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Rojas de Carmen Barrios
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Libro electrónico366 páginas5 horas

Rojas de Carmen Barrios

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Las historias que componen Rojas reflejan la lucha que mujeres valerosas han mantenido desde los tiempos de derrota y clandestinidad hasta la era del acoso laboral, las discriminaciones de género y la corrupción, por la consecución de los derechos para todas y todos.

Relatos nacidos del testimonio de las protagonistas de la Historia silenciada —Dulcinea Bellido, Josefina Samper, Manuela Corredera, las Cigarreras, la abogada Labarta y su clienta Inmaculada Benito, Anahib Mani, Sonia Vivas, Mercedes Pérez, Alejandra Acosta, Elena Sevillano…-—, y dibujados con pasión y compromiso, a corazón abierto, por la autora referencia en el género, Carmen Barrios Corredera.

«Seguro que si una mujer de ochenta años descubre este libro, se encontrará en sus páginas. Si lo hace una de quince, se encontrará en sus páginas. Si la que lo tiene es de treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta… se encontrará en sus páginas. Si el que lo lee es un hombre, se sentirá cómplice.»
Isabel García Caballero
Directora de Nueva Tribuna
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2022
ISBN9788412409673
Rojas de Carmen Barrios
Autor

Carmen Barrios Corredera

Comenzó en Mundo Obrero, allá por los 80, gran escuela de periodista y de fotógrafas y de allí saltó de medio en medio, de gabinetes de comunicación a revistas y viceversa, hasta que llegó a la revista Temas, en la que se asentó. Ha recibido varios premios de literatura y de fotografía, y realizado diversas exposiciones de fotografía en la Fundación Antonio Gala de Córdoba y el Ateneo de Madrid, entre otros lugares. Ha publicado dos libros de poemas y fotografías con el epígrafe Espacios Comunes, un proyecto vital de creación en el que continúa embarcada. Además, ha dirigido el documental Por mí y por todas mis compañeras, mujeres en lucha que ganó la II edición de las becas Residencia Artística UNED. Es autora del libro de relatos De palabras como lenguas en tu boca (2019), pero si algo la ha colocado en la primera plana de la narrativa es sin duda su saga de «Rojas»: Rojas. Relatos de mujeres luchadoras (2016), Rojas, violetas y espartanas (2018) y Rojas y trabajadoras (2021).

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    Rojas de Carmen Barrios - Carmen Barrios Corredera

    INTRODUCCIÓN

    La memoria lo es todo,

    no podemos caminar sin memoria

    «La memoria lo es todo, no podemos caminar sin memoria». Mercedes Pérez Merino, una de las protagonistas de estos relatos, me dijo esta frase en una entrevista que le hice para el documental Por mí y por todas mis compañeras. Mercedes sabe de lo que habla. Sabe, igual que lo sé yo, que la memoria no debe ser nunca un territorio abonado para el olvido. Que no podemos caminar sin memoria. Que igual que una persona camina en un presente ciego y pierde el futuro al quedar su memoria vacía, un país que no ha leído todas y cada una de las páginas de su memoria histórica camina en un presente cojo, parcial y mermado de recursos, ve condicionado su propio futuro y está en riesgo de repetir en bucle las llagas de su historia.

    España tiene un agujero en su memoria del tamaño de Plutón, sobre todo en su memoria reciente. Nos robaron el siglo XX. Faltan innumerables capítulos por escribir, especialmente en lo que se refiere a la memoria de las luchas de las mujeres. Somos más de la mitad de la población y es habitual que se ignore nuestro papel y nuestra contribución a los avances en derechos y en los cambios sociales que se van produciendo y que nos comprometen como país.

    Considero que tenemos una gran deuda de reconocimiento público sobre el papel de las mujeres en la Historia, en la que se escribe en mayúsculas y en la pequeña historia, en esa intrahistoria de las mujeres de a pie, de las del pueblo, de las que no se conforman y tejen redes de apoyo y resistencia para cambiar las cosas, de las que un día dicen «¡basta!», esas rebeldes incómodas que en España se conocen como las «Rojas».

