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La Revancha: LIBRA 2 DE LA TRILOGIA DEL RIO PASSAIC, #2
La Revancha: LIBRA 2 DE LA TRILOGIA DEL RIO PASSAIC, #2
La Revancha: LIBRA 2 DE LA TRILOGIA DEL RIO PASSAIC, #2
Libro electrónico434 páginas6 horas

La Revancha: LIBRA 2 DE LA TRILOGIA DEL RIO PASSAIC, #2

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Esta novela es el segundo libro de la Trilogía del Río Passaic, es un drama tan intenso que sería improbable en cualquier lugar que no fuera el Newark de 1946. En todo el país, millones de personas se enfrentaban a la pérdida de sus seres queridos, y los horribles recuerdos se enterraban por el bien común. Pero no en Newark. Dos cuerpos mutilados fueron sacados del pútrido río Passaic, y el brazo cortado de un tercer hombre fue encontrado cuidadosamente envuelto y atado en el vertedero de la ciudad. Las tres víctimas eran miembros del movimiento Bund germano-americano, amantes de Hitler que tuvieron que pagar el precio de apoyar a un loco. Alguien estaba enviando un mensaje de que sólo la venganza podía aclarar la mente y liberar el alma.

Nick Cisco y su compañero, Kevin McClosky, dos veteranos policías de homicidios, no tardaron en darse cuenta de que estaban en un aprieto al enfrentarse a la ambición, la avaricia, la tensión racial, las intrigas internacionales y una poderosa iglesia que estaba en peligro. Los tres asesinatos no podían llegar en peor momento para Cisco. Su mujer, Connie, le había abandonado, y su familia católica, muy unida, le había repudiado por su aventura con su amante, Grace.

Para aumentar el caos, Cisco se enteró de que podría tener otro homicidio en su haber. El padre Terry Nolan acorraló a Cisco en la morgue de la ciudad y le exigió ayuda. El abogado principal de M.L. Kraus, fabricante del gas venenoso Zyklon B, y su esposa alemana estaban golpeando severamente a un huérfano católico que pretendían adoptar. La Archidiócesis había sopesado las enormes contribuciones en metálico de Kraus frente a la difícil situación de la niña indefensa y no hizo nada.

Kraus, que se enfrentaba a una serie de acusaciones de crímenes de guerra en Alemania, estaba luchando por sus enormes posesiones químicas de antes de la guerra en Nueva Jersey. Un tribunal federal de Newark pronto decidiría el destino de Kraus. El resultado del caso no sólo influiría en el futuro de Kraus, sino también en el de Europa. Desde las orillas del río Passaic se veía el oscuro espectro de un loco asesino que buscaba más venganza.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento19 abr 2021
ISBN9781071596890
La Revancha: LIBRA 2 DE LA TRILOGIA DEL RIO PASSAIC, #2

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    La Revancha - Steve Bassett

    LA REVANCHA

    Steve Bassett

    ––––––––

    Traducido por Guillermo Barrera Gómez 

    LA REVANCHA

    Escrito por Steve Bassett

    Copyright © 2021 Steve Bassett

    Todos los derechos reservados

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Traducido por Guillermo Barrera Gómez

    Diseño de portada © 2021 Jet Launch

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube Inc.

    "He decidido apostar por el amor.

    El odio es una carga demasiado pesada".

    Martin Luther King, Jr.

    1929 — 1968

    "El odio impotente es el más horrible de

    todas las emociones. No se debe odiar a quien

    no se puede destruir".

    Johan Wolfgang von Goethe

    1749 — 1832

    "La venganza está en mi corazón,

    la muerte en mis manos, planes sangrientos

    y de carnicería golpean

    mi cerebro".

    William Shakespeare, Titus Andronicus

    Acto II, Escena 3, Línea 38-39

    RECONOCIMIENTO

    Como veterano invidente legal, le debo mucho a la Administración de Veteranos para poder terminar este libro, la segunda novela de la Trilogía del Río Passaic, y la primer novela de la trilogía, Las Bicicletas del Padre Divine. Los terapeutas y los instructores de la Administración en Tucson, Arizona, mostraron una indulgencia indudable enseñando a hacer frente y habilidades informáticas a un hombre gárrulo que se negó a aceptar que su casi ceguera estaba cambiando su vida para siempre. Involucrada desde el inicio, después de visitar las instalaciones de la Administración de Veteranos en Tucson, estuvo mi esposa Darlene Chandler Bassett, fundadora y Presidente de la Fundación ‘A Room of Her Own’ (AROHO, por sus siglas en inglés), un recurso invaluable para mujeres escritoras y poetas. Su edición inflexible y a menudo brutal hizo de este manuscrito final algo posible. No se puede decir lo suficiente sobre la diligencia y la paciencia de Christine Cappuccino, quien por diez años ha sido mis ojos y oídos como asistente virtual.

