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Carta a un escritor latinoamericano y otros insultos
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Carta a un escritor latinoamericano y otros insultos
Libro electrónico201 páginas2 horas

Carta a un escritor latinoamericano y otros insultos

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Según afirma el Prof. Abraham Rivadeneira desde la contratapa, con varias advertencias implícitas en el papel que las metrópolis asignaron a la creación literaria latinoamericana se inicia el texto que presta título a este libro, habitado por otras apostasías sobre arte, cultura y sociedad, así como por cuentos y cadenas de sintagmas no validados por los vaticanos literarios que gobiernan la sensibilidad de los lectores «cultos» de nuestro «subcontinente».
Carta a un escritor latinoamericano y otros insultos reúne un conjunto de textos de alto contenido lúdico, de humor ingenioso, no exentos de resortes a la reflexión y a la crítica, como «La cultura y el consumo» o «Imagen
versus texto».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 ene 2012
ISBN9789974862807
Carta a un escritor latinoamericano y otros insultos

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    Carta a un escritor latinoamericano y otros insultos - Leo Maslíah

    El vigilante nocturno

    El vigilante nocturno está siempre ahí. Silencioso. Invisible. Oculto tras una columna o un poste, cuando un violador acorrala a su víctima en el callejón, él está ahí, vigilando. Él lo ve todo. Observa a los malvivientes que están al acecho en las garitas donde los transeúntes trasnochados van a esperar un ómnibus que nunca llegará. El vigilante nocturno está ahí cuando un ratero imberbe arrebata la cartera a la anciana que sale a las tres de la mañana del cajero automático. El vigilante nocturno observa también, desde la ventana de un bar clausurado por el departamento de Sanidad, o desde la rama de un árbol oscuro, a los policías corruptos, que venden su alma al diablo disfrazado de niño en edad escolar que pide ayuda para cruzar la calle. Desde el interior de las alcantarillas, en cualquier punto del sistema de saneamiento, el vigilante nocturno oye al proxeneta que instruye a su prostituta sobre la forma correcta de pararse en la esquina. También está agazapado en las banquinas de las carreteras, mirando qué agente de tránsito negocia la eliminación de una multa impuesta a un conductor imprudente, a cambio de una dádiva secreta. El vigilante nocturno está atento a todo. No se le escapa nada. Su ojo ubicuo conoce todas las mañas de los despojos humanos con que la sociedad se autoflagela. Él conoce a todos, a los que pasaron por la cárcel y a los que todavía no tienen antecedentes en los archivos de la policía, pero los tienen, sí, en los cadáveres o en las cajas fuertes de quienes fueron sus víctimas desprevenidas. Allí donde se esté cometiendo un abuso o los derechos de un ciudadano estén siendo avasallados, el vigilante nocturno está presente. Ve todo, oye todo, sabe todo. (Pero no hace nada).

    Rutinas para el tiempo libre

    Cuando tengo algún tiempo libre, suelo dedicárselo a los hados del azar. Emprendo un paseo cuya dirección se va modificando de acuerdo a algún criterio como, por ejemplo, mirar la última cifra de la matrícula del último auto que se encuentre estacionado en cualquiera de las dos aceras de la cuadra en la que estoy. Supongamos que experimento una ligera preferencia por continuar mi camino en línea recta, por esa calle. Entonces, si la última cifra de la matrícula está entre el cero y el tres, continúo por esa calle. Si la cifra está entre el cuatro y el seis, doblo a la izquierda. Y si está entre el siete y el nueve, doblo a la derecha. Es claro que más de una vez sucede que doy la vuelta a la manzana, llegando así al que fue mi punto de partida (o cualquier otra esquina del trayecto hasta entonces recorrido). Si esto sucede más de una vez, vale decir, si el azar me lleva a pasar una y otra vez por la misma cuadra, puede ocurrir que los vecinos me miren con desconfianza. Para estos casos, dispongo de varias rutinas. A la que utilizo con más frecuencia la denomino relación pelo-sexo. Esta rutina diversifica mi conducta más que la basada en las cifras de las matrículas. Aquí ya no hay solamente tres conductas posibles, sino cinco. En efecto: si la primera persona visible (para mí) en la cuadra es rubia o pelirroja y es mujer, me fijo si en esa cuadra hay un quiosco. Si lo hay, compro una golosina y quedo exonerado de seguir dando la vuelta a la manzana, pudiendo llegar hasta la otra cuadra, por la misma calle (tengo otras rutinas para el caso de que esa calle muera en la esquina, pero las mismas exceden el propósito del presente trabajo). Si no hay ningún quiosco, toco timbre en la primera casa cuya puerta sea de color marrón, y si me atienden, pregunto por el doctor Magurno. Si no me atienden, hago que me desmayo, y espero hasta que algún buen vecino llame una ambulancia que me traslade a otra parte (para empezar otro camino con idénticas reglas a partir de allí, ni bien me hayan dado de alta diciéndome tal vez que sólo se trató de un momentáneo bajón de presión), o hasta que llueva, en cuyo caso contraigo para mis adentros la obligación de regresar a casa y mirar dos horas la televisión, sin encenderla. Si me atienden y me dicen que ahí no hay ningún doctor Magurno, quedo habilitado para doblar en la siguiente esquina en dirección contraria a la de mi giro anterior (el que me llevó de vuelta al mismo lugar). Nótese que en ambos casos (tanto recurriendo al quiosco como tocando timbre en la casa), mi conducta, frente a los curiosos, queda explicada dentro de los cánones habituales de la civilización, puesto que pueden pensar el tipo se había ido pero volvió porque tuvo antojo de golosinas o el tipo estaba buscando el número de puerta y no lo encontraba.

