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Dónde estás con tus ojos celestes
Dónde estás con tus ojos celestes
Dónde estás con tus ojos celestes
Libro electrónico212 páginas3 horas

Dónde estás con tus ojos celestes

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Información de este libro electrónico

Un argentino va a España en busca de la mujer que, siendo casi niños, le robó el corazón. De ella recuerda apenas su nombre, unos ojos azules y la punta de sus dedos rozando con los suyos. A partir de esta información, Juan se da cita con todas las Eugenias que alguna vez vivieron del otro lado del Atlántico, y confía en que sabrá reconocer a la verdadera. Pero su viaje tiene a la vez el propósito de reencontrarse simbólicamente con su madre —de quien atesora también un puñado de recuerdos, incluso intrauterinos—, muerta a manos de su padre cincuenta años atrás.Publicada póstumamente en 2005, la última novela de Daniel Moyano permaneció inédita por más de una década. Aun sin la oportunidad de ser revisada por su autor, «Dónde estás con tus ojos celestes» es otra obra maestra que puede ser leída como una autoficción.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento16 may 2022
ISBN9788726938890
Dónde estás con tus ojos celestes

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    Dónde estás con tus ojos celestes - Daniel Moyano

    Dónde estás con tus ojos celestes

    Copyright © 2005, 2022 Daniel Moyano and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726938890

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Era rubia y sus ojos celestes

    reflejaban las glorias del día

    y cantaba como una calandria

    la pulpera de Santa Lucía.

    Letra: Héctor Pedro Blomberg

    Música: Maciel

    CAPITULO 1

    Mi nombre es Juan, soy músico y vine a España en busca de una mujer llamada Eugenia. Llegué al puerto de Barcelona una madrugada neblinosa. Recuerdo los catorce días de navegación como un solo hecho envolvente signado por una mezcla de presentimientos y deseos. Recuerdo la humedad de la escalera del barco y la urgencia por trasladarme a Madrid cuanto antes, donde ella tendría su residencia según indicios fiables e intuiciones diversas. El único tren salía por la noche; las horas que vagué por las calles de la ciudad condal sin mirar nada tuvieron la misma duración anímica que el cruce del océano. Tampoco miré el mar durante la travesía. Era la primera vez que venía a España y en vez de disfrutar del nuevo paisaje vagaba sin sentido por las calles de una ciudad bellísima sin mirarlas. Calles que además pertenecían a la patria de Eugenia, que por ser la de ella ahora era también la mía. Además, la alegría que tenía encima no me daba tiempo para mirar los monumentos ni nada de eso que buscan los recién llegados. La sensación de llevar y de sentir en la punta de los dedos a la mujer que buscaba era más fuerte que todo.

    Hacía mucho que no viajaba en tren. Los trenes fueron muy importantes en mi infancia, especialmente uno que llegaba todos los días a la aldea donde crecí, largo y lleno de chispas ondulantes y sonoras que se desprendían de su caldera negra y llenaban todo el espacio y no tenían fin. El tren donde llegaban paquetes con cosas enormes y desconocidas que hombres de gorra azul arrojaban desde las plataformas de los vagones sobre el andén de la estación, junto con los paquetes de periódicos que traían noticias de la guerra; un tren que apenas se detenía en el pueblo unos minutos y seguía hacia lugares remotos, envuelto en sus chispas carboníferas; el mismo tren con el que yo mismo había llegado al pueblo, aunque apenas lo recordase; un tren que coincide en el tiempo con el tiempo en que Eugenia la niña recaló en nuestras playas. Después los trenes cambiaron con el paso del tiempo, y al sustituirse la leña y el carbón por otras energías, las chispas desaparecieron del aire real del mundo para siempre, y hoy sólo existen en mi memoria y acaso en la de Eugenia. Los trenes de ahora, como el que me llevaría a Madrid, carecían de humo, eran casi silenciosos y apenas si tenían formas recordables.