    TABLA DE CONTENIDOS

    CAPÍTULO UNO

    CAPÍTULO DOS

    CAPÍTULO TRES

    CAPÍTULO CUATRO

    CAPÍTULO CINCO

    CAPÍTULO SEIS

    CAPÍTULO SIETE

    CAPÍTULO OCHO

    CAPÍTULO NUEVE

    CAPÍTULO DIEZ

    CAPÍTULO ONCE

    CAPÍTULO TRECE

    CAPÍTULO CATORCE

    CAPÍTULO QUINCE

    CAPÍTULO DIECISÉIS

    CAPÍTULO DIECISIETE

    CAPÍTULO DIECIOCHO

    CAPÍTULO DIECINUEVE

    CAPÍTULO VEINTE

    CAPÍTULO VEINTIUNO

    CAPÍTULO VEINTIDÓS

    CAPÍTULO VEINTITRÉS

    CAPÍTULO VEINTICUATRO

    CAPÍTULO VEINTICINCO

    CAPÍTULO VEINTISÉIS

    CAPÍTULO VEINTISIETE

    CAPÍTULO VEINTIOCHO

    CAPÍTULO VEINTINUEVE

    CAPÍTULO TREINTA

    CAPÍTULO TREINTA Y UNO

    CAPÍTULO TREINTAIDÓS

    CAPÍTULO TREINTAITRÉS

    CAPÍTULO TREINTAICUATRO

    CAPÍTULO TREINTAICINCO

    CAPÍTULO TREINTAISÉIS

    CAPÍTULO TREINTAISIETE

    CAPÍTULO TREINTAIOCHO

    CAPÍTULO TREINTAINUEVE

    CAPÍTULO CUARENTA

    CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

    CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

    CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

    CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

    CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

    CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS

    CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

    CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

    CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE

    CAPÍTULO CINCUENTA

    CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO

    CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS

    CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES

    CAPÍTULO UNO

    Era mediodía del sábado 19 de octubre de 1946, el sol se había ya sumergido entre la mugre y la penumbra del aire sobre Newark, todos en la ciudad disfrutaban del calor con ropa veraniega. Un clima agradable, sin embargo, eso no importaba a los dos hombres, quienes en la mañana de ese mismo día habían masacrado el cuerpo de un tipo asqueroso, fanático de Hitler, para después envolver los pedazos para ser entregados por la tarde.                              Mike deambulaba en su auto, un Hudson Terraplane cupé de 1939, por un camino deliberadamente sinuoso, rumbo al basurero de la ciudad. Excepto por algunas miradas furtivas, Mike ignoraba completamente a Frank, quien iba a su lado sentado en el asiento del pasajero. Esta vez, no había comentarios, ni bromas pesadas entre ellos.

    Durante un repentino y ferviente deseo de matar, Mike propuso utilizar el Terraplane para la misión de hoy. Amaba su Terraplane, que al igual que su trabajo, lo había heredado de su padre, un vendedor itinerante que había fallecido de un ataque fulminante al corazón mientras vendía tirantes y ligas para calcetines para caballeros. El automóvil era de un color rojo cereza, el mismo color que Mike deseaba ver una vez que hubiese terminado la misión. Por ahora, la caja de acero deslizante en el maletero del auto hacía que su trabajo fuera más sencillo, aunque Mike sabía que limpiar después sería una tarea repugnante.

    —Nos estamos acercando, así que vámonos con calma a medida que avancemos, —dijo Frank—. Ya está todo arreglado. El portón trasero del basurero estará desbloqueado para que podamos entrar y salir sin problema. No puedo esperar a que esto acabe. Llevo una hora con las tripas en la garganta. Sé que es la tercera vez que lo hacemos, pero las primeras dos veces no fueron como esta.

    —Sabíamos en lo que nos metíamos, —dijo Mike—. Acordamos que era momento de vengarse.

    Mike y Frank eran un par hecho a la medida. Frank medía no más de un metro setenta y ocho centímetros, Mike medía apenas un metro setenta y cinco centímetros; ambos eran de constitución media, pero atléticos y en buena condición física. Ninguno de ellos tenía ni una pizca del típico aspecto atractivo de los actores de Hollywood. Podían pasar desapercibidos, de no ser por una cosa; ambos portaban sus viejos uniformes de combate del ejército con el parche en el hombro de la 42ª División Arcoíris, que había liberado el campo de concentración Nazi en Dachau. Los colores rojo, dorado y azul del arcoíris del parche eran llamativos, mismos que el buen Doug MacArthur hizo famosos en 1917.

