosa Luz, devoradora de libros e inspiración de personajes. Su Tango es el mío, y su nueva historia es mi nueva historia.

    A Berta, mi Melpómene Erikbertakova. Sin ella, estas páginas y otras muchas cosas no existirían. Gracias. Siempre Gracias.

    Al verdadero David, que sigue allí, en su semáforo.

    A mis compañeros del Cibertaller literario. Algún día tendremos que pensar juntos unas dedicatorias curiosas.

    Este libro pretende ser un homenaje a todas aquellas personas que se la han jugado y se la siguen jugando por ser leales y fieles a las promesas que hicieron en algún momento, eludiendo siempre la traición y el engaño y bailando el Tango de la vida como debe ser: con paso firme, vista al frente, y la cabeza bien alta …

    Porque, para mí, como para algunos más, la vida es como un Tango, un Tango con bandoneón de fuelle desinflao, voz dejada y curtida con acento arrabalero y atmósfera azul como humo de tabaco. Para vivirla, para bailarla, hay que dar grandes zancadas, manteniendo la cabeza alta y la mirada al frente cuando la música o la letra te hacen cambiar bruscamente de dirección.

    Habrá quienes, por no ser capaces de afrontar un Tango, vivan la vida con otros ritmos, con otros sones, con otras letras, pero para mí, para mí, la vida es como un Tango.

    Eso sí, un Tango no se baila en solitario. Hace falta alguien con quien compartir mejilla, a quien agarrar con fuerza y cuya mano sostener en alto.

    Líbrenos Dios de los Tangos traicioneros de bofetada y cuchillo en el liguero.

    Prefiero aquellos otros de roja flor apretada entre los dientes…

    Seguro: la vida es como un Tango.

    El Autor

    1

    BRITISH SURPRISE. THAT´S LIFE

    Desgraciadamente no pude ver la escena, porque cuando ocurrió lo que aquí se cuenta ya me encontraba a muchos kilómetros del lugar de los hechos, tomándome un gin-tonic a la salud de la flema británica mientras admiraba el trasero de aquella azafata de la British Airways que me lo acababa de servir. Hasta podía oír el tranquilo pero alegre explotar de las burbujas en el vaso, y también notar sobre el envés de la mano las gotitas que de allí dentro, sorteando el hielo y el limón, saltaban buscando una vida que vivir y la aventura del salto al vacío. Pero aunque, como digo, no podía ver lo que ocurría allá de donde yo venía huyendo divertido, sospecho que las cosas no pudieron ser de forma distinta a como las imagino ahora en mi cabeza.

    Por ejemplo, bien podría decirse que las sombras del vigilante se iban alargando y acortando sucesivamente mientras pasaba bajo las luces del techo y ante las ventanas en la primera de las rondas de aquella tarde-noche por las galerías del National Maritime Museum de Londres, en Greenwich. El domingo había transcurrido tranquilo y, por lo tanto, aburrido. Varios cientos de turistas habían pasado por allí para observar apelotonada y apresuradamente los mismos uniformes, las mismas banderas, las mismas armas, los mismos útiles de navegación que un desmotivado y coloradote segurata ahora repasaba distraída y monótonamente con la tranquilidad de saber que le quedaban ocho horas de lentos paseos, así como quince años más de similares rondas. Y todo hasta que una lejana jubilación pudiera permitirle cobrar esa pensión que deseaba poder gastarse viviendo en España, en algún pueblo turístico, playero y mediterráneo, donde cambiar la aglomeración de las gentes en el metro por la bulla de cuerpos al sol como salchichas en una barbacoa.

    Sus pisadas iban resonando por los pasillos y las salas, dejando por todas partes el rechinar de las suelas de goma sobre el pulido suelo y acompañando a las noticias deportivas escupidas por el pequeño transistor que llevaba embuchado en el bolsillo de la chaqueta. De vez en cuando, el walkie talkie emitía pequeñas ráfagas de estática que ya ni oía, de acostumbrado que estaba a esos ruidos. Monotonía, en definitiva. Rutina.

    Atrás había quedado, hacía ya un rato, el patio del Upper Deck Coffee Bar, situado sobre la segunda planta del edificio junto a la galería "Future of the Sea".

