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IV Reich: La alargada sombra de Hitler
IV Reich: La alargada sombra de Hitler
IV Reich: La alargada sombra de Hitler
Libro electrónico310 páginas8 horas

IV Reich: La alargada sombra de Hitler

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Información de este libro electrónico

A pesar de que la extrema derecha avanza implacable en toda Europa, el comisario Saldaña le aseguró que los skinheads españoles no estaban organizados.
A pesar de ello Víctor Frogner logró infiltrarse en una de las organizaciones más ocultas y peligrosas del mundo.
¿Cómo lo consiguió si apenas se habla de su existencia real en las noticias?
¿Qué le motivó a hacerlo?
¿Qué descubrió?
¿Qué le sucederá si es descubierto?
Lo único cierto por el momento es que, a pesar de todo, más allá de lo que silencian las fuentes oficiales, el IV Reich prosigue su avance imparable y parece ser que nadie lo está previendo, nadie se prepara para abortar su eclosión. O, quizás sí, tal vez desde las sombras del otro lado alguien, también oculto y anónimo, mantiene el ojo avizor.
¿Es esta una simple e inocente novela de ficción?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jun 2021
ISBN9788413735764
IV Reich: La alargada sombra de Hitler
Autor

Silvestre Hernández

Silvestre Hernández Psicólogo Clínico, Diplomado en Psiquiatría y Psicología Social, y en Psiquiatría intercultural. Premio Internacional de novela Emilio Alarcos Llorach. (Jurado constituido por: Rosa Regás, Juan Cruz, Caballero Bonald, Josefina Martínez, Juan de Lillo y Fulgencio Argüelles). Premio de narrativa Ciudad de Badalona, Premio de narrativa Solsticio de Verano, Premio de Novela Histórica Leandre Colomer. Finalista de novela Ciudad de Barbastro, Finalista del premio de relatos Nueva Acrópolis, Finalista en el certamen de relatos Los premios, Finalista del certamen de cuentos Edisena. Finalista del XLVII Premio Ateneo Ciudad de Valladolid de novela, por la novela MAREA NEGRA (Jurado compuesto por: Luis Mateo Díez, José María Merino, Elena Santiago, Javier Maqua y María Aurora Viloria.) Finalista del certamen de novela juvenil de Badalona, 2005. Experiencia como corresponsal de La Comarca y colaborador en diversas publicaciones: Turia, Diario de Teruel, Heraldo de Aragón, revistas electrónicas varias...). Varios cuentos infantiles están siendo utilizados en Chile por educadores de calle. Los derechos de explotación de los mismos han sido cedidos para ese país al taller de cuentos de Felipe Corvalán. Profesor en centros privados y públicos, impartiendo diversas materias. Jefe de la Unidad de Programas educativos del Ministerio de Educación y Cultura. Asesor en Centro de Profesores y Director de Instituto de Educación Secundaria. Ha impartido diversos talleres de escritura y ha sido miembro de jurados en diversos certámenes literarios. Participante en distintas ferias del libro y coautor en diversas novelas en castellano y en catalán. Autor y coorganizador de una de las primeras novelas colectivas realizadas en España, posiblemente la primera que se hizo. Si bien la mayoría de sus novelas tienen carácter histórico o son del género policíaco, también ha escrito ciencia ficción, diversos ensayos e incluso alguna que otra novela infantil y juvenil, además de numerosos relatos. En estos últimos años ha compaginado su amplia actividad creativa en el mundo de la escritura con las reseñas literarias y con su faceta de conferenciante en centros tan prestigiosos como el Ateneo de Barcelona, en programas de animación a la lectura, en diversas jornadas culturales y en actividades programadas por la Asociación Aragonesa de Escritores.

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    IV Reich - Silvestre Hernández

    Esta novela, presentada bajo el título de

    «Marea Negra», ha resultado finalista en el

    XLVII Premio Ateneo Ciudad de Valladolid.

