UN CAFÉ CON LECHE, UNA EMISORA DE RADIO, UN BAR, UNA CIUDAD...
Traerá consigo no solo una nueva era de la civilización, sino también una nueva etapa en la evolución de la vida en la Tierra. El programador informático es ahora un dios menor”. Son palabras del ingeniero de software y profesor de la Universidad de Washington Pedro Domingos. Escribía en 2015 sobre el algoritmo informático y, para ser justos, no era el único que se emocionaba. El ordenador de inteligencia artificial de Google, AlphaGo, acababa de vencer al campeón mundial de Go, aparentemente el juego de mesa más difícil del mundo, y Yuval Noah Harari había escrito Homo Deus, un ingenioso libro en el que afirmaba que, gracias a los algoritmos y a los datos, los ordenadores pronto serían aún más inteligentes que él. Harían todo el trabajo mientras que los humanos estaríamos de vacaciones permanentemente.
No sé qué opinan ahora Domingos y Harari sobre sus predicciones, pero cabe suponer, sin ayuda de ordenadores, que a finales de 2020 el resto de los mortales estaban entre el “escepticismo” y el “recuérdame otra vez cómo os fue en los exámenes”.
2020 nos enseñó muchas cosas sobre la insignificancia de las predicciones. Una de ellas es que los algoritmos no son de fiar. En verano, cuando por causa de la pandemia se cancelaron todos los exámenes de secundaria en Reino Unido, se diseñó apresuradamente un algoritmo de estandarización de notas para determinar qué calificaciones se daban a los cientos de miles de escolares cuyas clases habían sido suspendidas.
La formula utilizada daba más protagonismo al centro educativo que a la trayectoria individual del alumno, lo que hizo que muchos alumnos aplicados de escuelas mediocres vieran sus calificaciones rebajadas, mientras que se subió la nota en los centros con buena reputación, muchos de ellos privados: el algoritmo disolvió el barniz de equidad que recubre el sistema educativo británico. Una enorme protesta hizo que el gobierno diera volantazo a la propuesta, y los estudiantes recibieron sus anteriores calificaciones sin ninguna modificación.
2020 NOS ENSEÑÓ MUCHO SOBRE LA INSIGNIFICANCIA DE LAS PREDICCIONES. UNA DE ELLAS ES QUE LOS ALGORITMOS NO SON DE FIAR
Los que tenemos acceso a Internet ya sabíamos que los algoritmos no son de fiar. En cuanto abres el portátil o el teléfono, lo más probable es que un algoritmo sugiera algo: una película que ver, una camisa que comprar, unas vacaciones que reservar o una persona de la que enamorarse. Algunas opciones tienen cierto sentido, ya que se basan en compras anteriores. Otras están tan alejadas de la realidad que resultan irrisorias. Cada vez que un algoritmo te sugiere algo, en teoría se dirige a ti, según tu actividad anterior, tus hábitos y tus elecciones.
El verano pasado, encerrado en casa como el resto del mundo, empecé a preguntarme cómo sería mi vida si dejara que los algoritmos decidieran por mí, algo similar a lo que hacía Luke Rhinehart en la novela de culto de 1971 El hombre de los dados, que tomaba todas las decisiones según lo que saliera en cada tirada (dejo de lado el detalle de que el protagonista acaba siendo un asesino).
En septiembre y octubre decidí probarlo: me pasaría 30 días delegando todas las decisiones que surgieran –comer, comprar, salir, entretenerse, viajar, cualquier cosa– en el algoritmo de la aplicación o dispositivo que tuviera más a mano. Llevaría a cabo lo que me propusiera, por muy poco atractivo, extravagante o peligroso que fuera. Si el algoritmo conocía mis gustos, no debería alterar demasiado mi vida
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