    En España sacaron de cuajo del relato a las mujeres cuando llegó la Victoria fascista tras el Golpe de Estado de 1936 y la posterior guerra para aniquilar los valores democráticos y progresistas que se desató después. Tras la Victoria, la alianza fascista entre la Iglesia y el Estado metió en casa a más de la mitad de la población, a las mujeres. Intentaron anularlas. Se les usurpó voz y voluntad social y política. Pasaron a depender de un varón sin más. Les robaron su autonomía personal. Ese régimen fascista y antidemocrático, profundamente patriarcal y de control sobre las mujeres, pesa todavía como una losa sobre el cuerpo cultural, social, político y económico de nuestro país. Y una de las razones principales para que esto suceda es esa la falta de conocimientos sobre las realidades que tuvieron que soportar las mujeres de las generaciones precedentes. Y por eso escribo.

    Considero que tengo una inmensa deuda con las mujeres de la generación de mi abuela, de la generación de mi madre y también con todas esas hermanas que cada día muestran su rechazo a prácticas corruptas, denuncian los acosos, luchan por una igualdad necesaria y se enfrentan con imaginación, sororidad y tejiendo redes colectivas para hacer de este mundo un lugar mejor para todas y todos. Estoy en deuda con ellas: cada una de sus luchas, cada una de sus conquistas me compromete y me beneficia, me hace más fuerte. Nos hace más fuertes en ese camino hacia la igualdad que todas perseguimos y todos deberían tener también en la brújula de su horizonte, porque sin igualdad, en esencia, ni hay libertad ni hay democracia real.

    Escribo para recordar quién soy y de dónde vengo. Escribo para reclamar ese espacio público que a menudo se nos niega a las mujeres. Escribo para que se sepa que las mujeres siempre hemos estado en las luchas sociales, políticas, sindicales, culturales que han significado avances y derechos. Y lo hago, contando historias de mujeres anónimas, pequeñas mujeres embarcadas en grandes luchas colectivas por la justicia social, que las han elevado a la categoría de heroínas de la Historia: las mujeres Rojas, rebeldes incansables como las Cigarreras, o las protagonistas de La Huelgona de 1962, o las tricotadoras de Posadas en 1973, o las huelgas e imaginativas protestas de las Espartanas contra la marca de las burbujas en 2015, o mi propia abuela, Dolores, resistiendo para contarlo: y mi madre y mi tía Manuela, dejando sus empeños en la lucha por la democracia y por la consecución de derechos políticos con perspectiva feminista. Sin ellas, sin leer su memoria y aprender de su experiencia, no somos nada.

    Desde 2016, fecha en la que Utopía Libros, de la mano de Ricardo González, mi editor, me dio la posibilidad de comenzar esta andadura de recuperación de la memoria de lucha de las mujeres en forma de relatos cortos contra el olvido, han pasado seis años —y tres libros— en los que he tenido la oportunidad de conocer a mujeres fabulosas, fuertes, luchadoras por la consecución de derechos para todas y todos, incansables mujeres Rojas con nombre propio, como Natalia Joga, Dulcinea Bellido, Josefina Samper, Ana Sirgo, Isabel López, Ana Guardione, Antonia Valenzuela, Ángeles Collía, Mercedes Pérez, Sonia Vivas, Alejandra Acosta, Elena Sevillano, Dalia Monteagudo, Anahib Maní, Lara Blas, Helena Galán… todas ellas me han enseñado a caminar, me han enseñado que hay esperanza, que se puede resistir y se puede avanzar, que todas juntas formamos un muro contra las injusticias.

    Me han enseñado que es necesario contarlo. Dejar escrito las experiencias de lucha de las mujeres siempre sirve, porque lo que está escrito se puede consultar, analizar, replicar, servir de ejemplo, mejorar… lo que queda escrito contribuye a mantener el hilo de la memoria que teje la Historia.

    Nosotras, las mujeres, somos la verdadera Resistencia, porque cuando caen los héroes, se levantan las Mujeres.

    Carmen Barrios Corredera,

    24 de enero de 2022

    RELATOS DE MUJERES LUCHADORAS

    En el principio

    Si he perdido la vida, el tiempo, todo

    lo que tiré, como un anillo, al agua,

    si he perdido la voz en la maleza,

    me queda la palabra.

    Si he sufrido la sed, el hambre, todo

    lo que era mío y resultó ser nada,

    si he segado las sombras en silencio,

    me queda la palabra.