    (Jurado compuesto por:

    Luis Mateo Diez, José María Merino,

    Elena Santiago, Javier Maqua y

    María Aurora Viloria)

    Esta novela de ficción, aunque basada en hechos reales, está dedicada a recordar la existencia y las injusticias sociales que padecieron, aún soterradas bajo el silencio, los hijos de los vencidos de la II Guerra Mundial: los NS-Barn o hijos del Nacionalsocialismo. Hombres y mujeres engendrados en medio de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, muchos de ellos nacidos del terror y como consecuencia de las violaciones perpetradas por soldados nazis. Bebés absolutamente inocentes a quienes en demasiadas ocasiones se les achacó el estigma de ser hijos de nazis, y a los que se negó cualquier oportunidad para vivir y crecer como niños y niñas normales. Hombres y mujeres, hoy ancianos, que no solo debieron desarrollarse en instituciones benéficas o en familias desgarradas, sino que a menudo han sido repudiados por sus propios vecinos y conciudadanos. La mayoría de los ns-barn crecieron bajo sospecha u optaron por huir de sus países de procedencia. Mientras tanto, otros movimientos han mantenido intactas las semillas del nazismo; simientes que se han ido sembrando y alimentando a lo largo y ancho de todo el planeta. En nuestros días, tras el silencio de las décadas pasadas, el caldo de cultivo de algunas de las sociedades más desarrolladas favorece el afloramiento de sus primeros frutos diabólicos: son los retoños del neofascismo, cada vez más numerosos y organizados.

    Antes de proceder a la publicación de esta novela de ficción han sido consultados algunos ns-barn que vivieron en sus propias carnes una parte de la pesadilla que aqui se relata:

    He leído con mucha atención tu libro de referencia, el cual me ha provocado admiración tanto por la fluida prosa como por la valentía con que abordas los temas que deben ser no muy bienvenidos de señalar en tu patria.

    J.L. (NS-barn de Argentina)

    Ya España ha cruzado el puente hacia la democracia salvadora. Y el diablo, ¿se quedó con los fascistas empedrados del pasado? Si el diablo es imbécil, lo que tú y yo no creemos, se viste y se comporta como un neonazi.

    O.W. (NS-barn de Noruega)

    El 8 de mayo de 1995, en la conmemoración del cincuentenario del armisticio, ante la presencia del rey Harald de Noruega, el presidente del Storting (Parlamento) leyó el texto siguiente ante los parlamentarios:

    «Y hoy vemos más claramente que había sufrimientos a ambos lados del frente. Es también una de las razones por las que no todos los noruegos comparten nuestra alegría hoy día. Estoy aquí pensando en los que han sufrido porque sus padres escogieron el lado malo durante la guerra y en los que nacieron de un padre militar alemán. Cincuenta años más tarde debemos también poder decir que la justicia de la calle, que durante los días de la liberación fue ejecutada en contra de las denominadas «putas de los alemanes», no cuenta entre los capítulos más honorables de nuestra historia de postguerra.»

    Cuando la marea llega deja paso a nuevos espacios marinos cuyos seres se entremezclan con los viejos moradores de la playa.

    Es difícil contar la globalidad de una historia cuando sus personajes habitamos en diferentes espacios, hasta que la suerte o la fatalidad deciden congregarnos en un mismo lugar, para terminar formando parte de una misma trama. Me llamo Víctor Frogner, y voy a intentarlo. Necesitaré para ello narrar los acontecimientos previos que vivieron mis actuales amigos. Tal vez, en un principio, puedan parecer situaciones inconexas y personajes muy distantes entre sí, pero a medida que avance la historia comprobaréis que todo lo acontecido fluye en un único sentido y acaba por fusionarse en el mismo río narrativo. Hacia el final de la narración, como ocurre con las partes de un puzle, unas piezas terminarán por encajar con las otras hasta conformar una imagen clara, completa y real.

