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Memoria Roja: Una historia cultural de la memoria comunista en España, 1936-1977
Memoria Roja: Una historia cultural de la memoria comunista en España, 1936-1977
Memoria Roja: Una historia cultural de la memoria comunista en España, 1936-1977
Libro electrónico832 páginas12 horas

Memoria Roja: Una historia cultural de la memoria comunista en España, 1936-1977

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Este libro propone un recorrido sobre la cultura comunista entendida como lugar de memoria. Se aproxima a las narrativas históricas producidas y manejadas por el Partido Comunista de España entre el 14 de abril de 1931 y el 15 de junio de 1977. La II República y su legado. La Guerra Civil y la reconciliación nacional. La bolchevización y la desestalinización. El franquismo y la Transición democrática: unos contextos que sirvieron de eslabones para situar un pasado que no pasaba y que actuó como espacio de identidad tanto en el exilio como en el interior. La hipótesis esencial remarca la flexibilidad de la memoria comunista y la capacidad de adaptación de unas profundas huellas de recuerdo y reconocimiento que actuaron como hilos conductores durante décadas. Para entender ese fenómeno, el libro explora la singularidad de la memoria de partido, sus derivas generacionales, el peso de los relatos orgánicos o la diversidad de declaraciones autobiográficas propias del sujeto comunista.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
ISBN9788491343837
Memoria Roja: Una historia cultural de la memoria comunista en España, 1936-1977

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    Memoria Roja - José carlos Rueda Laffond

    MARCOS DE LA MEMORIA

    I. FABRICANDO HISTORIAS

    1. V

    IEJAS MEMORIAS

    El Moscú nevado de comienzos de 1977 sirvió de telón de fondo para algún pasaje puntual protagonizado por Dolores Ibárruri en el film documental La vieja memoria realizado por Jaime Camino, aunque sus palabras se registraron en el interior de la vivienda que Pasionaria tenía en la capital soviética. Ibárruri, junto con Federica Montseny y Josep Tarradellas, fue probablemente la voz más destacada en aquella película basada en una idea de Camino que contó con la colaboración de Román Gubern y Ricardo Muñoz Suay, intelectuales muy cercanos al PSUC o al PCE. La vieja memoria hacía acopio de una suma de testimonios formulados por protagonistas políticos de la Guerra Civil. Dicha marca de identidad resultó extensiva a todos los intervinientes con la excepción de un personaje de coyuntura –el escritor, actor y aristócrata José Luis de Vilallonga– cuya presencia quedó aparentemente justificada por su carácter de combatiente en las filas del ejército franquista.¹

    La película tampoco puede deslindarse del contexto de su producción y realización. Formó parte de un amplio ciclo documental centrado en recabar las voces que explicaban el momento presente –propuesto paradigmáticamente como objeto de disección en la obra de Pere Portabella Informe general sobre algunas de interés para su proyección pública (1976)– pero que, sobre todo, se interesó por explorar el pasado. Esa fue la justificación de La vieja memoria y de otros títulos coetáneos, como Entre la esperanza y el fraude: España 1931-1939 (Cooperativa de Cine Alternativo, 1976), España debe saber (Eduardo Manzanos, 1977) y ¿Por qué perdimos la guerra? (Diego Santillán, 1977). La filmación de La vieja memoria abarcó de octubre de 1976 a inicios de 1977, hasta registrar más de veinticinco horas de entrevistas.² Como ha resaltado Vicente Sánchez-Biosca, ese material se grabó coincidiendo en el tiempo con la dinámica de cambio circunscrito entre la formación del gobierno Suárez, la aprobación de la Ley para la Reforma Política, los sangrientos sucesos de la última semana de enero de 1977, la legalización del PCE y la convocatoria electoral del 15 de junio.³

    Ese mismo tiempo histórico demostró que ninguno de los testigos reunidos en La vieja memoria iba a jugar un papel político decisivo en términos de presente con la salvedad puntual de Tarradellas. Pasionaria era presidenta del PCE desde diciembre de 1959 y poco después de su participación en el film logró acta de diputada por Asturias, ocupando por unas horas la mesa de edad que presidió la apertura de la legislatura constituyente. En aquel momento, sin embargo, su rol distintivo era el de autoridad sentimental y referente simbólico del PCE. Enrique Líster, otro viejo dirigente que intervino en la película de Camino, tuvo menos éxito político. Encabezaba una pequeña formación heterodoxa –el PCOE– frontalmente enfrentada con la dirigida por Santiago Carrillo, de la que había sido expulsado en 1970. En junio de 1977 el PCOE continuaba a la espera de su legalización y Líster se encontraba aún en el exilio. No obtuvo su pasaporte español hasta el mes de septiembre.

    Federica Montseny protagonizó un efímero canto de cisne en forma de multitudinaria capacidad de convocatoria apenas quince días después de la jornada electoral, al convertirse en plato fuerte de la concentración reunida en Montjuic el 2 de julio. Aquel acto fue un espejismo respecto al futuro que le esperaba a la CNT en la España democrática, en la que quedó reducida a una posición marginal. Junto a Montseny tomaron la palabra en aquel mitin el histórico dirigente José Peirats y el secretario del sindicato en Cataluña. Entonces fue mencionado en la prensa como Enric Marcos, pero ha pasado a la posteridad como Marco,⁴ es decir, como el futuro responsable de la Amical de Mauthausen, «campeón» o «rock star de la memoria histórica» a inicios del siglo XXI, y como el «gran impostor y el gran maldito» de esa misma memoria, tras hacerse público en mayo de 2005 la falsedad de sus testimonios acerca de su internamiento en el campo nazi de Flossenbürg.⁵

    Otros intervinientes en La vieja memoria, de signo ideológico opuesto a Montseny, Líster o Ibárruri, acabaron igualmente certificándose como vestigios del pasado. Fue el caso de José María Gil Robles, uno de los inspiradores de la frustrada y frustrante operación por activar la vía democratacristiana. Igual que ocurrió con la mayoría de las organizaciones que proliferaron en la sopa de letras de los primeros meses de la Transición, su Federación Popular Democrática –subsumida, a su vez, por la Federación de la Democracia Cristiana, y esta en una coalición aún mayor, el Equipo de la Democracia Cristiana– obtuvo unos pésimos resultados electorales. Lo mismo pasó con Alianza Nacional 18 de Julio, la coalición de extrema derecha que sirvió de cobijo a Raimundo Fernández-Cuesta, otro de los entrevistados en La vieja memoria. Camisa vieja de Falange, se convirtió desde 1937 en figura omnipresente del entramado burocrático y de poder de la dictadura. A pesar de su voto en contra del Proyecto de Ley para la Reforma Política en las Cortes en noviembre de 1976, participó como candidato en los comicios de junio. Encabezaba una candidatura que reivindicaba el «Estado misional y totalitario» configurado en la «Cruzada», ya que «la idiosincrasia del pueblo español […] quiere la perpetuidad del régimen de Franco, en su más pura esencia».⁶ Alianza Nacional 18 de Julio solo logró en las elecciones algo más de 67.000 sufragios, apenas un 0,35% del porcentaje total de voto.

    Gil Robles había sido desterrado en 1962 por su participación en la reunión celebrada por un centenar de opositores democráticos en Múnich, un encuentro que fue tildado de contubernio e injerencia por el régimen franquista. Uno de los más decisivos impulsores de aquella cita, si bien en zona de penumbra, fue otro de los testigos intervinientes en la película de Camino: Julián Gómez García-Ribera, más conocido como Julián Gorkin, un seudónimo compuesto mediante el cruce de los nombres de Gorki y Lenin que denotaba su antiguo pasado revolucionario. En 1936 Gorkin era uno de los dirigentes más representativos del POUM y director de su órgano de prensa, La Batalla. Detenido tras los enfrentamientos de mayo de 1937, fue procesado y condenado en el otoño del año siguiente en el contexto de uno de los conflictos más graves y controvertidos vividos en zona republicana.

