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Morir matando
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Libro electrónico531 páginas5 horas

Morir matando

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Todas las guerras generan sus trincheras. La elección de una de ellas depende de lo cerca que se quiera estar de la muerte, de la gloria o de la ignominia. En mayo de 1939, milicianos anarquistas del Servicio de Información Especial Periférico se escaparon del campo de Albatera. Recorrieron 600 kilómetros para matar al cacique de su pueblo antes de emprender el exilio francés. Todo salió mal. Uno de ellos, enfrentado a la Guardia Civil, murió matando. Ese mismo mes de mayo, con la Guerra Civil finalizada, seguían llegando toneladas de documentos a Salamanca. Allí, desde otra trinchera, hecha de legajos, sacos de papeles, máquinas de escribir y turnos de trabajo sin cesar, se completó la mayor gesta organizativa con fines represivos nunca vista en la España contemporánea: la elaboración de casi dos millones de fichas personales con las que llevar a cabo la depuración del Nuevo Estado nacido de la victoria. En una época preinformática esta increíble planificación, ejecutada por un reducido grupo de hombres y mujeres, alumbró el mayor archivo de la historia de España con una implacable finalidad de control social. Este libro se adentra en aquellos dos hechos, aparentemente inconexos. Transitar por el registro de la memoria familiar ofreció resultados inesperados. El control de la sociedad por medio de la información obligó a deslizarse por la sórdida burocracia represiva de los bandos enfrentados y mostró la cara más letal de la represión sistemática de unos y otros. La aplicación de criterios racionales en la organización de la información hizo posible separar, depurar, reprimir, limpiar, eliminar a cuantos quedaron excluidos de la ortodoxia, de los parámetros oficiales o de las nuevas hormas políticas, sociales y religiosas. El III Año Triunfal se coronó exitosamente al crear la Nación fichada, cuyo germen se localizó en la ciudad de Salamanca.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2017
ISBN9788415177609
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    Morir matando - Diego Navarro Bonilla

    Diego Navarro Bonilla

    MORIR MATANDO

    Espuela de Plata

    © Diego Navarro Bonilla

    © 2012. Ediciones Espuela de Plata

    www.editorialrenacimiento.com

    Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez

    Fotografía de cubierta: Albero y Segovia: «Milicianos al asalto del Alcázar» (julio de 1936).

    Ministerio de Cultura, Archivo General de la Administración. aga, 33, f, 04040, 53330, 001

    ISBN: 978-84-15177-60-9

    A mi padre

    «La mesa de mi despacho nunca ha estado ordenada, eso es verdad, pero es que ahora está cubierta por una caótica masa de papeles y documentos; de momento sólo tengo idea de lo que se encuentra encima; lo que pueda haber debajo no me inspira sino presentimientos terroríficos. Entre el escribir y la oficina me están triturando, a veces creo oír el ruido de mi trituración».

    Franz Kafka, Cartas a Felice

    «No se sabe cuándo empezaremos a mirar hacia las vidas de los verdaderos fracasados, aquellos que perdieron después de haber ganado, o los que perdieron otra vez después de haber perdido».

    Andrés Trapiello, La manía

    «La parafernalia tecnológica que previamente se dirigía al individuo, ahora se invertirá en cibernética, management, análisis de sistemas, vigilancia, acumulación de información y reducción de oportunidades. Éste puede llegar a convertirse en el conductismo más radical imaginable: prevención del acto delictivo por medio del control directo de poblaciones enteras, categorías y espacios».