    Para poder ensamblar adecuadamente las piezas de esta historia cuento con la ventaja de narrar unos hechos acaecidos muy recientemente, sobre los que he logrado extraer multitud de testimonios, entre los que se incluyen desde vivencias personales hasta documentos policiales de gran valor. Debo confesar, de todos modos, que no siempre he entendido el porqué de algunos acontecimientos, si bien trataré de darles forma y explicación en mi imaginación antes de plasmarlos sobre el papel. Me refiero, fundamentalmente, a determinados actos y a ciertos sentimientos de personajes que o bien murieron, o forman parte de la gente con la que espero no coincidir nunca más.

    Deseo advertir también a quien se adentre en esta historia que algunas situaciones aquí relatadas, determinados comportamientos y formas de pensar, pueden afectar a las personas muy sensibles, aunque desgraciadamente sean reales y cotidianas en el inframundo que ahora nos disponemos a visitar.

    En principio, lo que más me preocupaba al comienzo de esta historia, y desde que tengo memoria de mi existencia, era conocer los motivos que impulsaron a mi padre a abandonar su país, Noruega; y decidirse a residir y a ejercer su trabajo como abogado en España. Nunca logré entender por qué rehuía hablar de su país cada vez que mi hermana o yo sacábamos el tema a relucir, como si en su silencio se ocultara el más insondable de los misterios. No, no pude entenderlo, hasta que ocurrieron los graves sucesos que ahora me dispongo a relatar.

    Aquella mañana la estación de la Moncloa se encontraba abarrotada de gente. Desde hacía veinte minutos no circulaba ningún tren y la muchedumbre se mostraba impaciente. La escalera mecánica acababa de bajar hasta el andén a cuatro agentes de la policía nacional que escoltaban a dos camilleros. Les precedían otros dos individuos perfectamente trajeados. Los hombres uniformados se abrieron paso entre el gentío, sin dificultad, con la simple e impactante autoridad que les confería su indumentaria. Quienes no se retiraban espontáneamente, eran apartados a un lado sin miramientos; sin violencia, pero con la misma frialdad que se retiran del camino a los envoltorios desechados. Algunas personas mostraron repugnancia al respirar un fuerte olor a formol, aunque otras se apresuraron a aproximarse hasta la cola de la comitiva con la intención de adivinar el origen de aquella pestilencia. A medida que la policía abría brecha, la muchedumbre volvía a agolparse detrás del pequeño grupo; detrás de los hombres trajeados de quienes, a pesar de su presencia elegante, emanaba el mal olor. El hedor del primero se diferenciaba claramente del segundo individuo, de andar más pesado e impregnado de un sofocante tufo a cuero envejecido y a libros enlomados de piel.

    —Por fin llegan el médico forense y el juez -exclamó Chimo Vogel, presumiendo ante mí de su olfato, y de sus dotes de observación.

    —Lo siento por ese pobre desgraciado -contesté sin darle importancia a las deducciones de mi compañero.

    —Es lo mejor que podía hacer. Estos tipos no merecen seguir con vida -añadió Vogel en tono despreciativo.

    No le respondí. Me mantuve en silencio, tratando de darle algún sentido a aquella absurda afirmación. Otro muchacho, situado a la izquierda de Vogel, vestido con chaqueta de piloto bombardero y con la cabeza rapada, se lo quedó mirando con desprecio. Vogel no se inmutó. Sonrió con cinismo y respondió a su mirada, sin pestañear, sin apartar los ojos un solo instante, hasta que el muchacho parpadeó y ladeó sus ojos Súbitamente, y sin mediar palabra, Vogel le propinó un fuerte puñetazo contra el estómago, que lo doblegó de dolor. El rapado elevó la mirada para evidenciar el daño que sentía. Su rostro desencajado reflejaba perplejidad. Vogel le dio la espalda, seguro de no obtener respuesta alguna por parte del malherido; giró la cabeza, me sonrió con chulería y, sin dejar de mirarme, gritó a viva voz.

    —¡Saquen a esa escoria de las vías del tren! ¡Tenemos prisa!

    La gente se giró al unísono hacia el sector de donde procedían los gritos, con la intención de descubrir el rostro de quién profería aquellas palabras. Era fácil distinguirlo. Lo delataban su altura notable, la languidez de su cuerpo y su mirada desafiante.