    En el exilio Gorkin agudizó su exacerbado antiestalinismo trastocándolo hasta un contundente anticomunismo. Infatigable publicista, fue fundador, director y animador desde 1953 de la revista Cuadernos, una publicación que actuó como think tank en lengua española dentro de las estructuras del cosmopolita Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC). Esta organización se había constituido en Berlín occidental en 1950 al socaire de los vientos cada vez más intensos de la Guerra Fría. En 1967 la prensa norteamericana advirtió de las conexiones entre el CLC y la CIA, un extremo que fue prontamente recogido en la prensa española del momento.

    Gorkin negó siempre su vinculación y la de Cuadernos con la agencia norteamericana. No ha sido hasta fecha reciente, al hilo de investigaciones encuadradas en lo que se ha venido en llamar la guerra fría cultural, cuando se ha abordado su papel en la sección en español del CLC y se han estudiado las redes existentes con sus patronos estadounidenses.⁸ Esta línea de trabajo no ha estado exenta de polémica, si bien no tanto en lo relativo a las derivas ideológicas que protagonizó el dirigente poumista hasta su reconversión en militante de base del PSOE. El asunto se ha centrado, sobre todo, en debatir los grados de autonomía cultural y política de los intelectuales encuadrados en Cuadernos. Y, en particular, en el papel del colectivo como grupo en una estrategia pionera de consenso hacia la transición democrática.⁹

    Haciéndose eco de lo publicado en la prensa norteamericana en 1967 no faltaron las acusaciones en medios comunistas a las conexiones entre Gorkin, el CLC y la CIA.¹⁰ La denuncia volvió a activarse en 1979, en el marco de un agrio debate cruzado en El País entre Gorkin y Santiago Carrillo. El punto de partida fue una entrevista realizada por Juan Cruz donde Gorkin evocó sus sensaciones al ver a Stalin en el Moscú de finales de los años veinte («me dio la impresión de estar ante un domador de animales»). Después declaró que consideraba al eurocomunismo una mera táctica para la toma del poder y negaba sinceridad democrática a Carrillo «hasta que no se autocritique por la carta que le envío a su padre y a Largo Caballero por no haber comprendido al genial Stalin» (aunque Gorkin no aludió a la reconciliación entre Santiago y Wenceslao Carrillo a finales de los años cincuenta).¹¹ La respuesta de Carrillo no se hizo esperar. Apareció en forma de corolario a unas declaraciones de actualidad. El secretario general minimizó el tono de la durísima carta enviada en mayo de 1939 a su padre. Negó sus alabanzas a Stalin y consideró que dicha misiva no fue más que un reproche a su progenitor por su colaboración en el golpe de Segismundo Casado. Sus declaraciones concluían retomando la añeja acusación de que Gorkin andaba metido «en numerosos negocios en que participa la CIA».¹²

    La contrarréplica se publicó en el verano en otro artículo de opinión.¹³ En él Gorkin reiteró sus ataques al estalinismo presentando como un «proceso de Moscú en Barcelona» la represión vivida por el POUM y el asesinato de Andreu Nin. A renglón seguido hizo acopio de citas literales de antiguos desencantados comunistas, pero sin distinguir cuáles fueron las particularidades en que surgieron tales opiniones. Entremezcló el punto de vista de Manuel Tagüeña sobre Carrillo, expuesto en sus memorias escritas en los años sesenta, con frases entresacadas del virulento panfleto anticarrillista ¡Basta! de Enrique Líster, editado tras su expulsión del PCE en 1970. Y terminó relacionando tales ataques con fragmentos extraídos del libro de Jesús Hernández Yo fui ministro de Stalin, publicado casi veinte años antes que el de Líster, y en cuya concepción –o, más probablemente, difusión–habría participado el propio Gorkin.¹⁴

    El traslado al presente de la obra de Hernández pretendía desdecir a Santiago Carrillo, sugerir la responsabilidad comunista en el estallido del golpe de Casado y desactivar la mítica de la resistencia republicana. Con ese fin Gorkin recogía las provocativas consideraciones de Hernández sobre cómo se evaluó en Moscú en la primavera de 1939 el final de la guerra española. En ese escenario Hernández situaba a Palmiro Togliatti, el dirigente comunista italiano delegado de la IC en España, como calculada espoleta de provocación. Según Hernández, Togliatti habría forzado el golpe de Casado con la aquiescencia de las autoridades soviéticas al sugerir a Negrín «el nombramiento de elementos comunistas para ocupar los principales mandos, sobre todo en la plaza de Cartagena».

    Las desavenencias internas vividas en el bando republicano en febre-ro-marzo de 1939 o la cuestión del POUM no tuvieron, empero, casi eco en La vieja memoria, como tampoco se mencionaron en el film otros aspectos traumáticos con visible presencia en el espacio público español de 1976-1977. La película puede valorarse como notable ejercicio por lograr la transparencia documental en torno al valor del testimonio directo. Su relato solo estaba punteado por breves comentarios del narrador en off o con ráfagas de sonido original procedente de materiales cinematográficos de los años treinta.

    Pero, a pesar de ese esfuerzo para presentarse como espejo directo del pasado, lo cierto es que La vieja memoria no pudo sustraerse ni a las operaciones de elusión ni a las de selección. Aunque las filmaciones fueron realizadas en momentos y lugares distantes, Camino optó por combinar planos de intervinientes en silencio mientras se escuchaban en off otros testimonios para crear una sensación de diálogo y suturar la continuidad entre las secuencias de la película. Esta presentaba, además, una clara asimetría de enfoque. Era, ante todo, la exposición de la memoria de los perdedores. La presencia de responsables políticos o combatientes de las filas franquistas era notablemente menor que el protagonismo de los republicanos. El resultado era un relato estructurado por acusados apartados temáticos que arrancaban del 14 de abril, exploraban las raíces del levantamiento militar y se terminaban focalizando en dos secciones dedicadas al debate guerra o revolución y a los sucesos de mayo de 1937. Era en esas coordenadas donde pivotaba el núcleo dramático de La vieja memoria: en recuperar y confrontar los antiguos puntos de vista comunista y anarcosindicalista sobre la naturaleza del conflicto y las transformaciones socioeconómicas vividas en zona republicana desde el 19 de julio de 1936.

    En este marco cabe situar el protagonismo central de Dolores Ibárruri y Federica Montseny en La vieja memoria. Ambas pueden ser entendidas como «mujeres-memoria», es decir, como figuras simbólicas, instancias discursivas y marcas de reconocimiento con intenso potencial rememorativo que formarían parte del universo de sentido y significación de la Guerra Civil. La categoría de mujer u hombre-memoria fue formulada por el historiador francés Pierre Nora, siendo asimilable a su término clásico de lugar de memoria. Esta otra noción cabe ser interpretada no como mera referencia a un emplazamiento geográfico, sino a un amplio conjunto de espacios simbólicos: lugares materiales con carga conmemorativa, o conceptos, alegorías, personas o instituciones con capacidad para connotar potentes huellas de pasado.¹⁵

    La vieja memoria recalaba, pues, en cuestiones clásicas sobre la guerra, sustanciándolas mediante visiones personales no exentas de justificación, afán polémico y contradicciones. Pasionaria insistió, vivificándolas, en las virtudes encarnadas en las añejas tesis comunistas sobre la épica bélica, el papel crucial del partido en la defensa de Madrid o el concurso de las Brigadas Internacionales. Defendió igualmente la bondad de la estrategia comunista enfatizando que «nosotros no nos planteamos nunca […] el problema del socialismo, sino el problema de la defensa de la República y de la democracia». Y arremetió, a renglón seguido, contra el revolucionarismo anarquista, el comunismo libertario y su ilusión colectivista. Montseny recuperó, por su parte, un viejo recurso del discurso anticomunista al afirmar que «los comunistas van a lo suyo y carecen de escrúpulos cuando sus intereses están en juego».

