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Historia de las derechas en España
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Historia de las derechas en España

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La dictadura de Franco, aunque trágica y excepcional, de ningún modo expresó o resumió todos los contenidos de la cultura política de las derechas españolas. Este libro confirma la necesidad de conocer con exactitud y precisión las ideologías y las organizaciones políticas que han gobernado este país prácticamente durante dos siglos, en confrontación permanente con las que son clasificadas como de izquierdas. Se explica, por tanto, con rigor y ecuanimidad, el pluralismo de unas derechas con actores sociales de todo signo, cambiantes según el momento y las expectativas. Porque nada hay estático y eterno en doctrinas, aspiraciones e intereses humanos. El pensamiento conservador expresa una manera de contemplar la realidad, la organización social, la distribución de la riqueza y una noción específica de la mejor vida posible para todos, así como de la patria o de la organización territorial de España. Una ideología tan respetable como la del progresista o el revolucionario, y, si acaso, de semejante altura moral. Alberga inevitablemente elementos reaccionarios en esa dinámica de enfrentamiento a las izquierdas que enarbolan el cambio social como consigna. También se caracteriza por considerables diferencias y evoluciones en su seno. No cabe reducirlas de modo maniqueo a un comportamiento egoísta, centrado en el poder para defender unas determinadas fortunas. Este libro argumenta con lucidez el complejo entramado de ideas, estrategias, divisiones y, por supuesto, de intereses que han marcado dos largos siglos de historia española. Es la síntesis tan necesaria de la que carecíamos para calibrar con mejor criterio nuestro presente político.

Antonio Rivera Blanco es catedrático de Historia Contemporánea y director del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda de la Universidad del País Vasco.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2022
ISBN9788413525594
Historia de las derechas en España
Autor

Antonio Rivera

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. Director del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda y directivo de la Fundación Fernando Buesa Blanco Fundazioa. Es investigador principal del grupo "Nacionalización, Estado y violencias políticas. Estudios desde la Historia Social". Ha sido investigador principal del proyecto Mineco VIOPOL ("Violencia política, memoria e identidad territorial") y de "Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco". Entre sus últimos títulos destaca la dirección de dos obras colectivas: Naturaleza muerta. Usos del pasado en Euskadi después del terrorismo (2018) y Nunca hubo dos bandos. Violencia política en el País Vasco 1975-2011 (2019). En 2021, publicó 20 de septiembre de 1973. El día en que ETA puso en jaque al régimen franquista. Ha publicado el volumen Historia de las derechas en España (2022).

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    Historia de las derechas en España - Antonio Rivera

    Dos libros bajo una misma y común idea

    Se editan dos libros, Historia de las derechas en España e Historia de las izquierdas en España, enmarcados cronológicamente desde 1789 hasta 2022 y que de ningún modo se acogen al fraudulento comodín de las dos Españas. Por más que haya mentes que abstraen metafísicamente el pluralismo de toda sociedad y lo constriñen con criterio maniqueo al dualismo de buenos y malos, empíricamente no han existido ni existen dos Españas. En toda época, en cada momento social, se constata un pluralismo de intereses, aspiraciones e ideas que ni siquiera desaparece en aquellas situaciones tan excepcionales como las de una guerra civil, cuando se obliga de modo violento y trágico a toda la población a encarrilarse en polos opuestos.

    En consecuencia, editar una historia de las derechas y otra de las izquierdas españolas, al ser ambas en plural, ya significa que las dos categorías políticas no se simplifican en un singular reduccionista. Al contrario, se explica en cada caso el origen de esa distinción coloquial de derechas e izquierdas para calificar las distintas concepciones de derecha e izquierda que surgieron en la época de las re­­voluciones liberales y que de ningún modo se han desarrollado como esencias inmutables. Los contenidos y valores catalogados como de izquierdas o de derechas han sido cambiantes, tal y como se trata de analizar y explicar en estos libros. Tanto es así que, desde fines del siglo XVIII, la bandera de la libertad ha sido enarbolada por unos y otros, prácticamente por todos en cada época. Por eso hay una conclusión extraíble de ambos libros: que no podemos aferrarnos a esquemas esencialistas e inmutables. En historia siempre se llega a la conclusión de que los humanos vivimos en procesos de cambio constantes, de modo que no caben ortodoxias ni determinaciones teleológicas.

    Por último, ambos libros se caracterizan por la generosidad metodológica al abrir nuevas perspectivas que no limiten ni las derechas ni las izquierdas a lo que hacen los grupos que se definen como tales. En este punto quizás convenga advertir a los lectores de que, para no complicar los relatos y en aras de la eficacia didáctica, se ha quedado difuminada la cuestión del centro en política: ¿existe o más bien se aplica al modo de ejercer una política democrática tanto desde las derechas como desde las izquierdas? ¿Es una política o simplemente un estilo, una actitud ante ella? En tal caso, ¿cabría diferenciar un centro-izquierda de un centro-derecha, como hizo Norberto Bobbio, para matizar y captar mejor ese pluralismo político en el que existen también extremismos en ambas posiciones? Y del mismo modo, ¿qué hacemos con quienes, como Jovellanos o como Ortega, proporcionaron argumentos a unos y otros, o protagonizaron en sus respectivas vidas posiciones y actitudes favorables a unos o a sus contrarios, dependiendo del momento? El valladar ideológico y de prácticas que separa a las izquierdas de las derechas no es infranqueable, y los individuos y las propias organizaciones lo sortean en ocasiones quedando a un lado u otro por mor de los cambios del contexto, de la historia.

    En todo caso, aceptando las carencias que tiene toda explicación monográfica, ambos libros superan la simple enumeración de hechos e ideas. Ante todo, exponen una explicación racional e inteligible del devenir de los principales grupos políticos de dos largos siglos de historia de la España contemporánea. A la vez, nos muestran cómo se vio ese largo tiempo desde cada perspectiva: una única realidad, pero percibida y sentida de manera contradictoria, aunque igual de real en ambos casos. Así es como nuestros dos autores —Juan Sisinio Pérez Garzón para las izquierdas y Antonio Rivera Blanco para las derechas— enhebran una interpretación personal de la contemporaneidad hispana, vista desde sus ojos y a través principalmente de la respectiva cultura política que les ha tocado tratar.

    Si estos dos textos consiguen generar debates, entonces han cumplido con la utilidad social que, según nos enseñó Marc Bloch, debe tener todo saber histórico: la de comprender la realidad humana, que siempre es, como la del mundo físico, enorme y abigarrada.

    Capítulo 1

    REACCIONAR PARA CONSERVAR (1789-1840)

    El pensamiento conservador es reactivo y originalmente defensor de una sociedad tradicional sostenida en los privilegios y en la desigualdad. El mundo del Antiguo Régimen era naturalmente desigual, hasta el punto de que en esa misma desigualdad reposaban su orden y su lógica. Dicho de manera un tanto exagerada y anacrónica, aquel mundo sería de derechas por conservador, naturalista, tradicional, orgánico, comunitarista, providencial y profundamente teocrático. De forma que, de no haber surgido una nueva filosofía que cuestionaba por completo esa lógica y, sobre todo, de no haberse traducido aquella en otra política diferente —la que trajeron consigo las revoluciones liberales—, no habría sido necesario reaccionar contra la novedad. Tampoco lo habría sido articular un cuerpo doctrinal y una estrategia de intervención para mantener la tradición o, al menos, para que esta se viera lo menos lesionada posible por las acometidas de sus contrarios. Así es como se pasa de la conservación y de la tradición al conservadurismo y al tradicionalismo, de una condición interpretada como natural a una disposición abiertamente política, obligada a contender con su oponente. Cuando Joseph de Maistre pronunció su conocida sentencia de que el restablecimiento de la monarquía, que denominamos ‘contrarrevolución’, no será en absoluto una revolución contraria, sino lo contrario de la revolución, se refería a que el pensamiento conservador era antitético del revolucionario, otra mirada de la realidad, una negativa radical a la posibilidad de que el ser humano pueda, quiera y deba transformar el mundo, y menos de manera abrupta. Una antítesis de intereses tanto como de cosmovisiones. Pero en absoluto invocaba, como podría parecer, una renuncia a disputar con sus oponentes por el éxito de sus ideas y de los intereses que representaba, incluso acudiendo con sus propias fuerzas a la nueva arena de la política moderna. Frente a lo que opinó Hannah Arendt de aquella afirmación, no era en nada ingenua, y la política conservadora se convirtió así en el complemento opositor de la partidaria del progreso, protagonizando juntas y en liza la historia de los últimos dos siglos y medio.