    El herido farfulló una expresión apenas inteligible.

    —¡Cabrón!

    Vogel debió captarla perfectamente. Volvió a sonreír, con la ilusión que muestra un niño cuando se le ofrece en bandeja un regalo; se giró de nuevo, y le hundió la rodilla en los testículos. El muchacho profirió una exclamación de dolor. Algunos testigos, asustados por las imprevisibles reacciones de Vogel, trataron de apartarse del malherido y de su atacante. Solo lograron retirarse algunos pasos, pero seguían empujando a los demás viajeros para que les abrieran paso. Uno de los más próximos al borde del andén devolvió con furia la embestida mientras increpaba a los demás.

    —¡Me vais a tirar a las vías, joder!

    Vogel mantenía la atención sobre su presa. Una nueva sonrisa me advirtió de su próxima acción. Levantó el puño lentamente, saboreando los segundos en los que la víctima le transmitía su miedo. Supe que su intención era machacarle la cabeza. Decidí distraerlo de algún modo para que no culminara su propósito. Lo agarré por el brazo y grité.

    —¡Ya nos vamos!

    En el lapso de tiempo que Vogel giró la mirada para cerciorarse de mis palabras, el rapado herido desapareció entre el gentío. Vogel sonrió maliciosamente.

    —Ese mierda no se atreverá a ponerse a mi lado nunca más en su puta vida.

    Me sentía confundido. No era nada habitual encontrarme con un suicidio en el metro, y tampoco tenía a amigos que mostraran una frialdad tan extrema.

    La camilla que transportaba los desechos del último fugitivo de la vida pasó frente a nosotros. Vogel no se inmutó. No pude evitar que acudieran a mis ojos unas lágrimas de compasión por un alma solitaria abandonada a su suerte en medio de la muchedumbre. El último acto de aquel individuo sin rostro evidenciaba la frialdad de la sociedad; una sociedad que se escandalizaba fácilmente, con la misma facilidad que era capaz de olvidar. Tras el retraso volvieron las prisas por llegar a casa y soterrar las miserias del entorno embelesándose en el fabuloso encuentro futbolístico de la tarde. Es fácil olvidar cuando se llega a la conclusión de que no puede hacerse nada.

    —¿Vas a ver el partido? -le pregunté a Vogel.

    —No pienso perdérmelo -contestó, con pocas ganas de hablar, con su mirada escudriñando la posible presencia de su presa huida entre la gente. Por fin debió de dar por terminada su particular cacería y me habló como si no hubiera ocurrido nada.

    —¿Quieres venir a casa? Encargamos un par de pizzas y, después del partido, podemos estudiar unas horas. Dispongo de «Centramina» o de cualquier otra mierda que quieras tomarte para aguantar toda la noche despierto: farlopa, GHB, salvia, caballo, spice... Personalmente, para estudiar, prefiero las anfetaminas. Las otras son buenas para ir de marcha y dar caña toda la noche. Advierten algunos coleguillas que no debes ingerirlas más de tres días seguidos, aunque yo me tomo varias pastillas cada noche, durante largas temporadas, y no siento nada especial.

    Iba a contestarle espontáneamente lo que pensaba acerca de sus pastillas y de su agresividad, pero decidí callarme en cuanto recordé lo que le aconteció al último de los bocazas. Solo decliné su ofrecimiento.

    Los altavoces de la estación anunciaron que podíamos subir a los vagones, sin precipitación, con calma. En cuanto se abrieron las portezuelas, la gente se precipitó dentro del convoy. Vogel obedeció las recomendaciones de mantener la calma y se abrió paso lentamente, a su manera, con los puños cerrados frente a su pecho, y con los codos emergiendo contundentemente por cada uno de los costados de su tórax. Penetró hasta el fondo del primer vagón, e incluso mantuvo el espacio suficiente para que yo entrara tras él. Confieso que me sentía apurado por las miradas de las personas que nos rodeaban. Sin duda, con sus silencios recriminatorios y los murmullos de protesta, nos acusaban a Vogel y a mí de falta de civismo. Cientos de pasajeros se quedaron fuera entre protestas por la falta de vagones; unos pocos se quejaban por el dolor de algunas magulladuras de culpable incierto.