    Antes de embarcarme fui a visitar la casa donde nací. No porque fuese mi casa natal sino porque ahí apareció ella por primera y única vez y ahí debía comenzar la búsqueda. Los nuevos dueños, cuando les conté de qué se trataba, me ofrecieron entrar en la casa y ver incluso la habitación que les describí exactamente, antes de verla, como aquella donde mi madre me dio a luz, la misma donde después fue asesinada. Ni siquiera les permití que abrieran la puerta cuando intentaron mostrármela, y les rogué que me dieran acceso al patio de atrás, si todavía existía, que lindaba con los fondos de otra finca, de la que la nuestra estaba separada por un cerco vivo de rosas trepadoras y ligustros y un tejido de alambre de trama romboidal. La enredadera de rosas y los ligustros no existían pero sí el cerco de alambre a través del cual ella y yo pasábamos los brazos para tocarnos y conocernos, como si fuésemos ciegos. Imposible determinar cuál era el rombo por el que, muchos años atrás, pasé mi mano para el otro lado y atravesando la trama de hojas y de pequeñas rosas estuve a punto de alcanzar su rostro. Elegí uno al azar imaginándome que como entonces ella estaba al otro lado, y me costó meter la mano, tuve que estirar los dedos adelgazándola; pero al llegar al codo se acabó el intento. Aquella vez en cambio, aunque el codo encajado en el rombo me impidió seguir avanzando, ella acercó su rostro infantil atravesando las hojas y rosas trepadoras y lo puso al alcance de las yemas de mis dedos; acariciaba sus mejillas sintiendo que el olor intenso de los ligustros aplastados penetraba en nosotros a través de nuestra respiración agitada. Entre las hojas verdes y las pequeñas rosas pálidas le brillaban unos ojos grandes y celestes. Ahora yo, dijo en un español que venía del otro lado del mar, estiró los dedos y pasó la mano por el mismo rombo; su brazo se deslizó sin tocar los alambres y al llegar a la altura del codo éste pasó rozándolos apenas. Me acarició la cara diciéndome me llamo Eugenia y tú eres Juan, en su lengua transoceánica. Retiró el brazo, soltó una risita breve y me sacó la lengua. Era plena siesta. El alambrado tiritaba ante el paso, muy cercano, de uno de esos trenes largos que viajan hacia el sur. Cuando el ruido cesó oímos que al otro lado de las vías, donde acababa la ciudad y empezaba la pampa interminable, cantaban las palomas.

    El tren que me llevaría a Madrid al caer la noche empezó a gravitar en mí unas horas antes, y emparentándose con aquellos lejanos trenes del sur se me aparecía como un refugio, algo que aislaba de la lluvia, o del tiempo, no lo sé, pero en todo caso como algo que me protegía. Y lo esperaba con esa convicción, sintiéndolo, aunque en Barcelona, próximo a los enormes patios de las siestas pampeanas.

    Ningún miembro de mi familia supo decirme nada concreto sobre Eugenia, salvo que nunca la habían visto. Ni siquiera quisieron molestarse en pensar un poquito en los vecinos de la finca lindera. Sí, a esa casa la alquilaban todos los años familias españolas, pero de una galleguita que venía a jugar a casa, que yo sepa, nada, decían mis tíos y mis tías invariablemente. Si no hubiese habido desde siempre indiferencia y desconocimiento, y atinando a mirar hacia la finca lindera hubiesen percibido el esplendor de Eugenia, entonces habríamos crecido en el conocimiento mutuo, y ahora la estaría llamando por teléfono desde Barcelona, llego mañana a Chamartín, y ella voy a ir a esperarte.

    Uno entonces se baja del tren casi junto con el día que nace, y no ha alcanzado a bajarse cuando ella aparece y con esa voz que cruzó el mar me dice yo soy Eugenia y tú eres Juan. El encuentro se produce junto a las grandes ruedas metálicas del tren; estamos envueltos en el vapor de la máquina, contra ese fondo de columnas y cristales, y más allá se ven esos automóviles suaves de faros encendidos que se deslizan en la luz incierta como unas aves que estuviesen despertando de las siestas pampeanas. Pero esto no era posible por falta de hechos que hubiesen actuado como nexos reveladores, por la ausencia inevitable de una simple acción del azar que hubiera inducido a los de mi familia a mirar para el otro lado a través de un cerco de ligustros y descubrir la presencia de Eugenia, donde en esos momentos se estaba jugando mi futuro. O acaso no era posible porque tanto ella como yo no pertenecíamos a los trenes extraños que llegaron con el tiempo sino a esos trenes con chispas y humo negro que viajan hacia el sur o atraviesan las aldeas del norte llevando grandes bultos y noticias de la guerra.