    Como era habitual, a las cinco, la hora de cierre del museo, había estado puntual en la barra para tomar el té y charlar un ratillo con Samantha, la atractiva camarera que tanto reía sus insulsas bromas. También como siempre, los tolerables cinco minutos para el té, se habían convertido en tres cuartos de hora de flirteo, justo el tiempo que la pelirroja y pecosa mujer tardaba en recoger los servicios sucios y prepararlo todo para el día siguiente mientras el vigilante hacía lo propio no perdiendo de vista ni el trasero ni la pechera de la camarera. Sin saberlo, y mientras imaginaba cómo serían las pecas de la espalda de Samantha, o si tendría algún lunar allá donde las manos sólo llegan cuando la falta de luz no deja ver los lunares, aquel infeliz me había estado dando tiempo suficiente para poner tierra por medio, o mejor mar, entre la Gran Bretaña y mi cuerpo serrano.

    Al pasar junto al maniquí que vestía el uniforme del Vice-Almirante Horatio Nelson se paró, como otras tantas veces, para observar cómo un curioso e insignificante agujerillo en el hombro izquierdo marcaba el lugar por donde entró el proyectil que, perforando el pulmón del marinero y empotrándosele en la columna vertebral, acabó con su vida en la batalla de Trafalgar, en la que ganaría fama y pasado glorioso, perdería todo su futuro y cerraría los ojos para siempre. No se veían ya en la guerrera las manchas de sangre y sudor del combate, como ya tampoco se veía el sufrimiento de tantos hombres de ambos bandos en las guerras del pasado y del presente. Allí sólo se veían historia y honor, la victoria de Nelson sobre Napoleón y la consecución de nuevas tierras para la Corona Británica en el paso estratégico entre el Océano Atlántico y el Mar Mediterráneo. Victoria sobre Francia y victoria sobre España, los dos grandes enemigos del flemático Imperio. Mucha sangre de demasiados costó aquello, pero eso no importa cuando el nombre de la Nación, de la Patria, queda escrito en la Historia con letras de oro. La sangre se limpia, los muertos se entierran o se arrojan al mar, y luego las letras de oro se pulen para que brillen. La sangre no deslumbra, pero el oro sí.

    La radio empezó a hablar de otra victoria, la del Arsenal sobre el Chelsea, lo que hirió en lo más profundo la afición futbolística de aquel vigilante, haciéndole continuar la ronda claramente malhumorado. Afortunadamente, perder un partido no era lo mismo que perder una guerra, o la vida.

    Ante él se presentaba la galería de las armas de filo, las edged arms. Espadas, sables, espadines, dagas y todo tipo de hojas de acero que habían penetrado en más de una ocasión las carnes y vísceras de quienes se interpusieron entre el enemigo y la patria británica. Cientos de filos cortantes y puntas afiladas que en un sangriento trueque dieron muerte para recibir gloria, estaban allí expuestas para admiración y orgullo de los visitantes patrios así como para humillación de los que venían del extranjero a contemplar las armas con las que fueron derrotados tiempo atrás sus ejércitos y dieron muerte a sus antepasados.

    Todo en calma. Vitrinas relucientes. Espadas relajadas tras los cristales. Brillos de acero durmiente. Ni una mota de polvo. Mortífera gloria expuesta a la admiración y a la añoranza de otros tiempos. Recuerdos de sangre, sudor, sufrimiento, muerte, dolor, humillación y, dicen, que también de honor. El vigilante, Peter Kingstone, que así figuraba en la plaquita que llevaba en la chaqueta, conocía de memoria la historia de cada una de aquellas armas gloriosas. Sabía sus nombres, el de quienes las poseyeron y el de quienes las fabricaron ganándose una fama que les haría pasar a la posteridad como creadores de obras de arte para la gloria y el orgullo, pero cuyos herederos tan sólo se dedicaban ya, cuando el acero no da honor sino dinero, a la fabricación industrial de cuchillas de afeitar. Conocía el nombre de los barcos en que prestaron servicio golpeando, cortando, atravesando, matando y conquistando a sangre y acero, pero desconocía el nombre de quienes murieron a causa de aquellas espadas. Mientras paseaba por la galería, escuchando aburridamente la radio y el eco de sus propios pasos, imaginaba el ensordecedor ruido de una batalla naval, con sus cañones, sus gritos de furia, miedo y sufrimiento, sus explosiones, sus crujidos de madera, sus oleajes, sus vientos, sus velas batiendo, sus disparos a bocajarro, sus astillas de madera volando por los aires y, sobre todo, su desesperanzador entrechocar de espadas en los abordajes.