    Tampoco se refería De Maistre simplemente a volver atrás. Los conservadores restauradores, a diferencia de los simplemente reaccionarios, entendieron pronto que los efectos de la revolución no podrían borrarse de la historia… como si nunca hubieran tenido lugar. Bien al contrario, se trataba de fundar un nuevo sistema que imposibilitara para el futuro el dislate de que el pensamiento revolucionario se hiciera realidad, de que fuera imaginable y posible. El conservadurismo pensaba y obraba alternativamente, movido por la necesidad de reparar el mal que un actor ahora más dinámico que él generaba, pero dotado también de una manera de interpretar el mundo y de una estrategia política para impedir o evitar en lo posible el cambio generado por la voluntad humana, en lugar de por la bendita evolución de las cosas que deriva de la Providencia y de la historia. No se trataba solo de restaurar y así evitar las acechanzas del mundo moderno —quisiéranlo o no, todos formaban parte de ese tiempo—, sino de huir hacia adelante, de hacerlo dotados de su propia propuesta política. Y esto porque tenían la convicción profunda de que el nuevo tiempo esgrimido por la Modernidad no podía traer consigo sino desorden, crisis, guerra y apocalipsis. Es decir, el mal.

    Émile Faguet, un crítico literario francés atento a la política de finales del siglo XIX, se refirió a los antirrevolucionarios como profetas del pasado. El sociólogo Robert Nisbet, acuñador moderno de la idea de progreso, complementaba esta visión señalando que, efectivamente, para pensadores como Edmund Burke o Louis de Bonald, el ejemplo histórico de una buena sociedad se encontraría en la Edad Media, en ese orden feudal sostenido en el código caballeresco y en la presencia omnímoda de la religión. Burke encontraba en el pasado el sentido que los radicales de su tiempo, el de la Revolución francesa, empezaron a localizar en el futuro. La utopía futura del pensamiento avanzado, según Karl Mannheim, se imaginaba en algo situado más allá del individuo, mientras que para los conservadores la significación de una cosa se encontraría detrás de esta, en su pasado temporal: Donde el progresista usa el futuro para interpretar las cosas, el conservador usa el pasado. Como recordaba Tzvetan Todorov, desde la Ilustración, lo que debe guiar la vida de los hombres ya no es la autoridad del pasado, sino su proyecto de futuro.

    La nuestra es una sociedad progresista en tanto que la idea de progreso, de avance continuado en la historia hacia algo mejor, se considera lógica. Suponer que una generación vaya a vivir peor que la anterior se interpreta como un sindiós, un desafuero, un sinsentido, aunque conocemos muchas en las que esto ha sido así. Las derechas, los antirrevolucionarios, conservadores o tradicionalistas, se han opuesto y se oponen a diferente nivel a un cuerpo de ideas que, a la postre, se ha convertido en hegemónico, aunque haya habido y haya hoy acometidas sólidas que lo cuestionan. Esas oposiciones son una constante en la historia, por más que el empeño puesto en ellas haya resultado dinámico, perfectamente identificado en fases de flujo y reflujo, de resistencia o de resignación, también de éxito, por parte de esos conservadores. La revolución de ese signo conservador que coincidió con la crisis económica de 1973 y con las posteriores llegadas al Gobierno de sus países de Margaret Thatcher y Ronald Reagan cambiaron de tal manera el anterior paradigma mundial asentado en el cuarto de siglo de oro europeo, que sus bases fueron una a una desmontándose, hasta alumbrar, junto a otras fuerzas y circunstancias, el mundo que todavía estamos viviendo hoy: progresista en términos generales, pero seriamente cuestionado en todos sus fundamentos, desde la idea de felicidad humana hasta la de confianza en el futuro, desde la creencia en la razón hasta el exigente desafío de la libertad.

    Hay un primer bloque de rechazo conservador contra tres ideas fundamentales para el proyecto de la Modernidad: el individualismo liberal, el utilitarismo hedonista y el contractualismo. La alternativa no sería otra que la sociedad orgánica, que una vez desarticulada encontraría en las soluciones corporativistas un remedo para no perderlo todo, cuando la mecánica sociedad liberal fue ya un hecho incontrovertible. Hablamos de una sociedad orgánica con la mirada puesta en la comunidad, en su continuidad en el tiempo y en su beneficio, prescindiendo del interés particular, sostenida en un orden —ordo universalis— que asignaba a cada sujeto una función social conforme al lugar jerárquico que le había tocado en suerte, y dispuesta su felicidad a lo que deparase un plano de existencia distinto al del mundo terrenal (la esperanza puesta en el cielo). Una visión de la vida, entonces, mucho menos optimista y más contenida. Una visión de la política que cuestionaba que las sociedades pudieran ser el resultado de acuerdos entre los humanos, egoístas y artificiales —el novus ordo seclorum—, y no el que se deriva de la natural inclinación de estos a la sociabilidad. De Bonald escribía: La naturaleza hace nacer al hombre en sociedad y los vicios lo aíslan. Nuestros filósofos, al contrario, comienzan por aislar al hombre, y le hacen inventar la sociedad. Del mismo modo, no podía ser un contrato solo entre los vivos, porque la sociedad, de tenerlo, dispone de otro bien distinto que incumbe y compromete a estos con los que ya están muertos y con los que han de nacer todavía. Pensar otra cosa era colocar en manos de hombres y mujeres posibilidades insondables, peligrosas, contraproducentes.

    En el tiempo en que emergió la novedad liberal, el de las revoluciones de ese signo, el de los nuevos principios del orden social y el del novedoso instrumento de los Estados nación modernos, hiperactivos y glotones, los conservadores mostraron una temprana aversión, o por lo menos reticencia, al nuevo poder político. Burke, un old whig, un viejo liberal asustado por lo ocurrido en la Francia revolucionaria, es un ejemplo perfecto, pero Alexis de Tocqueville, unos años después, abundó en similar temor. La centralización estatal apareció como seria amenaza, que con los años se vería completada y superada por la de un autoritarismo social emboscado en las reglas y posibles resultados de la democracia. En todos los casos, emergía su preferencia por aquella sociedad tradicional de cuerpos con vida propia y vínculos entre ellos (familia, vecindario, gremio, linaje, cofradía, universidad, feligresía local…) frente a la liberal, donde el individuo se relaciona con el Estado de manera no mediada, sino directa, solitaria y, a todas luces, desigual. La transferencia de parcelas de poder desde el Estado hacia la comunidad y sus núcleos organizados constituirá una constante reclamación conservadora, donde el corporativismo volverá a tener una función restañadora del orden social ya perdido. Corporativismo entendido como esa economía política que refiere Charles S. Maier para definir un desplazamiento del poder desde los representantes elegidos o desde la burocracia estatal hacia las fuerzas organizadas de la sociedad y de la economía; una fórmula que se volvió hegemónica en Europa después de la Gran Guerra. También estaría presente la idea de un poder descentralizado, algo que se suele perder de vista al analizar los contenidos de esta ancha cultura política, simplemente por la forma unitarista que adquirió mayoritariamente en España. En todo caso, este asunto del manejo del poder estatal presentará, como veremos, actitudes muy diversas entre los individuos de las derechas a lo largo de la historia, como ocurre con otros factores que aquí se señalan. El comunitarismo, por ejemplo, siendo una idea de inequívoco sabor conservador —precisamente opuesta al individualismo liberal, como se ha dicho ya—, no ha sido patrimonio estrictamente de las derechas —Rousseau alimentó ya esa posibilidad para las izquierdas— y tampoco ha evitado que entre aquellas haya propuestas más partidarias de mirar principalmente por el sujeto particular.