    2. T

    ESTIMONIOS Y HECHOS

    En palabras de Jaime Camino, una de las intenciones esenciales de La vieja memoria era suscitar contradicciones entre testimonios frente a realidades y hechos. «En las entrevistas», afirmó en 1979, «se producía un fenómeno específico relativo a la memoria. Los personajes, ya no voluntaria, sino involuntariamente, han llegado a creer que su pasado fue de una manera determinada».¹⁶ Estas contradicciones adquirieron relieve en muchos pasajes, en particular en los momentos en que el montaje confrontaba opiniones contrapuestas sobre unos mismos sucesos. De nuevo fueron Pasionaria y Federica Montseny los rostros protagonistas de uno de estos momentos a través de una suerte de diálogo indirecto que permitía rejuvenecer las viejas distancias. Después de la crítica al PCE antes señalada, la dirigente cenetista apostillaba que no había tenido ningún choque con Ibárruri. «Me parecía una mujer simpática, sencilla». Tras esas palabras era Pasionaria quien ocupaba la pantalla insistiendo en que nunca vio la cara a Montseny. La secuencia concluía con la intervención de la dirigente anarcosindicalista donde desautorizaba el libro autobiográfico de Dolores Ibárruri sobre los años de guerra:

    Yo nunca he dicho nada contra ella. No la he atacado, ni como figura, ni como ideología… ni en ningún sentido. Y me cuesta creer que en El único camino, esa especie de memorias que escribió, ataque tan descaradamente a los anarquistas, y diga las tonterías y las inexactitudes que dice sobre los anarquistas.

    Algunos de los pasajes más contundentes que constataban la fricción entre testimonio y hecho no se incorporaron, sin embargo, al metraje de La vieja memoria. Jaime Camino publicó en 1977 la transcripción completa de sus conversaciones con Ibárruri. Aparecieron como libro coyuntural en un momento en que proliferaban las publicaciones de tono biográfico o con entrevistas a los dirigentes comunistas.¹⁷ En aquella larga charla el realizador preguntó a Pasionaria acerca de la dependencia del PCE a los delegados de la IC y a la política soviética. Sobre las relaciones con Togliatti, Ibárruri subrayó que

    No era el hombre que se mezclaba en nuestra política, sino que decía: sois vosotros quienes tenéis que dirigir, nadie de fuera puede resolver los problemas. Es decir, él podía discutir con nosotros y darnos un consejo en una determinada dirección, pero de ninguna manera inmiscuirse en la política del partido, en el trabajo del partido.¹⁸

    Respecto a la ayuda soviética, Pasionaria insistió en que no existieron presiones:

    Ellos no se mezclaban. Posiblemente tenían órdenes muy severas. Ellos no se mezclaban en absoluto, ni en los problemas militares […], ni en las cosas políticas. Ni hablar […]. La política, la política del PCE y del Gobierno español, era Negrín quién la dictaba, y la del [Partido Socialista] y la del Gobierno. Y en la nuestra éramos nosotros, no la Unión Soviética, éramos nosotros.¹⁹

    Finalmente, cuestionada sobre qué recuerdo guardaba de Stalin, Ibárruri contestó:

    Yo puedo decir que para con nosotros era muy cariñoso, independientemente de cómo fuera para con los demás […]. Se interesaba mucho por los problemas de España. En general, yo, nosotros, no podemos decir nada de los problemas interiores de la Unión Soviética. Esos a nosotros no nos llegaban, esos los resolvían los comunistas soviéticos. Y [volviendo a Stalin] conmigo, yo puedo decir que me trataba como a una camarada, afectuosamente, y todo lo que yo vi con los demás camaradas, también. Ahora, en los problemas internos de la Unión Soviética nosotros no nos mezclábamos para nada. Nosotros éramos como un islote.²⁰

    Pasionaria siempre expresó un afecto y una admiración sinceros por la Unión Soviética, el lugar donde, salvo periodos puntuales, permaneció entre 1939 y 1977. En la segunda parte de sus memorias volvió a insistir en su respeto a Stalin. Pero las opiniones a Jaime Camino, que acaban de transcribirse, chocan frontalmente con alguna visión sobre la naturaleza de las relaciones entre el PCE y la IC durante la guerra. El balance formulado por Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo resulta, en este sentido, contundente. Para ambos autores la ubicación del PCE en el esquema de decisiones de la IC solo cabría enfocarla en términos de rígido control y subordinación. De este modo no sería posible «hablar en rigor de historia del Partido Comunista de España, sino de historia de la sección española de la Internacional Comunista».²¹ Según dicha visión, habría existido un vacío efectivo de competencias y capacidad de actuación por parte de la dirección española, sirviendo de correa de transmisión para una estrategia trazada y desarrollada a cada paso desde la URSS.

    Muy diversos nombres estuvieron presentes en diferentes momentos de la Guerra Civil. En julio de 1936 era delegado el italoargentino Victorio Codovilla (o Vittorio Codovila, conocido como Luis o Medina). Con posterioridad arribó el húngaro Erno Gerö (Pedro), que fue además consejero de la IC en el PSUC de modo estable desde enero de 1937. Ese mismo mes llegó también el búlgaro Stoyán Mínev, conocido como Moreno o Stepanov, antiguo responsable del Secretariado de Países Latinos de la IC. Desde el verano de 1937 la figura esencial del Komintern fue un miembro prominente de su secretariado político, el italiano Palmiro Togliatti (Alfredo o Ercoli). A ellos se sumaron delegados sectoriales o relevantes representantes enviados de otros partidos hermanos, como el dirigente del PCF André Marty.

    Otros actuaron como figuras mixtas que combinaron las actividades militares, políticas y formativas, como el búlgaro Ruben Avramov (Mikhailov, Ruben Levi, Miguel o Miguel Gómez). Avramov fue responsable de la Escuela de Cuadros del PCE –de hecho, procedía de la sección española de la Escuela Internacional Leninista–, se encargó de la formación de comisarios políticos en Madrid y se especializó además en la elaboración de materiales teóricos. Ya en Moscú, desde 1939 volvió a realizar tareas de educación política para la IC, ocupó notables cargos de responsabilidad política en Bulgaria y durante los años sesenta llegó a ser director del Instituto de Historia del partido. Esos nombres dependieron de la Secretaría del Comité Ejecutivo de la IC, formalmente entendida como organismo colegiado. En ella figuraron, además de Palmiro Togliatti o André Marty, el alemán Wilhem Pieck o el checo Klement Gottwald. En un estrato superior se situaba la Secretaría General en manos de Georgi Dimitrov y, de facto, de Dmitri Manuilski. Los engranajes de este entramado estarían conexos, a su vez, con diversas instancias del Gobierno soviético (agitación y propaganda, relaciones culturales, asuntos exteriores o policía política). Como culminación y punto nodal de toda esta estratificación se encontrarían los criterios del propio Stalin.

    La lectura que subraya la jerarquización del PCE a los delegados de la IC, de estos a los órganos ejecutivos de la Internacional y de ese nivel a las instancias superiores de poder soviético hasta desembocar en Stalin resulta obviamente cierta. Pero así enunciada es también reduccionista, al soslayar el complejo sumatorio de factores que hicieron de los años treinta un campo de pruebas donde se pusieron en juego los mecanismos de articulación de las redes comunistas y la circulación de informaciones o decisiones. Brigitte Studer ha propuesto, al respecto, la imagen de un espacio transnacional entendido como «espacio social extendido sobre las culturas nacionales que lo configuraron», cruzado por los intereses de poder, sus jerarquías y grupos de presión, el diseño de acciones generales y su ajuste o revisión coyuntural, la existencia de focos de tensión y negociación, los acoplamientos entre las burocracias soviética, de la IC y de los partidos nacionales, el tráfico de personas o por la formación de una cultura fruto de la integración de la comunidad comunista internacional.²²

    Para enmarcar tales fenómenos ha de tenerse en cuenta un amplio abanico de variables. Ahí interaccionaron aspectos de índole sistémico, comenzando por la concepción emanada del proyecto bolchevique y de los criterios de adhesión establecidos en las 21 Condiciones dictadas en el congreso fundacional de la IC de 1919. Pero este no fue un entramado estático. Durante los años veinte se fueron engrasando los mecanismos de control según se iban definiendo los hábitos de trabajo o se asimilaban experiencias derivadas del funcionamiento, complejidad y burocratización de rutinas. Igualmente repercutieron las implicaciones asociadas a la cristalización del Estado estalinista como práctica de poder con proyección dentro y fuera de las fronteras soviéticas. El VI Congreso, celebrado en 1928, ratificó la imagen del organismo como estado mayor de un partido mundial compuesto por secciones nacionales y centro de emanación de decisiones de obligado cumplimiento. Pero tal principio de autoridad debía ajustarse a diversas realidades: a las lógicas de modulación que sufrían las líneas políticas, las tácticas y la estrategia global de la IC. También a la posición singular de los partidos nacionales en cada espacio local, a su capacidad de maniobra, grado de penetración, vertebración y movilización, o a las particularidades de sus cuadros, militantes y simpatizantes.

