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Transterrados: Dejar Euskadi por el terrorismo
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Transterrados: Dejar Euskadi por el terrorismo
Libro electrónico285 páginas3 horas

Transterrados: Dejar Euskadi por el terrorismo

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A lo largo de la historia se han dado diferentes formas de ostracismo, de “limpieza de la comunidad” para garantizar su pureza y homogeneidad. Aunque han sido habitualmente los poderes instituidos los que han promovido la expulsión de los individuos, otras veces han sido las propias comunidades las que han ejercido ese despotismo social. Una forma de segregación que, como manifiesta el fenómeno del transterramiento en el País Vasco, puede significar delación, injuria, coacción, denuncia, vigilancia, etc. El transterramiento ha sido uno de los mayores “logros” sociales del terrorismo en Euskadi y Navarra: la cifra de transterrados ha sido tan elevada —y diversa— que resulta imposible cuantificarla; descargó en el individuo particular la decisión de abandonar su lugar de vida, absolviendo a quienes la instigaron y sin generar repercusión social; silenció el padecimiento subjetivo y distorsionó la opinión del transterrado, al mismo tiempo que su victimización fue vista con desconfianza entre sus conciudadanos. En definitiva, el transterramiento permitió al terrorismo de ETA y su entorno desplegar su proyecto etnonacionalista exclusivo y excluyente. Un fenómeno que, pese a su envergadura —y esta es otra de las innumerables razones de su “éxito” e impunidad—, apenas es conocido y reconocido. Este libro, pionero en la cuestión, pretende abordar la dimensión colectiva de un problema que concierne a toda la sociedad y que permita reconocer a los transterrados (que sufrieron empresarios, profesionales, intelectuales, académicos, jueces, fiscales y abogados, políticos, periodistas, policías…) como agente social, para a partir de ahí empezar a reclamar alguna reparación ante tanto daño sufrido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2022
ISBN9788413525754
Transterrados: Dejar Euskadi por el terrorismo
Autor

Eduardo Mateo Santamaría

Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la UPV/EHU. Actualmente es el responsable de proyectos y comunicación de la Fundación Fernando Buesa Blanco Fundazioa. Obtuvo el VII Premio de Investigación Victimológica ‘Antonio Beristain’. Es coautor junto con Antonio Rivera de Fernando Buesa una biografía política. No vale la pena matar ni morir (2020), con quien también ha coeditado Verdaderos creyentes. Pensamiento sectario, radicalización y violencia (2018), El movimiento de víctimas del terrorismo (2021) y Transterrados. Dejar Euskadi por el Terrorismo (2022). Ha participado en las obras colectivas El asesinato social y el relato de las víctimas de ETA (2022) y El discurso de ETA, la internacionalización del terror y la ficción audiovisual (2022).

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    Transterrados - Eduardo Mateo Santamaría

    LA LIBERTAD DE LOS MODERNOS

    NO CONTEMPLA EL OSTRACISMO

    ANTONIO RIVERA BLANCO Y EDUARDO MATEO SANTAMARÍA

    Hace ahora dos siglos, en 1819, Benjamin Constant explicaba en el Ateneo de París la diferencia existente entre la libertad de los antiguos, la mitificada del mundo clásico, sobre todo griego —Atenas como inventora de la democracia—, y la libertad de los modernos, que todavía se estaba estrenando en ese momento y que se sometía entonces a los embates de la restauración posrevolucionaria. Es una lectura muy recomendable, sobre todo por dos razones. La primera es casi propagandística. Constant era un liberal convencido, que desgranaba en su pieza oratoria las ventajas de una ideología que viviría en ese siglo su verano de esplendor, hasta conformarse como el paradigma político de Occidente; paradigma que básicamente es el que hoy vivimos: la democracia liberal (o constitucional). La segunda tiene que ver con esto último: nuestro concepto de la democracia remite acrítica, instintiva y perezosamente a esas referencias clásicas, atribuyendo a la libertad de los modernos, de nosotros mismos, todos los males de su funcionamiento. Así, los antiguos harían verdad la etimología de la palabra democracia cuando en sus constantes asambleas ciudadanas discutían y acordaban el rumbo que debía adoptar la comunidad. Era, realmente, el gobierno del pueblo. El problema es que ese demos remitía a un pueblo muy sintetizado, del que no formaban parte las mayorías, tanto las mujeres como los esclavos; también es cierto que la democracia moderna mantuvo en el futuro, durante casi algo más de un siglo, semejante exclusión de la mitad femenina y de los muchos trabajadores, por ejemplo, en lo referido a los derechos de sufragio. Constant enfrentó en su exposición los criterios que dominaban las respectivas culturas políticas de antiguos y modernos para tratar de explicar cómo nuestra democracia, si no de más calidad que la clásica, era la que mejor se adaptaba a nuestro estilo de vida y a las funciones que otorgamos al espacio público y al privado de los ciudadanos.