    Si no hay ninguna casa de puerta marrón, o si en esa cuadra solamente hay edificios, empiezo a caminar por la misma calle pero en sentido contrario, quedando liberado de la cuadra viciosa (denomino así a las que, por la numeración de las matrículas de los autos, y por tratarse de autos abandonados que pueden pasar días en el mismo lugar, me conminan a un loop o bucle difícil de salvar.

    Prosigo con mi explicación. Si la primera persona visible de la cuadra es rubia o pelirroja y es hombre, bajo a la calzada y bailo el Apolo de Stravinsky, de acuerdo a la coreografía de Constantin Mikhailkov. Esto también puede ser asimilado por los curiosos como una conducta civilizada, ya que toda civilización genera sus tipos particulares de locura, y si llaman a una ambulancia para que me encierre en un manicomio, tanto mejor, puesto que ya no necesito recurrir a artificios casuales para saber lo que tengo que hacer: habrá enfermeros que me instruyan sobre las rutinas a seguir todos los días y a todas las horas. Pero si nadie me encierra, al finalizar la coreografía, doy por terminado mi paseo y voy a lo de mi tía Zephir a tomar el té y a conversar sobre trivialidades.

    Si la primera persona visible es de cabello negro o castaño y es mujer, me tomo un ómnibus que pare en esa cuadra o, en su defecto, un taxi, y me bajo después de un recorrido de doce cuadras (o de trece, si en la cuadra número doce, maldición, no hay parada). Si no pasan ómnibus ni taxis, hago dedo. Y si nadie me para, me dirijo a la cuadra siguiente arrastrándome (si alguien me interroga acerca del motivo, le miento diciéndole que se trata de una promesa religiosa, cosa de permitirle, también en este caso, encuadrar mi conducta dentro de parámetros civilizados).

    Si la primera persona visible es de cabello negro o castaño y es hombre, pierdo la memoria y lo que haga de ahí en más dependerá de los consejos de quienes me asistan, o de las reglas de conducta con que me dote a mí mismo a partir de entonces (recurrí a los oficios de un hipnotizador para que me indujera, si este caso se presentara, a una amnesia total).

    Si la primera persona visible es canosa, calva o si no hay nadie visible, aprovecho para tratar de robar, en el comercio o en la casa que me parezca más desprotegida. Pero una vez hecho el acopio de lo ajeno, lo deposito en la vereda y trato de llamar la atención de algún vecino de la cuadra, diciendo que alguien quería robar y al yo sorprenderlo, huyó. De este modo, a veces percibo recompensas nada despreciables. Y si me sorprenden con lo robado antes de haberlo depositado, tanto mejor, pues de ahí en más serán la policía y el poder judicial quienes indiquen cuál será el modo en que deberé emplear mi tiempo libre. Para finalizar, y sin querer exasperar al lector con los detalles que devengan de los casos no contemplados en lo expuesto, o con el resto de mi repertorio de rutinas, diré que para el caso de tocar timbre en una casa preguntando por el doctor Magurno, si me llegan a contestar sí, enseguida, tengo previsto suicidarme. Pero es tan improbable esta circunstancia, que estoy seguro de llegar a vivir muchos años más disfrutando plenamente de mi tiempo libre, en perfecta armonía con el mundo civilizado.

