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El Esquema Kassandra
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El Esquema Kassandra
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El Esquema Kassandra

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Marzo de 1.941.
Los ejércitos del III Reich se extienden por toda Europa....pero si Hitler quería ganar la guerra sólo tenía dos opciones: invadir Inglaterra, o someter a la Unión Soviética en una rápida campaña. Es un momento crucial en la historia. Millones de vidas dependerán de las decisiones que se tomen en esa primavera de 1.941.
Durante aquellos días de extrema tensión, una joven espía al servicio del MI6 británico tratará de escapar a la implacable persecución de la NKVD soviética...para sacar de la URSS el “Esquema Kassandra”: un escalofriante proyecto secreto de Stalin que decidirá el resultado de la guerra y quizás el futuro de Europa.
Esta es la historia de la primera misión de Simón de Haro, el niño que se convirtió en jesuita, el jesuita que se convirtió en agente de la Santa Alianza, el Servicio Secreto del Vaticano, y que intentó detener la más cruel de las guerras del siglo XX....y también es la historia de Hannah Kozlova, una niña judía arrojada a un aterrador orfanato soviético en Leningrado. Es una historia de lucha, de superación, de extremo sufrimiento, de recuerdos de una vida perdida que se entrelazarán con el presente, y de momentos de una desbordante felicidad.
Fino espionaje, profunda amistad, astuta diplomacia y trepidante acción...todo ello con el trasfondo de una intensa e infinita historia de amor.

IdiomaEspañol
EditorialAtanasioFdH
Fecha de lanzamiento9 dic 2014
ISBN9788461733255
El Esquema Kassandra

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    El Esquema Kassandra - AtanasioFdH

    1

    Una

    Decisión….Un Destino

    El invierno de 1.929 castigaba con dureza la tradicional y apartada región alemana de Prusia Oriental. Ni los más viejos recordaban haber visto tan helada la laguna interior Frisches Haff, cuyas tranquilas aguas separaban el pequeño puerto báltico de Pillau y la cosmopolita capital, la antigua ciudad imperial de Konigsberg.

    Aquel gélido invierno Ari Kozlov decidió viajar a Leningrado para asistir al entierro de su padre. Después de mucho meditarlo, resolvió que le acompañaría toda su familia de forma que sus hijos, Hannah y Yosef, pudieran al menos conocer a su abuela.

    Los Kozlov eran judíos, oriundos de un arrabal al sur de San Petersburgo, o al menos ese era su nombre cuando vivían allí. En San Petersburgo fue donde Ari conoció a Helena, y también allí es donde se casaron. Allí vivieron aquellos años difíciles, años de hambre, años de persecuciones y abusos al pueblo judío…así fueron los últimos y convulsos años de los Zares de la dinastía Romanov que regía en Rusia desde hacía más de tres siglos.

    Aquella no era vida que pudiera soportarse más—pensó Ari—, así que los Kozlov finalmente decidieron emigrar a la más tolerante y abierta Prusia, estableciéndose en un pequeño y acogedor pueblo de pescadores de la costa del báltico. Pillau era uno de los lugares favoritos de vacaciones para las clases más pudientes de la capital Konigsberg: Terratenientes, comerciantes y diplomático se solían reunir en aquella tranquila aldea, que cada verano veía como se multiplicaba su población. Allí es donde al fin llevaban una vida completa y feliz, la vida que se merecían y que siempre desearon. Y fue en Pillau, durante los años de la Gran Guerra, donde nacieron sus dos hijos.

    Un pequeño taller en la playa del Frisches Haff, junto a su propia casa, era donde Ari construía y arreglaba los barcos de los pescadores. Su hijo Yosef le ayudaba desde que cumplió los 10 años. Ambos adoraban el mar y disfrutaban con su trabajo.

    Ari aprendió el oficio de su padre, que era maestro naval del ejército del Zar en la base naval de Kronstadt, donde cumplía el servicio militar obligatorio para los judíos, de 25 años de duración. Incluso sufriendo aquellos abusos, cuando Ari decidió emigrar a Prusia allá por 1.912, su padre no quiso abandonar su patria natal, lo que provocó entre ellos una amarga disputa que nunca fueron capaces de zanjar. Diecisiete años pasaron donde las dificultades, los hijos y la guerra impidieron que pudieran verse antes de su repentina muerte. Ahora, en 1.929, al recibir la triste noticia en una carta remitida por su madre, Ari quiso despedirse de él.

    El viaje a Rusia emocionaba a Hannah, que a sus 14 años era la primera vez que salía de Prusia, y para visitar nada más y nada menos que la gran ciudad de San Petersburgo, ahora renombrada por los bolcheviques como Leningrado.

    Ella soñaba con viajar a otros países, cuanto más lejanos, mejor. Deseos que comenzaron años atrás, cuando su amigo Friedrich le hablaba sobre los viajes que hacía acompañando a su padre. Friedrich era mayor que ella, de la edad de su hermano Yosef, pero desde el primer momento se entendieron muy bien. Yosef se la presentó un cálido día de agosto de 1.922, en el puerto de Pillau…

    —Mira Friedrich, esa pequeñaja de ahí es mi hermana Hannah. Tiene siete años.

    La pequeña Hannah estaba pescando, sentada en el muelle del puerto con sus descalzos pies rozando el agua. Delgada, con el pelo rubio algo revuelto y grandes ojos azules, se volvió hacia los chicos con cara de aburrimiento. Miró a Friedrich y de repente esbozó una profunda y personal sonrisa.

    Él la vio allí, con su vestido blanco y esa preciosa sonrisa, y no pudo más que pensar que aquella criatura era un ángel.

    —¡¡¡No pican nada!!! Llevo aquí un buen rato y nada…pero ¡¡apuesto a que puedo pescar más que vosotros dos juntos!!—dijo la pequeña con aspecto desafiante.

    —Ja, ja, ja,…te conozco muy bien, y no conseguirás que nos quedemos contigo.

    La pequeña frunció el ceño, y antes de rendirse, probó una vez más:

    —Y tú Friedrich, si te gusta la pesca y la buena compañía…debes quedarte conmigo.

    ¿Quién podría rechazar una invitación como esa?…..Así que se sentó a su lado.

    Friedrich solo pasaba los veranos y algunas fiestas en Pillau, ya que su padre trabajaba en Konigsberg. Apenas eran unas semanas al año, pero desde ese día, cada momento que podían lo pasaban juntos. Era como si se conocieran de toda la vida, como si encajaran, como esas figuras complementarias de un complicado rompecabezas…

    Hannah recordaba todo aquello mientras a las 8 de la mañana de un frío día de Enero de 1.929 esperaba al autobús junto a sus padres y su hermano Yosef. De vez en cuando se volvía discretamente y buscaba con la mirada aquel sitio del muelle donde solía pescar con Friedrich. El borde estaba rematado con esas dos llamativas piedras blancas cuadradas, un bolardo donde siempre se amarraba la pequeña barca del farero y la estrecha escalera que abajo descansaba en las calmadas aguas color azul cristal de la laguna. Allí fue donde se conocieron. Ella anhelaba la llegada del verano, hora tras hora, día tras día. Cada año soportaba aquella larga espera y tenía que conformarse sólo con leer, una y otra vez, las cartas que puntualmente recibía de él cada semana.

