Durante su servicio en la Unión Soviética, un número superior a los quinientos divisionarios cayeron presos del Ejército Rojo. Tras su captura, iniciaron un penoso cautiverio, de entre nueve y trece años, por diversos campos de trabajo rusos. Supervivientes de batallas como Krasny Bor o la defensa berlinesa afrontaron agotadoras jornadas laborales rodeados de penurias, enfermedades y los malos tratos dispensados por sus captores.
LOS CAMPOS DEL TERROR
Diseminados a lo largo y ancho del país, los antecedentes de los campos de prisioneros soviéticos surgieron en plena época zarista, cuando delincuentes comunes y una minoría opositora fueron recluidos en zonas alejadas de los núcleos urbanos. Un castigo ejemplar que les obligó a talar madera, construir sus propios barracones y cultivar su sustento en la cruel y despiadada tundra siberiana. No sería hasta principios del siglo xx cuando, en plena Revolución bolchevique, Lenin actuó contra los «enemigos de clase», individuos enfrentados a la doctrina proletaria merecedores de condenas ejemplares. Una política que incrementó la población reclusa y, por consiguiente, acrecentó los problemas logísticos derivados de su gestión. En este sentido, en 1919, un decreto de la Comisión Extraordinaria de Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje (Ch-K) desahogó al erario público obligando a los reclusos a sufragar los recintos mediante su trabajo.
Cuatro años más tarde, apareció Solovki, la penitenciaría precursora de los campos de prisioneros. Con una población heterogénea compuesta por aristócratas, militares, opositores al régimen y delincuentes comunes, sus muros dividieron a los presos en atención a sus capacidades físicas: cautivos aptos para el trabajo pesado, liviano y, por último, incapacitados. Una segregación experimental, orientada a la rentabilidad económica, que desestimó las labores agrícolas