    Fiesta de disfraces

    La fiesta de disfraces había sido convocada para las diez de la noche y prácticamente todos los invitados llegaron al mismo tiempo, descendiendo de automóviles que también estaban disfrazados, para impedir la identificación de sus propietarios. El Ford A del doctor Dalesius, por ejemplo, había sido caracterizado como Fiat 600, y el Fiat 850 del escribano Riverino podía pasar ante los ojos del mejor cubero como un Toyota Corolla. Los mozos también estaban disfrazados y, para no revelar su identidad, mantenían en el ocultamiento todas las bandejas, las copas y las botellas con las que, de no haberse tratado de una fiesta de disfraces, habrían debido agasajar a los invitados. Y un invitado que había tenido la mala idea de concurrir disfrazado de mozo se veía obligado a explicar una vez tras otra que él no tenía vituallas en su poder, y que las apetecía y las estaba buscando tanto como cualquier otro.

    –Perdón, ¿usted no es el ministro de Cultura? –preguntó, a un hombre disfrazado de libro, otro que se había disfrazado de disquet de 5 ¼, y que iba de la mano con una mujer disimulada bajo el aspecto de uno de 3 ½.

    –No –respondió el del disfraz libresco, y agregó:– Ustedes dos tienen desactivada la lengüeta de protección contra escritura. Tengan cuidado, porque así los van a convencer de cualquier cosa.

    Los dos disquets siguieron caminando por el salón hasta que los detuvo un individuo disfrazado de balanza, que les preguntó si no eran por casualidad el matrimonio Silva-Mazza. El disquet de 5 ¼ contestó que sí, y el de 3 ½ contestó que no.

    –Que cada uno de ustedes se ponga en uno de mis platillos –sugirió el del disfraz de balanza–. Así voy a poder dictaminar cuál de los dos dice la verdad.

    –No te creo –le contestó la del disquet de 3 ½. Vos no sos una balanza de verdad; es un disfraz, solamente.

    La discusión fue interrumpida por una barahúnda que venía del jardín. Al acercarse, vieron que un anciano disfrazado de leñador estaba descuartizando a hachazos a un niño que se había puesto un disfraz de álamo. Más atrás, un grupo de adolescentes disfrazados de cacerolas y otros utensilios de cocina hacía oír su ruidosa protesta, que no iba dirigida a la carnicería perpetrada por el anciano, sino a la actitud de un hombre al que dos de los adolescentes sostenían fuertemente por el cuello y los tobillos, cosa de impedirle escapar. El cautivo se había disfrazado de invitado, y lucía en la mano derecha su tarjeta de invitación. La protesta de los adolescentes se fundaba en que si ese hombre se había disfrazado de invitado, seguramente no lo era, y por lo tanto no tenía nada que hacer allí y debía ser expulsado de la fiesta. El hombre se defendió diciendo que, pese a no ser un invitado, tenía derecho a estar ahí porque él era el anfitrión, el que había enviado todas las invitaciones. La aclaración satisfizo a todos y el grupo de cacerolas se dispersó. El doctor Dalesius, que se había disfrazado de licenciado¹, se acercó al anfitrión y le dijo un improperio. El otro se alejó, disgustado, y se fue a jugar con el agua de la fuente que se erguía en medio del jardín. El escribano Riverino estaba ahí, mirando nadar a un invitado que llevaba disfraz de pez acantopterigio.

    1 El lector interesado encontrará otras fabulosas aventuras del doctor Dalesius en este mismo libro (ver La orquesta del doctor Dalesius y Taller literario) y también en El animal que todos llevamos dentro (Ediciones de la Flor, 1992), El triple salto mortal (Ediciones de la Flor, 1993), La buena noticia (Ediciones de la Flor, 1996, y Menosata, 2010) y/o La bolsa de basura (Menosata, 2009).

    –Esta agua es potable –le dijo el anfitrión–. Puede beber, si lo desea.

    Pero el escribano Riverino no le contestó. Se había disfrazado de sordo.

    El hombre que miraba a las mujeres

    Santillán iba a las librerías no a mirar libros, sino a mirar mujeres. También iba a las disquerías, no a mirar discos, sino a mirar mujeres. Iba también al cine, no a mirar películas, sino a mirar mujeres (mientras las luces de la sala estaban encendidas, miraba a las mujeres de la platea; después miraba

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