    El Terraplane se deslizó deteniéndose en la entrada trasera del basurero de la ciudad, la cual era poco utilizada. Frank saltó del auto y tal como lo esperaba, la cadena del candado estaba suelta. Mike observaba cómo Frank empujaba las dos partes del portón para abrirlo y dejar libre el camino. Dio gracias a dios porque la entrada era lo suficientemente ancha para que el Terraplane pasara sin problema y sin riesgo de que la pintura de esmalte de cuatro capas del coche sufriera algún rayón.

    —Sigue derecho unos 100 metros y luego rodea ese montón de chatarra y otras porquerías que están a la derecha —dijo Frank, mientras seguía con su dedo las instrucciones escritas, apenas legibles, en un pedazo de papel color amarillo. —No hay pierde. Está en línea recta al frente y es enorme. Debemos ir a toda potencia y darnos prisa. Solo hay un velador los fines de semana, pero no hay forma de saber en qué momento pueda aparecerse por aquí.

    Se podía sentir la ráfaga de calor que emergía de la puerta abierta del alto horno, cuando se detuvieron de repente a unos seis metros de aquel coloso operando. Salieron del auto y se dirigieron a la parte trasera del Hudson, mientras que Mike abría el maletero. Ya tenían colocados los guantes de caucho. Luego, abrió el pestillo que permitía que una gran caja de acero se deslizara a lo largo de los rieles de la cajuela y se extendiera sobre el parachoques. La caja contenía tres bultos ensangrentados. El más grande estaba envuelto en una tela de lona protectora para pintar, los otros dos en sábanas blancas. Los tres estaban fuertemente atados con una cuerda de cáñamo imposible de rastrear.

    —Muy bien, andando, —dijo Frank.

    Con mucho esfuerzo Frank y Mike levantaron de la caja de acero el bulto más grande, el que estaba envuelto en la tela de lona, y lo llevaron hacia la puerta del horno al alcance de la mano para evitar que goteara la sangre. —No quiero que se nos caiga este hijo de perra y que tengamos que levantarlo de nuevo. ¿Listo?

    —Manos a la obra.

    Sudando de manera excesiva, iban torpemente tambaleándose rumbo al incinerador tratando de asegurarse de que su cansancio no los hiciera dejar rastros de sangre. Con el bulto empapado de sangre sostenido a igual distancia entre ellos, se balancearon dos veces hacia atrás y hacia adelante para impulsarse y arrojarlo al alto horno. Su velocidad se veía obstaculizada por la forma chaplinesca con la que maniobraban el espeluznante cargamento. Enseguida, Frank arrojó el bulto más pequeño empapado de sangre a las llamas.

    Frank y Mike se detuvieron en seco cuando una voz profunda gritó, —¿Qué demonios está ocurriendo ahí? ¡Quietos! ¡No se muevan! ¡Si no, los voy a matar!

    A unos setenta metros de distancia, lograron ver un hombre grande de raza negra que se acercaba hacia ellos cojeando. Ya habían sido advertidos de que un velador podría representar un problema, y ahí estaba, acercándose a ellos.

    —¡Vámonos. Ya terminamos, ¿cierto? —dijo Mike.

    —No, aún no, —dijo Frank. Tomó el último bulto alargado y cubierto de sangre, lo arrojó hacia el incinerador y se dirigió a la puerta del lado del pasajero. Cerca del maletero, Mike casi vomita al ver el lago de sangre oleando en el fondo de la caja de cargamento de acero. Empujó la caja en el maletero, cerrándolo de golpe y se dirigió al asiento del conductor. Encendió el auto y se dirigió a la salida.

    Una vez en el asiento, Frank echó un vistazo hacia su derecha y notó al velador cojeando en dirección a ellos, aún a unos 20 metros de distancia.

    —¡Deténganse, desgraciados! —gritó. —¡No pueden escapar!

    Mike pisó el acelerador con fuerza rechinando las llantas en la grava y dejando una nube de polvo mientras el Hudson aceleraba a toda velocidad. Solo tomó unos cuantos segundos para que giraran bruscamente hasta detenerse frente al portón trasero. Frank saltó del auto, abrió el portón y una vez que el auto estaba afuera en la fachada, borró cualquier posible rastro que indicara que habían recibido ayuda interna. Cerró cuidadosamente el portón, puso la cadena en su lugar habitual y fijó el candado para cerrarlo.

    Tom Candless, frustrado, solo pudo quedarse parado y observar, sin más qué hacer, cómo el polvo del auto se levantaba al escapar y se arremolinaba a su alrededor. Era la primera vez en sus seis meses como velador que veía a alguien mientras hacía sus recorridos. Para un veterano de guerra condecorado con la medalla de Corazón Púrpura por una herida en la pierna, era el trabajo idóneo.