    La reforma de la estructura de la IC, impulsada en el otoño de 1935 tras el VII Congreso, tuvo como objeto rebajar la hiperburocratización y establecer un esquema de trabajo fundamentado en el objetivo de que los partidos nacionales ganasen autonomía –«concentrar la dirección operativa de nuestro movimiento en las propias secciones», según Dimitrov–. Pero, al tiempo, se reforzó el crucial Departamento de Cuadros como nodo recolector de informaciones personales y mecanismo central en la promoción o fiscalización internas, y se impulsaron secciones homónimas en los partidos nacionales (cf. epígrafe 3.5).²³

    Los delegados de la IC, así como otros integrantes en el personal soviético enviado a España, generaron un importante corpus de informaciones que circularon entre España y la URSS. Combinaron diagnósticos, opiniones y orientaciones políticas con visiones sobre asuntos que afectaban a la vida republicana, las coyunturas militares o la organización del PCE. Este material permite una aproximación a las mecánicas de interacción entre el partido y la IC o sobre cómo se resolvieron ciertas demandas y expectativas desde uno y otro lado.²⁴ Tales prácticas se encuadrarían en el culto al informe como hábito administrativo, pero también como flujo de información. De hecho, existían notables antecedentes en esta cultura obsesiva por el registro informativo. Como señaló Sheila Fitzpatrick, durante el primer Plan Quinquenal dirigentes como Mólotov, Kaganóvich o Mikoyán se movieron infatigables de una esquina a otra del país, redactando diariamente numerosos informes.²⁵

    Algunos documentos dan cumplida cuenta de las prácticas de trabajo en el seno de las instancias orgánicas de la IC. Un extenso memorándum de inicios de 1931, probablemente obra de Stepan Mínev, detalló las funciones, actividades y ritmos del Secretariado Romano en un tono de exaltada hiperactividad. Este organismo se definía por oposición. «No es una sociedad de estudios históricos, arqueológicos, sociológicos, filosóficos ni un círculo de auto-educación», sino el centro de actividad política encargado de asegurar un flujo de información y orientaciones entre la IC y varios partidos europeos, entre ellos el PCE. Asimismo, debía realizar labores de control garantizando el cumplimiento de las directivas cominternianas. Y, llegado el caso, «revelar a tiempo los errores, las faltas, desviaciones», planteando encuentros para tratar «cuestiones delicadas, litigios y su discusión». Su lógica era la del trabajo funcionarial con horarios muy marcados, reuniones regulares entre los miembros estables –un staff transnacional donde se situaban el propio Stepanov, Dmitri Manuilsky, André Ferrat o Kurt Müller– y otros colaboradores ocasionales. Además, desarrollaba actividades coyunturales con múltiples comisiones de trabajo. El secretariado también fijó las tareas de los representantes de los partidos nacionales. El delegado español León Gabriel Trilla, por ejemplo, estaba obligado a resolver en pocas jornadas la redacción de varias directivas para el PCE y participar en diversos grupos de trabajo.²⁶

    Pero una mirada que hable solo de comunicación unidireccional resulta, en este sentido, tan engañosa como otra que minusvalore o desprecie el decisivo contagio de los intereses soviéticos en las políticas comunistas españolas. En ocasiones, alguna decisión coyuntural fue fruto directo de la iniciativa española. El 22 de mayo de 1936 Jesús Hernández defendió ante la Presidencia del Comité Ejecutivo de la IC la necesidad de una «intervención económica del Estado» y alguna nacionalización estratégica. Era una propuesta en estricta clave proteccionista.²⁷ Fue recogida una semana después entre las decisiones aprobadas por el Secretariado, donde se abogó por que el PCE se esforzará para que el Frente popular hiciese suya esa propuesta, contemplando incluso la «participación sindical en dicho control».²⁸

    En otras ocasiones la mecánica de las consultas conllevó al contacto directo entre Stalin y algún dirigente español. Eso ocurrió, por ejemplo, a inicios de septiembre de 1937, cuando Dimitrov envió por escrito a Stalin una solicitud de Codovilla y del secretario de organización del PCE Pedro Checa –a quien algunos autores han atribuido el rol de agente del NKVD–²⁹ para clarificar «varias preguntas que nos piden que discutamos y para las que se solicitan adecuados consejos e instrucciones apropiadas».³⁰ Aunque la emanación de criterios se insertó en un modelo de comunicación mucho más complejo y sofisticado que la pura unidireccionalidad del mandato de órdenes jerárquicas. Dicho modelo debería definirse, más bien, como diálogo asimétrico que requería de esa eficaz transmisión de información, pero donde intervinieron las decisiones colegiadas e, incluso, la discusión de directrices en una lógica no siempre de rapidez o eficacia respecto a la toma y resolución de decisiones (cf. epígrafes 4.5 o 5.6).

    Tampoco debe obviarse el esquema de actuación condicionado por las necesidades estratégicas de la política exterior y de seguridad soviética. El vector soviético, en expresión de Ángel Viñas, conformó un aspecto clave, aunque sus perfiles concretos estuvieron condicionados por diversos factores.³¹ En lugar destacado, por la limitada capacidad de maniobra diplomática a que se vio sometida la política exterior republicana. Y, en paralelo, por las inestables tensiones europeas, sus derivas a lo largo del tiempo y por lo que Marcelino Pascua definió como la «alerta tensísima [soviética] a los peligros del exterior», en particular ante la posibilidad de un entendimiento entre Alemania, Francia y Gran Bretaña.³² La aventura española de Stalin ha sido valorada como ambiciosa operación sobre el papel, pero también como fracaso relativo en la práctica, plagado de notables claroscuros en lo relativo a la eficacia del personal militar y los asesores, un contingente que pudo sumar algo más de dos millares de integrantes.³³ Sin embargo, junto a esta presencia se entretejieron otros elementos de conexión cultural en la apreciación española sobre la URSS, unas coordenadas donde debe situarse la eficaz socialización de un antifascismo de masas o la carga simbólica adquirida por la Unión Soviética –y no solo entre los comunistas españoles– como nación amiga y privilegiada vanguardia del socialismo (cf. epígrafes 5.3 y 5.4).