    No habían pasado diez minutos cuando torció por la esquina del Kurfursten-Bolhwerk el pequeño autobús MAN de color verde que diariamente recorría la comarca. Tras una pequeña nube grisácea se detuvo en la parada y el conductor giró la manivela que con un chirrido abrió la puerta. Ari pagó los cuatro billetes. Subieron y se acomodaron. Aquel día estaba vacío, pero Hannah corrió a adueñarse del primer sitio, junto al cristal, donde pudiera verlo todo. No quería perder ni un detalle del camino.

    La angosta carretera cuidadosamente pavimentada serpenteaba entre los bosques del Nehrung hasta llegar a la península de Samland, donde atravesaba cada pueblo y aldea. Hannah disfrutaba con cada carro con el que se cruzaban, con cada arboleda, con cada granja y riachuelo que se encontraban.

    Tras un buen rato apareció un elegante cartel que anunciaba su entrada en Konigsberg. Conforme recorrían la ciudad, emocionada, contemplaba los canales, los puentes sobre el río Pregel, el mercado de pescado con sus curiosos almacenes, el moderno y majestuoso edificio de la bolsa, y la isla Kneiphof, donde estaba el colegio de Friedrich. Allí estaría él, tan cerca que casi podía sentirlo…

    —Pronto estaremos juntos, mi vida—pensaba con tristeza mientras alcanzaba a ver la catedral y al fondo, el castillo. Entonces el autobús giró por una avenida para detenerse justo delante de la estación del norte. Hannah no dejó de observar todo lo que sus grandes ojos azules podían abarcar. Ella adoraba las estaciones de ferrocarril: se fijaba en cada remache de las cerchas y en cada cornisa de ladrillo. Aquella no estaba mal, pero su preferida seguía siendo la Anhalter de Berlín. Solo estuvo una vez allí, pero recordaba hasta el último detalle de aquel hermoso edificio.

    Le llamó la atención el andén número dos, donde un lujoso convoy reposaba orgulloso, preparado, concentrado. Hannah no pudo evitar pensar que aquel tren era como un corredor que aguardara la señal, en este caso del jefe de estación, para lanzarse a pleno pulmón a recorrer un incierto camino. Los maquinistas revisaban la locomotora y engrasaban las bielas mientras los mozos ayudaban a subir a los últimos viajeros.

    A las 12 en punto salía el expreso para Memel y Leningrado. Ari compró un camarote para toda la familia ubicado en el coche 01 justo detrás de la locomotora. Era el coche más incomodo por el constante ruido y olor a carbón, pero también el más barato.

    Nada más entrar en él Hannah se pegó al cristal, emocionada, para no separarse de él en tanto no llegaran a su destino. Consiguió el puesto tras pequeña batalla con su hermano Yosef, que aunque siempre la trataba con cariño, en esta ocasión estaba también alborozado y no cedió hasta que su madre intervino en favor de Hannah:

    —No es justo. ¡¡Hannah siempre consigue lo que quiere!!— se quejaba amargamente Yosef mientras la locomotora silbaba tres veces y comenzaba a tirar del convoy con determinación.

    —Venga, Yoyo… déjame sentarme junto a la ventana… ya te compensaré.— guiñaba un ojo mientras le lanzaba una pequeña sonrisa. Hannah siempre sabía lo que tenía que decir para salirse con la suya. La paz se alcanzó al fin cuando pasaban junto a una de las fortalezas que protegían la ciudad de Konigsberg, y fue entonces cuando Hannah desapareció para sumergirse en sus pensamientos. Su rostro inmóvil se reflejaba en la ventana mientras devoraba con la mirada las pequeñas aldeas que iban pasando, manadas de ganado, infinidad de colinas cubiertas de un inmaculado manto blanco solo rasgado por algunos solitarios y desnudos árboles…y lo que más le gustaban, las estaciones: entre las descargas de vapor de la locomotora se filtraban silenciosas imágenes del frenesí causado por la llegada del expreso. Viajeros de diferentes lugares con extravagantes rasgos y llamativos atuendos, maletas con pegatinas de exóticos lugares, niños que corrían alborotados, bultos de todos los tamaños, mujeres de clase alta cuyos elegantes vestidos se distinguían bajo sus gruesos abrigos de piel…sí, realmente adoraba viajar.

    Fue al día siguiente que llegaron a Narva, población estonia junto a la frontera rusa. El revisor fue pasando por los coches para avisar a los viajeros que debían tener sus papeles preparados para el control. Al poco de salir de la estación llegaron a un puente sobre el río Narva, que marcaba la frontera con la U.R.S.S. El tren se detuvo y dos oficiales uniformados suben al coche 01. Alguien toca a la puerta del compartimiento con brusquedad y los dos oficiales entran sin esperar contestación. Les observan con gesto antipático y uno de ellos dice con voz ronca mientras mira fijamente a Ari:

    —Sus papeles.

    —Aquí están. Mi mujer y yo somos rusos, pero mis hijos nacieron en Prusia. Vamos a Leningrado, al funeral de mi padre.

    —Ya veo. Emigrantes judíos, ¿eh? Vuélvanse pronto a Prusia. Aquí no le gustan a nadie.

    El oficial hizo un par de comentarios despectivos, a los que Ari no respondió. Sacó un sello y tinta azul y estampó los cuatro pasaportes de los Kozlov.

    —Cuando lleguen a Leningrado, muestren este sello en el control ¿eh? Y no intenten perderse por el camino, o…—el oficial pasó un dedo por su cuello, de izquierda a derecha, lentamente…—

    Ese gesto bastó para estremecer a Ari. Por suerte, su familia no pudo verlo, ya que él mismo estaba de pie delante de los soldados.

    Los oficiales se marcharon para continuar la revisión, que acabó ya de noche. El tren reanudó su marcha. Ari intentaba calmarse pensando que tenía todos los papeles en regla y no había nada de qué preocuparse, pero por más que lo intentó, esa noche no consiguió conciliar el sueño.

    Después de otro día de emocionante viaje, el convoy llegó por fin a los arrabales de Leningrado, donde aminoró la velocidad. Inmensas fábricas aparecieron por las ventanas, todas ataviadas con carteles y eslóganes patrióticos. Interminables filas de trabajadores, camiones, y mercancías conformaban un incesante ajetreo que se asemejaba a un hormiguero. Leningrado era una de las ciudades más industrializadas de la U.R.S.S.