    Sus gritos de advertencia eran un simple engaño. Sabía que por muy rápido que caminara, ellos huirían mucho antes de que él llegara al incinerador. Pero, ellos no lo sabían.

    Con el basurero de la ciudad desapareciendo a lo lejos en el retrovisor, Frank y Mike se sentían más tranquilos cuando una conmovedora interpretación de The Stars and Stripes Forever se escuchaba desde el cercano estadio Rupert.

    —¿Puedes creerlo?, una fanfarria del mismísimo Johnny Sousa, —dijo Frank.

    —Es el juego de cadetes entre la armada y la marina.

    —Sí, niños ricos consentidos de dos pretenciosas academias militares jugando a ser hombres, —dijo Frank.

    —De hecho, vi uno de esos juegos antes de la guerra. Portaban uniformes como el de West Point y Annapolis.

    —Espero que toquen Bonnie Annie Laurie antes de que salgamos de aquí. Es mi favorita.

    Mike se mantenía justo dentro de los límites de velocidad mientras deslizaba su Hudson entre aquellos que iban llegando tarde buscando estacionarse lo más cerca posible del estadio Rupert. Cuidado, no puedo darme el lujo de abollar el parachoques con toda esa sangre borboteando en el maletero. No basta más que un policía honesto husmeando para meternos en problemas.

    —¡Ahí está! Seguro me escucharon, —dijo Frank emocionado mientras pasaban el tráfico pesado y se dirigían hacia el centro.

    —¿De qué demonios hablas?

    ¡Bonnie Annie Laurie!

    Varias cuadras pasando el estadio, aún se escuchaba fuerte y claro la música de los instrumentos de viento de las dos bandas militares. Por un momento, Mike perdió el control quitando su mano derecha de la palanca de velocidades, reaccionando sorprendido ante el tono exuberante y profundo de la voz de barítono de Frank.

    Her brow is like the snowdrift,

    Her neck is like the swan,

    Her face it is the fairest,

    That ever the sun shone on.

    —Con un demonio, me asustaste, traigo los nervios de punta.

    —Mike, querido, es la mujer ideal para ti. Hace que sea más fácil pensar en el más allá, —dijo Frank con una sonrisa fingiendo un marcado acento escocés. —¿Sabías que el gran Albert Parsons cantó esta hermosa melodía en su celda de la muerte en Chicago tras los disturbios de Haymarket? Era un gran hombre.

    Her voice is low and sweet

    And she’s all the world to me;

    And for Bonnie Annie Laurie

    I’d lay me down and die

    —¿Los disturbios de Haymarket? Nunca pensé que fueras un bolchevique.

    —No tengo sangre comunista, pero sí mucho de anarquista por parte de mi papá.

    —¿Tu papá, un anarquista? No lo parece. Tiene un pequeño e impecable negocio de entrega de carne, y las conexiones para hacerlo funcionar.

    —No me vengas con eso, Mike. Tuvo que pagar mucho dinero a la mafia que controlaba el negocio de empacadores de carne para obtener el visto bueno. Yo sé que piensas que solo somos él y yo, pero aquí te van un par de nombres: Tom Sioni y Gino Sambino; dos camioneros que no existen pero que reciben su pago semanal por parte de Beagan and Son.

    Mike permaneció en silencio, enfocando su atención en el tráfico delante de él.

    —¿No tienes nada que decir? Espero que no me estés juzgando, —dijo Frank, ahora con voz agitada y a la defensiva. No me digas que los mafiosos italianuchos no se quedan con una parte de tu negocio fraudulento. Les gusta la ropa sofisticada, entre más llamativa, mejor.

    —Tranquilo, no te estoy juzgando a ti, ni a tu padre, ni nada. ¡Cómo carajos quieres que me atreva a hacerlo, después del año que pasamos con el señor Rache!

    Cuando llegaron a la carretera McCarter, ambos se habían tranquilizado y fumado un poco, tratando inútilmente de aliviar la ansiedad que se había ido acumulando desde el comienzo de su sangrienta misión hace ya más de un año. Pero a pesar de haberse involucrado en tres asesinatos motivados por la venganza, aún no se conocían del todo.

    CAPÍTULO DOS

    Era domingo 20 de octubre temprano por la mañana, cuando el director del departamento de homicidios, el teniente Nick Cisco se dirigía hacia la cocina para prepararse otro desayuno para él solo, cuando sonó el teléfono. Su compañero, el sargento detective, Kevin McClosky, fue directo al grano.

    —Tenemos otro —dijo McClosky. Al menos parte de uno.

    —¿De qué diablos me estás hablando? —respondió Cisco, aunque sabía perfectamente de qué se trataba. Entiendo lo que dices, pero carajo, es domingo por la mañana. ¿No podías esperar hasta que tomara mi café?