    Otro rechazo fundamental es contra el iusnaturalismo y su consecuencia directa: el fundamentar como derecho positivo, de una parte, los derechos de las personas y, de otra, pero convergente, la soberanía nacional. Aquí se puede anticipar la diversidad interna dentro de los antirrevolucionarios, ya que una parte de ellos, los conservadores, se adhirieron a estos postulados característicos del paradigma liberal, mientras que otros, los reaccionarios tradicionalistas, los combatieron durante largo tiempo, hasta quedar superados totalmente por la historia. Cuestionar el común derecho de los mortales cuando todos ellos tienen la misma dignidad como personas por el mero hecho de existir y disponer de uso de razón es algo que hoy a duras penas se hace. Hasta las dictaduras más severas se proclaman en favor de los derechos del pueblo y se justifican en que se alzan para hacer valer efectivamente su soberanía, aunque la consecuencia real sea que esta se silencie o se niegue. Un rechazo, en suma, más de los inicios en el tiempo, por su condición de piedra angular filosófica del edificio político de la Modernidad, que de la actualidad (aunque sí se haga, en ocasiones, de manera camuflada, oculta).

    La idea de progreso, ya lo hemos planteado al principio, y las asociadas a esta, tanto la de confianza en la bondad humana (optimismo antropológico) como la de derecho a la felicidad, también han sido cuestionadas históricamente por los conservadores. En la parte segunda irrumpe el papel central de las religiones para ordenar el cuerpo social con unas normas públicas y privadas que limiten el libre albedrío, puesto que la inclinación natural del individuo humano, dicen estos, no es hacia el bien sino hacia el mal. La moral religiosa tradicional aparece como el mejor antídoto contra la previsible disolución social con que amenaza el liberalismo. En ese sentido, la religión actúa como mecanismo preventivo ubicuo y constante, inspirando según algunas escuelas la propia normativa social. Todavía en algunos momentos de la historia contemporánea el pecado era delito y los que controlaban el primero influían en las decisiones de los llamados a evitar el segundo. La Novísima Recopilación legislativa española de 1805, vigente formalmente hasta el Código Civil de 1889, recogía la jurisdicción de la Iglesia sobre los laicos en delitos contra la religión. El aroma integrista —ordenar la sociedad humana para restituir o asegurar la autoridad de Dios sobre ella— siempre estuvo presente en algunos de estos sectores (no en todos). En definitiva, el conocido binomio de altar y trono.

    Finalmente, habría otro amplio núcleo de conceptos de rechazo que suscitarían estos tres argumentos convergentes: de un lado, el que se establece contra el hombre abstracto, que es consecuencia de la original reticencia frente al pensamiento del mismo signo; de otro, la impugnación de la utopía y, por extensión, de cualquier idea de ingeniería social; y, por último, la refutación de una de las consecuencias de la moderna conciencia histórica: el espíritu innovador. El pensamiento conservador surge como reacción desde las entrañas de una sociedad asentada en muchas generaciones, donde la bondad y oportunidad de los hechos no procede tanto de la intención de las formulaciones como de la experiencia contrastada. Una suerte de empirismo utilitarista —algo distinto del de Jeremy Bentham, eso sí— donde, por ejemplo, se respeta más a alguien que conoce del Gobierno que lo que pueda decir alguien sobre el Gobierno. Obviamente, las preposiciones señalaban en origen quién había venido ostentando el poder y cuál era su capacitación, y quién aspiraba a él desde fuera y con ideas aún no verificadas por la realidad. Ligado a ello, el valor de los proyectos sociales o políticos futuros se pone muy por debajo de lo que un individuo o un grupo han podido demostrar de su capacidad para hacer las cosas en el presente. Frente a la idea de los innovadores, la función del poder no sería tanto la de legislar compulsivamente como la de gobernar las evoluciones de un cuerpo social en el transcurso del tiempo; en términos jurídico-políticos se traduciría en gobierno de leyes o de jueces, legislación o jurisprudencia. Crear el futuro o esperar a que llegue, dos visiones enfrentadas.

    Del mismo modo, el objeto de la vida social no sería tanto alcanzar la verdad como encontrar un mínimo virtuoso y aglutinador de las diferencias que la hiciera soportable y posible. El pensamiento conservador está más cerca de la idea de libertad negativa de Isaiah Berlin que de la de virtud republicana. Consecuentemente, cualquier ingeniería social aparece como el artefacto aterrador máximo a que conduce todo utopismo o idea alternativa de organización de lo común. Finalmente, como rúbrica omnicomprensiva, los conservadores enfrentarían el valor de la historia a la hora de dar sentido desde el tiempo pasado a las cosas del presente a una moderna conciencia histórica dispuesta sobre todo a imaginar y hacer posible un futuro distinto a partir de la responsabilidad del individuo con el momento que le ha tocado vivir (y, por extensión, con todo el tracto histórico). El presente no es sino lo que hay en él del pasado, no el punto de partida para diseñar el futuro, dicen. El espíritu innovador, el cambio, se contemplaría desde la perspectiva antirrevolucionaria como algo, si no del todo siempre negativo, sí por lo menos sospechoso. En todo caso, se situaría en las antípodas de un pensamiento progresista que tiene por bueno a lo nuevo, antes y por encima del análisis de su contenido o significado.

    Podríamos resumir todo el credo conservador con una definición lo suficientemente amplia como para contener la diversidad de sus diferentes corrientes y escuelas. Una podría ser la que compila sus anhelos: un Estado mínimo; un Gobierno fuerte, pero moderado; laissez-faire en casi todos los asuntos; familia, barrio, comunidad local, iglesia y otros grupos mediadores para afrontar la mayoría de las crisis; descentralización y localismo; y preferencia por la tradición y la experiencia más que por el racionalismo, además de un prejuicio indomable en contra de las medidas de redistribución. Por su parte, Michael Oakeshott definió en ¿Qué es ser conservador? cuáles serían sus comunes preferencias: lo familiar a lo desconocido, lo que se ha probado a lo que no, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo infinito, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto y la felicidad presente a la dicha utópica.

    Para desgracia de los reaccionarios y de parte de los conservadores, el paradigma liberal se impuso con el tiempo. La resistencia de estos a las novedades se apoyó en una sucesión argumental expuesta por Albert Hirschman en su libro Retóricas de la intransigencia. Según este economista alemán, a cada afirmación progresista en la historia se ha contrapuesto una respuesta reaccionaria. Así, ante la inicial afirmación de la igualdad ante la ley y los derechos civiles que expresaron las revoluciones atlánticas (tanto la norteamericana como luego la francesa), los conservadores respondieron con la idea de la perversidad: toda acción deliberada para mejorar el orden social solo consigue empeorar o pervertir el objeto. Frente a la afirmación posterior del derecho universal al sufragio y a la democracia, la respuesta fue el argumento de la futilidad: las tentativas de transformación social resultarán no válidas, fútiles, ineficaces en su objetivo. Por último, ante la defensa del Estado social o benefactor, los conservadores esgrimieron la idea del riesgo: el coste del cambio es demasiado alto y pone en peligro los apreciados logros anteriores. Las tres secuencias genéricas son perfectamente reconocibles, igual que el coincidente fracaso final en hacer prevalecer sus reticencias o rechazos. Indudablemente, y por eso nuestro mundo se soporta en los fundamentos de la Modernidad, el paradigma progresista se ha impuesto, por mucha que haya sido la dificultad para ello en el tiempo reciente o por muchos e importantes que sean en el presente los cuestionamientos a su continuidad.