    Stanley Cohen, Visiones de control social

    PRÓLOGO

    He cambiado en dos ocasiones el título de este libro. Sólo dos. Sin embargo, propuestas y combinaciones de palabras que lo conformasen ha habido muchas más. Unas veces se incluía venganza y archivo, otras morir y matar, información, ficha y guerra. Pero desde el comienzo, hubo un título que expresaba con bastante acierto lo que yo quería plasmar. Éste figuraba originalmente en los borradores y en las sucesivas versiones y añadidos. Es el mismo que se lee ahora en cubierta y en portada. Así que se puede decir que la primera idea es la que cuenta y la que finalmente se ha quedado para permanecer. Además, creo que recoge con precisión el impacto que me produjo la historia que había investigado. El descubrimiento de la peripecia vital de aquellos anarquistas que acabaron sus días defendiendo sus opciones a tiro limpio se ajustaba bien al título. Sin embargo, durante el mes de enero de 2011, el buen consejo de Javier me sugirió que, de elegirlo, quedaría al margen o tal vez difuminado el descenso a los mecanismos de control político y social que también constituía, por sí mismo, otro núcleo argumental, esencial diría yo, de la obra. De hecho, siempre quise penetrar en el fundamento de la ficha como artefacto de información. Estudiar su diseño, identificar los campos donde se situaban los datos, las líneas y disposición visual y de contenido me abrió la puerta a consideraciones sobre los fines últimos de su utilización durante la Guerra Civil Española. Penetrar en la razón última de su empleo sistemático me hizo comprender cómo la victoria nacida el uno de abril de 1939 fue posible por la conjunción alineada de muchos factores mientras que la eficacia, rapidez y la masiva represión desencadenada mucho antes del último parte de guerra descansó en una inédita y sorprendente capacidad organizativa, una gesta administrativa que condujo a hacer de casi dos millones de fichas una herramienta letal. Algo nunca visto en la historia reciente de España y, para más asombro, en una época preinformática. Así que decidí incluir el verbo fichar entre el morir y matar en un título alternativo, finalmente descartado: Matar, fichar, morir. Este se aproximaba a otra propuesta que también me gustaba, un término que yo había dejado escrito por primera vez entre las páginas de este libro: La nación fichada.

    Estas líneas son el desenlace de una urgencia interior, de una obligación sentida con particular intensidad hacia el otoño de 2008 cuando asumí que aquellos hechos, aquel contexto y aquella época pugnaban por salir de mi interior de la única forma que sé, investigando y escribiendo. Son también la resultante de muchas lecturas e impulsos, obras y títulos que han ido configurando, moldeando y nutriendo lo que aquí se presenta. De todas ellas, destaco de manera sobresaliente tres influencias, tres aguijones determinantes. Sin su fértil influjo, tanto de contenido como estilístico, es muy probable que el resultado registrado en estas páginas hubiera sido muy diferente. Tanto (por orden cronológico de aparición) La noche de los Cuatro Caminos (2001) de Andrés Trapiello, como Enterrar a los muertos (2005) de Ignacio Martínez de Pisón y especialmente El honor de las injurias de Carlos García-Alix (2007) han sido leídos y releídos, consultados y anotados una y otra vez como fuente inagotable de estímulo y gestación de este libro. El tiempo en el que se sitúan sus respectivas tramas (Guerra Civil o inmediata posguerra) así como los rasgos concordantes de las tres al presentarlas como una suerte de investigaciones relatadas (ensayo novelado han dicho algunos) las hizo desde el primer momento enormemente atractivas para poner en orden y dar forma a algunas de las ideas que me rondaban por la cabeza en torno al caso concreto que yo venía estudiando. Y qué grata sensación leer y verles conversar, precisamente a los tres, juntos, aquella noche, certeramente recogida por el propio Trapiello en su reciente Apenas sensitivo (Valencia, Pretextos, 2011, p. 347): «Resultó una cena que podía haberse prolongado durante días».

    El descenso a mi particular universo de interrogantes, recuerdos familiares y búsqueda de respuestas a la persistencia de la Guerra Civil en mi interior acabó cuando asumí con claridad que entonces, como ahora y como siempre, la lucha y la defensa de una opción u otra pudo llevarse a cabo de modos muy dispares. Emboscados, protegidos por muros y trincheras, de arena o de expedientes, esperando a nuestros bárbaros, señalando, identificando y posibilitando que otros maten en nuestro nombre. O bien empuñando el fusil, afrontando el destino desnudo y limpio, en paz con uno mismo y ajustando las cuentas con la vida, mientras se mira con altivez y orgullo, cara a cara, dispuesto a traspasar las últimas fronteras. De tú a tú, con coraje y valentía, sabiendo que se va a matar y muy probablemente a morir, apurando la última hora con mortal lucidez, llevando a cabo el definitivo acto de honor suicida.

