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Mundos posibles poéticos: El caso de Patria: el pueblo, la novela, la serie
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Mundos posibles poéticos: El caso de Patria: el pueblo, la novela, la serie
Libro electrónico546 páginas7 horas

Mundos posibles poéticos: El caso de Patria: el pueblo, la novela, la serie

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Este libro coral es fruto del estudio y la discusión colegiada entre sus autores a lo largo de tres años. Se trata, a la vez, de un libro de crítica (literaria, audiovisual) y de teoría poética. Nuestro objeto de estudio es el universo ficcional de Patria (Aramburu, 2016; HBO España, 2020) y, al hilo de las necesidades de ese estudio particular, hemos revisado e inventado las categorías necesarias para una adecuada interpretación de las obras. Por ejemplo: utilizamos la noción de “mímesis de vigencias sociales” —entre ellas, la del silencio— para profundizar en el modo en que la serie y la novela nos permiten revivir y comprender la enrarecida atmósfera que se respiraba en el País Vasco durante los años del terrorismo. La recepción cultural de la inspiradora obra de Aramburu, las lecturas de la novela y de la serie televisiva y la reflexión teórica sobre los mundos posibles poéticos aparecen hermanados en estas páginas con dos objetivos: primero, contribuir a la gran conversación sobre el terrorismo de ETA; y segundo, aportar una metodología para explorar y aprovechar el valor especulativo y práctico, las posibilidades de reflexión ética y social, de los mundos posibles poéticos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 abr 2023
ISBN9788413527086
Mundos posibles poéticos: El caso de Patria: el pueblo, la novela, la serie
Autor

Álvaro Abellán-García Barrio

Licenciado en Periodismo (Universidad Complutense de Madrid, premio extraordinario de licenciatura), máster en Filosofía y doctor en Humanidades y Ciencias Sociales. Docente y coordinador del Grupo Estable de Investigación Imaginación y Mundos Posibles en la Universidad Francisco de Vitoria. Alimenta el blog dialogicalcreativity.es y ha publicado Yo siempre vi un sombrero. Encuentros con El Principito (Editorial UFV, 2022).

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    Mundos posibles poéticos - Álvaro Abellán-García Barrio

    Introducción

    Álvaro Abellán-García Barrio

    La pretensión que alimenta este volumen es programática. Se trata de exponer la actualidad y el imaginado porvenir que anima los trabajos de la comunidad de investigadores reunida en el Grupo Estable de Investigación Imaginación y Mundos Posibles¹. Buscamos una teoría de los mundos posibles poéticos capaz de afrontar el estudio de dispositivos culturales² de muy diversa especie —entre otros: libros, fotografías, cómics, cinemática, videojuegos, edificios, ciudades— acreditando las posibilidades especulativas y prácticas que esos artefactos, al constituirse imaginativamente como mundos posibles que proyectan la acción humana, tienen para el desarrollo de la vida social y personal.

    Nuestra investigación es especializada en cuanto que se ocupa de una serie de elementos y problemas comunes y esenciales de todo mundo posible poético. Es también una investigación interdisciplinar por cuanto convoca, para cualquier aplicación particular, al conjunto de disciplinas propias de cada especie de dispositivo cultural. Nuestra investigación integra también tres momentos: teórico, práctico y productivo. Es investigación teórica en cuanto que, fruto de la observación disciplinada, propone una matriz que integra cada dispositivo cultural en su contexto vital de producción y recepción, buscando ampliar el horizonte de comprensión del mundo posible que nos propone. Nuestra investigación es práctica por desbrozar vías de interpretación con aplicación personal y social, gracias a la recepción de cada mundo posible. Finalmente, esta investigación es poética o creativa al identificar elementos y problemas esenciales para la constitución de dispositivos culturales como mundos posibles poéticos. En este volumen damos cuenta solo de sus dos primeros momentos, cuya comprensión resulta útil para el tercero.

    Este no es un libro colectivo, sino coral. Ha sido elaborado mediante el estudio y la discusión colegiada entre sus autores a lo largo de tres años. Parafraseando a Gerard Genett en su Figures III (1972), es a la vez un libro de crítica (literaria, audiovisual) y de teoría poética. Nuestro objeto de estudio es el universo ficcional de Patria (Aramburu, 2016; HBO España, 2020) y, al hilo de las necesidades de ese estudio particular, hemos revisado e inventado las categorías necesarias para una adecuada hermenéutica de la obra. Ese trabajo hermanado del análisis de obras culturales y de construcción teórica es fruto de las prácticas hermenéuticas de los investigadores y queda integrado, junto con los estudios de recepción de la obra, en el marco teórico de la teoría dialógica de la comunicación.