    3. T

    EORÍA Y PRÁCTICA DE LA TUTELA

    Una muestra de disparidad relativa de pareceres entre los consejos emanados de Moscú y la lectura in situ de la situación en España se manifestó en la primavera de 1937 ante el escenario de la crisis del gobierno Largo Caballero. Las indicaciones enviadas desde Moscú a inicios de marzo de 1937, tras un informe de situación presentado por André Marty, insistió en que sería «un error dirigir nuestras críticas particularmente contra Largo Caballero» y acentuó la necesidad de influir, evitando levantar suspicacias, en el dirigente socialista.³⁴

    En la tarde del 14 de marzo tuvo lugar una reunión en el Kremlin con presencia de Stalin, Voroshílov, Mólotov, Kaganóvich, Dimitrov, Marty y Togliatti. El encuentro se producía semanas después de la caída de Málaga y en coincidencia con el inicio de la ofensiva franquista en el Norte. Allí se discutió sobre la continuidad de Largo Caballero, planteándose su renuncia como ministro de la Guerra y la designación de «otra persona como comandante en jefe». Además, si se producía una reorganización del gobierno, se contempló que los comunistas reclamasen mayor presencia. Pero también pareció claro que no era necesario «derribar a [Largo] Caballero», ya que «no existe nadie más adecuado para servir como jefe de Gobierno».³⁵ Seis días después Stalin recibió a Rafael Alberti y María Teresa León e insistió en los mismos argumentos. Largo Caballero había demostrado un carácter firme y voluntad de lucha contra el fascismo. Por tanto debía ser «preservado» como jefe de Gobierno, si bien debería quedar excluido de las responsabilidades militares.³⁶

    La respuesta desde Madrid llegó unos días después en forma de rechazo a las directrices de la IC. En un informe de finales de marzo de Stepanov, que afirmaba reflejar el estado de ánimo y la opinión del BP, apuntaba que

    Todos están de acuerdo aquí en que las directrices y consejos [de la IC] son absolutamente correctos en todas las cuestiones; solo hay una que ha sido superada por los acontecimientos y es la que atañe a la posibilidad de encontrar un acuerdo con Caballero. Aquí todos piensan que es imposible un acuerdo, que se han agotado todas las posibilidades, que hay que adoptar una posición dirigente y obligar[le] a abandonar el puesto de ministro de la Guerra, y si se hace necesario, también el puesto de presidente del Consejo de Ministros.³⁷

    El 14 de abril de 1937 la IC respondía a estas objeciones aconsejando de nuevo que Largo Caballero quedase como presidente.³⁸ Finalmente, como es sabido, en el Consejo de Ministros celebrado el 13 de mayo los dos ministros comunistas, Vicente Uribe y Jesús Hernández, reclamaron exactamente eso: la salida de Largo Caballero del Ministerio de Guerra. En las jornadas inmediatamente posteriores se certificó el fracaso del proyecto caballerista en el contexto más general de la pugna por la hegemonía en la izquierda frente al PCE.³⁹ El jefe de Gobierno se orientó, en última instancia, a lograr un fortalecimiento socialista mediante el control de las carteras clave. Ni la CNT, ni una parte notable de su partido ni, por supuesto, el PCE apoyaron esa opción, que tan solo contó con el respaldo de la UGT y las fuerzas republicanas.

    La crisis del Gobierno cerró una experiencia política indeseada en sus orígenes. El 8 de septiembre de 1936 Dimitrov había expresado en una nota al comisario de Defensa Kliment Voroshílov que, «pese a nuestros esfuerzos, hemos sido incapaces de evitar un gobierno de [Largo] Caballero» y que no pudo evitarse la participación comunista en el gabinete.⁴⁰ Esta constatación evidenciaba los notables reparos a desembocar en un gobierno excesivamente radicalizado u obrerista que fuese más allá de una estricta política de defensa de la República. Esa situación podía perjudicar tanto a los intereses diplomáticos españoles como a las expectativas soviéticas ante las potencias occidentales. De hecho, entre las recomendaciones de Dimitrov al PCE en aquellos días figuró la preferencia por un gabinete Giral como gobierno de defensa nacional, quizá ampliado con la presencia de Prieto y Largo Caballero y de dos comunistas. En todo caso, debía «ser un gobierno comprometido con la defensa de la República democrática que lo subordinará todo a la misión básica de sofocar la revuelta».⁴¹

    Otro tema donde se suscitaron divergencias fue el relativo a la fusión del PCE y el PSOE en el llamado partido único del proletariado. Dicho objetivo había quedado definido desde la perspectiva comunista a mediados de 1935. En su intervención ante el Pleno del VII Congreso de la IC Jesús Hernández defendió la tesis del partido único como resultante de un entendimiento en pos de «derrocar la dominación burguesa e instaurar el Poder de los obreros y los campesinos en España».⁴² No obstante, como ha resaltado Josep Puigsech, el interés del PCE por la fusión prácticamente desapareció tras el 18 de julio. Esa actitud chocaba con la aparente idoneidad del momento –coronar la lógica de la confluencia antifascista con la confluencia orgánica–, evidenciando los reparos comunistas a que reprodujesen a escala nacional los problemas suscitados en Cataluña a raíz de la unificación en torno al PSUC a causa de la relativa dispersión ideológica existente en la nueva organización.⁴³ En todo caso, el tema siguió abierto. Incluso el POUM intentó aproximarse a la Comisión Ejecutiva del PSOE en enero de 1937 con vistas a participar en el proceso, manifestando su extrañeza porque los contactos se limitasen solo a los socialistas y al PCE.⁴⁴

    En la reunión, antes mencionada, del 14 de marzo en el Kremlin volvió a impulsarse la cuestión de la unidad orgánica, pero desde un punto de vista flexible alejado del maximalismo expuesto por Hernández dos años antes. Esta vez se estimó que «si los socialistas insisten, el nuevo partido no se adherirá a la IC», pero añadiéndose a continuación que «tampoco lo hará a la Segunda Internacional». Poco después, ante Alberti y León, Stalin ratificó la idea de la fusión apelando a la idea de que «el partido comunista y el partido socialista deben unirse porque comparten los mismos objetivos básicos: la república democrática».⁴⁵

    En cambio, en junio, Pasionaria defendió con rigidez las condiciones de la fusión en relación con una lectura basada en el principio de preeminencia comunista. La unión era necesaria, afirmó Ibárruri, a pesar de que «nuestro Partido es fuerte» y juega un «papel decisivo para asegurar un triunfo rápido de la guerra y la revolución». Las bases para tal acuerdo no podían ser otras que las de un marxismo «enriquecido con la aportación doctrinaria de Lenin y Stalin», la aplicación del centralismo democrático y del «método leninista-estalinista de la autocrítica», la disciplina férrea, la unidad ideológica y la defensa de la Unión Soviética como «cuestión de honor proletario».⁴⁶ En cambio, durante su estancia en Moscú en septiembre de 1937 Codovilla y Checa recibieron de nuevo indicaciones contemporizadoras que parecían matizar la visión de Pasionaria. Ante la cuestión de la integración en la Segunda o la Tercera Internacional se afirmó que la mejor opción era que el nuevo partido mantuviese relaciones con ambas.⁴⁷

    Cómo gestionar el creciente protagonismo adquirido por el PCE en el campo republicano fue otro elemento que suscitó posiciones encontradas, en este caso entre los delegados de la IC y la dirigencia española. «La autoridad y el crecimiento de la influencia del partido son enormes», se afirmó en el informe de Stepanov a Dimitrov y Voroshílov remitido desde Valencia el 30 de julio de 1937, considerándose que aumentaba «la convicción de que la guerra y la revolución popular no pueden concluir con éxito si el PCE no toma en sus manos el poder. Quién sabe, tal vez esa idea sea efectivamente correcta».⁴⁸ Al hilo de la crisis del gobierno de Largo Caballero, Stepanov calculó a finales del mes de marzo que una hipotética victoria militar conllevaría al dominio definitivo del PCE en la zona leal. Ese horizonte concitaba una suma de temores y permitía aproximaciones de tinte anticomunista entre caballeristas, anarcosindicalistas, la «burguesía reaccionaria francesa» y Gran Bretaña, apuntando así una tesis sin consecuencias en el corto plazo, pero que fue recuperada y oficializada circunstancialmente en el otoño de 1939, en el contexto de las lecturas sobre el final de la Guerra Civil y el inicio de la guerra en Europa (cf. epígrafe 6.1)

    Una España republicana, alzada sobre las ruinas del fascismo y dirigida por comunistas, una España libre, de un nuevo tipo republicano, organizada y con la ayuda de gente competente, sería una gran potencia económica y militar, que desarrollaría una política de solidaridad y estrechas conexiones con la Unión Soviética. Eso es lo que Inglaterra no quiere.⁴⁹