    Pero la ingeniosa (y eficaz) secuencia reactiva de los conservadores descrita por Hirschman no dejaría de ser injusta en su resumen si desvaneciese las profundas diferencias que existían y existen en el interior de esa cultura política. Lo señalado hasta ahora funcionaría como un marco general omnicomprensivo sobre todo de ideas y, aún más, de sentires, imágenes, intuiciones, rechazos y adhesiones básicas. El conservadurismo es sobre todo una actitud, más que una doctrina, afirmaba Oakeshott (o un conjunto de sentimientos, según Russell Kirk). Conforme vayamos desarrollando esta historia de las derechas españolas iremos viendo cómo estas eran tan plurales en su interior, que llegaron incluso a enfrentarse en guerras civiles y a concertar alianzas con sus opuestos para combatir a los teóricamente más cercanos. No solo eso, sino que con el tiempo esas corrientes de pensamiento y acción fueron mudando, con la incorporación de otras nuevas o con la desaparición progresiva de las que ya no decían nada para explicarse un determinado momento. Moderados, conservadores liberales, radicales fascistas, representantes del catolicismo político, tradicionalistas y nacionalcatólicos, por ejemplo, tienen una profunda coincidencia —catolicismo, unidad nacional y continuidad monárquica, aunque no siempre ni para todos por igual—, pero se corresponden con instantes de la historia contemporánea española muy diversos, al punto de que es también fácil apreciar las enormes diferencias que los separan.

    Los autores han hecho diferentes clasificaciones para las diversas épocas del genérico conservadurismo español. A lo largo de estas páginas iremos viendo cómo desfilan las diferentes derechas patrias, y en su propia acción y en sus posicionamientos en el tiempo iremos comprobando sus coincidencias y sus desacuerdos. Solo por anticipar un marco muy recurrente, se ha discutido aquí la oportunidad de aplicar con matices locales la clasificación que formularon René Remond para Francia o Eugen Weber para el conjunto europeo. Básicamente, hablaban de una facción o corriente liberal-conservadora, que asumía su condición de hombres del siglo y la imposibilidad de retrogradar (de desactivar por completo) los profundos cambios de la novedad. Son los que trataron de em­­bridar las transformaciones, hacerlo en su favor e intentando reintegrar de otra manera la nueva realidad en las bases de la anterior (por ejemplo, recuperar algo del organicismo social perdido por la vía de fortalecer otros cuerpos intermedios). Tendríamos una familia política tradicionalista y monárquica, reaccionaria e integrista, articulada en torno a la idea de que el precepto religioso debía gobernar los Estados y la vida cotidiana de las gentes, como hacía antes de la revolución. Finalmente, ya en el siglo XX y como consecuencia de la propia crisis del hegemónico liberalismo decimonónico, un sector de esas derechas se radicalizó y cobró formas revolucionarias, fascistas. Esas serían las tres expresiones mayoritarias y comunes de las derechas españolas y de otras europeas e internacionales, lo que no agota aquí y allá la presencia de facciones singulares y de importancia: del regeneracionismo español a la fórmula plebiscitaria bonapartista gala o a las diversas expresiones populistas en los dos últimos siglos. En nuestro caso, Pedro Carlos González Cuevas distinguió dos tradiciones básicas: la que venía del momento ilustrado y se traducía en liberal-conservadora, y la teológico-política, que tendría a su vez dos variantes, una legitimista o carlista y otra conservadora autoritaria, e incluso dos manifestaciones más, ya en el siglo pasado: la fascista y la democrático-liberal.

    1789 es la fecha que rompió el orden de las cosas y trastocó la temporalidad natural de la historia al introducir de forma práctica la idea de revolución. Lo apreció con tino un notable fuerista vasco en una Exposición a la Reina Gobernadora terminando 1833, mientras le daba cuenta de lo acontecido en la primera carlistada en su ciudad, Vitoria:

    Los tronos y los pueblos hubieran sido felicísimos si el paso majestuoso con que el tiempo conduce la perfectibilidad a su asiento y madurez en el universo no se hubiera interrumpido en Francia en el último periodo del siglo pasado, extendiendo después por ambos mundos su turbulenta agitación.

    1789 fue el principio de todo, cuando el nuevo tiempo histórico amenazó con arrumbar el anterior natural, cuando la adscripción social y de relación vertical abrió camino a otra diferente de signo horizontal, pero también cuando la reacción trató de responder a ello y así enlazar de forma consistente un pasado en peligro con un futuro de reparación, de redención política. Uno de los primeros que enseguida entendió que la advertencia de Burke no se refería a otra guerra más entre países, de una guerra con Francia, sino contra un principio, el jacobinismo, fue el futuro mariscal apostólico cántabro José de Mazarrasa, que combatió ya en 1793 contra la Convención gala por tierras vasconavarras. Luego, la guerra que arrancó en 1808 —patriótica y religiosa a un tiempo— no hizo sino confirmar el sesgo ideológico de su empeño: contra un invasor revolucionario que, sobre todo, venía a cuestionar su mundo tradicional. Algunos como De Maistre vieron en aquella revolución seminal la oportunidad que les proporcionaba la providencia para, sacando bien del mal, armar un discurso y una acción fuertes y renovados para enfrentar a sus enemigos. Pero el rechazo desde el mundo de las ideas fue anterior en varios decenios, porque el enemigo no era todavía la revolución, sino la Ilustración y su manual principal, La Enciclopedia.

    1. Impedir y enfrentar la penetración

    de las Luces y de la Revolución

    Como si se tratara de una mercancía envenenada o de una peste, el gobierno de Carlos IV, de la mano del ministro reformista conde de Floridablanca, procedió en el verano de 1789 a impedir la llegada del pensamiento francés y a desplegar un programa de persecución para evitar la extensión al país de la revolución que estaban llevando a cabo sus vecinos. Lo que Richard Herr llamó el pánico de Floridablanca incluyó decomisos de copias de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, un cordón militar en la frontera y la clausura precipitada de las Cortes, que se habían reunido para jurar al futuro Fernando VII como heredero al trono. También incorporó la suspensión generalizada de periódicos, el fortalecimiento de la Inquisición en su tarea policial, la persecución de la propaganda subversiva, la infiltración en tertulias y clubes, y el encarcelamiento o destierro de todo sospechoso de tener que ver con los revolucionarios o con sus ideas.

    Si la revolución actuaba como estímulo de la reacción, también contribuyó a aclarar el confuso escenario político que escondía el despotismo ilustrado. A la vez que Floridablanca se pasaba a la represión antirrevolucionaria, sus anteriores oponentes, contrarios a la concentración de poder en manos del rey y en perjuicio de la Iglesia y de los cuerpos intermedios (nobleza, clero, municipios, gremios, cofradías, universidades…), se aplicaron desde ya a una aguerrida defensa de la sociedad tradicional. Los antaño enfrentados venían a coincidir ahora contra un enemigo común. La emergencia revolucionaria dejaba a la vista la contradicción del reformismo ilustrado. Este era incapaz de asentar cambios si no tocaba el núcleo privilegiado de la sociedad de Antiguo Régimen y, sin embargo, generaba rechazos tanto por parte de un elemento popular insatisfecho como de sectores poderosos que se veían desplazados por la ambición unificadora monárquica desde los tiempos de Carlos III. Los reformistas veían colapsada esa vía y en un momento crítico no tuvieron más opción que elegir entre la posición revolucionaria, algo inhabitual entre altos magistrados, nobles y clérigos ilustrados en nuestro país —la Ilustración española fue muy conservadora—, o la defensa de sus privilegios. La mayoría optaron por esto último, pero esa formación y adhesión ilustrada anterior los distinguía de los reaccionarios, igual que la revolución lo hacía de los pocos abierta y sinceramente liberales. Se proyectaba así un conservadurismo distinto, soportado en unas raíces ideológicas coincidentes con sus ahora enemigos, pero enfrentados a estos de la mano de los viejos defensores de la tradición. Dos vías antirrevolucionarias se manifestaban tempranamente: los contrarios a la filosofía que llevó a la revolución y los que se oponían solo a una de sus posibles manifestaciones, la que cuestionaba por completo el statu quo y la posibilidad práctica de sus reformas.