    A un tiempo, aquello le distraía e hinchaba de orgullo su británico pecho hasta el punto de igualarlo en volumen a la barriga cervecera repleta de pintas de espumosa pero templada ale que, detrás de los botones del uniforme, atirantaba el azul paño. Siglos de orgullo británico tras la negra corbata y pintas de London Pride tras el ombligo.

    Muy pronto, tanto orgullo se desinfló de repente o, mejor dicho, estalló para sus adentros con un quedo y casi susurrado "My God!" que volvió a salir de aquella garganta una y otra vez in crescendo:

    –My God!... My God!... My God!

    No se le ocurría otra cosa que decir viendo lo que veía. Era algo increíble, absolutamente increíble, por no decir imposible: una de las vitrinas aparecía vacía, con el cristal limpiamente desmontado y depositado cuidadosamente en el suelo. La espada que debía encontrarse allí disfrutando del secular descanso merecido, no estaba. Alguien se la había llevado.

    Una pequeña inscripción en blanca cartulina dejaba constancia de lo que ya no estaba allí: la espada corta de 794 milímetros de longitud que, fabricada por Richard Clarke & Son entre 1.797 y

    1.798 en plata dorada y acero damasquinado, siendo Nelson Commodore regaló al entonces capitán George Cockburn por su heróica y brava actuación en La Minerve, capturada a los franceses, los días 19 y 20 de Diciembre de 1.796 tras evacuar la isla de Elba y de camino ya hacia Gibraltar.

    No estaba. La espada no estaba. Se la habían llevado...

    En su lugar, había un pequeño walkman con un post-it amarillo en el que había algo escrito a mano:

    ¡GIBRALTAR, ESPAÑOL!

    El asombrado, impotente y jodido Peter Kingstone, sin pensarlo dos veces y sin darse cuenta de que podría estar destruyendo mis inexistentes huellas, presionó el PLAY de aquel aparatejo, y por el pequeño altavoz empezó a sonar una música que se le clavó en lo más profundo de su flema británica, como si de una estocada en el pecho con la espada robada se tratara, o mejor, como una estocada en el culo: un descarado Frank Sinatra cantaba "That’s life". Así es la vida...

    –My God!... Fucked Spaniards!

    2

    LADRÓN, A MUCHA HONRA

    Entre otras muchas cosas, soy un ladrón. Y aunque tal vez debería estar escribiendo esta historia en la cárcel, a la sombra de las rejas en una celda compartida con algún banquero o algún político, la verdad es que lo estoy haciendo bajo otra sombra: la del cañizo de un chiringuito en la playa de Bolonia, en Cádiz, junto a las ruinas romanas de Baelo Claudia. Y esto es así no porque haya burlado a la Justicia, Dios me libre. De quien me he burlado es de aquellos que se sintieron heridos en su más profundo amor propio por las afrentas que les hice, afrentas que considero merecidas por determinados actos contra la Humanidad. Ahora, con fondo de azules y celestes salpicados de blanca y efervescente espuma, con la banda sonora de las olas rompiendo, los chiquillos jugando y los toldos y las toallas ondeando al viento como banderas que proclaman la victoria de la tranquilidad y la paz fruto del deseo de vivir sin dañar, voy a contar la historia que me ha llevado a tener lo que ahora disfruto, a disfrutar lo que ahora tengo.

    Soy un ladrón, sí. Pero aunque no puedo negar que, en parte y sólo en parte, vivo de lo que cosecho durante mis trabajos, tengo que aclarar que no robo cualquier cosa, sino que tengo una especial debilidad por hacerme con botines muy concretos. Sólo robo espadas. Espadas con historia, espadas con leyenda, con sabor, con orgullo, con Patria, con Honor y, la mayoría de ellas, con muchas, muchas muertes en sus hojas. Y es por esto último por lo que las busco, las localizo, las cojo, me las llevo y lo canto a los cuatro vientos, para vengar así a quienes un día murieron atravesados por el acero en una injusta sinrazón: la guerra.