    Centrémonos solo en lo que aquí interesa. Constant señalaba, por ejemplo, cómo aquella democracia directa de los privilegiados, la de la Atenas de Pericles, convivía con algo que a nosotros nos parecería inaceptable, como era la completa sumisión del individuo a la autoridad del conjunto social. La posibilidad de elegir culto (la libertad de conciencia) era una extravagancia en aquellos tiempos y a nadie se le pasaba por la imaginación que el individuo —no el grupo— tuviera derechos inalienables por el mero hecho de ser tal. Este combate entre el individuo y la comunidad nos ha acompañado a lo largo de los dos últimos siglos. Constant despotricaba aquí, por ejemplo, contra Rousseau (el de la voluntad general) y, sobre todo, contra el abate Mably, por seguir apostando por las libertades antiguas y creer que los ciudadanos debían estar completamente sometidos para que la nación fuera soberana y que el individuo debía ser esclavo para que el pueblo fuera libre. La ilusión de ambos hubiera sido no tener que limitarse al control de los actos, sino haber extendido este incluso al de los pensamientos, al de las intenciones o deseos ni siquiera verbalizados. La máxima alternativa de Constant aparecía unos pocos párrafos más adelante: La independencia individual es la primera necesidad de los modernos; por lo tanto, no hay que exigir nunca su sacrificio para establecer la libertad política.

    Sin duda, el ostracismo es la institución que mejor representa el derecho de la comunidad sobre los individuos en el concepto de libertad antigua. La comunidad ateniense o la de otras ciudades, como Argos, Mileto y Megara, podía decidir democráticamente el destierro de su espacio compartido de aquel ciudadano cuyas ideas no fueran las sustentadas por la mayoría en ese momento. No es que la ley lo expulsase tras demostrarse ante un tribunal que había contravenido la norma mediante un delito concreto, sino que era el criterio de la comunidad el que exiliaba al ciudadano, simplemente para mantener la pureza de su cuerpo social. Sócrates tuvo que elegir entre el ostracismo y el envenenamiento, acusado nada menos que de corromper a la juventud.

    A lo largo de la historia han sido habitualmente los poderes instituidos —y, sobre todo, el Estado en los tiempos modernos— los que han pasado por encima de los individuos y sus derechos. Pero, en muchas ocasiones, de la mano de esos Estados o incluso por su cuenta, han sido las comunidades las que se han arrogado la capacidad de decidir si un ciudadano podía o no formar parte de la misma, si la continuidad de su concurso, incluso sin haber contravenido ninguna norma, la consideraban negativa. La reiterada expulsión, por ejemplo, de las comunidades judías (o de las gitanas) de muchos lugares de Europa se hizo en la historia por decisión del poder establecido (v.g. el Edicto de Granada de 1492 de los Reyes Católicos o la Ley para la Restauración del Funcionariado Público Profesional de abril de 1933, a la que siguieron muchas más en la Alemania nazi), pero también con la iniciativa, protagonismo y responsabilidad del colectivo social en ausencia de aquel (Jan T. Gross nos contó el caso de Jedwadne, en Polonia, en su magnífico libro Vecinos). Cuando la comunidad se ha visto en peligro y ha optado por desprenderse de los elementos que contravenían su buscada pureza, se han cometido injusticias extraordinarias contra el derecho de cada persona a existir y a hacerlo conforme a sus particulares criterios, siempre que fueran respetuosos con los del conjunto. Los antiguos y su concepto de libertad podían hacerse cargo de ese mal consentido; los modernos sabemos que ahí empieza la suspensión del derecho.

    Las diferentes modalidades de ostracismo, de limpieza de la comunidad, se soportan en un concepto que nosotros asociamos a momentos de dictadura, pero no tienen por qué estar necesariamente ligadas a esta. Nos referimos al despotismo social. En su extremo puede significar delación, injuria, coacción, denuncia, vigilancia… La comunidad se instituye en una suerte de policía ubicua del pensamiento e identifica, denuncia y persigue a los que considera peligrosos para el colectivo. En los tiempos premodernos era característico de comunidades gobernadas por ideas estrictas y sectarias sobre la religión, por ejemplo. Por su parte, en los modernos ha solido ser un mecanismo complementario de las dictaduras de Estado, convirtiendo a cada ciudadano en un policía. Pero en determinados procesos sociales, también modernos, ha operado como expresión de una opción política o ideológica que se despliega para anular por completo la presencia y, sobre todo, la actividad a cualquier nivel de los que toma por enemigos. Los de la patria suelen ser un ejemplo clásico de lo que se dice.

