Fábulas, parábolas y paradojas
Por Leo Maslíah
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Fábulas, parábolas y paradojas - Leo Maslíah
Fábula del castor bricoleur
Fábula del castor bricoleur. Un castor aficionado al bricolaje, y aburrido de construir represas, encontró un libro titulado «Construye tu propia cárcel». Lo leyó con avidez y se puso inmediatamente en campaña para obtener los fondos, los utensilios y los materiales necesarios para la obra. Cuando por fin la llevó a término, empezó a llamar a algún guardia que le trajera algo de comer, pues el trabajo le había abierto el apetito. Pero la cárcel que el castor había construido no tenía guardias; el manual no los contemplaba. «¡Pero cómo ponen en circulación una obra escrita con tanta negligencia!», protestó para sus adentros, ya que era inútil gritar; él era el único recluso en ese gigantesco establecimiento. El pobre castor terminó sus días allí, pero en una de sus relecturas encontró en el libro algo que le dio consuelo: una de las primeras páginas decía «octava edición», y figuraba también el número de ejemplares de la tirada: eran diez mil. Así que, aunque incomunicados, debía haber por ahí otros que se encontraran en su misma situación, o en alguna con otro tipo de problemas... porque la contratapa anunciaba los siguientes otros títulos de la colección:
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* Cava tu propia fosa
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* Autoboicot. Una guía práctica para complicar al máximo cualquier emprendimiento, optimizando la eficiencia de todos los obstáculos existentes y con instrucciones para fabricar otros nuevos que entorpecerán sus acciones de maneras nunca imaginadas. Fin de la fábula.
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Farsa del usuario de un servicio privado de suministro de energía eléctrica. El usuario de un servicio privado de suministro de energía eléctrica (no era usuario de ese servicio por elección personal; era el único servicio disponible donde vivía) estaba tranquilamente en su casa, trabajando. Eran las dos de la mañana y de pronto se cortó la luz. El mes anterior ya le había pasado eso una vez, pero a las dos de la tarde, y él había estado hasta las cuatro llamando al número de reclamos de la empresa, y escuchando una música sobre la que alguien recitaba un poema que decía que todos los operadores estaban ocupados y que el primero disponible lo iba a atender. Pero a los pocos minutos la llamada se cortaba y él tenía que llamar de nuevo. A veces apretaba el botón de rediscado pero otras veces, por las dudas, marcaba de nuevo el número, y así se lo había terminado aprendiendo definitivamente de memoria. Entonces, esa noche, a las dos de la mañana, cuando la luz se cortó, no necesitó buscar el número. Igual no habría podido leerlo porque no tenía velas ni linterna ni farol ni candil ni ventanas (era un apartamento interior; estaba adentro de otro). Por suerte lo atendieron rápido, pero le preguntaron su número de cliente. Él dijo que no lo sabía y ellos le dijeron que estaba arriba a la derecha de la factura. Él dijo que estaba sin luz y no podía buscar la factura, y que aunque pudiera encontrarla no iba a poder leer el número de cliente porque no tenía luz. Ellos le dijeron que sin el número de cliente no le podían tomar el reclamo, y le cortaron la comunicación. Fin de la farsa del usuario de un servicio privado de suministro de energía eléctrica.
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1 Solicitarle.
«Finalmente el salero, ofuscado, quedó clavado en el aire…».
Romance de la orquesta y el caño de escape
Comienzo del romance¹ de la orquesta y el caño de escape.
1 No es un romance, ya que no lo forman pares de octosílabos asonantados o aconsonantados; pero Juan Ramón Jiménez dijo que el Quijote había querido ser un romance pero que, no cabiendo en ese molde, se había dilatado en «prosa de romance». Ésta también puede querer ser —mediocre o mala— prosa de romance… O capaz que, como «romance», adquirió el virus del sentido inglés de la palabra, de modo de dar a entender, a la sordina, que hubo algún tipo de affaire entre la orquesta y el caño.
La orquesta iba en ómnibus. Se llevaban de vuelta el concierto que habían dado en la ciudad A, para ofrecerlo en la ciudad B. Unos días después irían a buscarlo para llevarlo a la ciudad C. La que tocaba según los casos tercer clarinete, clarinete bajo, o nada, había sacado la cabeza por la ventana y disfrutaba del viento, que le cambiaba la configuración del pelo. No había viento, en realidad, pero el movimiento del ómnibus a cierta velocidad hacía que hubiera igual. Ese ómnibus no tenía ventanas que se pudieran abrir, pero la clarinetista había usado el martillo rojo que estaba en el medio para casos de emergencia y había roto el vidrio y por ahí asomaba la cabeza. Estaba podrida de su trabajo. Como la mayor parte de sus compañeros de orquesta, odiaba la música y su mayor deseo era poder dejar ese trabajo y no dedicarse a nada. La rotura del vidrio y el hecho de sacar la cabeza por la ventana eran un medio simbólico que ella había encontrado para expresar su deseo de abandonar todo. Un fagotista, que estaba sentado a su lado, también sacó la cabeza, para la que la rotura del vidrio había dejado suficiente espacio. Pero mientras la clarinetista miraba hacia el cielo lejano, el fagotista miraba hacia abajo. Él también estaba podrido de la orquesta y de tener que estudiar pasajes difíciles sin saber leer música cabalmente, pues en verdad sólo estaba familiarizado con ciertas combinaciones habituales de figuras, pero cuando se encontraba con secuencias distintas tocaba solamente alguna aproximación², y la tocaba a bajo volumen tratando de ocultarse tras la sonoridad de los otros instrumentos; pero cuando era un pasaje donde no había nada detrás de lo que ocultarse le daban ganas de largar todo; y como su temperamento era más autodestructivo que el de la clarinetista, miraba para abajo expresando su deseo simbólico de morir bajo las ruedas del ómnibus.
2 Como quien no conociera las letras del abecedario pero sí el sonido de algunas combinaciones frecuentes de letras, lo que le permitiera inferir con bastante buena aproximación el resto de las sílabas o palabras que contuviera un texto, salvo en el caso de que las combinaciones extrañas compitieran en número con las familiares.
—Qué estás mirando —le preguntó la clarinetista, expectante ante la posibilidad de que él hubiera encontrado una salida.
—Nada, nada —dijo él, ocultando su fantasía suicida.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando algo que asomaba en una parte del borde de la carrocería.
—No sé. Parece un caño de escape —dijo él.
«Un caño de escape, ¡es mi oportunidad de escapar!», pensó ella, y se lanzó entera por la ventana, intentando alcanzar el caño. El fagotista vio cómo ella tenía éxito en su empresa, siendo succionada por el caño y desapareciendo en su interior. Pese al ruido del motor y del viento, el fagotista llegó a oír, pocos segundos después, una especie de eructo aclarinetado, que era la forma elegida por el caño para expresar su satisfacción por la ingesta realizada. Algunos de los otros músicos se acercaron a curiosear, y la noticia cundió por el resto del ómnibus. Con gran júbilo³ todas las secciones de la orquesta se fueron yendo por el caño de escape. Pero el fagotista no se animó a saltar. No sabía si ese caño de escape conducía a la felicidad o a una muerte súbita, pero su temperamento era más como para una muerte paulatina. Se fue a sentar al lado del chofer y, mirando las nubes que se aglutinaban en el horizonte, le dijo:
3 De no ser por su odio hacia la música, estos músicos habrían festejado el acontecimiento poniéndose a tocar.
—Qué tiempo loco, ¿no?
Fin del romance⁴ de la orquesta y el caño de escape.
4 No era un romance stricto sensu,