    Si abrí los labios para ver el rostro

    puro y terrible de mi patria,

    si abrí los labios hasta desgarrármelos,

    me queda la palabra.

    Blas de Otero,

    Con la inmensa mayoría (1960)

    PRÓLOGO

    Prohibida la indiferencia

    Este libro podría ser un gran reportaje. O una novela con imágenes tan vivas que ahorraría esfuerzos a un adaptador cinematográfico. Podría ser un poema épico.

    Es una colección de cuentos paridos con dolor, que se nota, y con amor que desborda. Dolor porque reflejan un tiempo negro, de derrota y clandestinidad. Un tiempo de silencio, otra de esas palabras prohibidas que debió almacenar la protagonista de un relato en las páginas finales. Un tiempo de lucha para unos pocos aferrados a sus ideales y al afán de supervivencia. El peor tiempo para la mujer en España, abocada al sufrimiento añadido del desprecio por su propia condición subordinada al hombre, tras haber atisbado un futuro de igualdad, conquistado en la dialéctica política republicana y empuñando un arma en las trincheras.

    Amor, porque la prosa de Carmen Barrios consigue que cada una de la figuras que retrata se meta muy dentro del lector y conmueva su conciencia y sus sentimientos. No son estereotipos inventados, sino biografías ocultas que la autora ha ido escudriñando con la pasión propia de quien ha convivido con esas experiencias desde la cuna y se ha nutrido de ellas para conformar su propia trayectoria de compromiso político y social. Por eso este libro vibra con la autenticidad de cada relato y sacude al lector hasta hacerle parte de cada párrafo. Prohibida la indiferencia, debería decir la portada.

    Carmen Barrios ha escogido un renombrado poema de Blas Otero como punto de arranque del estremecimiento que recorre todas y cada una de las páginas. Palabras duras que nacen de labios desgarrados. Y es que la autora lleva gritando desde que tuvo uso de razón. Sin disimulos. Con rabia pero sin amargura. Expresando su compromiso en tiempos en los que esa palabra rechina en los ámbitos intelectuales.

    Como contrapunto a Blas de Otero, apareció en mi memoria tras leer este libro y asumir el reto de estar presente en él como invitado y amigo, otro poema que ha sido estandarte de una generación, la de los dos exilios…

    Yo no sé muchas cosas, es verdad.

    Digo tan sólo lo que he visto.

    Y he visto:

    que la cuna del hombre la mecen con cuentos,

    que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,

    que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,

    que los huesos del hombre los entierran con cuentos,

    y que el miedo del hombre...

    ha inventado todos los cuentos.

    Yo no sé muchas cosas, es verdad,

    pero me han dormido con todos los cuentos...

    y sé todos los cuentos.

    No son esos los cuentos, León Felipe, que ha escrito Carmen Barrios. Te alegraría saber, como a don Antonio, que

    Ya hay un español que quiere

    vivir y a vivir empieza,

    entre una España que muere

    y otra España que bosteza.

    Ese español es una española que, como tantas otras, ha renunciado al bostezo y está dispuesta a despertar nuestra pereza resignada, tal vez cómoda, con el impacto de sus palabras.

    Permitidme, por último, una recomendación como lector. Saboread el libro. Haced una pausa entre cuento y cuento. Dejad que se serene cada relato en vuestra memoria y mirad a vuestro alrededor. Quizás muy cerca de cada uno de nosotros vive una de esas mujeres que todavía no ha descubierto Carmen Barrios. Y otras cuyo horizonte sigue siendo el de la desigualdad, en una sociedad excluyente que ahonda las distancias.

    Eduardo Sotillos

    EL PERRO

    DE LA CASA GRANDE

    Las botas negras de los soldados estaban relucientes. Brillaban tanto que en su lustre se reflejaban los ojos húmedos del perro pastor de la casa grande. Eso es lo que mejor recuerdo de aquellos días. Las botas negras y relucientes de los soldados y los ojos húmedos del perro. Me daba miedo mirar para arriba. Los soldados eran auténticos gigantes oscuros, que hablaban con tono desabrido y seco, como si con cada palabra cortaran el aire como el hacha corta el cuello de una gallina, ¡cracs!, en un idioma áspero que no entendía. Hablaban en el idioma de los invasores. Yo no quería mirarlos. Solo miraba hacia el suelo. Veía sus botas y los ojos húmedos del perro reflejados en ellas. El perro de la casa grande, que se había vuelto viejo de repente.