    De estas dos primigenias facciones, el sector tradicionalista es más fácil de detectar y describir. Aunque sus obras señeras se publicaron durante los años de la úlcera española, durante la francesada de 1808 y las Cortes de Cádiz, algunos de los autores de referencia llevaban ya tiempo pugnando contra el enciclopedismo y las nuevas ideas. Fray Fernando de Zeballos publicó entre 1775 y 1801 sus siete volúmenes de La falsa filosofía o el ateísmo, deísmo, materialismo y demás nuevas sectas convencidas del crimen de Estado contra los soberanos y sus regalías, contra los magistrados y potestades legítimas; el cisterciense Antonio J. Rodríguez, El Filoteo en conversaciones del tiempo, en 1775; y Vicente Fernández de Valcarce, Los desengaños filosóficos, entre 1787 y 1797. Las ideas ilustradas habían ido entrando en España en los años de Carlos III sin excesiva dificultad. Es cierto que la Inquisición frenó la difusión de sus principales autores en castellano, pero no era complicado encontrarse en la biblioteca de un hombre del tiempo —las de Pablo de Olavide o Juan Meléndez Valdés, por ejemplo— con la nómina de los enciclopedistas en su lengua original, habitualmente introducidos en la península por Cádiz. También había mujeres del tiempo, como María Magdalena Fernández de Córdoba, marquesa consorte de Astorga, animadora de tertulias liberales y traductora del abate Gabriel Monnot de Mably.

    En Europa, esta literatura fue pronto combatida por eclesiásticos como el abate francés Claude-Adrien Nonnotte y el canónigo de la catedral parisina, Nicolas Sylvestre Bergier, el jesuita italiano Luigi Mozzi y el dominico Antonino Valsecchi, que publicaron entre los años sesenta y setenta, y que resultaron muy conocidos en España en diversas traducciones. En sus obras, Voltaire y Jean-Jacques Rousseau eran denunciados por sus prédicas y se advertía de la rápida difusión y penetración que adquirían las ideas de estos sabios modernos. Los principales enemigos de estos no eran sino la religión católica y la autoridad de los monarcas, porque la nueva filosofía trataba de destruir a un tiempo el orden social establecido —el de la sociedad de Antiguo Régimen— y su base espiritual. Altar y trono desde el comienzo acechados por esa conspiración universal. El bien y el mal en pugna. El combate político y social traducido a la más inteligible explicación religiosa. La necesaria intolerancia expuesta como remedio contra la penetración de las falsas ideas de la mano, precisamente, de la tolerancia volteriana (Écrasez l’infâme!, ¡Aplastad el fanatismo!, había propuesto el pensador). Los agentes responsables de semejante crimen se denunciaban en sus escritos: los filósofos, la masonería y el jansenismo. Décadas después, Juan Donoso Cortés, uno de los grandes teóricos hispanos de la reacción, elogió la intolerancia doctrinal de la Iglesia que protegió a las verdades del efecto disolvente de la discusión y salvó así al mundo del caos.

    Aunque se trató entonces de identificar la filosofía innovadora como extranjera y la reactiva como profundamente nacional, surgida de la continuidad en el tiempo de las corrientes de pensamiento españolas y de su vinculación a un casticismo antirreformista, esta es una especie que desmontó hace años el trabajo de Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español. La reacción española sería tan importada como la filosofía ilustrada, de ahí que la entidad de autores como Zeballos o Valcarce, exentos de originalidad alguna, no haya sido reivindicada mucho más allá que por el campeón del catolicismo político español, Marcelino Menéndez Pelayo, o por alguno de sus seguidores posteriores, como el historiador Federico Suárez. El erudito cántabro les señalaba como frailes ramplones y olvidados, aunque les situara como padres de la ciencia seria en la España del siglo XVIII. De manera que mal se puede hablar de superioridad de esta sobre su contraria, y mucho menos contribuir con ello al potente y longevo mito de un pensamiento reaccionario profundamente español en contraposición a otro liberal extranjero y extranjerizante, así como ajeno a sus pretendidas esencias. Al cabo, la especie no haría sino ir armando la imagen de la anti-España, gobernada o influida por el interés exterior, aunque originalmente, quizás, en una lógica más de entonces, solo buscaba dotarse de autoridad afirmando que acudía a la tradición más rancia del pensamiento patrio, como matiza Javier López Alós. Xenofobia, providencialismo y misoneísmo (aversión a las novedades), no se olvide, son las tres patas que sostienen el tradicionalismo.

    La coincidencia de estos autores, como decimos, estuvo en denunciar los contenidos de la filosofía impía y falsa, y en proponer una respuesta represiva para contener su difusión. Los poderes públicos debían reaccionar con violencia porque el embate ilustrado contra la religión, en coherencia con el carácter teocrático de la sociedad de Antiguo Régimen, aspiraba a alcanzar al conjunto del orden social, empezando por la autoridad misma del monarca y del Estado. El lenguaje religioso no ocultaba nunca la dimensión política de estos escritos. El pecado se confundía con la consecuencia deletérea de la exaltación del pueblo y de sus posibilidades, expresadas finalmente en la defensa revolucionaria de la soberanía nacional, una situación que el desgobierno de 1808 propició también en España. El cisma protestante, que auspició a un tiempo la sedición política y la irreligión, según Zeballos, estaría en la raíz de esas ideas, armadas en los siglos siguientes en una sucesión de levantamientos populares y hasta de ejecución de monarcas (Carlos I de Inglaterra). El pernicioso principio de la igualdad no andaba lejos de todo ello. El hombre del pecado, caracterizado por el desenfreno de sus pasiones y elevado a la condición de soberano, no podía sino acabar con todo orden social justo. Frente a ello solo cabía la violencia reactiva, algo que habrían recomendado ya los Primeros Padres de la Cristiandad en sus santos libros y que ahora resucitaba en términos de persecución del hereje y de guerra religiosa, un siglo largo después de la paz westfaliana de 1648 que había puesto fin a aquel tipo de contiendas. Surgía entonces la longeva figura del enemigo interior. En ese contexto, la intolerancia que proponía Valcarce se resumía en la tesis de que la proscripción de lo producido por la cultura moderna era la lógica solución preventiva a los males políticos que traía consigo. Es lo que acabó haciendo Floridablanca con su cordón sanitario frente a la revolución.