    Togliatti justificó las variables que explicaban el crecimiento vivido en el PCE entre el otoño de 1936 y la primavera de 1937. Subrayó la eficacia propagandística y el eco logrado entre la pequeña burguesía urbana, el campesinado o en las unidades militares. Defendió la necesidad de ganar posiciones en el ejército, la administración y el entramado burocrático y de seguridad. Sin embargo, ante la posibilidad de que la hegemonía comunista se tradujese en una toma del poder o en el monopolio del control político, fue extraordinariamente crítico. Llegar a ese punto constituía un soberano error de cálculo basado en una falaz sobrevaloración de las propias fuerzas que conllevaría dinamitar el Frente Popular. La caída de Largo Caballero había provocado en «algunos camaradas» un erróneo espejismo, con apreciaciones equivocadas acerca de «que el partido puede ya plantear la cuestión de su hegemonía en el Gobierno y en el país». En ese sentido, apostillaba en su informe del 30 de agosto de 1937 que

    Cuando ha empezado a formarse el bloque anticomunista, aun partiendo de la acertada observación de que la lucha contra los comunistas es consecuencia de su crecimiento, [algunos] se han deslizado hacía la teoría que considera inevitable y fatal que todos los partidos no comunistas tengan que alinearse, uno tras otro, en contra nuestra. Basta hablar con nuestros camaradas y escuchar sus discusiones para darse cuenta de que aún hoy les falta suficiente claridad sobre la cuestión.⁵⁰

    En abril de 1938, Togliatti retomó el asunto incluyendo en sus críticas al grueso del partido y a los principales dirigentes españoles. El italiano apreciaba mucho sectarismo en las organizaciones locales, particularmente en Madrid. También fiscalizó la posición de Dolores Ibárruri en contradicción con la apreciación vertida por Pasionaria en La vieja memoria. Según Togliatti uno de los discursos pronunciados por Ibárruri en Barcelona «tuvo que ser corregido profundamente porque, en el fondo, estaba dirigido contra el Frente Popular (consideración de la pequeña burguesía en bloque como una masa de cobardes, desprecio de la Constitución)».

    En este mismo informe apuntó incluso «alguna vacilación, rápidamente superada, […] en Pepe [Díaz], en forma de orientación hacia un gobierno obrero». En suma, «la tendencia contra la que en diversas ocasiones he tenido que tomar posición ha sido la de creer que la solución de todos los problemas será posible si el partido toma en sus manos todos los resortes del poder, y en cuanto lo haga».⁵¹ La tensión entre las posiciones maximalistas que superaban el marco frentepopulista y las actitudes pragmáticas volvieron a evidenciarse en febrero de 1939, en vísperas de la sublevación de Casado, cuando se opuso la posición de Stepanov, partidaria de una «dictadura revolucionaria-democrática» y la defendida por Togliatti.⁵²

    Finalmente, no debe olvidarse que los contenidos presentes en la información remitida a Moscú estuvieron sometidos a las particularidades, la calidad de los contactos y la capacidad analítica de cada delegado o asesor. Hubo visibles diferencias entre la visión más radical de Stepanov y la mayor flexibilidad y prudencia que demostró Togliatti. En los informes elaborados por los delegados de la IC o por el personal soviético los diagnósticos tampoco expresaron siempre una cerrada unanimidad de pareceres. Así, el secretario general José Díaz podía ser presentado a inicios de marzo de 1937 como capaz para elaborar informes con «revisiones serias, detalladas y con una visión sólida de la situación».⁵³ En otro informe de André Marty ante el Secretariado del CEIC del 10 de octubre de 1936, fue dibujado como un «camarada absolutamente magnífico», bolchevique y trabajador pragmático.⁵⁴

    En cambio, en un documento fechado el 30 de septiembre del periodista y escritor Ilya Ehrenburg para el embajador soviético en España Marcel I. Rosenberg, se subrayó que, salvo Pasionaria, «la dirección del partido comunista consiste en gente que todavía no tiene autoridad a escala nacional». Aludiendo a Codovilla, Ehrenburg afirmó que era el auténtico secretario general y que manchaba la reputación del partido «ante toda la gente del Frente Popular», obstaculizando «la formación de cuadros dirigentes, de dirigentes políticos independientes».⁵⁵ El 11 de octubre de 1936 Marty había denunciado la misma situación. Criticó que «la vida interior del partido» evitaba abordar las «cuestiones importantes» y se perdía en las puramente «prácticas, pero secundarias». «El camarada Codo declaraba: dado que no soy militar, no puedo darle una opinión», tildándole Marty de «cacique».⁵⁶

    Esa visión fue amplificada en los informes redactados por Togliatti entre el verano de 1937 e inicios de 1938. No faltaron reparos al autoritario papel ejercido por Codovilla o frente a otros delegados como el alemán Franz Dahlem, con un importante peso en las Brigadas Internacionales. Ambos desorientaban «a los camaradas [españoles], impulsándoles por un camino equivocado», considerándose «amos del partido, partiendo de la base de que los camaradas españoles no valen nada». Respecto a Codovilla, Togliatti insistió en que impedía a la dirección española «trabajar bien, destruyendo en los camaradas el sentido de la responsabilidad, el espíritu crítico».⁵⁷ Sobre Stepanov, la crítica fue más moderada, aunque resaltó las limitaciones de sus métodos de trabajo y su incapacidad «para dirigir a los camaradas [españoles] hacia una autocrítica acertada».⁵⁸

    Togliatti concebía su labor de tutela sobre el PCE en términos próximos a lo evocado por Pasionaria en La vieja memoria. «Los camaradas españoles han crecido, es necesario entenderlo y dejar que anden por su propio pie, limitándonos nosotros realmente al papel de consejeros».⁵⁹ Con esa afirmación seguía un dictamen del VII Congreso de la IC que abogaba por impulsar el trabajo autónomo de las secciones nacionales para profesionalizar y especializar tareas. Los balances de Togliatti combinaron observaciones sobre la capacidad de socialización y alusiones a fallas organizativas, de formación y estrategia desde un tono tutorial. «El partido ha cambiado profundamente. Se ha convertido en un gran partido. […] Su autoridad ha aumentado de modo extraordinario», escribió el 30 de agosto de 1937. Aunque después evaluaba de modo más desalentador algunos métodos de la dirección local: «hay mucho desorden e improvisación. […] Todos los camaradas dirigentes están cansados, abatidos por el exceso de trabajo, enfermos».⁶⁰

    A inicios de 1938 Togliatti se vanaglorió de haber logrado éxitos importantes. «El centro de la dirección operativa no está en manos de un consejero, sino en manos de camaradas españoles». Tales mejoras se reflejaban en el reparto de tareas o la eficacia propagandística. Se había logrado implementar un ritmo de encuentros y reuniones y los «españoles permitían ser aconsejados por cuadros cualificados».⁶¹ Stepanov también hizo un balance similar justificando su actuación como asesoría y no como labor orientada a suplir a la dirección española.⁶² En estas coordenadas se situó la importancia dada al trabajo en equipo. Togliatti valoró los avances en el Pleno de noviembre de 1937. El informe presentado por Díaz fue redactado por una comisión compuesta por el secretario general, Manuel Delicado y por el propio italiano. Después pasó a discusión en el BP teniéndose en cuenta «un amplio plan escrito preparado por esa comisión», posiblemente a partir de puntos consignados por Togliatti. La redacción definitiva del informe fue «igualmente colectiva» y contó «con la participación decisiva de camaradas españoles». En cambio, en el que debía pronunciar Pasionaria tuvo problemas. «No fue ayudada lo suficiente y la composición del informe le costó mucho esfuerzo».⁶³

    4. H

    ISTORIA Y MEMORIA

    Las páginas precedentes han pretendido poner de relieve varios aspectos esenciales cara al contenido de este libro. En primer término, la subsistencia del recuerdo de la Guerra Civil española durante los meses que conformaron la realización de La vieja memoria. Las manifestaciones de dicho recuerdo deben advertirse como muestras de una modulación selectiva. Fueron fruto de formulaciones y (re)construcciones previas que enraizaban con reflexiones y polémicas sobre la memoria de la guerra, pero se ajustaron también a las lecturas de situación efectuadas en la coyuntura abierta tras la muerte de Franco. Sus expresiones han de ser abordadas y analizadas, pues, como construcciones discursivas susceptibles de adecuarse a condicionantes plurales donde cupieron las afirmaciones, pero también las elusiones como formas indirectas de presencia.⁶⁴