    Hasta ese día no me había dado cuenta de que Vogel estaba en la misma clase que yo, en el mismo curso de la Facultad de Medicina de la Complutense; y que, para colmo de males, asistíamos a la misma escuela privada cerca de la Moncloa, donde reforzar nuestros estudios de inglés. Por la mañana, en la Facultad y en el tren, era fácil evitar su presencia escudándome tras mi habitual grupo de compañeros. Sin embargo, por las tardes, me era imposible eludirlo. Reconozco que me sentía incómodo junto a Vogel. No entendía su forma de pensar y tenía miedo de sus imprevisibles reacciones agresivas. Era como si aquel individuo luengo, de pelo corto, con ropajes siempre negros y oliváceos, hubiera desembarcado de otro mundo, donde sus pensamientos y realidades cotidianas fueran completamente divergentes con los que existen en el espacio que habitamos los ciudadanos terrestres. Durante los días siguientes tuve que sufrir pacientemente las historias acerca de sus andanzas. Chimo Vogel presumía de su triple nacionalidad.

    —Mis padres son alemanes. Nací en un avión de la American Airlines cuando sobrevolaba España; por lo tanto, podría escoger entre las tres nacionalidades: alemana, norteamericana o española No tengo ninguna duda al respecto: me siento alemán de pura casta. Esos americanos son los descendientes de las putas y de los bribones europeos; y España está plagada de judíos, gitanos y migrantes pordioseros.

    Si hubiera sido un chiste malo, tal vez hubiera podido sonreír; pero la expresión del rostro de Vogel evidenciaba una mueca de odio y desprecio más allá de la cordura. No pude refrenarme.

    —¿Qué haces en España, pues?

    Sonrió como si me perdonara la vida, como si quisiera dejar bien patente que había captado mi insolencia, pero que prefería no darle trascendencia.

    —En mi país no consigues entrar en una facultad de Medicina más que de milagro, así es que decidí matricularme en tu país. Además, en España y con euros alemanes, se vive de coña -contestó jactanciosamente.

    —Todos los euros valen lo mismo-repliqué.

    —Mientras mi país tenga mayor poder adquisitivo que el tuyo, y en tanto que nuestros sueldos sean superiores, tanto me da que paguemos en euros como en doblones. Los euros valdrán lo mismo, pero las compras siempre te costarán más a ti que a un alemán.

    La tensión durante aquellos eternos trayectos en metro iba en aumento. Vogel llegó a confesarme que los fines de semana los dedicaba a ir con su grupo de amigos, de «caza» por el centro de Madrid; y no precisamente al acoso de nuevos ligues, sino en busca de «parias», según su particular vocabulario; y al acecho de ciertas tribus urbanas, como las integradas por los emos, los grunges, punks, rokabillies, chacas, okupas o los skinheads antirracistas. A menudo hacían la ruta «Destroy», y se enzarzaban en peleas en Valencia y en sus alrededores. Tomaba todo tipo de drogas legales; y llegó a mostrarme una pequeña pistola, emplazada en una funda adherida a la pantorrilla, por encima de sus gruesas botas militares, de las que sobresalía la empuñadura de un puñal de plata cincelada con una calavera infernal.

    Por fin tomé una decisión y me matriculé en otra escuela de inglés. Vogel localizó mi número de teléfono y me llamó repetidas veces para interesarse por la razón de mis ausencias, incluso me importunó en varias ocasiones dentro de la Facultad. Poco a poco conseguí sacármelo de encima. Solía sentir la frialdad de su mirada sobre mi espalda durante las clases de las mañanas, una pertinaz fijación que no decrecía con el transcurso de las semanas. Temí que la pétrea mirada de Vogel se transformara algún día en una venganza física como respuesta a mis continuas evasivas.