    Los resultados de nuestras investigaciones se presentan agrupados en tres secciones. En primer lugar, ofrecemos nuestros trabajos sobre la recepción de la obra. Roncesvalles Labiano sitúa la novela Patria y la serie homónima en el contexto de la historia de la ficción sobre ETA y sus víctimas (capítulo 1). Victoria Hernández ofrece un panorama de la recepción de la novela de Aramburu en la prensa generalista española (nacional y regional), en el mundo académico y en otras creaciones culturales, como es el caso de la serie de HBO España y del cómic de Toni Fejzula (capítulo 2). Arturo Encinas y Victoria Hernández presentan los resultados en el cambio de percepción de alumnos universitarios sobre la historia de ETA obtenidos mediante un proyecto de innovación docente desarrollado en dos asignaturas del grado en Comunicación Audiovisual durante el año 2021 (capítulo 3).

    La segunda sección de este volumen presenta los resultados de nuestras prácticas hermenéuticas sobre la novela y la serie. Íñigo Urquía examina la mímesis del cambio en las vigencias sociales que opera la novela a consecuencia de la aparición del terrorismo en el País Vasco (capítulo 4). Lucía Gastón y Roncesvalles Labiano hacen un trabajo similar, centrándose esta vez en la evolución del silencio social en la serie de HBO España (capítulo 5). La noción de vigencia social, tomada de la filosofía de la sociedad de José Ortega y Gasset y Julián Marías, muestra un rendimiento notable para explicar la singularidad literaria y audiovisual de Patria, e introduce una noción poética que permite comparar el tratamiento de lo social en ambos dispositivos culturales. Juan Rubio y Arturo Encinas examinan el papel de Bittori como intrusa benefactora en la serie televisiva (capítulo 6). Finalmente, María Ruiz, Paloma Renedo y Arturo Encinas nos muestran un detallado análisis narrativo de la novela y la serie, un trabajo hermenéutico preliminar, meramente descriptivo, que rara vez suele publicarse, pero que ofrecemos para mostrar el tipo de trabajo necesario para identificar convergencias y divergencias en el tratamiento de una misma historia en dos dispositivos culturales diferentes (capítulo 7).

    En la tercera sección, Álvaro Abellán-García evidencia tanto los presupuestos teóricos como el utillaje conceptual elaborado para abordar los trabajos de las secciones anteriores. Cada método de investigación se ajusta no solo al objeto de estudio, sino también a la cosmovisión de cada comunidad de investigadores y a las ideas que comparten sobre su disciplina. Explicitar y discutir estos presupuestos guía el trabajo de la crítica, que ha de ser, en primera instancia, autocrítica. El mejor modo de explicitar nuestros presupuestos y de participárselos al lector es discutir con la tradición y la actualidad de la disciplina, al modo de la hermenéutica dialogal ensayada por Gadamer (1992). El capítulo 8 presenta la vigencia y actualidad de la poética clásica en diálogo con disciplinas contemporáneas que, a menudo, se ocupan de los mismos dispositivos culturales, si bien desde perspectivas diversas. El capítulo 9 esboza las relaciones entre la poética y la teoría dialógica de la comunicación, tratando de superar el tradicional divorcio entre las teorías de la comunicación del siglo XX y los estudios artísticos. El capítulo 10 revisa algunas nociones nucleares de la Poética de Aristóteles, corriendo su deficiente recepción por buena parte de los estudios contemporáneos y ampliando su alcance, haciéndolas operativas para el estudio de dispositivos culturales contemporáneos. Finalmente, el capítulo 11 presenta nuestra particular aproximación a los mundos posibles poéticos en diálogo con las otras tradiciones intelectuales que han aplicado esta noción al estudio de la ficción contemporánea.

    A lo largo de esta obra remitimos con frecuencia, más que a citas aisladas, a obras o grupos de obras y autores para evidenciar la tradición intelectual que sustenta nuestro trabajo y nuestra singular posición en ella. El lector atento descubrirá que conviven, entre las diversas utilizadas, fuentes que datan de la época clásica hasta la contemporánea, algunas separadas en el momento de su concepción por más de 2.000 años. La perspectiva teórica que ofrecemos es, sin embargo, unitaria, reactiva al mero eclecticismo. Tratamos de respetar la tradición filosófica y poética occidental aun allí donde una parte importante de la modernidad introdujo una ruptura. Lo hacemos por dos buenas razones. La primera es que los estudios clásicos, frente a la hiperespecialización moderna, ofrecen una visión integral de los fenómenos culturales que estudiamos y de su relación con el conjunto de la vida humana. Dicho de otra forma: las nociones generales clásicas, debidamente revisadas, actualizadas y ajustadas a cada caso, nos permiten abarcar mucho más campo —en la diversidad de dispositivos culturales, en su horizonte histórico, en su alcance vital— que algunas nociones modernas ininteligibles e incomunicables fuera de su restringida parcela de aplicación. La segunda razón, íntimamente conectada con la primera, es evitar el babel de buena parte de la investigación actual, que dificulta trabajos interdisciplinares como el que aquí proponemos.