    —No. De ninguna manera. La Comisaría No. 3 recibió una llamada de un velador del basurero de la ciudad. —dijo McClosky. Qué pasó y dónde pasó, aún no lo sabemos. Solo puedo decirle que fue ayer temprano por la tarde.

    —¿Tenemos un cuerpo o no?

    —Bueno, sí, al menos parte de uno, —dijo McClosky. Estamos seguros de que está relacionado con los otros dos cuerpos ahogados que aún no hemos sacado a la luz.

    Cisco respiró profundamente, tratando de tranquilizarse.

    —¿Qué demonios tenemos? Dímelo todo.

    —Un par de uniformados atendieron la llamada del velador. Llegaron justo cuando las ratas ya se estaban dando su festín. Todo lo que había era un brazo cortado con serrucho. Y justo como los otros dos, tenía el mismo tatuaje de una esvástica y la misma leyenda, solo que ésta decía: Campamento Siegfried 1938. Esa es la conexión.

    —¿Campamento Siegfried? —dijo Cisco. Sabemos de los otros dos que están aquí en Jersey.

    —Y también está el anillo, justo como los otros dos, —dijo McClosky—. Todo concuerda. Ahora, ¿qué hacemos?

    —Primero, investiguemos acerca de este Campamento Siegfried, —dijo Cisco. Muy bien, así que tenemos un brazo derecho que se encontró en el basurero de la ciudad. ¿Qué demonios pasa? ¿Dónde diablos está el resto del cuerpo?

    —Hecho barbacoa, en realidad quiero decir, como tocino crujiente, en ese incinerador monstruoso del basurero, —dijo McClosky—. Esta es la conclusión, parece que todo el cuerpo excepto el brazo, va directo al horno. Pareciera que estos dos tipos que sorprendieron cerca del incinerador no querían que el brazo se rostizara. Querían que fuera encontrado. Estaba muy bien envuelto en una sábana blanca y arrojado en el suelo cerca de la puerta del horno. El velador no pudo resistirse en husmear, abrió el bulto y seguramente casi se orina en los pantalones al ver lo que había dentro.

    —¿Cuáles dos tipos? —dijo Cisco. Dime todo lo que tengamos. Tendré que llamar a Peterson. Es domingo y no le agradará.

    —El velador es todo lo que tenemos por ahora, y no es mucho, —dijo McClosky—. Estaba haciendo su recorrido de la tarde el día de ayer, cerca de las doce treinta, y vio a dos tipos de tez blanca yendo y viniendo del incinerador a un auto rojo estacionado cerca del horno.

    —¿Se fijó en el modelo del auto?

    —No, solo que era rojo y que se veía, de acuerdo con lo que dijo, algo elegante. El hombre es un veterano de la armada condecorado con Corazón Púrpura, con una pierna coja, y dice que por eso no pudo pescar a los tipos que se encontraban a unos 70 metros de distancia más o menos. Les gritó y estos corrieron al automóvil muy rápido y se habían ido antes de que él llegara al incinerador cojeando. Luego, como dije, husmeó el paquete y regresó a la oficina para llamar a la No. 3. Eso ya fue alrededor de la una de la tarde.

    —¿Cuánto tiempo pasó para que los policías llegaran? —preguntó Cisco—. Ayer hacía mucho viento y el viento siempre estropea la evidencia.

    —Para nuestra mala suerte, el día de ayer fue el partido de cadetes de la Armada contra la Marina en el Rupert y la mayoría de los policías de la Comisaría No. 3 estaban cuidando a los riquitos que llegaban al partido. Tomó tiempo conseguir una patrulla para ir al basurero.

    —¿Dónde está el velador ahora? Más te vale que esté bajo custodia, —dijo Cisco—. Si ese brazo es la conexión para lo que encontramos con los otros dos, sería genial. Y, bueno, espero que ese brazo esté sobre hielo en la morgue.

    McClosky ignoró la pregunta, dejando lo mejor para el final—. Recibí la llamada esta mañana a las seis y media, era Jim Murdock, el Comandante de Vigilancia de la No. 3. El nombre del velador es Tom Candless, estoy aquí con él en la oficina del basurero. No he dejado de vigilarlo. Su jefe, se llama Stigman, también se encuentra aquí. Respecto al brazo, ha sido todo un circo. Los uniformados de la No. 3 solo se quedaban ahí parados viéndolo. Finalmente, llamé a Murdock quien se lo encargó a un sargento sin uniforme. Lo conocemos, Josh Gingold. Pasó alrededor de una hora antes de que los idiotas médicos forenses terminaran de almorzar y finalmente llegaran aquí. Tomaron fotografías, envolvieron el brazo y se lo llevaron. Ya nos está esperando.