    ¿Cómo suena una espada que penetra en el vientre de quien la recibe a mayor Gloria de su Patria? ¿Qué siente quien es atravesado sado por el heroico acero? ¿Y el héroe que la empuña? ¿Qué siente el héroe? ¿Y la espada? ¿Nota algo?

    Quiero dejar bien claro que las espadas no tienen la culpa del uso que les den quienes las empuñan. El acero no es responsable de caer en manos de un verdugo, o de un asesino, ni tampoco de ser empleado en combates que podrían haberse evitado usando la razón, la lógica y el sentido común. Algunas muertes a hierro puede que estén justificadas por inevitables, pero desgraciadamente cada espada, como cada hombre, tiene su lado oscuro, su historia oculta, su pasado inconfesable. Y ahí es donde yo voy, ahí es donde ataco.

    Para un guerrero, de la época que sea, su espada es como una prolongación de su espíritu. En ella se afianzan su valor, su honor, su sentido caballeresco y, muchas veces, de ella depende la propia vida. Y como en combate, sea cual sea la causa por la que se inició, quien porta una espada acaba viéndose obligado a usarla para quitar de en medio a quienes se le ponen por delante blandiendo otros aceros, la defensa propia de quien vence la batalla acaba convirtiéndose en heroísmo, y el heroísmo del individuo acaba mutando en orgullo patrio de quienes le enviaron a matar o morir, con lo que, en definitiva, los cobardes de retaguardia se apuntan victorias, a veces injustas, que otros lograron arrancar a punta de estoque, a punta de sufrimiento, pasando penalidades e incluso muriendo. Sí, hay quien gana guerras pasando miedo con dos cojones. Y hay otros que no tienen dos cojones para pasar miedo en la guerra y mandan allá a quienes nada tienen que ver. A esos cobardes que se apropian de las gestas, de los miedos, de las vidas y de las muertes de otros, es a quienes yo les robo sus espadas, clavándoselas luego en el trasero para que vean lo que duele un palmo de acero hundido en la propia carne. Y así rindo homenaje a quienes no lo recibieron al morir. Les vengo, y eso me satisface.

    Empecé en esta aventura hace años, siendo casi un chiquillo, cuando a los diecisiete y a la vuelta de una noche de parranda me dio por encaramarme a la estatua ecuestre que rinde culto a la memoria del Cid Campeador, frente a la antigua Fábrica de Tabacos de Sevilla, y tras ver de cerca los enormes atributos sexuales de aquel Babieca de bronce, me decidí a tomar prestada la espada Tizona que el caballero castellano portaba al cinto. Aquella no era sino una simple reproducción artística, no era la auténtica espada del Sidi Campidoctor, pero para empezar no estaba mal. Pesaba como ella sola, pero aunque no se parecía a la verdadera Tizona, la que según el Cantar de mío Cid el héroe capturó al Rey Búcar de Marruecos abriéndole en canal desde la cabeza a la cintura y se valoró en mil Marcos de Oro, era hermosa. Y para mi representaba, más allá de la leyenda y la gloria de quien la empleó en su día, el sufrimiento y la muerte de quienes por toparse de frente con aquella hoja mercenaria cayeron de bruces sin vida y mordieron el polvo para no poseer esa gloria que les fue arrebatada con su último aliento.

    Siempre recordaré, de los versos que en el colegio me enseñaron cuando de alabar la historia de la Patria se trataba, aquellos que contaban la forma en que el valiente Ruy Díaz de Vivar ganó su espada Tizona:

    "Buen cavallo tiene Búcar e grandes saltos faz,

    mas Bavieca, el de mio Çid, alcançándolo va.

    Alcançólo el Çid a Búcar a tres braças del mar,

    arriba alçó Colada, un grant colpe dádol' ha,

    las carbonclas del yelmo tollidas ge las ha,

    cortól' el yelmo e, librado todo lo ál,

    fata la çintura el espada llegado ha.

    Mató a Búcar, al rey de allén mar

    e ganó a Tizón, que mill marcos d'oro val." ¹

    En señal de mi fechoría, y con la intención de fastidiar y despistar a quien tuviera que venir después a ver aquello, en una de las frías y oscuras ancas de Babieca dejé una nota escrita con tiza:

    ¡AL-ANDALUS RENACERÁ!