    ***

    Aquella tarde, cuando llegué a la puerta de mi casa, encontré a mi madre discutiendo con una chica embarazada. Llevaba la cabeza rasurada y vestía el atuendo inconfundible de los skinheads. Al pasar junto a la muchacha, observé que llevaba multitud de tatuajes de entre los que destacaban dos martillos cruzados, en color, situados sobre el antebrazo derecho. Colgaba de su cuello un medallón con una cruz céltica neofascista esculpida sobre él; y dos pequeñas esvásticas plateadas pendían de sus orejas.

    —Te he dicho que no puedes pasar -insistía mi madre ante las protestas de la chica.

    —Tengo que hablar con él. Es muy urgente. Si no me ayuda, me meterán en chirona. Yo no estaba con ellos cuando agredieron a ese mendigo bastardo. Si hubiera estado allí, no me importaría confesarlo, pero en esa ocasión no los acompañé.

    Ninguna de las mujeres me prestó atención. Seguí avanzando por el largo pasillo de casa hasta que creí escuchar la voz de mi padre en el rellano, y me detuve a escuchar.

    —Mira, Laura, mi mujer tiene razón. Aquí no puedo atenderte. Esta es mi casa, y no quiero mezclar a mi familia con el trabajo. Pásate mañana por el despacho y te prometo que te prestaré toda la atención que precises.

    —¡Está bien! ¡Vale, tío! ¡Vale! Me las piro, pero si los marrones vienen a por mí, le llamaré.

    —Si eso ocurre, telefonéame, a la hora que sea y acudiré para liberarte. Te lo prometo.

    Oí un fuerte portazo y la voz enojada de mi madre.

    —¡Te he dicho mil veces que no quiero ver a ninguno de tus personajes estrafalarios! Allá tú con los clientes que defiendas en tu bufete, pero en mi casa no quiero verlos, nunca más. ¿Me has oído?

    —Lo siento, Neus. No habrá entendido lo que le expliqué esta mañana en el despacho. ¿Y cómo demonios ha sabido dónde vivimos?— se disculpó Roberto Frogner, mi padre.

    —¿Qué van a pensar nuestros vecinos si ven a esta chusma en la puerta de mi casa? Sabes que pertenezco a un partido conservador y que verían con muy malos ojos este tipo de visitas. No se accede a diputada de la Democracia Liberal solo por mediación del trabajo, sin la ayuda de una buena imagen -protestó su esposa.

    —Y por eso has alcanzado este puesto, y muy pronto formarás parte del consejo consultivo de la D.L. No te preocupes, no volverá a suceder.

    —Eso espero -concluyó mi madre de forma tajante mientras pasaba a la cocina.

    El ambiente estaba aún caldeado por la reciente discusión. Mi padre me lanzó una mirada resignada, se acomodó en el sofá y comenzó a repasar los alegatos de su defensa en el juicio de la mañana siguiente: el caso de tres skinheads acusados de intentar quemar a un vagabundo mientras este dormía en un banco de la calle Princesa. Decidí entrar en mi habitación para estudiar hasta que llegara la hora de cenar.

    Sonó el timbre de la puerta varias veces consecutivas, pero nadie acudió a abrir. Todos conocíamos perfectamente la sintonía con la que Maite nos deleitaba cada noche como aviso de su llegada. Mi hermana entró silbando por el zaguán. Como todos los días, se metería en la cocina para abrazar a nuestra madre, correría después pasillo abajo, besaría a mi padre, para después abrir intempestivamente la puerta de mi cuarto y saludarme.

    —¡Buenas noches, hermanito!

    No le contesté. Me tenía frito con el dichoso hermanito. Inmediatamente después de incordiarme y dejar la puerta abierta de par en par, Maite se encerró en el cuarto de baño donde, tras despojarse de su indumentaria de voluntaria de Cruz Roja, procedió a su ducha ritual entre cánticos de gallo agónico intercalados con exclamaciones de escalofrío, cada vez que el agua caliente tardaba en fundirse con la fría antes de alcanzar su piel. Tras secarse enérgicamente, salió envuelta en una toalla en dirección a su habitación. En el pasillo se cruzó con nuestra madre que traía dos platos rebosantes de caldo.