    Queremos huir del adanismo que pretende descubrir la pólvora a cada paso; pero también del tradicionalismo que considera que no hay nada nuevo bajo el sol ni en la cultura ni en la investigación sobre la misma. Incorporamos al acervo clásico todas las nociones del pensamiento contemporáneo necesarias para comprender la cultura de nuestro tiempo, explicitando, si es el caso, en qué modifican estas el punto de vista clásico, o en qué modificamos nosotros esas nociones al incorporarlas a nuestra investigación. Si a menudo no recurrimos a ejemplos, obras y terminología académica de vanguardia no es por desapego a la misma, sino porque consideramos que otros casos o nociones están más asentados, son más compartidos y parecen garantizar mejor la inteligibilidad de esta reflexión, para que no sea flor de un día y pueda formar parte del bagaje cultural del lector de las próximas décadas.

    Parte I

    RECEPCIÓN DE LA OBRA

    Capítulo 1

    Breve historia de la ficción en torno al terrorismo vasco

    Roncesvalles Labiano Juangarcía

    Una sociedad, decía Julián Marías en La estructura social. Teoría y método, está definida por la comunidad de ciertas vigencias básicas que determinan la conducta en sus rasgos generales (Marías, 1955: 88). Son creencias, ideas, usos, costumbres, valoraciones, preferencias, etc. que aparecen en el entorno social y con las que uno debe contar. Pero las vigencias no son permanentes, inamovibles. Nacen y mueren, se suceden unas a otras, y de ese modo cambian también las sociedades.

    En las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI, una de las realidades con las que la sociedad española, y en especial la vasca, debía contar era el terrorismo de ETA. La organización Euskadi Ta Askatasuna (ETA, Euskadi y libertad en euskera) nació a finales de los años cincuenta y entre 1968 y 2010 dejó en torno a 850 muertos —las cifras oscilan entre los 845 que cita el Informe Foronda (López Romo, 2014) y los 856 que señala la Fundación Víctimas del Terrorismo en su página web (FVT, s.f.)— y 2.597 heridos (Jiménez y Marrodán, 2019), además de 86 secuestrados (Llera y Leonisio, 2015) y cientos de amenazados, una parte de los cuales abandonó su tierra para escapar y tratar de vivir en libertad.

    La violencia terrorista de ETA nació de un sistema de ideas articuladas en torno a una pretensión independentista. Los integrantes de la organización justificaban el uso de la fuerza sobre la idea de la existencia de un contencioso o conflicto vasco: Una contienda étnica en la que los invasores españoles y los invadidos vascos llevarían enzarzados desde hace centurias (Fernández Soldevilla, 2016: 24).

    En su libro La voluntad del gudari, en el que se acerca a los orígenes intelectuales de la narrativa de ETA, el historiador Gaizka Fernández Soldevilla explica que el éxito de todo relato nacionalista descansa en una narración de la historia de la nación que sigue una estructura triádica repetida en toda retórica de este tipo. En primer lugar, un pasado glorioso en el que la patria era independiente, homogénea, feliz y diferente a sus vecinos. Pero llega un momento en que esa situación se rompe por la intervención de un agente interno o externo, un enemigo culpable, un ellos distinto al nosotros. La nación, antes gloriosa, se convierte en una víctima inocente con derecho a recuperar lo que es suyo. El segundo momento es un presente en decadencia: la patria está al borde de la desaparición, ha perdido su autogobierno y sus señas de identidad. Y la culpa es, sobre todo, del enemigo. Ante esa amenaza, es preciso hacer algo para liberar y regenerar la patria, para recuperar lo que se perdió injustamente y para llegar así a un futuro utópico, que sería el tercer paso de la narrativa nacionalista. Para alcanzar ese futuro glorioso existen distintas posibilidades: la vía política, la sindical, la guerrilla, el terrorismo… Cada grupo escogerá la suya (Fernández Soldevilla, 2016: 25-31).

    La narrativa del nacionalismo vasco —que, según señala Fernández Soldevilla, encaja a la perfección en este modelo— comenzó a desarrollarse a finales del siglo XIX con Sabino Arana, fundador del Partido Nacionalista Vasco (PNV). Para Arana, la nación vasca habitaba en su origen cuatro estados euskerianos independientes caracterizados por la pureza racial, el cristianismo, la democracia foral y la armonía social. Una libertad que era periódicamente atacada por distintos enemigos, hasta que fue definitivamente perdida en la conquista por la nación española en el siglo XIX (guerras carlistas). Para recuperar la independencia original y regenerar la patria, el instrumento propuesto por Arana era la lucha política y, en concreto, el PNV, que se erigía en representante del pueblo vasco agredido (Fernández Soldevilla, 2016: 31-36).