    Estaba convencida de que si les miraba directamente me ocurriría algo malo. Me convertiría en piedra, tal como sucede en los cuentos cuando una niña mira a un brujo malvado a la cara. O me podría ocurrir algo peor. Podría desaparecer para siempre. Como le había pasado a mi abuela y a mi madre, que se las habían llevado y hacía días que no se sabía nada de ellas. Y no digamos de los hombres de la familia, habíamos perdido la cuenta de los días, parecía que se los había tragado la tierra. Mi tía y yo éramos las únicas que todavía permanecíamos en la casa. Bueno, mi tía, el perro y yo.

    Mi tía era una mujer fuerte, decidida. Era la hermana pequeña de mi madre. Creció de golpe durante aquellos días. A pesar de todo, la recuerdo erguida. Caminaba con la cabeza alta, como si no hubiera ocurrido nada. Cuando se llevaron a mi madre y a mi abuela a ella también se la llevaron. La soltaron al día siguiente, al fin y al cabo no tenía más de quince años. Eso sí, cuando apareció en la puerta de la casa con cuatro soldados —vestidos con ese uniforme negro— detrás de ella, casi no la reconozco, porque le habían arrancado el pelo a mechones y tenía la cabeza como si hubiera pillado la sarna. Pero la que se escondía dentro de esa figura destartalada era su voz, era ella. Le habían arrancado el pelo, pero no habían conseguido quebrar su voz. Tampoco sus andares altaneros. El perro pastor la reconoció antes que yo y se fue hacia ella como para protegerla, enseñando los colmillos como un lobo.

    Yo solo le había visto así una vez que iba con mi padre por el campo y vimos un oso de lejos. El perro se colocó delante de nosotros, se puso tenso con el pelo del lomo erizado y sacó sus colmillos. Recuerdo que mi padre le dijo: «Vamos Rollo, deja de enseñar los dientes, ya se va el oso, buen perro, buen perro…». Y efectivamente lo era. Era un buen perro. Grande, con el pelo oscuro, con una mezcla entre perro pastor y mastín que le daba un aspecto imponente. Mi padre le llamó Rollo, un nombre que no hacía justica a nuestro perro, que se tenía que haber llamado Trueno o Tormenta, como quería mi madre. Pero mi padre se empeñó en ese nombre porque decía que así se llamaba el perro de Jack London, un escritor de novelas de aventuras que le gustaba mucho. A menudo nos leía párrafos de una novela que trataba la historia de un perro de trineo… cómo disfrutaba yo con esa historia. Es curioso, si cierro los ojos todavía puedo escuchar la voz de mi padre leyendo historias para mí al caer la tarde.

    —¿Dónde estás, padre?, ¿dónde?, ¿cómo es posible que todavía no hayamos podido encontrarte?

    Uno de los soldados le dio un golpe seco, con la culata de su fusil, y luego otro y otro y otro… Lo dejó tirado como un fardo y lo ató al portón de la entrada del pajar. Sobrevivió de milagro a ese primer día. Yo corrí, me senté a su lado y le sujeté la cabeza sobre mis piernas. El soldado me gritó algo que no entendí… mientras otro tiraba de él y entraban en la casa detrás de mi tía. Los ojos de Rollo estaban abiertos y húmedos. Nunca había visto llorar a un perro. Nunca volví a ver llorar a ningún otro perro. Pero estoy segura de que Rollo lloraba. Lloraba de impotencia, para dentro, como lloran las personas que presencian una injusticia y no pueden defender a sus seres queridos, ni tampoco a sí mismas. En ese momento me pareció que Rollo era una persona metida en el cuerpo de un perro y que estaba ahí, presa, dentro de un cuerpo peludo de cuatro patas que no le correspondía. Se merecía un cuerpo de dos patas y dos manos, como el mío. Pero también recuerdo que pensé que quizás gracias a su forma de perro se había salvado, si hubiera tenido un cuerpo de persona se lo habrían llevado como a mi padre, a mis tíos, a mi madre y a mi abuela.