    Si tomamos la idea de libertad de los modernos como un axioma indiscutible, habría que valorar si nos aproximamos también a la realidad del despotismo social en situaciones en que una mayoría social se plantea suspender mediante el uso de la misma —plebiscitariamente, por ejemplo— el derecho original que asistiría al conjunto de los ciudadanos, ahora convertidos en minoría por la circunstancia que sea. Ahí radica la diferencia entre el Estado de derecho y la democracia que tan sabia y pedagógicamente nos ha explicado tantas veces José María Ruiz Soroa (2017). En nuestra cultura política liberal, la mayoría solo puede decidir sobre cuestiones que no afectan a la autonomía de las personas tal y como está formu­­lada y protegida esta por la ley principal (la Constitución de cada país). Hay cosas que no se pueden ni siquiera discutir —mucho menos echar a votos— si suponen el menoscabo o desprecio de derechos básicos de los ciudadanos. No se puede votar si expulsamos de la comunidad a alguien que no nos gusta cómo es o lo que piensa o lo que hace, si no ha contravenido ninguna ley común. De esta manera, se protege un espacio amplio de convergencia de intereses y anhelos encontrados de diferentes ciudadanos, y no se somete su continuidad dentro de la comunidad a las turbulencias de un momento o a los criterios de una generación. Todo se puede discutir y aprobar en política conforme a la ley, salvo lo que convierte en imposible la vida de las personas, por mucho que los afectados sean solo una minoría (y por mucha mayoría que avale el desafuero). El Estado de derecho pesa y vale más que la democracia.

    En ese sentido, podríamos encontrarnos con personas que en un momento dado consideran invivible el entorno sociopolítico o sociocultural que se ha generado en su lugar tradicional. Si ese cambio se ha producido con arreglo a las leyes y con la decisión democrática de la ciudadanía, y si está en el ámbito de lo discutible políticamen­­te, los perjudicados se verán obligados a afrontar una suerte de exilio interior o exterior. Así, al verse desplazados de un contexto que no ven como suyo o al no poder hacer valer exigencias que se plantean para una plena vida social —v.g. los acreditativos informales para acceder a un cargo público—, su ciudadanía se verá muy resentida y seguro que se resignan a una condición de segunda, conscientes de que no pueden participar en el mismo plano de igualdad que el resto. Llevado a un plano todavía superior, pueden entender personalmente que su proyecto vital o el de sus familiares o próximos no es realizable en las condiciones que se han establecido en su país, y decidir por eso salir a otro lugar buscando otras posibilidades y perspectivas.

    El País Vasco del tardofranquismo, de la Transición y luego de los años de democracia y de autogobierno sufrió importantes transformaciones de su entorno sociopolítico y sociocultural. Mu­­chos vascos y vascas de origen o de adopción entendieron ese cambio como negativo y decidieron abandonar el país o quedarse en él convertidos en una suerte de durmientes; aquellos alemanes en Mallorca de los que habló una vez un líder político con escasa fortuna: ciudadanos con derechos, pero conscientes de que no podían acceder a determinadas responsabilidades públicas o que no podían reconocerse en la cultura política establecida, simplemente porque unas y otra habían evolucionado (o se habían degradado) en contradicción con sus criterios e intereses.

    Esos ciudadanos no formarían parte del grueso de los transterrados, por más que muchos se vean en la tentación de sentirse como tales. El transterramiento debe llevar implícita una coacción, una imposibilidad extrema para desarrollar una vida aceptable. Efectivamente, determinados contextos pueden ser coactivos sin tener que mediar violencia o una presión insoportable. Pero no hablamos de lo mismo; esas situaciones se producen en todos los lugares en la medida en que las sociedades son cambiantes y debido a que determinados procesos sociales —los nacionalizadores constituyen siempre el ejemplo perfecto— acotan hasta el extremo el espacio de autonomía de los ciudadanos, buscando una homogeneización comunitaria. El límite, por supuesto, es muy difícil de establecer y ello nos obligaría a analizar cada una de las situaciones.