    Y como entonces yo era un pipiolo y aún no se habían despertado en mí ciertas necesidades económicas por vivir bajo el mismo techo de mis padres a quienes, por cierto, aprovecho para rendir homenaje desde aquí, no se me ocurrió que esa espada, como símbolo que era, tenía un valor que rebasaba con creces el del bronce vendido al peso en un trapero de Triana, así que decidí rematar la bofetada sin mano al símbolo patrio de la reconquista de quienes no querían ser reconquistados devolviendo honestamente el bien robado, aunque sin arrepentimiento, acto de contrición, ni propósito de enmienda alguno. Y como, cosas de la juventud, tenía ganas de divertirme y pasarlo bien, no se me ocurrió otra forma de poner la espada a disposición de quienes la anduvieran buscando que dejarla clavada en otro símbolo patrio. Quince días después de mi escalada al monumento ecuestre, me fui al Parque de María Luisa y, en lo alto del pequeño Monte Gurugú, otro emblema de la Guerra Santa contra el enemigo de la Fe y la unidad de la Patria y el Imperio, deposité sobre uno de sus bancos de piedra la falsa réplica de la Tizona, escribiendo a su lado con la misma tiza una dedicatoria:

    AL FINAL, PERDÍSTEIS ÁFRICA,

    Y A MUCHOS, LES HICÍSTEIS

    PERDER LA VIDA.

    Curiosamente, el verdadero Monte Gurugú, el que está junto a Melilla y que en Septiembre del ya lejano 1.921 tomaron las tropas españolas durante la guerra de África, es hoy día lugar de "concentración" de los pobres desgraciados que, durante semanas e incluso meses, bajo la protección de su boscosa vegetación, aguardan el momento oportuno para atacar en masa e intentar saltar la valla que separa a Melilla del resto del continente africano.

    En la prensa de la época sólo salió la gamberrada del robo de la espada y su hallazgo en el Parque, pero no trascendieron las notas del autor que se escribieron con tiza. Y me dio igual. Ya digo, era tan sólo un pipiolo. Pero me lo pasaba de escándalo sintiéndome como un maletilla que salta a oscuras el cercado para practicar clandestinamente verónicas y chicuelitas frente a una vaquilla a la que casi no ve. Me bastó robar la espada observado tan sólo por la luna y las estrellas, y devolverla entre ruidos de agua y chicharras. Se ve que me conformaba con poco o que, al menos, valoraba las cosas de otra manera.

    Hoy día lo hago de otra forma: robo, pido rescate, cobro, y devuelvo. Y es que ya soy mayor, y con los años se aprende. Es más, de algo hay que vivir, que aunque tengo otros ingresos, digamos que honrados pero que no voy a desvelar aquí, me gusta la buena vida para mí y los míos, y la costeo con lo que algunos creen que vale su orgullo. ¿Descarado? ¿Vivalavida? ¿Sinvergüenza? Puede, pero... ¿Qué más da? Disfruto, vivo, me divierto, escarmiento, ajusticio, y me gusta.

    Al parecer, con el paso del tiempo hay quien me ha copiado, y desde que casi en las Navidades del 2.000, teniendo yo ya muchos robos de aceros a la espalda, a alguien se le ocurrió robar del Museo Nacional de Suecia un par de cuadros de Renoir y otro de Rembrandt para pedir rescate a modo de "la bolsa o la vida, a esto le llaman algo así como Ransomart, o algo parecido. Y es que, como decía mi padre, siempre que sucede igual, ocurre lo mismo", y basta con que alguien tenga una idea y dedique su esfuerzo y creatividad a hacer algo grande, para que otro se aproveche del invento, le ponga nombre, lo registre y hasta salga en los periódicos por su genialidad.