    Desde ese día Rollo ya no fue el mismo. Caminaba con la cabeza gacha, como si arrastrara su cuerpo, vencido por una impotencia amarga, espesa y tenaz, que se pegaba a sus patas como la brea. Cuando oía las voces broncas de los soldados mandar a mi tía o a mí se le caían las orejas y los ojos se le llenaban de agua. El pelo se le volvió gris de repente. En unos pocos días Rollo había pasado de ser un perro fuerte, que no llegaba a los siete años, a convertirse en un anciano lleno de achaques. Yo podía ver con claridad como cada grito de los soldados, cada golpe que le daban a mi tía o cada empujón que me propinaban se convertía en un mal que minaba la vida del perro de la casa grande como solo puede hacerlo un terrible veneno.

    Los soldados se quedaron en la casa una larga temporada. Ocuparon los mejores cuartos, los de arriba. Mi tía y yo nos convertimos en sus criadas. Yo no llegué nunca a mirar más arriba de sus rodillas. Solo veía sus botas negras. Se me quedaron tan grabadas en la memoria, que setenta y cinco años después aún me parece ver esas botas negras y relucientes pisotear con marcialidad las losas pulidas del salón de la casa grande. Y los ojos húmedos del perro reflejados en ellas.

    Rollo murió de pena. Su vida se apagó en un mes. No duró más. Los soldados se quedaron en la casa y él no pudo soportarlo. Dejó de comer y se dejó morir, se apagó despacio, como lo hacen las luciérnagas del río si se les mojan las alas.

    Mi tía y yo sobrevivimos a los soldados, que volvieron a su país cuando terminó la guerra en nuestro pequeño mundo. Se llevaron sus botas y sus cruces negras. Arrasaron nuestra casa, se comieron los cerdos y las gallinas, dejaron sin leche las ubres de la vaca, que se secaron para siempre; rompieron todos los libros que había en la casa y arrancaron los retratos familiares de las paredes. Pero no pudieron con mi tía ni conmigo, que quedamos en pie para recordar, para buscar respuestas, para contar lo sucedido y conjurar el futuro. Somos viejas, pero fuertes como los juncos del río, que soportan sequías y locas tormentas y siguen ahí, inclinándose lo justo para no ser quebrados por los vientos adversos.

    Hoy, 12 de junio de 2011 hemos tenido noticias de que era posible que los cuerpos de mi madre y de mi abuela estuvieran entre los restos encontrados en la finca de los Tilos, al norte del Valle Encendido. De mi padre y de mis tíos seguimos sin pistas. Han pasado setenta y cinco años, no los olvidamos.

    LA PETACA

    Manuela lleva una semana arrastrando los pies para acudir al trabajo. La han escogido para hacer inventario en la sede central de Correos, un edificio histórico con aires de fortaleza que ha sido vendido a una gran compañía del sector de las telecomunicaciones. En un principio no le pareció mal, pero desde que le anunciaron que tenía que bajar al sótano del edificio con el auditor para catalogar con detalle lo que allí queda, una desazón áspera como una roncha enrojecida se instaló en la boca de su estómago formando una corona de ascuas. Siempre que su úlcera arde sabe que algo extraño está a punto de suceder. Este trabajo ya resulta para ella una labor penosa en sí, porque certifica la venta de Correos al sector privado y estampa el sello de liquidación a una lucha que todos han perdido, como para encima tener que soportar los rigores físicos de una dolencia que, en su caso, siempre ha estado asociada con la llegada a su vida de acontecimientos inevitables, que suelen torcer el presente y volver su mundo del revés. Para colmo, el sótano de Correos es un lugar poco frecuentado y sobre el que se cuentan historias fantásticas y extrañas.

    Nunca había estado allí, ni sola ni acompañada, pero en cuanto el encargado de la auditoría y ella comienzan a avanzar por el largo pasillo, que desemboca en la sala principal, Manuela advierte que es un lugar singular. Con cada paso, mastica la sensación ácida de que allí planean las sombras de acontecimientos mal resueltos.

    El sótano está a unos cuantos metros bajo tierra, parece una especie de búnker empotrado en el subsuelo a una profundidad que casi compite con las calderas del infierno. Su apariencia lúgubre y su decrepitud se ven multiplicadas por una iluminación muy precaria, tenue, que apenas alcanza para ubicar con claridad los límites del espacio y otorga a los escasos objetos, que se distinguen a duras penas, una apariencia incorpórea de siluetas espectrales en medio de un gran teatro oprimido por un raro vacío.