    Tras un buen rato empezaron a vislumbrarse las señoriales casas de la vieja ciudad imperial. Ari recordaba muy bien, casi con añoranza, esas casas palaciegas profusamente decoradas. Pero algo llamaba su atención: el estado en que se encontraban no era el mismo que él recordaba. Ya no brillaban las figuras de las escalinatas, ni los ornamentados detalles de las ricas balaustradas. Las delicadas fachadas estucadas de vivos colores parecían sobrevivir tras una fina veladura de negro hollín y mostraban multitud de fisuras y hasta algunos desconchones…… Algo había cambiado….

    El tren recorrió balbuceante los últimos metros de la vía mientras entraba en la vieja estación de Varshavsky, donde pasó por debajo de un enorme retrato del camarada Stalin que colgaba de una de las cerchas roblonadas de la cubierta de la antigua estación del Zar. La caldera emitió algunas descargas de vapor y chirridos hasta que al fin se detuvo. Sonó el silbato y los mozos abrieron las puertas. El andén estaba vacío, como si nadie quisiera recibir a aquellos viajeros, que empezaron a bajar con sus pertenencias y a formar una inmensa cola. El aire era irrespirable, una mezcla de vapor y humo de carbón. Aun así, nadie se quejaba. Reinaba un tenso silencio, tan solo rasgado por algunos ruidos mecánicos y por las marchas militares cantadas por coros de soldados que surgían de los altavoces de la estación….Era extraño ver a tanta gente en silencio.

    Ari y Yosef cogieron las dos maletas, mientras que Helena y Hannah se encargaban de las bolsas de viaje. Tomaron su sitio en la cola, que avanzaba lentamente hacia el control de seguridad que la policía secreta, la CHEKA, realizaba a cada tren que entraba o salía de la URSS.

    Cuando por fin la pareja que tenían delante se marchó, aparecieron dos oficiales sentados a una mesa más bien vacía, tan solo con algunos sellos, tinta y un silbato. Detrás de la mesa aguardaban dos soldados enfrascados en una conversación mientras fumaban un cigarro y sostenían los collares de sendos perros de aspecto feroz. Todo parecía tranquilo.

    Los oficiales no pronunciaron palabra; fijaron sus ojos en Ari, y uno de ellos tendió su mano esperando los papeles. Ari le dio los documentos, que ambos revisaron escrupulosamente. Al fin, uno de ellos dijo:

    —Judíos, ¿eh?..Y ¿a qué vienen a la U.R.S.S.?

    —Al funeral de mi padre.

    —Tienen el sello de revisión especial de la guardia de la frontera…— el otro oficial intervino para comentar que probablemente era porque los hijos habían nacido en Prusia.

    —Sí; eso debe ser. Por cierto, ¿Cómo se llamaba tu padre, y a qué se dedicaba?

    —Alexei Kozlov. Trabajaba en el Astillero.

    —¿En… el de Kronstadt….?

    Al mencionar ese nombre los oficiales levantaron la mirada de los papeles para clavarla en Ari. Los soldados de los perros dejaron de charlar y se quedaron como petrificados mirando a los Kozlov. La cola quedó en completo silencio. Nadie movía un músculo. Hasta la locomotora se contagió de la tensión de aquella escena dejando de emitir chirridos.

    En ese momento, Hannah sintió un escalofrío, como presintiendo algo horrible. Ari percibió la tensión en los oficiales aun sin saber cuál era el motivo, por lo que respondió temerosamente

    —….Si.

    El oficial esbozó una leve sonrisa y añadió con amabilidad:

    —Bueno. No os preocupéis; es pura rutina, pero pasad por esa puerta y hasta el final del pasillo a la oficina de Control Especial de viajeros. Yo me llevaré vuestros papeles y os veré allí.

    —Papa… ¿Pasa algo?— preguntó Hannah intranquila.

    —No. El oficial dice que todo está bien. Ahora vayamos a esa oficina como nos ha dicho— respondió Ari con serenidad mientras recogía su maleta.

    Hannah conocía muy bien a su padre, y notó al instante el estado de angustia en el que se encontraba: le cogió la mano y le sonrió.

    En la descolorida pared, sobre una puerta acristalada, había un letrero que decía Control Especial de Viajeros. Un pequeño banco de madera y dos maceteros de flores de colores adornaban la entrada, conformando un rincón agradable y hasta pintoresco.

    Pasaron y caminaron por el largo e intrincado pasillo hasta llegar a una puerta, que esta vez era metálica con una descolorida capa de pintura negra que dejaba ver algo de óxido. Ya no se escuchaba ningún ruido de la estación. Ari abrió, entraron y se sentaron en cuatro sillas frente a una mesa. Multitud de archivos en la pared del fondo, un teléfono, y el omnipresente retrato del camarada Stalin. Penumbra, producida por la escasa luz de una lámpara industrial de chapa de acero esmaltada colgada del techo, que decorado con ricas molduras, contrastaba con aquella sobria y fría habitación. Al fondo otra puerta metálica se abrió entre chirridos. El oficial del control acompañaba a otro de rango superior, de aspecto rudo y pensativo, a la par que le iba informando sobre los Kozlov. Los oficiales se sentaron con cara de pocos amigos mientras dos soldados armados aparecieron junto a la puerta trasera.

    El oficial superior era un hombre de mediana edad, de aspecto glacial por su piel clara y pelo casi blanco, con varias cicatrices en la cara que reflejaban que sin duda era un hombre endurecido por la guerra. Mantuvo silencio por un rato mirando los papeles. Alzó su vista hacia Ari, y al fin preguntó con una voz ronca:

    —Así que tu padre trabajaba en Kronstadt… ¿Qué hacía allí?

    —Era Maestro Naval. Trabajó allí hasta 1.920. Murió el pasado jueves, ya muy anciano.

    —Hasta 1.920 ¿eh?… ¿Maestro Naval? ¿Un judío? mmm…Bueno, veamos.

    El oficial descolgó el teléfono y marcó el número de la oficina central de la CHEKA en Leningrado.

    —Con la sección de archivos….—esperó un instante, hasta que alguien contestó, y dijo jocosamente:

    —¿Vassily, eres tú?… ¿Cómo estás camarada?…—una pequeña sonrisa…—oye, necesito que me compruebes un nombre. Un maestro naval de Kronstadt llamado Alexei Kozlov, que al parecer trabajó allí hasta el 20. Llámame aquí, a la estación Varshavsky….sí…espero.

    Colgó. Su rostro volvió a ser frío como el hielo. Se giró hacia el otro oficial y comenzaron a charlar sobre un camarada conocido que una vez……

    Suena el teléfono. El oficial superior contesta.