    En fin, que siempre actué de forma descarada, aventurera, divertida y gratificante. Y casi siempre lo hice solo, sin meter a nadie en mis historias. Eso sí: nunca tuve miedo de nada, ni siquiera del traicionero agravio de quien antes pudiera haberme pedido ayuda y esfuerzo. Y, por supuesto, nunca tuve miedo de nadie. Esa actitud, que me ha hecho disfrutar mucho, también ha sido la causa de más de un problema, y no porque haya que ir temeroso por la vida, no, sino porque no se puede ser tan confiado. Siempre hay alguien dispuesto a darte el palo. Pero en cualquier caso, y parafraseando al increíble Frank Sinatra en "Pennies from Heaven", diré que la vida es como una constante lluvia de monedas, por lo que para vivirla sólo hay que asegurarse de que se lleva el paraguas del revés. Y eso es lo que intento, llevar así el paraguas tratando de coger todo lo que me cae del cielo, que no es poco, porque para hacer honor a la verdad debo decir que del cielo me ha caído de todo, bueno y malo, e incluso que cuando desde arriba te quitan algo, también, cuando llega el momento, te envían oro puro a cambio de la bisutería perdida.

    Así, un enorme desengaño, con origen en la traición que menos me podía esperar y de la que aquí no hablaré porque ya quedó atrás, me hizo replantearme toda mi vida.

    Metí mi corazón y mis lágrimas en un hatillo y me retiré por una temporada allá donde no me conocían y donde comprobé que necesitaban hasta el aliento de quien no tiene resuello ni ganas de vivir. Me largué tan lejos como pude para ayudar a quienes nada tenían, y allí, entre ojos que todo lo miran, llantos que todo lo inundan, sufrimientos que todo lo hunden y alguna risa infantil que a todo daba sentido, me convertí en un olvidado más. Olvidado por los de aquí, que no por quienes me vieron con otros ojos.

    Allí me di, me entregué y me regalé hasta el límite de mis debilitadas fuerzas y hasta que tanta injusticia hiciera cambiar mi completa visión de la vida. Fue por eso que pude ver desde la primera fila el aterrador resultado de las guerras. Tuve al hambre cara a cara, y a la muerte, y a las enfermedades, y a la extrema pobreza de quien sólo tiene paciencia para esperar su fin o su propio sufrir. Aprendí mucho, o más bien todo, lo juro.

    Aquel período, como todos, llegó a su fin, aunque no del todo porque es imposible olvidar lo que te marca el alma, y entonces regresé a mi tierra, a seguir robando espadas, pero ahora a cambio de justicia para quien no la disfruta. Así empezó el cobro de rescates por la devolución de espadas, y también así comencé a enviar ayuda donde nunca antes la hubo. Y como si el cielo quisiera pagarme con sonrisas celestiales, cierto día, a partir de un momento dado, mi vida volvió a cambiar radicalmente, girando en un ángulo de ciento ochenta grados. Seguí robando espadas, eso siempre, pero ya no estaba solo. Y crea el lector que empecé a disfrutar mucho más de lo que hasta entonces lo había hecho.

    Esa es la historia que voy a contar aquí, desde este chiringuito de playa, con un tinto de verano sobre la mesa de madera, unas patatas fritas de bolsa, unos cuantos duros en el banco y una preciosa compañera de aventuras y vida que en estos momentos se está metiendo en el agua, luciendo bikini y saltando las olitas, que en la playa de Bolonia son muy, pero que muy frías...

    3

    EL SOFÁ DE LOS PASEOS POR EL PARQUE

    Ella paseaba por el parque, bajo los árboles, entre las flores. Sorteaba los parterres con la delicadeza de las mariposas que descienden sobre los tulipanes para disfrutar del néctar que la vida ofrece. Eran paseos largos. Largos y lentos. Tanto como toda una vida de paseante puede permitir o aguantar.

    Pero el viento no mecía su pelo.

    Paseaba desde el sofá, bajo la lluvia de unas lágrimas que no merecía, tras el cristal de una ventana que se interponía entre aquella mujer y la vida, protegida por una catarata de aguas agridulces que brotaba de aquellos manantiales que tenía por ojos, luminarias sinceras de mirar profundo y sereno que, las más de las veces, acababan convirtiéndose en espejos de una agonía que consumaba el desasosiego de una vida a la que no veía sentido. Desde allí podía pasear a la luz del ardiente sol de mediodía, y también podía contemplar cómo la luna llena derramaba su luz de plata en indescriptibles ángulos sobre aquellos caminos de albero mientras se desplazaba por el cielo de un punto a otro del inmenso ventanal. Noches de húmedo paseo por el parque.