    Al aproximarse a la pared del fondo, distinguen una estantería con archivadores. Cuando comienzan a retirar unos cuantos para ver su contenido se percatan de que el tabique tiene un hueco grande que comunica con otra sala. Deciden empujar la estantería con cuidado para acceder a ese lugar y, casi sin darse cuenta, caminan unos cuantos pasos hacia el más allá, hacia una etapa del pasado que permanece secuestrado en el tiempo. La estancia es colosal y se encuentra llena de estantes ocupados por cartas y paquetes cubiertos por el polvo denso de una desolación que cuenta con más de medio siglo de olvido. Los objetos acomodados allí parecen pequeños cadáveres momificados, dispuestos en las repisas por orden alfabético y por fechas de recepción. Los matasellos oscilan entre 1938 y 1955 y todos tienen el sello de un águila imperial de gesto adusto y ojos carroñeros, sobre cuya cabeza reza el lema España, Una, Grande, Libre. Manuela y el auditor están atónitos, observan que muchas de las cartas provienen de cárceles o campos de reclusión e internamiento. ¿Qué hacen allí esas cartas todavía? ¿Es que nunca llegaron a sus destinatarios? Se preguntan. En ese instante, ante sus ojos, se está desnudando una de las sentencias del olvido.

    Manuela percibe con claridad la importancia de esas cartas. Allí parece que se amontonan miles de documentos que atestiguan la existencia de una voluntad cruel, encaminada a interrumpir la comunicación entre los vencidos y sus parientes, para infligir más miedo y desesperación, e introducir en las gentes la incertidumbre sobre el destino último de sus seres queridos. En esos anaqueles todavía duermen los relatos de miles de vidas al límite que no consiguieron tocar con sus palabras el ánimo de sus allegados para trasladar o encontrar un poco de consuelo y, sobre todo, para notificar cuál fue su destino.

    A medida que digiere la magnitud del hallazgo, un dolor agudo, que pugna con todo ese tiempo malogrado, se clava en sus entrañas y mortifica a Manuela con la idea firme de que esas cartas y esos paquetes tienen que ver la luz, aunque sea con ochenta años de retraso. En el interior de ese sótano respira todavía un número indeterminado de alientos contenidos y su deber es intentar recomponer el friso desbaratado de tantas historias silenciadas. Mientras Manuela se deja llevar por un susurro inaudible instalado muy dentro, que la impele a extender la mano y coger un pequeño paquete, el auditor de la compañía niega de forma insistente con la cabeza:

    —¿Qué hace usted? ¡¡¡Eso ni tocarlo!!!, no es cosa nuestra. Damos parte y ya —la increpa alterado mientras intenta sujetar la mano de Manuela con fuerza, mirándola inquisitivamente a los ojos, porque ha leído en ellos la extraña determinación que se ha apoderado de su subordinada.

    Manuela, sin embargo, no le oye, solo se escucha a sí misma, a esa voz interior que la anima a actuar y al fuego de su estómago, que arde y que la impulsa con fuerza a desvelar el contenido de ese paquete. El remitente parece ruso, Pavel Mikhailov pone, la dirección desde la que está enviado es la de un campo de concentración, Castuera —en Extremadura— y su destinataria es una tal Petra Aranda, C/ Olmo, 5, 2º-A, escalera principal; la fecha del matasellos es del 24 de julio de 1939.

    Mientras lo abre con mucho cuidado, como si acariciara la mano diminuta de un niño recién nacido, comienza a sentir una desconocida sensación de melancolía antes de extraer lo que se oculta en su interior: una petaca de metal, recubierta de cuero negro, sobre el que resalta una estrella roja de cinco puntas y el símbolo del martillo y la hoz perfilado en relieve sobre el corazón de la estrella. Además, el paquete también contiene un papel doblado en cuatro, que parece una carta. Sin vacilar ni un instante, despliega el escrito y lo lee en voz alta para acallar las amenazas del auditor, que no para de gritarla que mantenga eso en su sitio, que se está buscando una sanción o incluso que la despidan, que su trabajo es otro, que no está allí para leer el correo, ni mucho menos para encargarse de eso, que es una irresponsabilidad, que si se ha vuelto loca, que…