    —¿Y bien?…

    Conforme escucha lo que su camarada le cuenta su expresión fría se va transformando. Frunce el ceño, arruga los ojos, por momentos denota irritación y hasta cólera. Al fin cuelga. Mira a Hannah y Yosef. Después a Helena y Ari con expresión recelosa. Respira hondo, se relaja, y al fin comienza a hablar casi en voz baja pero con la misma voz ronca… muy despacio…

    —Os voy a contar una bonita historia…—sonríe—…en marzo de 1.921 hubo una rebelión de los marineros de la base naval de Kronstadt contra nuestra gloriosa revolución. Para sofocar la revuelta y matar a esos cerdos traidores —iba aumentando el tono mientras hablaba— murieron más de 10.000 camaradas en el hielo del golfo de Finlandia….Yo tenía amigos entre ellos…

    —No, no sabemos nada de eso…—contestó Ari tembloroso.

    —¡¡Pues claro!! ¡¡El gobierno del pueblo no da publicidad a un acto criminal cometido por unos perros!!

    Helena rompió a llorar. Yosef se abrazó a ella mientras Hannah, aún entera, consolaba a ambos. Nadie dijo nada por unos segundos, hasta que el oficial arrancó nuevamente:

    —Y resulta que aquel acto de traición fue organizado por oficiales ex zaristas liderados por el general Kozlovsky ¿Le suena ese nombre?… ¿eh?

    Ari negó con la cabeza mientras respiraba con dificultad y empezaba a sudar por la frente.

    —Ese Kozlovsky, un traidor polaco,…. ¡era hermano de tu padre, Alexei Kozlov!

    Y sin dejar margen para ninguna respuesta, le espetó:

    —Y resulta que tu padre le escribió una carta en 1.920, hablando de la contrarrevolución…¡¡donde mencionaba tu nombre!!…. Tus padres fueron acusados de alta traición y enviados al Campo de Propósito Especial del Norte, allá en la isla Solovetsky.

    —No sé de qué me habla…solo venimos al entierro de mi padre…mire, esta carta que me ha mandado mi madre…dice que murió de un ataque al corazón hace unos días…

    El Oficial tomó la carta y sonrió sádicamente mientras respondía a voz en grito:

    — … ¡Es falsa!…ja, ja, ja…Hace unas semanas encontramos la carta que le envió tu padre en 1.920 a ese Kozlovsky, y…te tendimos una trampa... Sí,… tus padres eran Enemigos de la Patria. Solo los mantuvimos vivos como cebo para arrestar a otros contrarrevolucionarios. Escúchame bien, judío: La verdad es que tus padres murieron en prisión el año pasado… de hambre…. Bienvenidos a la Unión Soviética…camaradas.

    —¡Arrrggg! No es verdad…no puede ser verdad —dijo Ari entre sollozos.

    El Oficial volvió a respirar y tranquilizarse. Todo lo contrario que los Kozlov. Los abatidos padres Ari y Helena trataban de consolar a Yosef y Hannah, que al fin comenzó a llorar. Todos se abrazaron mientras el oficial les miraba con desprecio. Volvió a hablar, esta vez para concluir:

    —¡¡Son Enemigos del Pueblo!! ¡Llévenselos!

    —No… por favor camarada. No sé nada de eso…por favor, se lo aseguro…

    Todas las súplicas fueron en vano…Los guardias se abalanzaron sobre la familia arrebatando a los padres de sus hijos, que forcejeaban como agarrándose a su vida. Los penetrantes gritos de dolor no llegaban a traspasar la puerta de la estación, que decorada con sus flores de colores aún mantenía aquel aspecto agradable.

    Hannah nunca olvidaría la expresión de dolor de sus padres mientras se los llevaban a empujones por aquella puerta metálica…

    —Y ¿Qué hacemos con estos chicos, camarada Comisario?

    —Mandadlos a un centro de reeducación. Al fin y al cabo, si sus padres son Enemigos del Pueblo…ellos también.

    Fría medianoche en Moscú. Marzo de 1.941: los ejércitos de la Alemania de Hitler se extienden por media Europa, desde la Italia meridional hasta Cabo Norte en Noruega, y desde el río Bug polaco a la costa atlántica de Francia.

    Las puertas de la sala de operaciones del Alto Mando del Ejército Rojo, en el Arbatskaya de Moscú, se cierran durante unas horas de descanso, y el agotado general Orlov, jefe de operaciones de los distritos militares del Frente Occidental y hombre de confianza del mariscal Zhukov, toma su GAZ oficial para volver a casa.

    —Buenas noches camarada general; vendré a buscarle a las 8 en punto.— le desea su chófer al llegar al nº 23 de la avenida Leninskiy Prospekt, donde en la 3ª planta de un maltrecho edificio reside el general.

    Viudo desde la revolución y sin hijos, Mijail Orlov, el antiguo estratega del ejercito blanco y considerado como el más brillante del ejército rojo, intenta quitarse de encima la tensión de la reunión de planificación del día de hoy, donde se presentó por sorpresa el camarada Stalin y hubo que meditar cada palabra…. Se sienta en una vetusta silla de madera de color rojo y bebe un trago de Vodka. Respira durante unos minutos, y se levanta con recobradas energías y un solo pensamiento: ver a su dulce Katia. Se quita el uniforme verde caqui y se viste apresuradamente con su nuevo traje azul, camisa de seda y pañuelo blanco. Coge una tableta de chocolate que guarda celosamente para ella y baja las escaleras. Cuando llega, antes de girar el picaporte, un resplandor a través del cristal le llama la atención. Se detiene un momento y distingue a dos individuos dentro de un coche en la esquina de enfrente, encendiendo un cigarrillo.

    —¡Maldición!, la NKVD… ¡Maldito Beria y sus manías de seguridad!

    … Esa noche ya no podrá verla….

    —Buenos días, Su Santidad

    —Buenos días Miklas, ¿Qué traes a nos esta mañana?

    —Santidad, un informe de un novicio con grandes aptitudes.

    —Déjenos verlo…mmm, un Jesuita ¿ehh?….Hijo de un Diplomático Español,….Idiomas Inglés, Alemán, Español y Ruso….educado en Kneiphof School y colegios jesuitas de Londres y Málaga, noviciado en Cambridge y Granada, brillante licenciado Cum Laude en Historia y Doctor en Medicina…Ve a verle, Miklas, necesitamos jóvenes como él…

    Esa noche la reunión de planificación en el Kremlin terminó temprano, así que el General Orlov tendría tiempo de ver a su Katia. Antes de irse, el mariscal Zhukov le ordenó viajar a Bielorrusia para discutir el Plan 41-3-7 con el mejor experto en estrategia con carros de combate de toda la URSS: el General Dimitri Paulov, Jefe de la Dirección de tanques y vehículos blindados del Ejército Rojo y Comandante del Frente Occidental. Orlov tomó una copia del Plan, la selló, la metió en su cartera y salió a la puerta, donde ya le esperaba su chófer:

    —Buenas noches, camarada general.

    —Buenas noches, Andrei— dijo el general mientras subía a su GAZ. Ya en marcha, al girar la esquina de la Plaza Roja, un destello le hizo volver la cabeza…un Moskvitch oscuro les seguía. —¡Esos malditos del NKVD!—maldecía para sí….Pero esa noche no podía esperar, tenía que verla…

    —Andrei, como hoy hemos terminado pronto lléveme a ver a mi tía Irina, ya sabes, la que vive en la calle Lipova 4….Ah, y antes pasa por algún sitio donde pueda conseguir flores y algo de chocolate.