    Días de amargo caminar entre rosaledas que ya no le regalaban su aroma. Ese olor ya no era para ella. Hacía mucho tiempo que le fue vetado, igual que lo fueron los besos, los abrazos y las caricias.

    Un sofá. Unos ojos. Miles de lágrimas. Y un dolor profundo, imposible, lacerante, pero real. Lo que menos le dolía ya era el abandono, la traición sufrida hacía años. De aquello casi ni se acordaba, y no seré yo quien lo saque a la luz en este momento. Habían sido horas, días, semanas, hasta años paseando por el parque desde aquel sofá. Ilusiones perdidas, proyectos truncados, caricias robadas, das, miradas desviadas, una enorme mentira… Y lágrimas, todas las lágrimas.

    Música de Sirtaki para ayudar a comprender y a llorar. Asumir llorando, sólo eso podía llevar a sus paseos. Eso y aquella música.

    La vida pasaba de largo. Desde aquel abandono del que ya no quedaban recuerdos sus horas las ocupaban sin piedad un monótono trabajo de ocho a tres ante la pantalla de un ordenador que le quemaba las pestañas, un triste almuerzo por obligación y el abandono de su cuerpo y su alma sobre aquel sofá que al mismo tiempo la anclaba y la transportaba. No tenía ilusiones. No tenía esperanzas. No tenía expectativas. Por no tener, no tenía ni vida, porque quien no tiene ganas de vivir, es como si no viviera, y ella no las tenía. Cuarenta años figuraban en su carnét de identidad y cuarenta años sentía haber estado tirada en aquel sofá, sin otra misión en la vida ni otras miras que llevarse así otros tantos. Se sentía como una bella durmiente que no consigue conciliar el sueño y, en vez de esperar al Príncipe que la despierte con un beso, lo espera para que la arrulle y con suaves, tiernas y dulces palabras de amor, la ayude a dormir profundamente envuelta en la esperanza de que al despertarla algún día con otro beso, la colme de una vida apasionante.

    Amargada de la vida, amargada del trabajo, amargada de la espera, amargada de sí misma. Hastiada de no vivir mientras se le escapaba, de aburrimiento, la propia vida. Condenada a no hacer otra cosa que pasear por aquel parque, día tras día, año tras año, desde el sofá, con la tele apagada, el Sirtaki en los altavoces y el petit point en las manos, a la espera de que llegara la hora de dormir para iniciar de nuevo el círculo vicioso que favorecía la agonía de las ilusiones. La pastilla que maltragaba sentada en el borde de la cama era lo más parecido a un buenas noches. Llegó a estar segura de que, como cada ser tiene lo que merece, aquello no era sino un castigo. Su trabajo, organizando bases de datos en un inexpresivo ordenador, era un castigo. Su soledad, era un castigo. Su falta de deseos de vivir, era un castigo. Toda su vida era eso, un castigo, y no merecía perdón ni remisión, porque la vida ya no quería nada con ella ni ella con la vida. Se ignoraban mutuamente. Además, se le iba a pasar el arroz del deseo sin volver a conocer la pasión. Ni ganas tenía...

    Pero el destino tiene una lanza. Una lanza que igual mata que cura. Una lanza que llega a rincones que nadie puede siquiera pensar que existen, y menos quien la recibe en sus entrañas y nota cómo su alma es atravesada por aquello que le ha llegado sin haberlo visto venir. Y, por una vez, tuve en mis manos esa lanza que me podía permitir hacer algo por alguien, algo que en realidad mereciera la pena y que al final me haría bien a mí mismo. Me convertí en el lancero del destino.

    Todo un honor, y toda una alegría.

    Conocí a aquella mujer en la consulta de una psicóloga. Sí, para que ocultarlo, hubo un tiempo en que necesité ese tipo de apoyos, porque mi vida, como ya he apuntado, dió cierto día un vuelco brutal, y pensé que gastarme cincuenta euros por sesión para oír la opinión de alguien acostumbrado a escuchar vidas, no iba a ser tiempo perdido. Y no lo fue, como ya se verá en su momento. Robar espadas calmaba mi inquietud vital, pero los cincuenta euros por hora apagaron una angustia, tal vez un resquemor, un rescoldo, que dio paso a que se abriera hueco esta increíble aventura en mi vida.