    Mi querida Petra, me apresaron hace unos diez días y tengo las fuerzas muy mermadas. En este campo, en Castuera, en La Serena, estamos recluidos miles de hombres hacinados y hambrientos, el calor es agobiante y la sed nos derrota. Por la claridad de esta carta, ya te habrás dado cuenta de que no la escribo yo, ya sabes lo torpe que soy todavía con el español. Un Capitán de artillería me está haciendo el favor de poner estas letras en claro para que sepas que sigues en mi corazón, que el recuerdo de tus ojos profundos acariciando mi alma y de tus manos suaves sobre mi vientre es lo más valioso que me llevo de este viaje por una vida que me ha dado la satisfacción de sentir que he hecho cosas que merecían la pena, como entregarme a ti y a la lucha por la libertad de esta tierra. Sé que todo acabará pronto, este recinto es un moridero. Por eso quiero pedirte que sigas, que no te rindas, que continúes, que camines y que no te detengas, y siempre riendo, con los ojos y con la boca, con el corazón y con las manos, ya sabes cuánto me gusta tu risa. Te envío lo único que me queda, esa petaca en la que te di a probar, por primera vez en tu vida, un trago de vodka que te supo a fuego del infierno, pero que transformó tus mejillas en dos soles abrasadores y alegres en medio de tu rostro. Por favor, guárdala, así siempre que poses tus labios en su boquilla los sentiré como besos de seda sobre mi propia boca.

    Pavel Mikhailov, 22 de julio de 1939

    Cuando termina de leer, el auditor ya se ha perdido camino del ascensor. Manuela permanece muy quieta durante algunos minutos, como si pudiera ver la silueta de Pavel sin fuerzas casi para sostener el último aliento, reclinado sobre el hombro del Capitán de artillería que le hacía de amanuense. Comienza a respirar hondo para calmar las brasas de su estómago y es consciente de que la única forma de aplacar el vértigo que la invade es cumplir con el rito que fue interrumpido tantos años atrás: entregar esos paquetes en su destino. Empezará por el que sostiene en las manos.

    Es casi media mañana cuando sale a la calle con el paquete de Pavel bien resguardado dentro de su bolso y camina con la ligereza de quien sabe que, por una vez, puede suavizar un daño suspendido en un limbo del pasado.

    Sobre la una del medio día llama al timbre del segundo piso del número 5 de la calle del Olmo. Una voz femenina le abre la puerta del portal después de escuchar parte de su relato y asegurarle que sí, que esa es la casa de su abuela Petra. Cuando alcanza el descansillo del segundo piso una mujer de unos cuarenta y cinco años, alta y con la piel muy clara, la espera en el rellano. Manuela se presenta, le tiende el paquete y ella la invita a pasar.

    —Pase, pase, por favor, pase y siéntese —le dice mientras le indica el sofá con una expresión entre alegre y expectante—. Voy a buscar a la abuela, que está en su cuarto, es muy mayor, ¿sabe?, pero tiene una salud de hierro… y un ánimo… Fíjese, acaba de cumplir noventa y ocho y está tan fresca… y dice usted que le trae un paquete fechado en 1939. ¿Está usted segura?

    Y, mientras Manuela le tiende el paquete para que ella misma lo vea, exclama:

    —¡¡¡Qué barbaridad!!!, pues sí que ha tardado en llegar el paquete… pero parece que ha sido abierto…

    —Sí —se apresura a explicar Manuela—, cuando encontramos toda esa correspondencia almacenada allí, en una especie de cuarto grande del sótano de la central de Correos, no sé, un impulso que no pude controlar me llevó hasta este paquete y, tras ver su contenido y leer la carta de Pavel para su abuela, que está dentro, perdóneme, pero no lo pude evitar, me asaltó una emoción enorme y… en fin, que decidí que este reparto histórico tenía que llegar a su destino,... yo, en fin, que no sé…

    —Sí, sí, la comprendo, no se preocupe, a mi me habría pasado algo parecido… Bueno voy al cuarto de la abuela, a ver si la ayudo a salir —afirma mientras su voz se pierde al fondo del

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