    —Asegúrate de que nadie vaya a decir ni una maldita palabra, —dijo Cisco—. Llévate a Candless, los veré a los dos en la morgue. Tal vez otra mirada al pedazo de carne le refresque la memoria y pueda decirnos algo nuevo. Cuando te dirijas a la casa del terror de Tomokai te detienes en la No. 3 para recoger el reporte de Gingold. ¿Y qué hay de Murdock, algún problema con él?

    —Exageré un poco, tuve que mentir bastante y casualmente mencioné el nombre de Peterson. Murdock deberá calmarse un poco con eso, pero supongo que será necesaria una llamada del fiscal de distrito para ponerlo en su lugar. No te preocupes por Stigman, es uno de esos tipos corruptos del Ayuntamiento que guardará silencio el tiempo que se lo pidas, no creo que Josh sea un problema, —dijo McClosky.

    —Mira, me acabo de levantar. Necesito un momento para procesar toda la información que me acabas de dar.

    Las cosas con Cisco no iban bien. Tenía que resolver dos asesinatos y ahora este escándalo que le acababa de informar McClosky. Estaba separado de su esposa, con una familia que se negaba a verlo y una adicción al sexo que no podía controlar. ¿Qué podría salir peor? El pesimismo y el remordimiento habían sido sus compañeros desde el Domingo de Ramos cuando asistió solo por primera vez en doce años a la misa en Saint Lucy. Su esposa, Constance Sophia Margotta, lo abandonó la semana previa y se mudó con su familia a la calle 10 de South. La noticia sobre la separación aún no la sabía la familia Cisco hasta que llegó a la iglesia y tomó su lugar en la banca donde la familia solía sentarse; las miradas de los que estaban alrededor eran más de curiosidad que de acusación. Antes de que terminara el día, eso cambiaría.

    No tenía las agallas para no presentarse en la celebración de Pascua familiar que comenzaba con la Semana Santa. Cuando llegó solo para la tradicional festividad al hogar de los Cisco, ubicada en Holiday Court sin ese gran platillo de antipasto que era la especialidad de su esposa; en ese momento todo se derrumbó rápidamente.

    —¿Dónde está esa hermosa esposa tuya? Espero que no esté enferma. —preguntó Angelo Cisco a su hijo—. A Connie le encanta la pierna de cordero de tu mamá. ¿Lo hueles? Se me hizo agua la boca desde hace una hora, —canturreó el mayor de los Cisco.

    —No creo que llegue, —dijo Cisco, tomando el tarro de jalea de vino tinto casero italiano que su padre le ofrecía.

    Cisco se movía más como un extraño que como un miembro de la familia mientras la tarde avanzaba. Nada comparado con la hostilidad familiar italiana que se creía superior. La noticia llegó rápido. Cisco era un leproso y no tenía un Padre Damián cerca. Estaba mal, y su padre se aseguró de que él supiera que estaba mal, cuando sacó a su hijo al pórtico cuando estaba a punto de irse.

    —No podías mantener la maldita bragueta cerrada, ¿verdad?, —Angelo lo soltó de golpe—. Grace De Marco. Sabía que te la estabas cogiendo, ¿por cuántos años? Lo mantuve en secreto sin que tu madre supiera y pensaba, más bien rezaba, que Connie no se enterara. Pero no, tenías que hacer alarde de ello, andar agitando tu pene por todos lados. Sin vergüenza, sin ninguna maldita vergüenza. Quiero que arregles esto, me escuchas, ¡arréglalo! No regreses hasta que lo hagas. No hay nada para ti aquí hasta que lo hayas solucionado.

    Padre e hijo se encontraban solos en el pórtico. Ya todos se habían marchado. Angélica estaba muy cerca en el patio trasero limpiando. Los puños con nudillos blancos de su esposo agarraron las solapas del saco deportivo de su hijo. Jaló a su hijo hacia él hasta que sus rostros se encontraban a centímetros de distancia. —Estoy avergonzado. Hasta que arregles esto. ¡Non siete nessun figlio mio! —El brazo de Angelo y la fuerza de la parte superior de su cuerpo que adquirió durante treinta y cinco años como estibador en Port Newark se pusieron en marcha. Empujó a su hijo por las escaleras, que cayó hasta la banqueta y apenas pudo lograr evitar golpearse de lleno en la cara. Nick recuperó el equilibrio, hizo un esfuerzo por evitar el contacto visual, se dio la vuelta y se hundió en su auto.

    CAPÍTULO TRES

    Desde Abril, había habido súplicas tímidas que daban una ligera apariencia de arrepentimiento cuando el pastor de Saint Anthony, el Padre Peter Sullivan, intentó hacer que Nick y Connie regresaran. Lo habían intentado, pero no había niños que actuaran como parachoques naturales. En los últimos seis meses, deambulaba su casa de seis recámaras en Delevan, no exactamente Elwood, una cuadra al norte, pero nada mal para alguien con salario de un policía.