    Tampoco es preciso pensar en guerras, en heroicidades legendarias ni en episodios exclusivamente históricos. Todos tenemos nuestros combates diarios. Pequeñas o grandes luchas, conflictos de toda duración e intensidad que resolvemos como mejor podemos o nos dejan, reflejando en cada decisión, en cada escaramuza cotidiana cómo somos, con qué disposición y temple rellenamos el parte de operaciones de la campaña de la vida. Por otro lado, siendo eso cierto, no lo es menos que ni todos los cobardes son siempre dignos de su cobardía ni todos los valientes se comportan acreditando su valor. De ahí que, en ocasiones, individuos que se han conducido por la vida con iniquidad, tengan un rapto final de lucidez, calibren su arrojo y expíen sus miserables años de oprobio con decisiones trascendentales, de última hora. Y, viceversa, héroes y valientes ofrecerán su cara más humana cayendo en debilidades comprensibles, renuncios con el pie cambiado, deshonores a deshora.

    Del eco recobrado de tantos ejemplos para la épica, la miseria, el dolor, la derrota completa de unos y la victoria, también rotunda de los otros, me traje enseñanzas, reflexiones y la certeza de haber, por fin, encontrado la salida de uno de mis laberintos personales. Espero haberlo transmitido y que el tiempo que ahora se abre entre autor y lector, compartiendo estas páginas, acabe fructificando y germinando para que alguien continúe, amplíe y supere lo aquí recogido.

    Expreso ahora mi gratitud y sincero recuerdo a quienes, en numerosas conversaciones y emotivos encuentros, me abrieron su memoria y me brindaron toda su ayuda en la confección de estas páginas. A Luis Palacios, Ramón Ortiz, Silvia Lizán, Luis Lizán (†), Marina Laguarta, «Cora» Laguarta, José María Blanco, Carlos Crespo, Manuel Benito, y Pedro González. José Manuel y Vicente, quienes con tanta profesionalidad y amabilidad me ofrecieron siempre su buen hacer en la biblioteca de la Escuela de Guerra. Elsa y Javier fueron un día mis alumnos y su maravillosa ayuda desde el Archivo General de la Administración, ahora como facultativos, me ha permitido primero reconocerme orgulloso por su éxito profesional y, segundo, verificar e incorporar algunos datos de la máxima relevancia que, de otro modo no hubiera podido completar. A Luis y a Mónica, más que compañeros, más que amigos, les agradezco muchas cosas y extenso sería ponerlas aquí, una por una. Alberto Montaner, Carlos Olmeda y Juan Ramón Castillo leyeron atentamente la primera versión. Arturo Martín, con su proverbial celo bibliográfico, me hizo precisas observaciones. También José Luis Melero, sabio en bibliofilia y generoso en amistad, lo leyó con enorme afecto y me aportó precisas observaciones además de valiosas palabras de ánimo. José Luis Ledesma lo escudriñó como sólo él sabe: con ojos de experto y paciente observador y Juan Manuel García, mi compadre de rastreo dominical, me ha dado su crítica de amigo. Desde México, Julio me ha hablado mucho de su padre y espero pronto, como digo más abajo, completar esa biografía que se ha hecho esperar tantos años. Su afecto y generosidad los valoro como un verdadero regalo personal. Antonio y Verónica, desde Alcalá, siguen tejiendo hilos que unen, como siempre. A María José y a mis gemelas, por su paciencia. Y a mi madre, por la suya.

    A los Navarro parientes lejanos en kilómetros, próximos en afectos y recuerdos, especialmente a Fernando, quien murió repentinamente en 2010, mucho antes de que pudiera leer estas líneas. Le recuerdo con enorme afecto y gratitud. La mención especial es para Javier Lezcano, quien de manera concienzuda, incisiva y determinante, leyó la primera versión generando folios de sugerencias y detalles de lector analítico. Sin su ayuda, este libro no hubiera pasado de ser un «curioso montón de papeles singulares». A Carlos García-Alix, con profunda gratitud, por animarme y por encauzar la edición. Y a Abelardo por su generosa confianza y amabilidad. Desde Barcelona, las animadas conversaciones con Ramón Alberch, llenas de buen juicio profesional archivístico y extraordinario sentido del humor, me acompañaron mucho y gratamente en la gestación de estas páginas. Gracias sinceras, Ramón. Y, sobre todo, a Miguel Ángel, también Navarro, maestro y amigo, cuya presencia, apoyo y guía son una referencia constante y plena. Y a Luis Manso, mi querido Coronel, con todo mi agradecimiento y recuerdo.