    Al producirse esta, su primera víctima fue el propio reformismo ilustrado. Su mentor por excelencia, Carlos III, murió medio año antes de la toma de la Bastilla, y su sucesor, Carlos IV, vio como la crisis política española, muy dependiente de la situación francesa, anulaba cualquier posibilidad alternativa desde dentro del sistema. El suyo fue el último Gobierno de despotismo ilustrado, abatido por la reacción de una aristocracia progresivamente arrinconada por la presión de su padre y por la instrumentalización de la protesta popular. Los manteístas en quien confió Carlos III siguieron en el Gobierno, encabezado por Floridablanca (y Pedro Rodríguez, conde de Campomanes), pero enseguida se sucedieron crisis palaciegas que llevaron al conde de Aranda y luego a Manuel Godoy al poder. No cejaron estos en algunos empeños reformistas, sobre todo tras la incorporación de una tripleta de altura: Gaspar Melchor de Jovellanos, Francisco de Saavedra y Mariano Luis de Urquijo. Fue el Gobierno más ilustrado del Antiguo Régimen en España, a la vez que el último de ese signo, derribado por una conjunción invencible: una Hacienda exhausta, unas relaciones exteriores comprometidas y una nobleza y clero conservadores en alza reactiva. Napoleón le dio la puntilla al terminar 1800 y Godoy regresó de nuevo más poderoso que antes, aunque para insistir en la misma política que no hacía sino alterar a los estamentos privilegiados, pero sin solucionar el problema fiscal por miedo a generar la definitiva revuelta de estos y así, involuntariamente, hacerle sitio a la revolución, como en Francia. Con todo, la primera expropiación y venta de bienes de manos muertas mediante desamortización en España, buscando algunos arreglos en la Hacienda antes que ninguna reforma agraria (como sí hizo tímidamente Carlos III), lleva su nombre, el de Godoy. Incluso a los pueblos llegó la desamortización por vía de ventas de comunales para pagar préstamos de capitalistas y terratenientes. Una sucesión de crisis agrarias, hambres, epidemias y hasta algún terremoto, junto con las intrigas del futuro Fernando VII y los intereses de Napoleón, hicieron el resto. El motín de Aranjuez no fue sino su final confuso y aparatoso (y desproporcionado: provocó la abdicación de Carlos IV).

    Pero los casi veinte años de sostenida crisis española, con la revolución gala de fondo y luego con el Imperio napoleónico acechante, así como las tímidas experiencias reformistas que afectaban al orden tradicional, no hicieron sino estimular a los reaccionarios, que vieron en esa decadencia la confirmación de sus temores. La razón no llevaba sino al desgobierno y la tolerancia a la subversión. Además, los enemigos eran los propios ilustrados, muchos de ellos en el Ejecutivo, más que los revolucionarios, que todavía eran escasos en el país y se encontraban muy perseguidos. La pieza sobre la que reposa la defensa de los apologistas de este momento, como Antonio Vila y Camps, Antonio Xavier Pérez y López, Clemente Peñalosa y Zúñiga o Juan Pablo Forner, el principal de ellos, es el absolutismo monárquico en la mejor definición hecha por Jacques-Bénigne Bossuet, la exclusividad monárquica en la política: origen divino de su poder, obediencia indiscutible y resignación ilimitada, incluso si el príncipe incumplía el viejo pacto que sostenía el edificio privilegiado del Antiguo Régimen, porque, si lo había designado Dios, no podía ser malo o injusto. Suponer que un incumplimiento del pacto podía ser argumento para que el pueblo suspendiera la lealtad que le debía no era sino una especulación interesada de ilustrados y librepensadores — una acusación que se remontaba hasta Michel de Montaigne— de clara intención disolvente. El pueblo debía obediencia a su rey; solo pensar lo contrario era un crimen nefando porque ponía en cuestión tanto la base de todo un sistema como también a Dios. Todo rezumaba agustinismo político, sacralización del orden civil e incluso repetición de los textos de Bossuet cuando este se remitía a la Epístola a los Romanos de san Pablo para justificar el origen divino del poder… de las monarquías absolutas: No hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios, resiste; y los que resisten acarrean condenación para sí mismos. La única libertad justa era la que servía para cumplir la ley de Dios; otra opción no llevaba sino a desvirtuar su contenido. La obra principal de quien escribía esto, el presbítero y luego obispo mallorquín Vila y Camps, se titulaba El vasallo instruido en las principales obligaciones que debe a su legítimo monarca (1792). El futuro Fernando VII se soportaría en esa tesis.

    Los conservadores antirrevolucionarios que venían del reformismo ilustrado constituyen un colectivo mucho más complejo que el anterior. La experiencia de la revolución los empujó hacia el moderantismo e incluso a la renuncia de sus iniciales postulados, algo que se repetiría en el futuro, engordando así con antiguos avanzados la nómina de los retardatarios; el viaje en sentido contrario ha resultado siempre más extraordinario. Algunos clérigos ilustrados, como el que fuera obispo de Barcelona, el asturiano Pedro Díaz de Valdés, ejemplifican ese tránsito. Confiados de las posibilidades reformistas, participaron en entidades como la Bascongada de Amigos del País, dando cuenta del progreso que proporcionaría la incorporación activa del clero a los postulados ilustrados. Su visión de la sociedad no era sino orgánica y privilegiada, pero a la vez perfectible por la acción humana. Sin embargo, cuando llegaron los ecos de la revolución de Francia, tornaron su visión y denunciaron la naturaleza impía de cualquier pretensión de cambio, capaz de trastornar al Gobierno y de llevar al abandono de la religión. No todo el clero fue de la misma opinión y a algunos de sus miembros los encontramos en las tesis reformistas, en las liberales (representados en Diego Muñoz-Torrero o Joaquín Lorenzo Villanueva) y hasta en las obedientes y partidarias del futuro José I Bonaparte. Torrero y Villanueva, por ejemplo, acabaron defendiendo una libertad de imprenta cuando tratara de asuntos de política, pero no cuando abordara los dogmas de la religión.

    Otro de los casos que estudió tan pronto como en los años sesenta Antonio Elorza remite a Miguel de Lardizábal y Uribe, natural de Tlaxcala (una de las provincias del virreinato norteamericano de Nueva España), alto funcionario del tiempo de Carlos III, secretario de Estado en los años primeros de la revolución y miembro de la regencia nombrada por las Cortes gaditanas. A regañadientes aceptó la declaración soberana de estas en la noche del 24 de septiembre de 1810 y un año después publicó en Alicante un manifiesto dirigido a Fernando VII donde le exponía, como pliego de descargo, las razones de su conducta en esa fecha, a la vez que denunciaba el abuso de poder del Parlamento cuando este se encontraba a pleno rendimiento legislativo. Repetía la misma mirada social de Díaz de Valdés, estructuralmente desigual: […] pretender igualarlas quitando esta diversidad sería empeñarse en trastornar el mundo. Pero la experiencia revolucionaria española, vivida desde el mismo Cádiz, lo llevó pronto a denunciar la conspiración que se ocultaba tras el reformismo y a centrar sus dardos en las dos bases fundamentales de la nueva situación: la libertad de imprenta y la soberanía nacional. La primera abriría paso inevitablemente a las críticas que derrumbarían el orden constituido y la monarquía, al ser estos opuestos e irreconciliables de las máximas republicanas y de democratismo que esa libertad supone. En Cádiz no se había violentado ninguna monarquía, pero la visión apocalíptica de Lardizábal ya preveía el final disolvente a que conduciría la libertad de expresión. En cuanto a la soberanía, en sus escritos de ilustrado ya señaló que surgía de las agrupaciones humanas, de la nación, recibida de Dios, aunque transmitida de ahí a un príncipe para hacer viable la gestión. La imagen de una asamblea reunida en Cádiz, compuesta en buena parte de individuos jóvenes, sin experiencia de gobierno y sin la dignidad que les suponía para ostentar cargos y responsabilidades, era una impugnación de la soberanía. De ahí la denuncia de abuso de poder que expresaba al futuro Fernando VII. No era un lenguaje reaccionario, pero el final acababa siendo similar en los términos políticos de esta coyuntura crítica.