    —Camarada General, a estas horas será difícil, pero lo intentaré.

    Al rato, el eficiente Andrei cumplió el encargo, y el General Orlov se disponía a bajar del coche delante del numero 4 de la sombría calle Lipova. Irina, ya con 85 años, fue una ardiente telegrafista durante la revolución. Siempre soltera, agradecía las pocas visitas que recibía, en especial de su sobrino favorito.

    —Espéreme aquí, tardaré unas 2 horas.

    —Aquí estaré camarada General, no se apure— respondió Andrei.

    Mientras le escuchaba, Mijail distinguió un coche pararse en la esquina opuesta y apagar las luces…

    —Ya están aquí nuestros amigos— pensó.

    Subió la pequeña escalera hasta el piso segundo mientras escondía los bombones en el abrigo que colgaba de su brazo y llamó a la puerta.

    —¿Quién es?— Sonó una voz temblorosa.

    —Soy yo, Misha, ábreme tía Irina.

    La puerta se abrió despacio entre chirridos y apareció un rostro agradable pero arrugado.

    —Hola Misha, ¡que alegría verte!

    —Hola tía, un beso…te he traído flores.

    —Ahh¡ ¡muchas gracias! Pero hijo, pareces cansado, dame un abrazo y vete a descansar, que tienes cosas muy importantes que hacer. Ya vendrás otro día.

    —Así es tía, solo vine para ver que estabas bien y ya me voy. Pero la semana que viene vendré a verte un rato y traeré ese té que tanto te gusta…y también algo de vodka— añadió haciéndole una carantoña.

    Irina le sonrió y le dio un beso de despedida.

    Bajó nuevamente las escaleras, y al llegar al portal, salió por la puerta que daba a un patio interior que compartían varios edificios. Lo cruzó por un camino serpenteante rodeado de flores tempranas de aquella primavera de 1.941, donde paró a coger un ramillete. Llegó a una puerta trasera de otro edificio y entró. Subió apresuradamente las escaleras y casi sin resuello, en el último tramo antes del tercer piso, escuchó una puerta abrirse… Cuando por fin llegó al rellano, la vio esperándole…Allí estaba ella, joven, rubia de ojos azules, piel clara y expresión alegre…era como un soplo de aire fresco para sus fatigados pulmones.

    —¡Hola querida!— dijo emocionado.

    Ella sin pronunciar palabra, saltó a sus brazos y le besó.

    —Pasa…te estuve esperando ayer— dijo con voz melosa.

    —No pude venir; ayer terminamos muy tarde, y hoy, fíjate, ni siquiera he podido cambiarme….pero tenía que verte.

    —No te preocupes…ya estás conmigo— dijo ella mientras le abrazaba por la espalda y comenzaba a quitarle los botones de la guerrera, camino del dormitorio. El General cerró los ojos, se quitó la ushanka, y la dejó junto a su cartera en el tocador….los bombones y las flores cayeron al suelo…

    …Todo transcurría a la velocidad que el viejo corazón del general podía soportar….hasta que al fin se durmió con una media sonrisa dibujada en el rostro….

    Katia se levantó sigilosamente y se sentó en la silla frente a la cama. Abrió la cartera del General y con frialdad extrajo una carpeta, que estaba sellada y rotulada совершенно секретно —Alto Secreto—. Cogió una cuchilla afilada y cortó el sello de cera muy cuidadosamente. El general roncaba tendido a su espalda mientras ella sacaba un documento de 16 páginas. Las colocó en su tocador, y abrió una pequeña puerta escondida tras su espejo. Cogió la micro cámara y disparó repetidas veces… En el encabezado de la primera página aparecía:

    Предложениеå 41—3—7 –(Propuesta 41—3—7)

    Схема Кассандра—(Esquema Kassandra)

    Aunque el examen de Historia había sido muy difícil, Simón de Haro, alumno brillante y destacado en el cuadro de honor del noviciado jesuita de Cartuja (Granada, España) estaba seguro de haber obtenido una calificación sobresaliente, al menos hasta la última pregunta:

    ¿Le dice algo el nombre de DGROI KLWOHU?

    …¿? En principio no le decía nada ese nombre, a pesar de ser persona muy cultivada en Historia. Leía todo lo que caía en sus manos, en particular sobre Europa y el siglo XX, tema que le fascinaba ya desde pequeño. Además, Simón era hijo de un diplomático español destinado a un Consulado en Alemania, lo que le permitió aprender varios idiomas, entre ellos alemán, ruso y algo de polaco.

    —Mmm…Qué extraña pregunta—pensó. Todavía le quedaba más de media hora para resolverla, ya que solía terminar los exámenes mucho antes del tiempo establecido.

    —¿KLWOHU? Parece un nombre polaco, pero no recuerdo haberlo oído nunca…

    No soportaba dejar en blanco la pregunta, que inevitablemente le separaría de obtener matrícula de honor. Era su último examen después de muchos años de estudios y quería culminar bien el trabajo. Pasaba el tiempo y la tensión se acumulaba en su interior, aunque controlaba perfectamente los nervios y lenguaje corporal, como le enseño su padre con una férrea disciplina…..Domina tus emociones…domina tu lenguaje corporal….

    —¿Cómo vas, Simón?— Le preguntó el Hermano Esteban-Infantes, su profesor de Historia.

    —Bien, señor. He acabado hace un rato, aunque reconozco que la última pregunta me tiene un poco desconcertado.

    El Hermano asintió con un gesto, levantó la mirada e hizo una mueca hacia un sacerdote que estaba sentado en la mesa del claustro. Simón no había visto nunca a ese hombre, pero observó que era Jesuita, extranjero, piel clara, pelo rubio, ojos azules, expresión afilada… del norte de Europa, danés o noruego— pensó.

    —¿Puedo preguntarle quién es ese hombre?

    El hermano pareció contrariado, se agachó hacia él y en voz muy baja, murmuró:

    —Es un diplomático danés invitado por el Nuncio Apostólico de Madrid…

    Su respuesta intrigó a Simón, aunque no imaginó qué relación podría tener con la pregunta del examen, así que siguió escrutando su mente en busca de una solución.

    —¿DGROI KLWOHU?…

    De repente, como una luz, se le ocurrió que podría tratarse de…. ¡un código cifrado! y recordó su infancia, cuando uno de los juegos favoritos de su padre era proponer acertijos y códigos secretos para que él los descubriera. Simón era extraordinariamente observador, y desde entonces ya mostraba gran capacidad para resolverlos.

    Buscó la palabra o clave para descifrarlo en el contenido del examen. No halló ninguna.

    —Seguramente se tratará de un cifrado sencillo, posiblemente anterior a la Edad Media….—concluía.