    A partir de ahí, la narrativa nacionalista siguió desarrollándose y extendiéndose, aunque distintos grupos plantearon lecturas divergentes: mientras el PNV optó por lo general por una postura posibilista y gradualista, otras facciones más radicales se decantaron por una perspectiva más belicista. En esa línea se situaron grupos como PNV-Aberri (Patria, en euskera) y Jagi-jagi (Arriba-arriba), dos escisiones del PNV de los años veinte y treinta, y, más tarde, ETA.

    Sobre esos mimbres, el nacionalismo fue modificando el sistema general de vigencias del País Vasco. Ese sistema, según plantea Marías, ejerce presión sobre los ciudadanos, pero eso no significa que no exista la posibilidad de disentir, pues ya señalaba el filósofo que ante las vigencias se pueden tomar muy diversas actitudes, una de ellas, por supuesto, discrepar (Marías, 1955: 102). Y así sucedió poco a poco con el nacionalismo vasco. Las siguientes palabras del presidente de la Euskaltzaindia (Real Academia de la Lengua Vasca) entre 1970 y 1988 Luis Villasante, recogidas en un artículo de opinión firmado por el entonces portavoz del Gobierno vasco del PNV Josu Jon Imaz, lo ilustran a la perfección: [Sabino Arana] Ha aportado sobre todo una fuerza que se siente realmente presente y que ha sacudido hondamente la conciencia del país. Fuerza que se siente operante aún en los que le combaten (Imaz, 30 de noviembre de 2003).

    Entre aquellos que discrepaban con el sistema de vigencias nacionalista se dieron también distintas actitudes. Hubo quienes discrepaban en silencio o solo expresaban su oposición a ciertas vigencias en privado, otros disentían activamente participando en la vida política, pero también hubo quienes optaron por responder con violencia. Entre estos últimos se encontraban grupos terroristas de ultraderecha como el Batallón Vasco Español (BVE) o la Alianza Apostólica Anticomunista (AAA o Triple A), que actuaron a finales de los setenta y comienzos de los ochenta. Más tarde, entre 1983 y 1987, lo hicieron los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), agrupaciones parapoliciales que trataron de plantar cara a ETA tomando sus mismos métodos. Como señala López Romo, los efectos de los GAL acabaron volviéndose contra sus promotores e hicieron un extraordinario daño a la lucha contra el terrorismo etarra, poniendo en cuestión al Estado y sus instituciones (López Romo, 2014: 66). La actuación de estos grupos contribuyó a la consolidación del núcleo social de apoyo a ETA, sirvió para reforzar la idea de que la violencia etarra respondía a una agresión y, en consecuencia, fortalecieron el discurso del conflicto histórico.

    La extensión de las ideas nacionalistas, en cualquier caso, modificó el sistema de vigencias imperantes. Y algunas de ellas fueron alimentadas por la aparición y el desarrollo de la violencia de ETA. También hubo otros grupos afines a la organización o a sus objetivos que ejercieron la violencia, pero poco a poco fueron desapareciendo o integrándose en ella. Una de las vigencias más relevantes fue el silencio, que se puede considerar un uso generado por la presión del sistema de vigencias nacionalista, pero, sobre todo, por el escenario que impuso el terrorismo etarra. Ese silencio caracterizó durante años la respuesta general a las acciones de ETA, tiempo durante el cual el rechazo al terror era solo ocasional y las víctimas de la organización quedaban marginadas. Muy poco a poco, el sistema de vigencias fue cambiando y ese silencio fue suplantado por una nueva actitud de repulsa al terrorismo y de atención y reconocimiento a los damnificados.

    Ese proceso se desarrolló a lo largo de varias décadas y se puede percibir tanto en los acontecimientos históricos como en la producción cultural, también en la ficción. No en vano dice Marías que las buenas novelas son los medios más eficaces de penetrar en estructuras sociales ajenas (Marías, 1955: 123), o sea, de conocer las vigencias que conforman una sociedad. Por eso, el objetivo de este capítulo es revisar el nacimiento, desarrollo y sucesión de las vigencias del silencio y la estimación de las víctimas del terrorismo de ETA a la luz de los principales acontecimientos históricos y, muy especialmente, de la producción cultural de ficción en torno al terrorismo y la violencia en Euskadi. Ese contexto histórico y ficcional permite comprender y valorar mejor la irrupción de Patria, la exitosa novela que Fernando Aramburu publicó en 2016, y su aportación. Un análisis más pormenorizado de las vigencias en Patria se ofrece en los capítulos 4 y 5 de esta monografía, dedicados respectivamente a la novela y a la serie basada en ella y producida por HBO.