    Era una de esas tardes de primavera llenas de árboles floridos, parejas de la mano, pájaros cantarines y sonrisas en las caras de quienes no iban donde yo. Cuando llegué a la consulta antes de la cuenta, como siempre me pasa cada vez que voy a algún sitio, ella estaba sentada en uno de los sillones hojeando una revista de psicología. Dio las buenas tardes, y yo le contesté por lo bajito, como si no le echara cuenta, aunque rápidamente me fijé en sus ojos que, tristes como ellos solos, denotaban una gran profundidad y un desasosiego harto importante. Ella me los clavó un instante como se clava la divisa de colores en el morrillo del toro que está a punto de salir al ruedo, y bajó la vista para inmediatamente volver a mirarme unos segundos, como si algo le hubiera llamado la atención en mí, como si un sexto sentido le hubiera avisado de algo relativo a aquel tipo que llegaba y se sentaba dos sillas más allá. Tal vez por eso se abrazó a sí misma como intentando calmar un cierto escalofrío interno. Por lo demás, parecía una mujer normal de treinta y pico o cuarenta años, media melena color caoba, una cara agradable y un cuerpo y un cutis mucho más que bien conservados. Vestía bien, con buen gusto, y su ropa revelaba unas curvas nada exageradas pero muy agradables de ver o, al menos, de imaginar. No pude dejar de fijarme en eso. En cualquier caso, aunque su atuendo decía mucho sobre el estilo de aquella mujer, le quedaba un tanto ancho a causa del peso que el sufrimiento le había rebajado. Aparecía descuidada y desaliñada, sin pintar, y no muy bien peinada, lo cual no me extrañó, porque si estaba allí para recibir cincuenta euros de ayuda espiritual, lo lógico es que tuviera aspecto de necesitarla y no le sobraran las ganas de ponerse guapa. Aún así, me resultó muy atractiva. Era como el abismo que te atrae cuando te asomas al borde del precipicio o el agua que despierta tu sed cuando pasas junto a una fuente cantarina.

    Pronto le llegó el turno de entrar al confesionario de la psicóloga, y eso significaba que a mí me quedaba un buen rato de aburrimiento en aquella sala de espera, mirando una y otra vez los absurdos cuadros que rellenaban las paredes y leyendo artículos sobre cómo auto ayudarse ante las crisis, cómo afrontar la depresión, cómo evitar los fracasos escolares y cómo eludir o, en su defecto, superar las rupturas matrimoniales. Pasó ante mí con la mirada baja, dejando un pequeño reguerillo de dulce olor a limpio, a jabón de manos, para desaparecer tras la puerta y por el pequeño pasillo que la llevaba a la habitación de sincerarse. Cogí la revista que ella había dejado sobre la mesa al levantarse, pero pronto la dejé de nuevo en su sitio, porque lo que llegaba a mis oídos era más interesante, más atrayente. Tras el tabique que tenía a mis espaldas, sonó el cerrarse de una puerta, un par de "buenas tardes", el arrastrar de una silla, y aunque algo amortiguada por el delgado pladur, empecé a escuchar la sinceridad que escapaba por la boca y las lágrimas de aquella mujer atormentada.

    A través de la pared de papel, la oí contar sus agónicos paseos por el parque desde un frío sofá que otrora estuvo lleno de calor y pasiones. La escuché narrar sus angustias vitales, su falta de ganas de vivir, sus desesperanzas ante lo que anunciaba ser el resto de su vida, una monótona, fría, gris, desangelada y lacrimosa vida inerte. Dijo entre sollozos y desbaratamientos que a veces quería salir de aquello, que deseaba intermitentemente encontrar una ilusión de vivir, un aliciente para su existencia, algo que le demostrara que no estaba muerta y hasta amortajada entre los cojines de su sofá. Pero también dijo que tenía miedo de que esa esperanza, de que esa vida que a veces deseaba, llegara de verdad, porque si tras el renacer volvía a llegar el desengaño, no se sentiría capaz de continuar en este mundo, ni en ningún otro, y que por eso prefería desaparecer eternamente, aunque, por faltarle fuerzas para acabar con todo, se viera condenada a amarrarse al sofá y al sirtaki de por vida, para seguir paseando por el

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