    Hizo algunas cábalas e intentó con varios códigos que conocía. Nada. Diez minutos para el final. El Hermano miraba su reloj de vez en cuando. Simón, barajando ya varios folios llenos de garabatos, se acordó de la solución elegante del Cifrado de César…Ese método fue empleado en los tiempos de la Roma Imperial. El algoritmo de César, llamado así por ser el procedimiento que empleaba Julio César para enviar mensajes secretos a sus legiones, consistía simplemente en sustituir una letra por la situada tres lugares más allá en el alfabeto, esto es, la A se transformaba en D, la B en E y así sucesivamente hasta que la Z se convertía en C….

    Y aplicando el cifrado de césar comenzó a perfilar la solución letra a letra …A…D..O…L…F…..H…I…T…L…E…R

    Una vez hubo terminado, Katia volvió a meter los documentos en la carpeta. Solapó las dos partes del sello con sumo cuidado a la vez que aplicaba algunos trazos del calor de una pequeña vela para difuminar el fino corte. Limpió y ordenó el tocador dejando la escena tal y como estaba a la llegada del general, que aún dormitaba a su espalda.

    Cuando Mijail despertó eran ya cerca de las once de la noche y el aire frío de Moscú entraba por la pequeña ventana que daba al patio interior.

    —Querido Misha, has descansado un poco ¿eh?—dijo ella cariñosamente.

    —Sí, he trabajado mucho estas semanas y estoy realmente agotado. Mañana tengo que ir de viaje, pero volveré el viernes…quizás pueda venir a verte…

    —Esperaré tu llegada. Dame un beso y ve con cuidado.

    El General terminó de vestirse, cogió sus cosas y bajó las escaleras. Volvió a cruzar el patio y entró por la puerta trasera del edificio de su tía, para salir por el portal principal, donde aún le esperaba Andrei. Se acomodó en el asiento trasero y se quitó el abrigo. Andrei arrancó el coche y encendió las luces…y otras dos luces brillaron en la oscuridad de la calle Lipova…

    La pelota rodaba por aquella alfombra blanca hasta llegar al borde de la fuente, donde rebotó para terminar cayendo en el estanque, que aún estaba congelado.

    El pequeño Sasha, de 6 años, miraba angustiado y sin poder remediarlo cómo su adorado regalo de cumpleaños se precipitaba a un lugar prohibido por su madre: nada más y nada menos que el estanque del parque Imeni Shevchenko, en el centro de Kharkov. En verano, multitud de pequeños botes de madera pintados de rojo se mecían por sus tranquilas aguas, que este año, aun en marzo, cubría una fina y quebradiza capa de hielo.

    —¡¡Mamochka, Mamochka…!!— gritaba el pequeño al advertir su infortunio.

    En la alameda flanqueada por enormes robles centenarios que conducía al estanque, sentada en uno de los raídos bancos de madera, Anastasia Paulova seguía enfrascada en uno de sus libros favoritos casi sin escuchar los lamentos del pequeño. Crimen y Castigo, de Dostoievski, era uno de los cientos de libros prohibidos por la Goskomizdat, el departamento estatal de censura de la U.R.S.S., por considerarlo subversivo…y la pena por leerlo era la cárcel. La cubierta del libro que citaba el título La lucha del Proletariado parecía desencajada de las páginas interiores y delataba la estrategia que Anastasia seguía para poder leer al censurado autor. Aparte de su valor literario tenía un gran valor sentimental: era el libro que solían leer de jóvenes, y su amigo Nikolay tuvo que buscar mucho en el mercado negro para encontrarlo.

    Nikolay Zaitsev, un antiguo amigo de la familia, había servido junto a su marido, Vladimir, en el Ejército Rojo durante la revolución. Después de la guerra civil, los tres estudiaron en la universidad de Moscú, donde formaban parte de un pequeño grupo de intelectuales críticos y reaccionarios. Ella siempre recordaba las tardes en que se reunían en un pequeño sótano de la calle Mashkova, a leer libros prohibidos y maquinar pequeñas traiciones. Después de unos años de peligrosa (y por ende emocionante) disidencia, llego por fin la calma: Ella trabajaba de oficinista en un departamento del estado, y los dos amigos, en una fábrica de locomotoras de Kharkov. Allí los tres pasaron buenos años hasta que Nikolay se marchó al sur, al Mar Negro.

    Anastasia se acordaba de él entre párrafo y párrafo…

    Sasha al fin se resignó: Si quería recuperar su preciado juguete, debía hacerlo él mismo. Era el balón de futbol reglamentario confeccionado con tiras de cuero que su tío Nikolay le trajo por su cumpleaños. Al fin y al cabo, era el primer niño del colegio que tenía una pelota como esa, por lo que bien valía la pena el riesgo de recibir una regañina si con ello la recuperaba. Así que el pequeño, ajeno al peligro, comenzó a dar cautelosos pasos sobre el delgado hielo del estanque, con su vista puesta únicamente en su trofeo….hasta que…

    …un crujido seco en el instante en el que Sasha cayó a las heladas aguas y los entrecortados gritos de pánico del niño pidiendo ayuda se colaron entre el murmullo de las ramas de roble meciéndose aquella mañana de marzo… para llegar a Anastasia, que saltó de su banco como un resorte y empujada por la angustia se arrojó al gélido estanque…El agua estaba tan fría que causaba dolor mientras se debatía con todas sus fuerzas para salvarle…

    Después de varios intentos, consiguió al fin sacar al aterido niño y no pudo dejar de abrazarlo…Su alegría se desbordaba.

    —¡¡Mi Sasha!! ¡Mi vida!

    —Mamochka…

    Al final de la escalinata le esperaba un Mercedes negro con las ventanillas oscurecidas y un banderín amarillo y blanco que mostraba orgulloso las dos llaves del escudo Vaticano. La puerta se abrió, y surgió una voz grave pero amable:

    —Entra Simón, demos un paseo.

    Aquel misterioso sacerdote del examen le sonreía mientras se sentaba y cerraba la puerta. Al momento de apretar un botón una mampara se alzó separando el habitáculo del conductor, y el coche se puso en marcha suavemente.

    —Hola Simón, es un placer. Mi nombre es Miklas Soren, soy Secretario de Asuntos Exteriores del Vaticano, y he venido aquí para conocerte— el hombre sonreía el ver a Simón perplejo— Verás, en el Vaticano hemos recibido muy buenos informes sobre ti: eres inteligente, culto, creativo, observador, atlético, hablas varios idiomas y has vivido en Alemania, España e Inglaterra. Además, tu comportamiento y calificaciones como estudiante Jesuita son excelentes. Es por todo eso que has sido seleccionado para servir a la Iglesia y al Papa en un puesto de gran responsabilidad, y que por tanto es un gran honor.

    Y sin dejarle apenas mencionar palabra, le endosó un sobre lacrado.