    A mediodía comí cualquier cosa en una fonda que me salió al paso, lejos del puerto y, según mis cálculos, cerca de la estación de trenes que sería la punta del hilo que me conduciría hasta Eugenia. Aunque en realidad estaba perdido, creía haber atravesado media ciudad y casi seguro que estaba dando vueltas por el mismo lado, según me encontré varias veces con el mismo edificio en sitios diferentes. En la fonda, por primera vez desde que bajé del barco, miré a la gente a la cara. En ninguna de las muchachas que vi pude corporizar a Eugenia, ninguna se le parecía en lo más mínimo, por más española que fuese y por más que estuviese en este lado del mar. Allí advertí que mi memoria apenas retenía rasgos físicos de ella, salvo el color celeste de sus ojos, que eran los mismos de mi madre; al timbre de su voz apenas lo recordaba, confundido con el ruido de su respiración violenta. Casi toda la memoria que tenía de ella era táctil, a Eugenia la llevaba conmigo repartida en las yemas de los dedos.

    No es corriente este tipo de memoria, pero ya dije que soy músico, y los dedos de los músicos suelen tener una sensibilidad extrema. Según la altura del diapasón del violonchelo que recorra mi mano izquierda, puedo saber, antes de tocarlas, el color de cada nota; palparlas como si tuvieran cuerpo. Cada nota tiene su lugar preciso en el violonchelo y en el mundo, y es allí adonde la van a buscar mis dedos, que tienen correspondencias secretas con ellas. Las notas también de alguna manera buscan a mis dedos cuando toco, por si yo no las alcanzara, lo mismo que el brazo fino y largo de Eugenia pasando por el rombo de alambre en busca de mi cara. Por eso, aunque mis ojos no puedan recordarla, la imagen que tengo de ella es casi perfecta; conozco el color y la temperatura y el ritmo de cada parte que toqué de su cuerpo cuando éramos niños, como si se tratase del lugar que en el diapasón de mi instrumento ocupan los sonidos. Y ahora sospecho que mi vocación de violonchelista estuvo determinada por ella, para que pudiera palparla en cada nota que tocara, en el caso de que no nos encontráramos nunca más.

    Por estas mismas razones táctiles, y otras auditivas, sabía que ella estaba en Madrid y no en Barcelona; en el caso de que en ese mismo momento anduviera como yo por cualquier calle de la ciudad condal, la memoria de mis dedos la hubiese presentido; por eso caminaba sin mirar a nadie, a la espera de la llegada de la noche y del tren que me llevaría hasta el lugar del diapasón que el tiempo le había concedido y donde sin duda me esperaba.

    Ella como yo era casi una niña la siesta en que hicimos esa zanja bajo el tejido de alambre arrancando raíces con los dedos y viendo cómo huían de la luz unos escarabajos húmedos y llenos de colores que surgían a medida que cavábamos. Era increíble cómo teniendo esos colores podían vivir ocultos bajo tierra. Corrían huyendo de nuestras manos y al pasar sobre la tierra que habíamos aflojado, tan húmeda como ellos, volvían a enterrarse. Aspirábamos hondo el olor que emanaba del fondo oscuro de la zanja, un olor nuevo nunca presentido, lo reteníamos en los pulmones intentando que se quedara dentro de nosotros para siempre.

    Calculé que necesitábamos cavar un poco más para que yo pudiera pasar al otro lado, pero Eugenia no me dio tiempo, seguramente había hecho sus propios cálculos y ya había metido la cabeza bajo los alambres desnudos que colgaban en el aire; los levanté para que no rasparan su espalda mientras reptaba boca abajo, y ella de pronto apareció del lado mío de la cerca envuelta en el olor a humedad que venía del fondo de la tierra. Se paró junto a mí mirándome profundamente dentro de los ojos; la respiración agitada hacía que sus pechitos nacientes subieran y bajaran con violencia debajo del vestido blanco. Allí estuvimos un tiempo que en duración interna es el mismo que me llevó la travesía transoceánica, y nos mirábamos sin reír ni decir nada, sin poder abrir la boca para nada porque estábamos tiritando de miedo o de vergüenza.

    El sol de la siesta había desaparecido tras las nubes negras, nos echamos en el césped y nos pusimos a nombrar lo que estaba al alcance de los ojos. Para cada cosa teníamos la misma palabra a pesar de que ella venía del otro lado del mar, y por cada objeto que nombrábamos nos reíamos, las únicas diferencias eran el sonido de un par de consonantes.

    Llueve dijo ella usando la misma palabra que hubiera dicho yo y casi con el mismo acento. Eran apenas unas gotas que casi no alcanzaban a llegar al suelo porque se las llevaba el viento. Arrancamos una sábana del alambre donde estaba tendida, la echamos sobre el rosal más próximo y nos metimos dentro. Luego arranqué una rama de ligustro, la clavé cerca del rosal alzando más la sábana, mira dijo ella, estamos bajo techo.