    Finalmente, tenemos el caso de Pablo de Olavide, e incluso en parte el de Jovellanos. El primero llegó a ser el ilustrado por excelencia en los momentos de esplendor reformista de Carlos III. A él se debieron los informes sobre la reforma agraria y educativa, o el plan de colonización de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía, entre otras muchas iniciativas de ese signo, hasta que en 1776 la Inquisición le abrió un proceso para escarmentar en su persona a los innovadores. La acusación era nada menos que de impiedad, materialismo y herejía. Entonces se puso de moda este ripio: Olavide es luterano, es francmasón, ateísta, es gentil, es calvinista, es judío, es arriano, es Maquiavelo, ¿es cristiano?. Su huida a Francia lo convirtió en un símbolo europeo de la resistencia a la reacción. El mismo Denis Diderot redactó su biografía. Pero llegó la revolución y esta no gustó a Olavide, que se retiró de la escena pública para redactar El Evangelio en triunfo, o Historia de un Filósofo desengañado. Apareció en 1797 como anónimo y tuvo gran difusión. En sus cuatro tomos insistía en sus convicciones reformistas y en su simpatía por unas masas campesinas empujadas a la miseria, pero abominaba de la filosofía que podía acabar en revolución y abrazaba sin ambages la lógica del Antiguo Régimen, empezando por la defensa común del altar y el trono. La revolución no provendría, según el antaño ilustrado, de un mal uso de las ideas de los filósofos, sino por una consecuencia lógica de la aplicación de estas al romper los diques que ligaban al pueblo a determinada obediencia. La impía soberbia humana que aquellos estimulaban, su ilimitada confianza en la razón, atentaba contra el principio religioso, que era lo único que podía dar estabilidad a las sociedades.

    Otro tanto pasó en parte con Jovellanos, aunque este ponía el acento en la falta de estudio adecuado de aquellos principios filosóficos y en la acción de una secta feroz y tenebrosa que habría llevado estos hacia la disolución de to­­do vínculo social y al cuestionamiento de los principios de la moral natural, civil y religiosa. El jovellanismo fue, de hecho, el primer aporte temporal —más que el germen, como matizó Fidel Gómez Ochoa— del futuro moderantismo, y a esa corriente se pueden adscribir algunos patriotas como Antonio de Capmany o Juan Pérez Villamil, pero también otros que colaboraron o no desdeñaron a los franceses, como Francisco Cabarrús o Meléndez Valdés (y artistas como Leandro Fernández de Moratín o Francisco de Goya); también figurarían ahí los diputados en Cádiz Villanueva, Felip Aner y Ramón Lázaro de Dou, no coincidentes en todo. Aparecía ya la idea del justo medio entre libertad y orden, de tan larga trayectoria después entre doctrinarios moderantistas y conservadores. La referencia tenía también una versión más épica sustanciada en el lema: Marchando con la cabeza erguida entre la guillotina y la hoguera, entre el jacobinismo y la Inquisición, entre la revolución y la reacción. Jovellanos acusaba a los libertinos —corruptores de una sana idea de libertad— de engañar a los incautos y desvanecer entre ellos la diferencia entre la falsa perfección y la perfección posible, la libertad completa y la libertad alcanzable dentro de la ley. Y la respuesta, como afirmaba en su Memoria sobre la educación pública, escrita en 1801 en su cautiverio mallorquín de Valldemosa, estaba en la instrucción de toda la población —no solo de las élites, como sostuvo originalmente el despotismo ilustrado—, la auténtica base de la prosperidad de un país. Pero no faltaba en la misma obra una apelación a la necesidad de oponer la verdad al error, los principios de la virtud a las máximas de la impiedad, y la sólida y verdadera a la falsa y aparente Ilustración.

    2. El miedo a la libertad:

    los serviles contra la Constitución

    En 1808, el levantamiento contra el invasor francés convirtió al pueblo español en sujeto político. Ocurrió porque solo quedó él ante su oponente, toda vez que los estamentos privilegiados y la Corona que sostenían el Antiguo Régimen desaparecieron como por ensalmo. La revolución fue posible por incomparecencia del contrario, iniciando así una secuencia de situaciones similares repetida luego por primera vez en 1833, cuando la reina gobernadora llamó a los liberales para salvar el trono de su hija. Pasaron cerca de cuatro décadas y la República llegó por ausencia de defensores de alguna Corona. Medio siglo después, unas elecciones municipales convencieron al rey de que ya no estamos de moda, que no tenía el amor de mi pueblo, que ninguna estructura de poder del Estado, ni el Ejército, ni la Guardia Civil de José Sanjurjo, iba a acudir en su socorro. Solo pasaron seis años y ese mismo Estado, para entonces republicano, se deshizo en el inicio de una guerra civil tras un golpe fracasado, dando lugar otra vez a una efímera, precaria y limitada experiencia revolucionaria. Incluso cuarenta años más tarde, el establishment franquista se hizo el haraquiri para proceder a negociar una transición hacia la democracia. Como apreció Santos Juliá, esas revoluciones se producían sorteando por mor del azar el primer requisito que han de enfrentar los revolucionarios en estos casos: el derribo violento del poder establecido. Este, simplemente, se desvanecía y la revolución encontraba su oportunidad —incluso en ausencia de una estrategia precisa y de un partido revolucionario—, aunque el escamoteo de esa fase inicial diera pronta cuenta de la fortaleza real de sus partidarios.

    Ese pueblo se convirtió también en el sujeto abstracto que justificó la ocasión de proceder en su nombre a dos cosas contradictorias a un tiempo. El pueblo patriota y revolucionario sirvió para legitimar la novedad de la soberanía nacional que iban a proclamar los constituyentes reunidos en Cádiz; el pueblo patriota y devoto iba a valer finalmente para negarla. Los vítores de ¡Viva la nación! y ¡Viva el rey! al principio convivieron y unieron, pero al final distinguieron a enemigos españoles. Aunque los enseguida llamados liberales llevaron la iniciativa en el proceso que se abría, la guerra de argumentos se prolongó hacia un futuro más largo, buscando a cada momento el apoyo y movilización de su pueblo respectivo. Al fin y al cabo, tanto la invasión por un imperio surgido tras la revolución y nutrido todavía de muchas de sus ideas como la transformación que se iniciaba en España, con la reunión de Cortes en ausencia de monarca y de espaldas a su absoluta soberanía, no eran sino confirmaciones irrebatibles del destino a que llevaba la filosofía ilustrada. Los invasores con su Constitución de Bayona y los liberales con la futura de Cádiz, unos más radicales que otros, blandían los mismos argumentos e intenciones: acabar con la sociedad estamental tradicional. En ese punto, la lucha contra el francés podía suscitar reactivamente un patriotismo católico, monárquico y antirrevolucionario; es más, según sus partidarios, lo debía hacer. Nación y fe contra la filosofía y la revolución. Las peores premisas y vaticinios de los antirrevolucionarios quedaban confirmadas por la realidad. Se hacía preciso combatir a muerte la revolución en España. Se abría paso así una auténtica guerra civil de religión (la misma que para sus contrarios lo era por conquistar la libertad).

    El vacío de poder, ante el abandono de las instituciones del Estado (Junta de Gobierno y luego Consejo de Castilla), enfrentó unánimemente al pueblo contra Napoleón en un proceso juntista y federal, desde la base, encabezado por algunas autoridades locales, como el famoso alcalde de Móstoles, que declaró la guerra a Francia en mayo de 1808. Una unidad, en todo caso, que, como recuerda Charles Esdaile, no ocultaba facciones políticas distintas entre los patriotas: liberales, realistas ilustrados como Floridablanca o Jovellanos, y militares reaccionarios como Palafox (Luis, no José, que era liberal) o Francisco Javier Castaños. Incluso los anteriores cargos que fueron repuestos en los ahora nuevos lo hacían con una obediencia distinta: antes al monarca, ahora al pueblo. El propio Floridablanca fue rescatado para presidir la Junta Central, que gobernaría durante diecisiete meses, hasta el último día de enero de 1810, bajo la acreditada secretaría del jovellanista Martín de Garay. Enfrente, Napoleón nombró a su hermano José rey de España, desplegó una administración acudiendo también al concurso de anteriores reformistas ilustrados, luego conocidos como afrancesados, y promulgó una Constitución inédita por sus avances. Aquellos colaboracionistas fueron rechazados por los patriotas y, tras la derrota del emperador, debieron exiliarse en Francia. Años después, su penoso peregrinar y su experiencia llevarían a la mayoría de ellos al moderantismo político.