    1. El silencio y la indiferencia hacia las víctimas de ETA

    En contra de lo que muchos pudieron imaginar, la llegada de la democracia a finales de los setenta no trajo consigo el final de la violencia de ETA, sino todo lo contrario. Si entre los años 1968 y 1975 la organización asesinó a 45 personas, entre 1976 y 1982 dejó 375 víctimas (López Romo, 2014), dos tercios de ellas entre 1978 y 1980, los conocidos como años de plomo, en los que además de ETA actuaban otros grupos afines y los mencionados grupos terroristas de ultraderecha.

    ETA tenía en el punto de mira a los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, pero también atacaba a personas acusadas de colaborar con la policía, civiles señalados como españolistas, acusados de participar en la guerra sucia o militantes de partidos políticos como Alianza Popular (AP) y Unión de Centro Democrático (UCD), amén de otro tipo de enemigos ideológicos, entre ellos, el periodista José María Portell, asesinado en 1978. El sector empresarial también sufría el azote del terrorismo, sobre todo en forma de secuestros y extorsión. La violencia continua —se llegó a contar un atentado cada dos días y un asesinato cometido por algún grupo terrorista cada cinco (Domínguez Iribarren, 2006: 284)— creó el caldo de cultivo apropiado para que se extendiera el temor y, con él, el uso del silencio (Domínguez Iribarren, 2003).

    Pero ese uso del silencio no se debía solo al miedo como tal —un temor que no era percibido por igual por todos los sectores sociales, sino principalmente por los no nacionalistas y en especial por los votantes de derechas (Llera y Leonisio, 2017), y que derivaba tanto de la posibilidad de resultar afectado directamente por el terrorismo como del miedo a ser expulsado de una comunidad, al aislamiento social—, también hundía sus raíces en la falta de estima hacia las primeras víctimas.

    Como se ha apuntado, la mayor parte de los damnificados por ETA y otras organizaciones en aquellos años pertenecían a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y, durante mucho tiempo, su asesinato se produjo ante la más sonora de las indiferencias, en palabras de Edurne Uriarte (Uriarte Bengoechea, 2003: 139). La politóloga explica que aquello se debía fundamentalmente a tres culpabilidades que se achacaban a estos grupos. En primer lugar, a su condición de herederos del franquismo, una imagen a la que contribuían las actuaciones desproporcionadas por parte de algunos de sus miembros, que dejaron varios muertos. En segundo lugar, a la idea de que formaban parte de los considerados aparatos represivos del Estado. Y, en tercer lugar, y en buena medida como derivación de las dos anteriores, se consideraba que los miembros de estos cuerpos habían asumido esos riesgos como parte de su profesión (Uriarte Bengoechea, 2003: 139). Además, normalmente se trataba de personas que habían llegado al País Vasco desde otras regiones de España y muchas veces residían en viviendas apartadas del resto. A ello se sumaba el hecho de que ETA y su entorno acentuaban el alejamiento a través de la deshumanización, con el uso de términos como madero o txakurra (perro en euskera) para referirse a ellos, y se les consideraba no de forma individual, sino como parte de un grupo represor y representante de un Estado opresor.

    Todo ello acrecentaba la lejanía social y alimentaba la indiferencia y, en consecuencia, el silencio ante la violencia contra ellos y, por extensión, contra todas las víctimas de ETA. Era el momento del famoso algo habrá hecho. Además, muchos ciudadanos —no solo en el País Vasco— conservaban aún la simpatía —o al menos la tolerancia— hacia una organización que había atacado al franquismo y con la que compartían la idea del nacionalismo vasco y la pretensión de que Euskadi se convirtiera en un estado independiente.

    Por otra parte, el final de la dictadura trajo, aunque de manera muy paulatina, una mayor libertad de expresión y creación. A partir de 1975, los cineastas comenzaron a ver la posibilidad real de producir películas sobre temas políticos y las trabas a la publicación de obras literarias se fueron reduciendo. A ello se sumó la ampliación de competencias que el Estatuto de Autonomía de 1979 otorgó al Gobierno vasco y que facilitó la puesta en marcha de medidas encaminadas a la promoción del euskera, que afectarían, sobre todo ya en los ochenta, a la producción cinematográfica y literaria.

    Los primeros largometrajes cinematográficos que abordaron directamente el tema del terrorismo y la violencia en Euskadi fueron obras como El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979), Operación Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979) o La fuga de Segovia (Imanol Uribe, 1981). Se trataba de recreaciones más o menos ficcionadas y documentales que abordaban sucesos reales muy conocidos ocurridos entre 1970 y 1976. Todos ponían en el centro acontecimientos que fueron hitos en la historia de ETA y que la fortalecieron como símbolo de la lucha contra el régimen de Franco: el proceso de Burgos, el asesinato del presidente del Gobierno franquista Luis Carrero Blanco o la fuga de presos de la cárcel de Segovia. En esos largometrajes centrados en ETA, la presencia de las víctimas de la organización era escasa y, cuando aparecían, era en un plano secundario, como detalles del contexto histórico o como objetivos pasivos de los éxitos de ETA (Labiano, 2018).