    Mis dedos recorrieron su cuerpo y fijaron en mi interior todos los datos que subsisten en mi tacto. Era el comienzo de los tiempos y también de la memoria, por eso guardo en las puntas de mis dedos no sólo la redondez de sus pechitos nacientes que acababan de brotar como de la tierra que habíamos cavado, sino cada uno de los momentos que demoré en recorrerlos y algo que estaba más allá de los sentidos y era como la totalidad de Eugenia que acababa de nacer. Estás temblando, me dijo temblando, y aspiramos el olor de nuestros cuerpos mezclados a los de la tierra removida y a los que venían de la tormenta, y los llevamos hasta el fondo de nosotros a ver si allí se quedaban para siempre, y sin saber lo que estábamos haciendo. Fue allí donde vi desde tan cerca, a la luz penumbrosa de nubes de lluvia que se filtraba a través de la sábana, esa cosa casi increíble que era lo celeste de sus ojos.

    Qué hacen ahí llegó una voz de madre del otro lado de la cerca. Estamos jugando, respondió ella. Eugenia, ven inmediatamente para aquí. Ella me tomó una mano y chupó las puntas de mis dedos como si fuesen caramelos, yo hice lo mismo con los de ella y entonces tomamos los pliegues de la sábana, la desprendimos del rosal, la tiramos por el aire y salimos corriendo. Afuera las nubes habían pasado, el cielo estaba altísimo y era verano en todas partes.

    Al día siguiente no apareció Eugenia ni nadie. Llamé y no hubo respuesta. Pasé al otro lado por la zanja que habíamos cavado. Puertas y ventanas estaban como selladas y el silencio era de miedo. Por el resquicio de una persiana vi que los grandes sillones de la sala estaban enfundados. En el frente de la casa habían puesto un cartel que decía se alquila por el resto de la temporada. Desde el puerto próximo llegaba el sonido de las sirenas de los barcos que llegaban o partían. Volví al patio de mi casa y tapé la zanja con la tierra removida. Esta vez no vi ningún escarabajo, el cielo estaba más alto que nunca y el verano continuaba.

    En Barcelona por fin había anochecido. El tren para Madrid ya estaba en su sitio, resoplando. No había chispas en el aire ni bultos sobre los andenes. El chico encargado de los trámites del viaje apareció puntual con las maletas y el violonchelo, puso todo junto a mi asiento y me entregó el billete. La alegría ante el viaje inminente que significaba el comienzo de la búsqueda activa de la mujer que amaba hizo que no sintiera el cansancio de la caminata de horas y de la reconstrucción de acontecimientos tan lejanos. La entrada en el tren fue como meterse bajo esa sábana/rosal que después se llevó el viento.

    Hoy he decidido fijar en letra escrita, desde este refugio madrileño, las acciones realizadas para encontrar a Eugenia, a fin de tener una especie de mapa del camino recorrido y un asidero menos frágil que el recuerdo en un asunto tan importante para mí. Y también porque necesito contarle la historia a alguien, para volver a vivirla.

    Vine a España en busca de Eugenia pero también huyendo de un ruido que se interpone en mi camino hacia ella. Ese ruido es mi padre. Me vine aquí con la esperanza de que él no apareciera, durante mis búsquedas, con sus cuchillos y esas panteras asquerosas que nacían y crecían durante sus delirios etílicos. Para que no la persiguiera, como lo había hecho con mi madre, por una habitación en medio de crujidos de muebles de madera y de vidrios que estallan, mientras ella, que era extranjera y se llamaba María y me había dado a luz en esa misma habitación, huía con sus ojos tremendamente grandes e indefensos, tan aterrada que no le salían palabras, ni las del país que habitaba ni las de su tierra natal. Para expresar su miedo ante la muerte sólo tenía el brillo celeste de sus ojos.

    Salí de mi país en busca de Eugenia cuando tuve la certeza de que sólo encontrándola podría rescatar a mi madre, sacarla de los crujidos de su muerte violenta y reubicarla en la congruencia de la vida, fuera del alcance de panteras y cuchillos. Para que se salvara de todo, en el cuerpo de Eugenia. Para que que no le sucediera lo que le sucedió. Para que volviera a su tierra natal donde fue feliz en su niñez sintiendo que la vida era indestructible. Para que el barco que la llevó para allá no hubiera zarpado nunca. Para alejar de mí el ruido de mi padre, ésos que suelen aparecer cuando despierto por la mañana, o en el horizonte marino si miro el mar con la mente en blanco, o en las puestas de sol, o en los ojos de algunas personas. Un ruido parecido a mi

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