    —Ábrelo y léelo con calma…

    Simón, aún aturdido, abrió el sello y extrajo dos documentos del sobre:

    El primero era una carta ordenándole guardar silencio hasta la muerte sobre esa reunión y todo lo que la concernía. Simón contuvo la respiración para leer la firma y sintió un profundo escalofrío al distinguir que estaba firmada y sellada… por Eugenio Pacelli, el recientemente nombrado Sumo Pontífice Pio XII.

    El segundo era un juramento que debía firmar solo en caso de aceptar la propuesta:

    Yo, Simón F. de Haro, novicio Jesuita, por la presente acepto formar parte de la organización de Inteligencia del Estado Vaticano, y Juro acatar las órdenes de mi superior y guardar silencio hasta la muerte, poner todo mi saber y mi voluntad en el cumplimiento del deber encomendado, y dar mi vida si es necesario.

    Granada, 9 de marzo de 1.941

    —¿Formar parte de la Santa Alianza? Nunca pensé que yo….

    —Oficialmente ese nombre no existe, pero eso es exactamente lo que se te propone. La Santa Alianza se fundó bajo el pontificado de Pio V en el siglo XVI con la finalidad de combatir el protestantismo. Ahora, en esta época en que Europa y el Mundo se retuercen de dolor, la Iglesia nos necesita para tratar de detener el sufrimiento y luchar por los justos….

    Simón casi no podía contener la emoción mientras escuchaba a aquel misterioso hombrecillo. ¿Yo un espía?—pensaba— Algo le empujaba a firmar sin terminar de leer el documento, pero entonces se contuvo. Desechó todos los pensamientos que se agolpaban en su cabeza y recordó el proyecto de vida que tenía, al menos hasta ese momento: convertirse en sacerdote Jesuita, ir a misiones en India, y dedicarse a los enfermos a imagen de San Ignacio de Loyola….

    —Yo estoy realmente convencido de que harás una gran labor, pero he de decirte que nuestro trabajo es arriesgado… —añadió con gesto suspicaz aquel misterioso hombre que parecía saber lo que decir en cada situación para salirse con la suya.

    Hay momentos que cambian vidas enteras, y ese era uno…era el suyo. Simón respiró un par de veces y sin albergar ni un atisbo de temor al fin dijo:

    —Si es así como puedo servir mejor al Papa y a Dios…que así sea.…

    Y Firmó.

    2

    La Grandeza de la Madre Patria

    Entre gritos y llantos sacaron a Yosef y Hannah por una puerta trasera del edificio principal de la Estación Varshavsky, en pleno centro de Leningrado. En la calle había un pequeño camión militar con bancos en su parte trasera, que parecía estar allí preparado para llevarse a los desdichados que la NKVD atrapara ese día.

    —¡¡Sentaos ahí y callaos ya!!— les gritó uno de los soldados mientras sacaba la bayoneta de su funda con gesto amenazante.

    Hannah y Yosef se sentaron juntos. Yosef la abrazaba mientras observaba como pasaban algunos viandantes que no se atrevían siquiera a mirar.

    —¿Qué será de Padre y Madre, Yoyo?—preguntó Hannah a su hermano con la respiración entrecortada.

    —No te preocupes….verás como todo se arregla. Habrá sido un malentendido.

    Hannah no le creyó. En su interior sabía que aquel día marcaría sus vidas, y dudaba de que volvieran a ver a sus padres. Entendió que sus vidas habían cambiado de repente y para siempre. Solo en un día, en un momento, por una decisión equivocada…ya nada sería igual. Nunca.

    Tras un rato de espera que pareció una eternidad, dos soldados subieron a la parte delantera. Uno de ellos se giró y les dijo a través del ventanuco practicado en la cabina:

    —Vamos a llevaros a un centro de acogida en Krasni Bor. Quedaos tranquilos. Allí estaréis bien.

    Ese día nublado soplaba una gélida brisa y el camión no llevaba capota. Arrancó, y casi al momento ambos sintieron el viento cortando sus mejillas. Se acurrucaron, buscando el poco calor que pudieran compartir. Tras dos horas de marcha llegaron por fin a la estación de ferrocarril de Krasni Bor. El camión paró y los soldados bajaron y ayudaron a descender a los entumecidos muchachos. Junto a la pequeña estación se alzaba un edificio gris, con rejas en todas las ventanas y una fornida valla que cerraba el perímetro. No podía tener un aspecto más deplorable. Sobre la puerta había un cartel que decía Centro de Acogida y Educación Especial Nº34.

    Conforme se acercaban a la puerta, Hannah observó que no se escuchaban los sonidos habituales de los colegios: ni un solo niño reía, ni corría, ni jugaba…lo que sin duda era un mal presagio…

    El GAZ del General Orlov se acercaba a la pequeña ciudad Bielorrusa de Grodno, donde estaba el cuartel General del 3er Ejercito, y el dispositivo de seguridad empezaba a ser molesto: en uno de los controles incluso tuvo que bajarse del coche para que el centinela lo registrara a fondo. Al fin llegó a la puerta del edificio principal, donde le esperaba su viejo amigo, el General Dimitri Paulov.

    —¡Viejo zorro! ¿Cómo estás?— le espetó a voz en grito mientras le daba un caluroso abrazo.

    —Mas joven que tú, ja, ja, ja…— los dos viejos camaradas rieron un rato.

    —¡¡Aun me debes dos botellas de coñac, no creas que se me ha olvidado!!…— entre bromas pasaron al despacho privado.

    —Y cuéntame, ¿Qué te trae por aquí?

    —Mira Dimitri, he desarrollado un plan y lo he presentado al alto estado mayor; el Mariscal Zhukov lo aprueba, pero quiere que lo discuta contigo, debido a tu gran experiencia y capacidad con las unidades blindadas. Personalmente te diré que no puedo estar más de acuerdo con él. Tú eres el hombre indicado. Tu experiencia en España y con los tanques BT es fundamental en este caso.

    —¿Y por qué no me han llamado a Moscú para verlo allí?

    —Pues…ya sabes que desde febrero las Secciones Especiales de la NKVD, responsables de contrainteligencia, pasaron a formar parte del Ejército. Por eso, en las reuniones de planificación siempre está Beria…Ese cerdo te odia desde siempre…así que Zhukov pensó que sería mejor si viniese yo a verte.

    —Contigo puedo hablar con franqueza…maldito Beria y su banda de asesinos…Han convertido nuestra patria en una cárcel…—se lamentaba amargamente— Bueno, anda enséñame tu plan.

    Mijail sacó una carpeta negra de su maletín. Cortó el sello, la abrió, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo al observar que, por el interior, el sello tenía… ¡¡2 cortes!!

    Mientras Paulov observaba el plan y hacía algunos comentarios sobre los nuevos tanques T34, Mijail empezó a escucharlo cada vez más lejos……..