    Además de los largometrajes centrados en la organización, desde finales de los sesenta se rodaron otras películas —largometrajes y cortometrajes— con referencias más o menos directas a la situación del País Vasco, a la identidad del pueblo vasco e incluso a ETA. La mayoría de estos títulos, como recoge De Pablo (2017), contribuyeron a reforzar la idea de un pueblo vasco diferenciado que se encontraba oprimido y era víctima de una violencia histórica por parte del Estado español. Algunas cintas buscaron apoyar la autodeterminación del pueblo vasco a través referencias al territorio, las costumbres y el folclore, como hicieron el filme Ama Lur (Fernando Larruquert y Néstor Basterretxea, 1968), que exaltaba la idea de la nación vasca diferenciada, o la serie documental Ikuskak (Antxon Eceiza y Luis Iriondo, 1979-1985). El propio Eceiza, director ligado a la izquierda nacionalista vasca, confirmó que con la serie buscaban sentar las bases de un cine nacional vasco (citado en De Pablo, 1995: 85) y que esa era la forma que tenían los cineastas de contribuir a la lucha por la libertad de Euskadi (De Pablo, 2017: 58). En definitiva, se puede decir que el cine de estos primeros años reflejaba y contribuía a reforzar las vigencias del momento: la idea del nacionalismo, la pretensión de independencia del pueblo vasco y también la falta de estimación hacia las víctimas de ETA.

    Tampoco la narrativa literaria de aquellos años prestó demasiada atención a los damnificados por la organización terrorista. El primer título que abordó el tema de ETA fue Cien metros (Ramón Saizarbitoria, 1976), una novela breve que cuenta los últimos minutos de vida de un integrante de la organización que huye de la policía por la parte vieja de San Sebastián hasta que cae abatido en la plaza de la Constitución, en aquel momento plaza del 18 de Julio. El relato de la persecución, contada por el propio perseguido, se intercala con escenas de su vida y con el relato del violento interrogatorio a un joven al que la policía intenta relacionar con el etarra caído. El protagonismo, como en la mayor parte de las obras en torno a ETA publicadas en aquellos años, es del joven miembro de la organización terrorista, que en este caso acaba muerto a tiros por la policía. Las víctimas a las que se representa directamente son las de la violencia policial.

    Aunque esa era la tónica general, hubo algunas excepciones que pueden verse como un impulso para el surgimiento de vigencias de estimación hacia las víctimas, en estado todavía muy embrionario. El escritor Raúl Guerra Garrido, madrileño de nacimiento y vasco de adopción —se trasladó a San Sebastián a finales de los años sesenta—, comenzó a prestar atención a lo que podían sentir los damnificados por ETA en sus novelas en torno al terrorismo en el País Vasco. En 1977 publicó Lectura insólita de El capital, galardonada con el Premio Nadal de novela de 1976. Casi una década antes, en 1968, el autor había recibido el Premio Ciudad de San Sebastián por un relato titulado Con tortura, que denunciaba esa realidad a través de la narración de la tortura brutal a la que varios hombres, se intuye que militares, someten a otro. ¿Dónde están? ¿Cuántos son?, le repiten una y otra vez mientras le amenazan y golpean. El protagonista, muerto de miedo, ni siquiera sabe de qué le están hablando (Guerra Garrido, 1979).

    Lectura insólita de El capital (1977) fue la primera obra del escritor centrada en el terrorismo de ETA y relata el secuestro de un industrial vasco, José María Lizarraga, que lee El capital de Marx mientras piensa en su pasado, su futuro incierto y mientras conversa con uno de sus captores. La narración cronológica del secuestro se intercala con las voces de vecinos, familiares y trabajadores de su empresa que son entrevistados por un escritor que trata de reconstruir la figura y la vida del empresario y que sirven, en definitiva, para ahondar en varias etapas y temas de la historia del País Vasco, como la inmigración o la industrialización. Cuatro años después, en 1981, Guerra Garrido publicó La costumbre de morir, que volvió a poner en el centro a la víctima del terror. Esta novela cuenta la meditada venganza que un joven, hijo de un asesinado por ETA, pretende llevar a cabo contra quien mató a su padre. Por primera vez, se plantea la posibilidad de venganza por parte de las víctimas, un tema que volverá a aparecer en obras de ficción posteriores y que se encuentra alejado del comportamiento ejemplar que han tenido los damnificados por ETA en la vida real.