    Su autoaversión se calmaba con la terapia carnal de Grace De Marco. Pero estos días no era suficiente y buscó ayuda de otro tipo.

    El chico de la pintura encima de la repisa de la chimenea tenía aproximadamente trece o catorce años de edad. El cuello suelto de una camisa blanca que sin lugar a dudas era de gran valor rodeaba su cuello y relucía desde el fondo de una chaqueta negra parecida a un jubón. Era la personificación misma del privilegio. Era evidente que quería servicio y lo quería al instante. Detrás de él varios acólitos sombríos observaban con aprobación perpleja.

    Cisco operaba en un mundo donde la crueldad, el temor, y el odio certificaban su pago. Solo sobrevivió a la suciedad de Newark por la fuga que le proporcionó su amor por el arte. Su amor por Diego Rodríguez de Silva y Velázquez le proporcionaba el opiáceo artístico con El Aguador de Sevilla. Necesitaba estos interludios ahora más que nunca.

    Veinte años atrás, cuando aún era un policía novato, surgían preguntas serias con respecto a su profesión, comenzó a tomar cursos nocturnos de pre-abogacía en Rutgers, y eligió Apreciación del Arte 101 como su primera elección de humanidades. Eso abrió la compuerta. Antes de que lo supiera, ya había conseguido dieciocho créditos de arte. Por supuesto, para complacer a su familia aún se seguía inscribiendo en clases de pre-abogacía y de criminología, pero su corazón nunca estuvo en ello. Luego Constance Sophia Margotta llegó a su vida y hubo un cortejo prolongado de cuatro años, no por Connie, de quien estaba perdidamente enamorado, sino porque tenía muchas malditas preguntas acerca de todo. Sabía que si se casaban, seguiría siendo un policía, y s sueño de conseguir un grado en arte se desvanecería. No podría pintar o incluso dibujar su salida de una bolsa de papel, pero descubrió que tenía un talento natural por la escritura clara, distinta y evocadora. Se veía a sí mismo como un curador en un museo o una galería, quizá incluso como un crítico de arte en un periódico o una revista. Nunca de eso ocurrió.

    Cisco se levantó del sofá de su sala y enderezó el cuadro del Aguador. Se sentía casi un experto cuando se trataba de arte Barroco Español. Velázquez era su guía desde el principio. Cisco se había preguntado por mucho tiempo la existencia de la verdad, luego la encontró en el encanto sensual de Velázquez. Ambos mundos se unieron y cómo no iba a serlo. Velázquez tenía su humilde Aguador. Cisco tenía su Mike, el Zapatero.

    —Muy interesante, ¿o no, chico?— Cisco con su uniforme puesto le insinuaba al chico soñador de grandes ojos que observaba a través de la ventana de la zapatería de Mike, el Zapatero.

    —He esperado tres semanas. Esta es la cuarta. Espero que sigan ahí. Mi madre dijo que los conseguiría. — El chico, probablemente de unos diez u once años de edad, personificaba North Ward en Newark en 1934. Tenía un corte de pelo casero, seguramente su mamá se lo hizo.

    —Buena suerte, —dijo Cisco, quien esperaba los resultados del examen para sargento y el final de su ronda en la parte baja de Broadway. —¿Qué hay del trofeo? Todo mundo habla de ello.

    —¿Trofeo? A nadie le importa el trofeo, —dijo el chico. —No puedo ponérmelo, ¿o sí? Pero sí podría ponerme esos. Ya no habría necesidad de poner la sotana encima de los zapatos durante la misa.

    Cisco observó al chico, no era pelirrojo del todo, pero muy cercano a serlo. Su camisa de cuadros y sus pantalones de pana café estaban limpios pero bastante remendados. Sus zapatos casi se deshacían, mal colocados en la parte de los talones; Cisco se preguntaba cuánto más se podrían arreglar esos zapatos. Ambos zapatos tenían cinta de aislar negra enrollada para evitar que ambos zapatos aletearan. —Cuídate, —por lo regular estas palabras suenan vacías pero en esta ocasión se escuchaban con preocupación. El chico se retiró cuando Cisco entró a la zapatería.

    —¡Nick, cuánto tiempo sin verte! Así que vienes a saludar a una celebridad, —dijo el canoso y bromista Mike extendiendo su mano derecha de piel rígida. —Ya bastante. No sabía nada hasta que recibí un mensaje de Western Union que venía de alguna ciudad del Medio Oeste, no recuerdo cuál. No importa. Decía que mi negocio se veía bien, y que mis reparaciones eran las mejores. Y esto es lo mejor, decían que yo sabía lo que hacía.