    —¡Uhmm, qué bien huele!

    Maite se puso el pijama y aún llegó a tiempo de llevar los dos platos restantes.

    —¡Víctor!, ven a la mesa antes de que se enfríe la sopa -gritó mi madre.

    —¡Vamos, hermanito!

    Cerré mi libro en un arrebato de rabia y salí antes de que mi hermana volviera a llamarme de la peculiar manera que solo ella sabía hacer. Yo había decidido no contestarle cada vez que me incomodara con sus diminutivos, con la esperanza de que se aburriera y me diera una tregua antes de encontrar cualquier nueva estrategia para irritarme.

    Mi padre conectó la televisión y dejó el expediente sobre la mesilla.

    —¿Vas a ganar el caso? -preguntó nuestra madre.

    —Sin duda. Ese vagabundo no tiene ninguna credibilidad. Además estaba borracho y no hay testigos. Es un caso resuelto de antemano.

    —Entonces... ¿Van a soltar a esos chicos? -preguntó Maite. —Sin la menor duda.

    Me senté frente a la mesa y protesté.

    —Me parece injusto. Seguro que esos skinheads tienen mejor abogado que el desgraciado al que trataron de quemar.

    —No hay pruebas que demuestren esa intencionalidad -argumentó mi padre.

    —Pero tú sabes que sí lo hicieron. ¿No es cierto? -cuestionó Maite.

    —¿Y qué si lo supiera? Mi trabajo es defenderlos.

    —Me parece muy mal -protestó Maite-. Esos muchachos deberían recibir algún castigo para que no vuelvan a intentarlo de nuevo.

    —¡Esto es una mierda! Todo funciona igual -exclamé con expresión de hastío-. No hay nada que podamos hacer para cambiarlo: los desgraciados la pringan mientras los delincuentes salen inocentes y reforzados en su ego. Y para colmo de males, tienen los mejores abogados, como papá. Te rebajas a la altura del betún para defenderlos.

    —No le hables así a tu padre, Víctor. Te lo prohíbo.

    —Lo siento, pero me da rabia que mi propio padre...

    —¡Basta ya, he dicho! Alguien tiene que defender a esa escoria para que podamos hacer justicia sin sentimientos de culpa.

    —No necesito que me defiendas, Neus. Este es mi trabajo y lo hago lo mejor que sé. Y os recuerdo que todos vivimos gracias a él.

    —Si es así, prefiero no cenar -hice el amago de levantarme, pero mi hermana golpeó su rodilla contra la mía y me detuve.

    —En mi partido, la D.L. -añadió nuestra madre-, abogamos porque se reinstaure la pena de muerte en nuestro país. Cada vez que veo historias como las que defiende vuestro padre me reafirmo en esta postura. No me gusta que proteja a esos gamberros, aunque reconozca que es tu trabajo, Roberto. Si algún día conseguimos la mayoría absoluta, promoveremos leyes que dificulten a los delincuentes peligrosos seguir atentando impunemente contra la sociedad, y obligaremos a los centros educativos a incluir nuestros valores tradicionales en los programas escolares. Me siento orgullosa y esperanzada de pertenecer a un partido que defiende a la gente normal de estos delincuentes y que lucha por devolver a la sociedad sus viejas creencias.

    —¡Ya tenemos el mitin diario de los conservadores! -exclamé sin poderlo evitar.

    —No te metas con mamá -advirtió Maite-. Ella tiene sus ideas y dedica mucho tiempo a luchar por ellas. Yo la admiro, aunque no comparta sus objetivos. Creo que debe trabajarse socialmente para mejorar la vida de esos mendigos. La administración debe tratar psicológicamente a sus agresores, en lugar de centrarse tan solo en la manera de erradicarlos.

    —Eres una ilusa, Maite -le respondí-. Esa

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