    Pero aquí por transterrados nos estamos refiriendo a la precisión del subtítulo: Dejar Euskadi por el terrorismo. Curiosamente, el transterramiento constituye el mayor éxito del terrorismo, tanto en términos de logro como de cantidad de individuos vencidos, apartados de la comunidad al no someterse al proceso de homogeneización que aquel busca. El crimen o la coacción extrema del terrorismo es la quintaesencia de su capacidad para borrar del conjunto a los indeseados, para aplicar un ostracismo mortal, de apartamiento definitivo y sin remedio. Pero, por muy letal que sea el terrorismo, el número de sus víctimas mortales siempre será limitado. Sin embargo, el transterramiento alcanza a una cifra de personas tan abultada que resulta imposible cuantificarlo; deriva al sujeto particular la decisión de tirar la toalla y poner tierra de por medio, con lo que absuelve a quienes crearon el contexto propicio para ello; no responde sistemáticamente a una relación causa-efecto —el impacto directo de una amenaza o de una agresión cercana—, sino que incrementa la carga subjetiva en la resolución final de apartarse; lo logra de un modo silencioso, de manera que alcanza su éxito sin generar una repercusión social importante ni provocar alguna forma de resistencia consiguiente; debilita la cohesión de los otros porque no responden de la misma manera a las mismas presiones, lo que genera desconfianzas en ese cuerpo social victimizado; permite interpretaciones benignas entre la sociedad, que contempla cómo sus conciudadanos abandonan el territorio, al cargar sobre estos toda la responsabilidad y al no hacerla depender de situaciones extremas en todos los casos; silencia siempre e incluso distorsiona, porque el huido ve afectada y connotada desde ese momento su opinión (dice eso porque está encabronado)… El listado de razones de ese éxito es interminable.

    Y, constituyendo el triunfo por excelencia del terrorismo: limpiar el cuerpo social y hacerlo corresponder poco a poco con la homogeneidad de caracteres que se pretende —el terrorismo, y más si es etnonacionalista, es un proyecto extremo de sociedad exclusivista y excluyente—, poco o nada sabemos del transterramiento. De hecho, podemos decir sin temor a equivocarnos que este libro y el simposio¹ que lo ha generado son los primeros o de los primeros intentos por abordar en condiciones la cuestión. No es un hecho nuevo y el proceso es el mismo que ha afectado al paso de la victimización al reconocimiento y a la identificación de los afectados como sujeto social. También les costó a las primeras víctimas doce años comenzar a organizarse y aún más tiempo el reconocerse como un colectivo con padecimientos e intereses similares. En el caso de los transterrados, además de las dificultades para apreciar una condición común, nos encontramos con un colectivo que en ningún momento ha dado pasos en esa dirección; incluso más, muchos ni siquiera han apreciado las múltiples dimensiones de su victimización. De manera que no hay realidad en tanto que esta no se reconoce. Salvo aquellos y aquellas que tuvieron que salir del país como consecuencia directa e inmediata de una agresión flagrante, los demás presentan tal variedad de circunstancias, donde pesa tanto la apreciación subjetiva del temor y el miedo, o de la imposibilidad de llevar a cabo una vida normal, que no son demasiado conscientes de su condición de víctimas del terrorismo. Se insiste: de su condición prístina y pura de tal, porque el apartamiento del cuerpo social —y más si se hace con un argumento de voluntariedad, por muy forzada que sea— constituye el objetivo primero y último del terrorismo.

    Sin duda, algunos debates y afirmaciones desmedidas acerca del número de los transterrados han desvirtuado la cuestión que tenemos entre manos, al tratar de convertir en argumento político —y a veces partidario— a un colectivo que ni siquiera se veía (ni se ve) como tal. En los primeros años de terrorismo, en el tardofranquismo y la Transición, la salida del país a renglón seguido del atentado (o de la continua amenaza a los empresarios) hizo que la condición de transterrado quedara subsumida en la superior o más completa de víctima; era, simplemente, una dimensión más de ello. Sin embargo, en una segunda fase, ya en los noventa y dos mil, cuando la salida del país era consecuencia de una coacción ubicua, más a cargo del entorno terrorista que de la propia organización, y cuando esta realidad alcanzó una cierta masividad y diversidad de afectados, la percepción específica de la condena al ostracismo creció. La notoriedad de algunos de los afectados, que actuaban como portavoces informales de un cuerpo social mayoritario y agredido —o, de manera más específica, como opositores de las lógicas nacionalistas que servían de entorno a los terroristas—, hizo que las salidas se tomaran como lo que eran: otra dimensión del crimen social que estaba viviendo el país.

    Sobre todo, en esta segunda fase, cuando la víctima era cada vez más de los nuestros, cuando se le reconocía sin ambages la condición de miembro de la comunidad, se apreció la sangría de capital social que se estaba produciendo. Empresarios, profesionales, intelectuales, académicos, jueces, fiscales y abogados, periodistas… fueron algunas de las profesiones afectadas y su desaparición, siempre difícil de cuantificar, afectó al músculo del país, a su capacidad para ser más plural, con las ventajas que ello supone, o, simplemente, a la conveniencia de tener cuantas más personas formadas mejor. Se ha abordado la cuestión, por ejemplo, para referirse a la pérdida de vocaciones empresariales o a la tasa de reposición generacional de las empresas (o a los comportamientos forzados de esa clase social). También se recuerdan algunas realidades —la escuela de Filosofía de Zorroaga, por ejemplo— que de prometedoras pasaron a inexistentes, a exiladas, gracias a los efectos de la coacción y del

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