    Por otra parte, en 1980, treinta y tres personalidades vascas vinculadas a la cultura, entre las que figuraban nombres como Eduardo Chillida o Agustín Ibarrola, rasgaron el silencio general con la firma de un manifiesto colectivo crítico con la violencia de ETA —entonces dividida en dos ramas—, aunque sin mencionar las siglas de la organización. En el documento hablaban de muertes crueles y encarnecimiento en atentados contra personas, pero además hacían alusión directa a que todo ello estaba protegido por la ley del silencio y la complacencia (González, 1980). Este manifiesto es una de las muestras más tempranas y evidentes de resistencia al sistema de vigencias imperante, en especial a ese uso del silencio y la complacencia ante la violencia que azotaba Euskadi.

    A esas primeras voces en la cultura se sumó la aparición de las primeras asociaciones de víctimas: la pionera fue la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT), una organización de carácter asistencial que nació en 1981 con el fin de apoyar a los afectados por la violencia terrorista. Asimismo, a mediados de los ochenta comenzaron a surgir agrupaciones cívicas, como Gesto por la Paz, que empezaron a salir a la calle para mostrar su oposición al uso de la violencia y tratar de concienciar a la sociedad del problema que aquella suponía. Lo hacían a través de concentraciones silenciosas de quince minutos tras cada muerte relacionada con el terrorismo y la violencia en el País Vasco, manifestaciones que pasaban a ser semanales cuando había algún secuestrado.

    El rechazo al terrorismo tuvo su reflejo también en el ámbito político: en 1988, todas las formaciones con representación en el Parlamento Vasco —no nacionalistas y nacionalistas—, a excepción de Herri Batasuna (HB), firmaron el Pacto de Ajuria Enea. Como señala Florencio Domínguez, ese acuerdo reforzaba las movilizaciones sociales contra el terrorismo y contribuía a aminorar las consecuencias de la espiral del silencio, de modo que conllevaba un efecto de legitimación social de las opciones políticas no nacionalistas (Domínguez Iribarren, 2003: 74-75).

    En el ámbito cultural, avanzada la década de los ochenta y recién estrenados los años noventa, ya era posible encontrar obras de cine y literatura claramente críticas con el empleo de la violencia terrorista —como Ander eta Yul (Ander y Yul, Ana Díez, 1989), Etorriko haiz nirekin (¿Vendrás conmigo?, Mikel Hernández Abaitua, 1991) o Sombras en una batalla (Mario Camus, 1993)—. Sin embargo, eran todavía excepcionales las que mostraban una clara estimación hacia las víctimas de ETA y una denuncia directa del silencio. Esos rasgos aparecen en películas como Sombras en una batalla, pero donde se desarrollan con mayor plenitud es en la novela La carta, de Raúl Guerra Garrido (1996, original de 1990). En ella se relata la historia de Luis Casas, un empresario que el día de su cincuenta cumpleaños recibe una carta en la que la organización terrorista le exige el pago de cincuenta millones de pesetas. Desde ese momento, el miedo, la paranoia y la soledad se apoderan del protagonista, que trata de encontrar una solución y que acabará destruido. En la novela se abordan sin tapujos problemas como el miedo, el silencio social, la normalización y la justificación de la violencia y el desamparo de las víctimas.

    Antes de publicar la obra, el autor se planteó si era seguro hacerlo: incluso estaba decidido a quemar el texto original si su mujer prefería que no lo publicara, lo que expresa bien su combate personal frente a las vigencias que quería combatir. Prueba, seguramente, de que ese miedo y silencio que describía la novela eran todavía vigentes. Pero es significativo también que, a pesar de todo, Guerra Garrido decidiera escribir y sacar a la luz esta novela, cuya publicación hace evidente que poco a poco se iba rasgando la vigencia del silencio, que iba dando paso a su vez a la vigencia naciente de estimación a las víctimas y atención a su sufrimiento.

    2. La era de las víctimas

    A principios de los noventa ya es evidente que el sistema de vigencias está cambiando: hay movilizaciones contra la violencia en las calles —aunque todavía minoritarias— y la fuerza nacionalista vasca mayoritaria, el PNV, se ha posicionado en contra del terrorismo en un acuerdo que le acerca a los partidos no nacionalistas y que deja sola a la izquierda nacionalista radical en su justificación de la violencia de ETA. La organización y su entorno perciben que están perdiendo espacio y reaccionan con un viraje en su estrategia, que se concretará en la llamada socialización del sufrimiento (véase Domínguez Iribarren, 2003: 218 y ss.; López Romo, 2014: 88-89). Estaba basada en la generalización de la intimidación social a través de la conocida como kale borroka (violencia callejera) y la violencia de persecución contra enemigos ideológicos, en el asesinato de cargos políticos, figuras del mundo académico, judicial… y en el ataque directo al nacionalismo moderado. Esta estrategia, que ETA adoptó a partir de 1995, llevó a que sus acciones afectaran cada vez a más sectores de la sociedad. El objetivo final era abrir una brecha entre nacionalistas y españolistas, algo que materializó en el Pacto de Estella firmado por PNV, EA, HB, IU y colectivos sindicales y sociales nacionalistas en 1998.