    —Las noticias viajan, —dijo Cisco. —Tiempos difíciles, ya nadie puede comprar cosas nuevas. Todo mundo los manda arreglar. Felicidades.

    —El periódico Clarion y el Beacon enviaron un reportero y una persona con su cámara. Sus historias aparecerán publicadas este domingo, —dijo Mike alardeando— Colocamos el trofeo en la ventana principal en medio de mis mejores trabajos. Se ve bien ahí, ¿no crees?

    —Mike, necesito un pequeño favor, —dijo Cisco—. ¿Viste a ese chico que observaba en la ventana junto a mí hace unos minutos? ¿Lo habías visto antes, lo conoces, sabes si ha venido con su madre?

    —Claro. Todos los días está aquí viendo a través de la ventana, —dijo Mike. —Se queda un rato mirando y luego se va.

    —Quiero mostrarte algo. Ese par de zapatos. Están un poco grandes para el chico pero él los quiere. No, más bien los necesita, —Cisco le explicó a un confundido Mike. —Quiero comprárselos. Mantenlos en el aparador pero no los vendas a nadie, ¿entiendes? ¿Cuánto cuestan?

    —El chico tiene buen gusto. Un par de bluchers finos. Necesitaba cuidado especial, —dijo Mike—. Algo más de lo que se requiere en este trabajo, pero nada que no se pudiera lograr.

    Para Cisco, no se trataba solo de este chico, un acólito de la iglesia Saint Michael. Era también lo que había visto un domingo en Saint Lucy, la parroquia de sus padres sobre la exclusiva Séptima Avenida cerca del parque. Una misa solemne donde había que pararse, sentarse, arrodillarse y dar la vuelta de un lado a otro. Se había dado cuenta que uno de los acólitos a menudo se jalaba hacia abajo la parte baja de la sotana para que cubriera sus zapatos. Los pocas veces que el chico no lo hacía, Cisco se deba cuenta que las suelas de sus zapatos tenían agujeros. El calcetín del pie izquierdo que estaba desgastado dejaba expuesta su piel.

    Velázquez tenía su orgulloso y arrogante Aguador que satisfacía la sed de cualquiera que tuviera dinero para pagarle. Su túnica de cuero muy desgarrada es un himno desafiante. Tres siglos más tarde, Mike tenía sus obras de arte que atraían a los pasajeros, y tenía un trofeo de plata para validar que las manos gruesas y llenas de callos y uñas ennegrecidas por los golpes del martillo habían creado una forma de arte práctica. Cisco se preguntaba si no había algo de verdadero en todo esto.

    Por dios, era todo un fiasco. De qué servía esta búsqueda de una verdad eterna cada vez más evasiva cuando al mismo tiempo se estaba cogiendo a Grace De Marco, una adicción que empeoraba y no parecía tener cura. ¿Cómo podía decir que todavía amaba a Connie mientras continuaba haciendo lo mismo? ¿Acaso la ruptura con su familia se repararía alguna vez? No tenía respuestas para eso y Velázquez probablemente apaciguaba el dolor de forma momentánea, pero era todo lo que podía hacer.

    No parece posible que las cosas pudieran empeorar, pero sí están empeorando, pensaba Cisco. Asesinatos sin resolver y nuestra banda clandestina que cada vez se está volviendo más peligrosa. Lo hemos mantenido en secreto y hemos logrado que tres de los sabuesos publicitarios más grandes mantengan la boca cerrada, pero ¿por cuánto tiempo? Y ahora tenemos a Murdock y Gingold para preocuparnos.

    El sábado por la noche, Gingold había dormido muy poco ya que lo llamaron a que fuera a la escena macabra en el basurero, una pequeña siesta en la litera del vestuario era suficiente. Nunca había visto nada parecido, no podría imaginárselo; pasó mucho tiempo en su reporte que era de tres páginas.

    Eran poco tiempo después de las seis mientras comenzaba a relajarse cuando Murdock se acercó a su escritorio, agarró su reporte y comenzó a leer. —¡Por Dios!

    —No podía decirlo mejor.

    Murdock cruzó su brazo por el escritorio para agarrar el teléfono y marcó a homicidios.

    —¿Quién me contestará ahora? —dijo, luego reconoció la voz. —McClosky, es Jim Murdock, y tenemos una buena para ti.

    Gingold observaba mientras su jefe elegía fragmentos atractivos de su reporte. Murdock explicaba haciendo uso e muchos expletivos y había descrito los tatuajes y el anillo del brazo cortado cuando McClosky del otro lado de la línea lo detuvo.

    —Pero, tengo más, ¿quieres escucharlo o

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