    Él acababa de hacer un corte en el sello, y eso solo podía significar una cosa….que alguien mas había abierto esa carpeta, pero ¿quién? Andrei…no tuvo ocasión. Quizás mientras dormía…pero la NKVD vigilaba su casa. Buscaba cualquier opción para negar la evidencia y engañarse a si mismo….Katia…y eso significaba que ella no le quería…

    En ese instante sintió un pinchazo en el corazón y recordó cuando la conoció….un frío día de diciembre de 1.940, en su viaje diario al Kremlin al pasar por el mercado, su chófer Andrei frenó de repente y el coche patinó unos metros sin poder esquivar a una muchacha en bicicleta que hizo un extraño mientras circulaba. Ambos bajaron de inmediato para interesarse por su estado y ayudarla. Estaba inconsciente y con la cara magullada, así que la llevaron al hospital Octubre Rojo. Estuvo ingresada más de seis semanas, y él la visitaba todos los días: desde entonces ella había sido su alegría…pero no pasó los habituales controles de seguridad….

    Un sudor frío corrió por su frente. Sopesó sus opciones en silencio mientras Paulov seguía con su monólogo:

    —Si la denuncio, nos costará la vida a ambos. Si no lo hago, puede que no ocurra nada, puesto que solo es una propuesta, un esbozo de un plan que quizás no aprueben nunca……pero… ¿Y si lo hacen?

    Al fin llegó a la calle Ivanova, y casi sin aliento alcanzó el número 12. Anastasia recorrió las 8 manzanas desde el parque Imeni Shevchenko, corriendo, empapada y tiritando, con Sasha en sus brazos envuelto en su chaqueta.

    Solo cuando entró al portal pudo descansar unos segundos, aunque sin dejar de secar al pequeño. Con recobradas energías acometió los 3 tramos de escaleras hasta su planta y anduvo por el pasillo hasta llegar a la segunda habitación de la Kommunalka, donde una raída cortina la separaba del pasillo. Entró y soltó a Sasha en la cama mientras le quitaba la ropa.

    —Mi Sasha…pero ¿por qué has hecho eso? ¿No te he dicho miles de veces que el estanque es muy peligroso?

    El pequeño, que aún no se había recobrado del susto, tan solo pudo responder a su madre con una expresión de lamento mientras seguía temblando.

    Una vez vestido con ropa seca, le metió en la única cama de la habitación, que ambos compartían. Le tapó con las dos mantas y solo entonces empezó ella a desnudarse y cambiarse.

    Mientras ambos temblaban acompasados, abrazados en la cama, echaba de menos a su marido Vladimir, que murió el año anterior durante la invasión soviética de la región Rumana de Besarabia. Cuando ella empezó a llorar, el pequeño Sasha trató de aliviar a su madre:

    —Mamochka, lo siento…es que…se me cayó al estanque la pelota que tío Nikolay me regaló…perdóname. No volverá a pasar…

    —Lo sé…no lloro por eso. Anda, duérmete.

    El pequeño pareció dormirse, hasta que de repente, como si su mente buscara algún recuerdo feliz antes de reposar, preguntó en voz baja:

    —¡Mama, no te olvides que pronto es mi cumpleaños! Y…vendrá el tío Nikolay ¿verdad?

    Anastasia le dio un beso en la frente mientras respondía:

    —Seguro que sí. Ya sabes que siempre viene a vernos en tu cumpleaños. Descansa, mi vida.

    Al cabo de un rato, ella se levantó con cuidado para no despertar al pequeño. Preparó una taza de té muy aguado y se acercó a la ventana, donde algunos tardíos copos de nieve bailaban y flotaban para desaparecer tan pronto tocaban el suelo. Se sentó en el poyete y miró hacia el sur. En su mente solo una esperanza, un deseo…

    —Querido Kolia….espero que estés bien y podamos vernos pronto….

    Katia se miraba al espejo y trataba de mantener la calma mientras cortaba y teñía su pelo de negro. Cuando terminó, ni siquiera recogió el desordenado baño: cogió el teléfono y marcó un número de Podolsk, arrabal al sur de Moscú:

    —¿Camarada Golirin?, ya tengo listos los muebles para el transporte, así que por favor venga cuando pueda…

    Se vistió apresuradamente, cogió una bolsa de viaje que tenía preparada, algo de dinero, la cámara, y salió por la puerta. Tomó la línea roja del recientemente inaugurado Metro, orgullosa muestra de la tecnología soviética. Una tras otra las majestuosas estaciones fueron pasando, con sus labrados arcos, fastuosas lámparas y decorados suelos de mármol. No sin razón se le conocía como el Palacio Subterráneo.

    Tomó el ramal hasta la estación de Smolenskaya, donde se apeó y subió hasta la calle.

    Comprobó que nadie le seguía, y tomo el autobús Nº2. Una vez dentro, se sentó casi al final. El autobús estaba casi vacío, como la propia calle. Hacía frío. Pasaron junto a las murallas del Kremlin mientras por los viejos altavoces sonaba el Korobushka, quizás tratando de evocar un sentimiento de grandeza de la Madre Patria. Se acordaba de los mosaicos de figuras humanas de grandes dimensiones que decoran las entradas del metro: campesinos, trabajadores, mujeres, niños…todos fuertes y felices… Sin embargo, las pocas personas que se veía a través de las ventanillas cubiertas de vaho vestían ropas oscuras y tenían un andar pesado y la mirada perdida; tan solo se percibía miedo y sufrimiento en sus caras. Katia odiaba todo aquello, y en aquel instante deseó salir de Rusia y no volver nunca.

    Después de un largo recorrido en dos autobuses más, al fin bajó. Al poco de esperar junto a la parada llegó una pequeña furgoneta azul rotulada como Transportes Kalinin. El conductor le hizo un gesto y la invitó a subir. En cuanto ella cerró la puerta el hombre engranó la primera velocidad y pisó el acelerador con decisión.

    —¿Por qué has activado el plan de fuga? ¿Qué ha pasado? – le preguntó mirando por los espejos para asegurarse que nadie les seguía.

    —Me alegro mucho de verte, Markus— respondió ella con calma mientras le miraba y sonreía— Verás, conseguí fotografiar un plan estratégico, una propuesta del General Orlov. Pero…tuve que cortar un sello, y no estoy segura de que me descubran al abrir la carpeta y ver el sello por el interior. No sé cómo reaccionaría mi General, y no podemos arriesgarnos. Además, el documento parece importante, al menos de nivel 2, y creo que debemos llevarlo personalmente.

    En su interior Katia se preguntaba si eso era todo, o si en verdad había algo más importante que la empujó a tan arriesgada empresa. Quizás el incesante deseo de salir de Rusia para siempre tuvo algo que ver en la decisión.

    —Bueno, ya veremos si merece la pena; ahora descansa, todo está en marcha y tenemos un largo viaje por delante…

    El capitán era un hombre alto y delgado, de afilada barba y pelo rubio. Su piel estaba curtida por el sol,

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