    Un año antes, en el verano de 1997, ETA había asesinado al joven concejal del Partido Popular (PP) en Ermua, Miguel Ángel Blanco, tras un secuestro de dos días. El 10 de julio de 1997, la banda terrorista remitió un comunicado a la emisora de radio Egin-Irratia y al servicio de seguridad del PP: habían secuestrado a Miguel Ángel Blanco y acabarían con su vida en 48 horas si el Gobierno español no llevaba a cabo el reagrupamiento y acercamiento de los presos de ETA al País Vasco. El plazo terminaba el 12 de julio a las 16:00 h. Durante esos dos días, cientos de miles de personas se manifestaron, en concentraciones convocadas y espontáneas y en todos los puntos de la geografía española, para pedir la libertad del joven, y configuraron una realidad social que se conocería más tarde como espíritu de Ermua (Iglesias, 1997). Sin embargo, ETA no mostró piedad y acabó con la vida de Blanco cuando se cumplió el plazo. El asesinato aumentó la indignación popular y la ciudadanía salió en masa a la calle para mostrar su rechazo a la acción terrorista. Sin duda, el atentado marcó un antes y un después, generó un salto cualitativo en el proceso de movilización popular contra el terror que había comenzado unos años antes y también en la atención y el reconocimiento a las víctimas.

    Aquel clamor popular no se quedó en una protesta puntual, a partir de entonces las manifestaciones tras los atentados de ETA tuvieron mayor entidad y la respuesta al terrorismo adquirió un carácter más activo. El silencio que utilizaba Gesto por la Paz en sus concentraciones contra la violencia fue sustituido por voces que reclamaban libertad y el final del terror y del silencio vigente.

    De la percepción de la necesidad de alzar la voz contra el terrorismo y su justificación o la pasividad ante él pronto surgieron iniciativas y movimientos que visibilizaron un sistema de ideas, estimaciones, pretensiones… alternativo al nacionalista, como el Foro de Ermua o la plataforma ¡Basta Ya! El primero constituyó la primera gran iniciativa ciudadana e intelectual de reivindicación de la libertad, mientras que la segunda se centraba en la movilización: perseguía que los ciudadanos que rechazaban a ETA ocupasen la calle. Ambos fueron movimientos inspirados y desarrollados por intelectuales, profesores, escritores, personas del ámbito cultural, que pasaron entonces al primer plano de la movilización contra el terrorismo. Pero no solo contra él: estos movimientos hacían extensiva su denuncia al nacionalismo en general, por su actitud ante ETA y por considerar que su sistema de vigencias se había convertido en obligatorio en el País Vasco³. La organización terrorista no tardó en amenazar a los integrantes y simpatizantes de estos movimientos y en algunos casos llegó a asesinar a miembros destacados, como el periodista José Luis López de Lacalle.

    En este periodo, además, se multiplicaron las asociaciones y fundaciones de víctimas del terrorismo, lo que favoreció que se les prestara más atención, sobre todo desde la política, y que creciera su visibilidad y la asunción de que merecían un reconocimiento.

    Esa percepción de la existencia de las víctimas y de la necesidad de un reconocimiento ya había ido creciendo paulatinamente en los años noventa. Crímenes como el secuestro de Julio Iglesias Zamora en 1993 o el asesinato de Francisco Tomás y Valiente en 1996 generaron una importante conmoción social y fueron ampliamente cubiertos por los medios de comunicación. Pero fue sobre todo desde finales de los noventa y principios de los 2000 cuando la presencia de las víctimas en la agenda pública pasó a ser constante y su reconocimiento, generalizado. Ese paso adelante se plasmó en hechos concretos como la aprobación de la Ley de Solidaridad con las víctimas del terrorismo de 1999 o la firma del Acuerdo por las libertades y contra el terrorismo por parte de PP y PSOE en el 2000, un documento en el que aseguraban que las víctimas eran la principal preocupación⁴. Todo ello derivó en que los damnificados por el terrorismo fueran convirtiéndose en sujeto político (López Romo, 2014: 92) y en que la atención y estimación a las víctimas fuera ampliando su carácter de vigencia, sustituyendo a la indiferencia y el silencio ante los crímenes de ETA. Ese proceso hacia la centralidad de las víctimas lo han explicado con claridad los historiadores Luis Castells y Antonio Rivera (Castells y Rivera,

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