    Los informes redactados durante la guerra remitidos a la dirección ejecutiva de la IC o a otros organismos soviéticos se definieron por su carácter informativo y descriptivo. Respondían a un formulismo basado en transmitir una cierta noción de verdad o en reflejar la aparente objetividad de los hechos. Representan ejemplos emblemáticos de fuentes históricas. Desde inicios de los años noventa, cuando pudo accederse a la documentación de la IC, se estimó que esta protagonizaría una revolución historiográfica. Ese aparente fetichismo archivístico se fundamentó en la idea de que se estaba en puertas de un definitivo esclarecimiento de las grandes cuestiones que dominaron las polémicas historiográficas (mecánicas de sujeción a Moscú, estrategias privadas o reservadas o actividades de violencia política). Sin embargo, como apuntó Tony Judt en una crítica bibliográfica sobre materiales procedentes del Kominform, el trabajo de archivo también permitió «comprobar lo mucho que ya sabíamos», evidenciando así que el asunto clave es «el uso que puede hacerse de los nuevos materiales para nuestra mejor comprensión».⁶⁵

    En la actualidad las categorías de historia y memoria han sido empleadas, con frecuencia, como si se tratasen de perfectos sinónimos. Es más, el lenguaje usual tiende con frecuencia a intercambiarlas y confundirlas, llegando al extremo de su conversión en oxímoron a través del popularizado concepto de memoria histórica.⁶⁶ En paralelo, desde los últimos años se ha ido solidificando un ámbito de reflexión internacional agrupado bajo el epígrafe de estudios de memoria. Se ha caracterizado por un sesgo interdisciplinar donde han confluido perspectivas que abarcan desde la sociología –el eje matriz para muchos enfoques–, a la psicología, la antropología, los estudios culturales, los análisis sobre medios de comunicación o la historiografía. En tal escenario se han inscrito las reflexiones sobre las especificidades y deslindes entre historia y memoria. Con ese fin se situó la advertencia de Juan José Carreras sobre el riesgo que presentaba la reflexión historiográfica de sufrir una «hipóstasis de la memoria», una inflación y saturación hasta el punto de que las alusiones a la memoria se terminasen pareciendo a «la Virgen Santísima [que multiplica] su presencia en los más diversos lugares merced a sus diversas advocaciones».⁶⁷ Con ello aludía a la canibalización de asuntos clásicos de la reflexión histórica al transferirse a la agenda de los estudios de memoria, incluso en «actividades tan usuales como la enseñanza de la historia, bautizada ahora como gestión de la memoria».⁶⁸

    Tal y como se ha señalado en la introducción, este libro desea enfocarse desde un prisma eminentemente aplicado. Pero es esencial subrayar criterios de delimitación e indicar algunas dificultades que comportan. Otro historiador español, Eduardo Manzano, ha demarcado los terrenos de la historia y la memoria a través de una consideración especialmente clarificadora: la historia (o si se quiere, el ideal de historia) puede ser definida como aquel pasado que no necesita del presente («todo aquel pasado que no tiene actualidad» afirmó literalmente Manzano), que se expresaría en forma de conocimiento explicativo con aspiraciones de objetividad y totalidad. En cambio, la noción de memoria evocaría no solo la dimensión del recuerdo personal. Implicaría también la remembranza compartida, los grandes imaginarios sobre lo pretérito o el relato sobre las raíces colectivas vinculadas al presente, sus necesidades y condicionantes.⁶⁹ Desde esta perspectiva, cabría entender la memoria como la resultante de múltiples prácticas discursivas de actualización del pasado. Tal consideración permitiría contraponer la apreciación de una «Memoria [que] perpetúa el pasado en el presente, [mientras que] la Historia fijaría el pasado en un orden temporal cerrado, cumplido, organizado según criterios racionales, en las antípodas de la experiencia subjetiva de lo vivido».⁷⁰

    Dichos puntos de vista conllevan problemas. Tanto la entendida como crisis de la historia –la discusión del estatus de autoridad de la explicación historiográfica desde la consideración de quiebra de los metarrelatos omnicomprensivos– como el peso alcanzado por las narraciones históricas en el contexto de la cultura popular parecen rebatir la imagen de una historia objetiva, capaz de escapar del presentismo y carente de intencionalidades de legitimación o denigración.⁷¹ Por otro lado, el término memoria se presenta como un vocablo ambiguo por su ambivalencia, inconcreción semántica y aparente autoridad, en ocasiones basada en una sobrevaloración de la voz del testigo directo. Como mencionó con ironía el escritor Javier Cercas «no falla. Cada vez que, en una discusión sobre la historia reciente, se produce una discrepancia entre la versión del historiador y la versión del testigo, algún testigo esgrime el argumento imbatible: ¿Y usted qué sabe de aquello, si no estaba allí?».⁷²

    A pesar de estas dificultades, evidentemente es posible historiar la memoria, igual que se producen constantes procesos de memorialización de la historia. Contamos con abundantes estudios centrados en el análisis histórico sobre las modalidades de pervivencia de la memoria. Un trabajo esencial desde este enfoque fue el dedicado por Henri Rousso a lo que llamó el síndrome de Vichy: la presencia y, sobre todo, la ausencia intencional del recuerdo sobre la colaboración voluntaria francesa durante la Ocupación, así como respecto al carácter nacional francés del proyecto del Estado de Vichy.⁷³ Este estudio se interesaba, además, por otra cuestión crucial al abordar cómo esa asimilación y discusión social sobre el periodo 1940-44 sirvió de elemento de solidificación para la identidad nacional francesa tras la Segunda Guerra Mundial. Para cualificarlo Rousso estableció una periodización de largo recorrido pautada por varias fases: la «liberación, depuración y reconstrucción» propias de la inmediata posguerra, la cristalización del mito aglutinante de la Resistencia gracias a la solidificación de la memoria gaullista, su fractura coincidiendo con la eclosión de la cuestión de Vichy en el espacio público desde los primeros años setenta, y, por fin, un momento dominado por la obsesión acerca de la memoria vivida en la década de los ochenta.

    Tampoco ha existido un consenso unívoco en la historiografía o la sociología sobre el uso de otras categorizaciones que, con frecuencia, han resultado intercambiables.⁷⁴ Así ha ocurrido con las expresiones memoria social, memoria cultural o memoria colectiva, si bien esta última suele explicarse de acuerdo con los parámetros seminales formulados por su principal inspirador, el sociólogo francés Maurice Halbwachs desde los años veinte.⁷⁵ Halbawchs consideraba que ciertos condicionantes –la adscripción a un grupo, estamento profesional o clase social– permitían establecer unos encuadres para que se fijasen ciertas modalidades de recuerdo compartido entre los individuos integrados en tales agregados. Consideró, además, que la memoria colectiva actuaba no solo como opinión sobre determinados elementos de pasado, sino que se construía hasta devenir en factor capaz de incidir en la percepción sobre lo social o la articulación de la identidad.

    Algunos análisis dedicados al estudio de la memoria comunista son directos deudores del influjo de las reflexiones de Maurice Halbwachs. Es el caso del dedicado por Marie-Claire Lavabre a la memoria comunista francesa.⁷⁶ La categoría de memoria colectiva es entendida por Lavabre como sinónimo de memoria de grupo, o como conciencia colectiva, si bien contendría percepciones diferenciadas, sintetizando diversos aspectos: las experiencias individuales, entre las que figurarían los procesos de aprendizaje o los grados y formas de politización personal; las prácticas militantes de bases, cuadros y dirigentes, o la presencia e interacción de otros planos como la memoria nacional.