    Por su parte, la Junta convocó unas Cortes e inició una consulta al país, lo que generó diferentes informes, una especie de cuadernos de quejas (cahiers de doléances) a la española que ya reflejaban dos demandas básicas: reducir y controlar el poder del rey, y poner fin al sistema de privilegios, aunque no faltaban otros en sentido contrario, como el remitido por Capmany, que no se tuvieron demasiado en cuenta. El ejemplo francés llevaría a sospechar que aquí se reproduciría el esquema, lo que animó a algunos reformistas como Jovellanos —quien tachaba a aquel de funesto— a ocupar puestos de control para evitar que las Cortes suplantaran la soberanía del rey. La plenitud de la soberanía reside en el monarca y ninguna parte ni porción de ella existe ni puede existir en otra persona o cuerpo fuera de ella. Como puede verse, la opinión liberal convivía con prestigiosos notables opuestos por completo a las ideas revolucionarias y empeñados en que esa no fuera la dirección que tomase el proceso español. Despuntaba el partido realista ilustrado, como lo llama Ignacio Fernández Sarasola, más amigo de una reforma constitucional —una actualización de la Constitución histórica— que de un temido proceso constituyente.

    Entre Sevilla y luego la isla de León, en Cádiz, la Junta Central entregó su mandato a una regencia formada por un obispo, tres militares —uno de ellos el general Castaños— y un ministro del Consejo de España e Indias (puesto que ocupó pronto Miguel de Lardizábal). Era una muestra del pulso que sostenían liberales y sectores tradicionales. La ventaja caía del lado de estos últimos, pero su inacción es lo que permitió a los más avanzados convocar unas Cortes constituyentes, poner en marcha el proceso de cambio y llevar la iniciativa en la redacción del texto constitucional y de los decretos. Es así como, recién constituidas estas Cortes, su primer decreto, la noche del 24 de septiembre de 1810, consistió en proclamar la soberanía nacional, lo que provocó una primera gran crisis cuando el presidente de los regentes, el obispo de Orense (Pedro Quevedo y Quintano), se negó a reconocerla, lo que acabó con él en el destierro, en el exilio y, finalmente, en la declaración de indigno a la consideración de español. Era el mismo que espetaba a Napoleón que la nación misma, con la independencia y soberanía que la compete debía reconocer a su legítimo rey (Fernando VII). Aquella primera regencia fue sustituida por otra, pero las Cortes encontraron siempre en ellas un obstáculo para su obra legislativa: una fue cesada por negarse a ejecutar el decreto de abolición del tribunal de la Inquisición y ambas auparon en muchos casos para altos cargos políticos, militares y judiciales a personas hostiles al sistema constitucional.

    La Constitución de 1812 y los más de tres centenares de decretos emanados de las Cortes identifican el carácter revolucionario del momento español. Pero la negativa del obispo de Orense —o las reservas previas manifestadas por Jovellanos— indicaban también que la opinión no era unánime. En Cádiz se encontraron los diputados liberales, los realistas ilustrados, los americanos —que respondían a otra problemática que no se trata aquí— y los serviles, contrarios por completo a lo que allí se pretendía. El pueblo es servil, esto es, Católico, Apostólico, Romano, se podía leer al comenzar 1813 en El Procurador General de la Nación y del Rey, un periódico ultraconservador subvencionado por la regencia misma. Pero además de con ese término, los antiliberales se llamaron también realistas, sin más apellidos, reclamando para sí la imagen del rey deseado y presentándose como los auténticos valedores de Fernando VII, símbolo de la España que luchaba contra Napoleón.

    Su oposición parlamentaria tuvo cuatro momentos estelares, además de su inicio y su final. De entrada, no eran partidarios de elaborar una constitución, sino de reformar el antiguo cuerpo de leyes para dar lugar a una monarquía moderada a través de unas Cortes tradicionales, estamentales, refractarias a toda idea de igualdad jurídica. En su momento final, algunos diputados trataron de evitar su firma y jura del texto constitucional (el extremeño Pedro González Llamas, el vizcaíno Francisco Ramón de Eguía, el quiteño conde de Puñonrostro, el murciano Simón López García…), pero ante la amenaza de ser tenidos por indignos del nombre español y privados de todos los honores, prerrogativas, empleos o sueldos, acabaron haciéndolo. Entre una y otra, la primera protesta, ya lo hemos comentado, fue contra la declaración de soberanía nacional, aunque esta solo sumara veinticuatro votos (la abolición de la Inquisición, el 22 de febrero de 1813, tras un debate de entidad, alcanzó los sesenta opuestos). La segunda fue la libertad de imprenta, que los liberales debieron pactar asumiendo un procedimiento de control de la censura mediante juntas realmente engorroso y obstaculizador del derecho, aunque la inacción de la Junta Suprema dejó vía libre y propició la emergencia entonces de una primera opinión pública en España. En todo caso, la denuncia opositora fue radical. Como lo fue con motivo de los decretos de abolición de los señoríos, que produjeron por vez primera la movilización corporativa de los representantes de los aristócratas tratando de salvar al menos la propiedad de los mismos, aunque fuera a costa de perder la parte jurisdiccional, con el argumento de que una nobleza fuerte era el mejor límite de una monarquía absolutista. Su resistencia desde entonces fue tenaz. Finalmente, cuando en la segunda mitad de 1813 se debatieron la reforma de las órdenes regulares y la contribución única y directa, los inmovilistas cambiaron el carácter de su crítica. Si hasta entonces, como señaló Emilio La Parra, esta había sido de tono ideológico, de principios, ahora era sustituida por una defensa enconada de los privilegios amenazados de desaparición.

    El protagonismo reactivo del clero se acentuó, al punto de que las Cortes amenazaron con la expulsión del país del nuncio del Vaticano, monseñor Gabriele Maria Gravina —que en 1813 instó a los párrocos españoles a desobedecer la orden de lectura en las iglesias del decreto de abolición de la Inquisición—, del pertinaz obispo de Orense y del arzobispo de Santiago, por oponerse a cumplir sus mandatos legislativos. La oleada de sermones y publicaciones contra las Cortes se incrementó de forma extraordinaria, como ya había pasado en noviembre de 1810 al decretarse la libertad de imprenta. El partido de la reacción se manifestó más dinámico en la recta final del proceso constitucional, reactivando la literatura de combate. Si desde el inicio de la guerra contra los franceses esta había sido identificada por parte del clero como una cruzada, ahora la crítica se derivaba hacia las Cortes, aprovechando además el agotamiento de las economías populares después de una contienda sobre el terreno que las había dejado exhaustas a base de contribuciones y saqueos. Además, a pesar del tono populista de los discursos, las clases bajas tampoco estaban saliendo bien paradas de la experiencia constitucional: no habían conseguido el reparto de tierras, ni el control de los viejos señoríos, e incluso habían perdido parte de los comunales. Y aunque la opinión no era unánime entre el estamento eclesiástico, no hay que perder de vista que uno de cada tres diputados en Cádiz pertenecía a ese cuerpo (el doble casi que los grupos siguientes, los abogados y los funcionarios públicos). Marx y Engels, en La revolución en España, destacaban que, "asustados por la suerte que habían corrido sus hermanos en Francia, los clérigos fomentaron las pasiones populares en

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