    El eje mnemónico comunista estaría definido, en todo caso, por la centralidad de lo que Lavabre denominó como la memoria de partido. Con el concurso de estos mimbres se habrían entrelazado los marcos privativos que impulsaron y gestionaron la memoria comunista francesa. Dichos enmarques se caracterizarían por la presencia de determinados criterios culturales. En particular por la asimilación –muchas veces de forma vulgarizada– del marxismo-leninismo como ciencia y filosofía de la historia y, de ahí, por la interiorización de un determinado sentido de la historia en los discursos o las representaciones comunistas. Pero también por la presencia de condicionantes derivados del modelo orgánico. El cariz revolucionario otorgado al partido, su objetivo de erigirse en contrapoder político-cultural, la extensión de hábitos y comportamientos (como el secretismo o la autocrítica), o la persistencia de unas lógicas de vertebración fundadas en el principio del centralismo democrático, articularían las notas dominantes de tales componentes organizativos.

    Un último espacio, o marco, para la memoria habría derivado según Lavabre de los marcos de la socialización. En ese epígrafe se incluirían aspectos como las estrategias pedagógicas, las fórmulas y mecánicas de adhesión, las actividades de proselitismo o los procesos de identificación y apropiación de valores del partido, en particular de carácter moral y actitudinal.⁷⁷ Complementariamente, la memoria colectiva comunista debería percibirse como una sustancia potencialmente estratificada. En el ejemplo histórico del PCF existió una visible jerarquización vertical coincidente con una tendencia a la homogeneidad horizontal y sincrónica de visiones o representaciones, muchas de ellas emanadas de arriba, desde el relato oficial sancionado (o directamente generado) por la instancia dirigente. Tal modalidad discursiva constituiría un fenómeno no exclusivamente francés, sino extensible e intercambiable ante otras organizaciones comunistas. Su preeminencia estribaría en su capacidad de presencia e influencia en el marco orgánico dado su rango de explicación discursiva institucional. También por su frecuente traducción en forma de definiciones estereotipadas, o bien por su naturaleza como retóricas basadas en apelar a lugares comunes de evocación desde clichés reiterativos.

    5. MEMORIA COMUNISTA

    Las expresiones «uso público de la historia» y «políticas de memoria» constituyen otras categorías de empleo corriente que a veces han funcionado como sinónimos intercambiables. No obstante, es posible considerar algunas especificidades. Ambas expresiones subsumen aspectos comunes, al aludir a cómo enmarcar y tematizar el pasado con la intención de su difusión generalista incorporando claves de legitimación, pedagogía social o justificación moral. Pero también pueden ser observadas como dimensiones diferenciables.

    La noción de uso público de la historia fue suscitada en 1986 en una reflexión de Jürgen Habermas al hilo de la llamada querella de los historiadores (Historikerstreit), un intenso debate vivido en la RFA a raíz de un artículo conmemorativo sobre el Día D, obra del historiador conservador Ernst Nolte.⁷⁸ En él exponía una revisión del régimen nazi a partir de su hipotética relación vicaria con el bolchevismo.⁷⁹ Esa posición suscitó una ácida discusión acerca de la naturaleza del III Reich y sus crímenes, cuestionándose si estos eran únicos y originales o bien una readaptación de la violencia soviética. La polémica transitaba, por tanto, por los márgenes trazados por la actualidad del Holocausto, la cuestión de la culpa alemana y la categorización del totalitarismo.

    La participación de Habermas en la Historikerstreit resultó destacable porque llamó la atención acerca de la importancia de las operaciones de tránsito de lo historiográfico a lo político en virtud de su emplazamiento en el espacio público, cuestionándose sus implicaciones identitarias y generacionales. Su tesis era que la Historikerstreit no constituía una polémica restringida a la academia. Habermas reconocía que las ideas de Nolte podían resultar provocativas y eran discutibles, pero que «no eran un pecado» si se hubiesen quedado en el nivel de lo que denominó como la tercera persona, la objetivización propia del análisis historiográfico. Pero tales argumentos habían aparecido en un medio generalista, con lo cual trascendieron desde esa tercera a la primera persona, es decir al Nosotros colectivo, al plano del debate sobre las raíces identitarias nacionales y al campo del imperativo moral público.

    La expresión política de memoria puede asimilarse a gestión pública del recuerdo derivada de acciones institucionales dotadas, habitualmente, con un tinte oficial (estatal o gubernamental), pero donde cabría situar otras prácticas como los relatos históricos manejados por partidos o formaciones políticas. Resulta evidente que tales relatos pueden incorporar ejercicios de uso público de la historia, si bien su cualidad esencial residiría en ese cariz de iniciativas políticas de rango más o menos coyuntural. Desde ahí cabría tipificar las políticas de memoria como aquellas estrategias que pretenden otorgar y fijar significación pública a determinadas tesis con un sentido explicativo explícitamente legitimador. En ellas la invocación al pasado se establecería en consonancia con ciertos diagnósticos sobre el presente y con intencionalidades de futuro a través de ese uso selectivo de aspectos rememorativos, mediante el juego de presencias y ausencias o gracias al empleo de criterios de evaluación moral.⁸⁰

    La diversidad de políticas de memoria puede derivar, en términos macro, en relaciones asimétricas entre visiones hegemónicas y subordinadas, y estas pueden interaccionar en el espacio público con diferentes capacidades de presencia efectiva. Por ello pueden ser advertidas desde la óptica del conflicto y la lucha de poder simbólico y, por tanto, como formas de capital cultural.⁸¹ O en lógica de una tensión donde intervendrían políticas de memoria contrapuestas. La dialéctica entre memoria y contra-memoria sería una expresión típica de dicho escenario, lo cual se traduciría en fenómenos de enfrentamiento, negociación o asimilación entre una diversidad de significaciones históricas.

    La noción de contra-memoria presenta una clara inspiración foucaultiana. Ha de relacionarse con su discusión a las versiones normalizadoras y a las reglas normativas o epistemológicas que proveen de un orden regulador y sancionador al discurso como práctica de poder, le dotan de sentido y sensación de veracidad, y le capacitan para legitimar un sistema de dominación o una voluntad de exclusión. Frente a la potencialidad de la aparente objetividad del discurso dominante, Foucault esgrimió la necesidad de construir una contra-narrativa desde abajo que aboliese sus jerarquías de sentido y discutiese su ilusión teleológica.⁸² Desde este enfoque, las prácticas de contra-memoria pueden concebirse en lógica de conflicto entre recuerdo presente (es decir, el expresado desde una memoria institucional con capacidad hegemónica) y otro ausente (la memoria marginada o derivada de culturas de resistencia y desafío).

    La contra-memoria se caracterizaría entonces por erigirse en espacio de afirmación y desestabilización capaz de reunir voces silenciadas y derivarlas en discusión política, actuando así como memoria de contestación con capacidad de lograr visibilidad pública y disputar la hegemonía.⁸³ En todo caso, no debe obviarse el principal reparo efectuado a la perspectiva que acabamos de enunciar: el de la complejidad histórica de la dialéctica memoria y contra-memoria, así como por la pluralidad de las posibles interconexiones, no necesariamente conflictivas, en el seno de los relatos dominantes o en los producidos y/o asumidos por los sujetos subalternos.⁸⁴

    En tales coordenadas cabría situar la idea de la memoria comunista entendida como contra-memoria de clase (del proletariado, del pueblo) y reivindicación de un proyecto sistémico (el socialismo) frente a las expresiones de memoria hegemónica encarnada en la cultura sociopolítica dominante (la memoria burguesa). Esta percepción dual, por muy simplificada y esquemática que fuese, pobló durante décadas el imaginario de la autopercepción y la identidad orgánica comunista. Pero, simultáneamente, en el seno de la memoria institucionalizada de partido germinaron fracturas de todo tipo que pudieron ser producto –o bien que acabaron generando– diferentes modalidades contra-memorísticas que discutieron aspectos del relato matriz de donde procedían. Las inflexiones del discurso político orgánico, los intereses tácticos o de fondo por atraerse a otros colectivos, o la inserción de las organizaciones comunistas en esquemas de colaboración con otras fuerzas que encarnaban patrimonios mnemónicos propios fueron vectores que permiten matizar la visión dicotómica antes enunciada. Las mutaciones en las líneas oficiales y sus argumentarios, los efectos procedentes de las culturas nacionales y locales, la amplia casuística presente en la hibridación en las culturas políticas, o las fórmulas de actualización de visiones sobre el pasado, constituirían otros

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