    Durante estos años, casi los mismos que han visto crecer este Morir matando, A. A. A. ha proyectado con su presencia una inspiración vital determinante, imprescindible diría yo. Sigue haciéndolo con su soleada generosidad, innata, desnuda y sin reservas. Todo lo que ha venido y viene de su parte es ya patrimonio emocional, vivencia incorporada y ubicada, en el archivo interior. Ocupa una estancia privilegiada, alejada del resto de legajos amontonados, cajas y papeles de nuestros expedientes cotidianos, anodinos o de trámite, tal vez intrascendentes. Como tal, es un bien protegido para siempre, por las leyes del corazón. Las mías.

    1

    «Parece que la red de que formaban parte los detenidos estaba compuesta de 60, de los que procuraban pasar a nuestra zona en grupos de 15 subdividiéndose después en grupos de tres. Todos los espías cogidos llevaban pistola del nueve largo y tenían firmada la promesa de MORIR MATANDO (palabras textuales)».

    Informe del SIPM franquista sobre miembros del SIEP republicano, 13 de febrero de 1939.

    —Aquí. Justo aquí fue donde le mataron. En realidad, fue hombre muerto tan pronto salió por la puerta, pero aún así, consiguió alcanzar al cabo y descerrajarle un último tiro a menos de tres metros. Luego dijeron que los otros habían escapado por las calles como forajidos, gritando, pistola en mano, igual que animales salvajes, acorralados y dispuestos a todo. Gente muy peligrosa, pero, ¿qué otra cosa podían hacer? –Ramón sigue hablando pausadamente mientras señala con el dedo índice el recodo de la calle donde ocurrió todo, cerca de la iglesia. Con la otra mano se protege los ojos de unos furtivos rayos de sol en esta extraña tarde de noviembre.

    Mi padre y yo seguimos escuchando, atentos y encogidos, el torrente ordenado de recuerdos que va desgranando con paciencia y precisión. Poco a poco nos acercamos hasta quedar sobre el asfalto, más o menos en el mismo lugar donde fue abatido por los guardias civiles setenta años atrás. Sólo hace una hora que ha dejado de llover y el frescor otoñal se mezcla con la humedad de las calles todavía mojadas, generando una sensación de creciente frialdad. Apenas tres o cuatro críos en bicicleta rompen la soledad de una tarde sencilla, tranquila, ordinaria de un pueblo apacible y pequeño; muy pequeño.

    —Esto lo empezaron a remozar en los cincuenta –sigue diciendo–. Esta casa de ahí no se había construido. Aquella otra la levantaron después de la guerra –comenta señalando a derecha e izquierda mientras caminamos los tres juntos, a paso quedo–. Pero la casa donde se metieron para buscar al cacique y donde les rodearon a ellos es ésa, ahí sigue sin apenas cambios.

    Nos paramos frente al caserón, una mole de piedra, bien conservada, de aspecto severo, tan desabrida y compacta que proyecta una sensación inquietante. La misma que hace setenta años convirtió este rincón en argumento de sangre, venganza y muerte. El sol ya se ha puesto y a esas horas de la tarde, la mortecina luz natural que todavía alumbra la escena se entremezcla con la perezosa iluminación de las primeras farolas. Sus reflejos van cercando la fachada con siniestra angulosidad: sombras y claroscuros en fuga sobre la piedra. Mis ojos recorren pautadamente las ventanas con las persianas echadas y acaban en el enorme portalón de entrada, cerrado a cal y canto. Trato de imaginarles, de ubicarles y de asignar con la imaginación el lugar que cada uno de ellos debió de ocupar aquella noche: la puerta, las escaleras estrechas que desembocaban en el primer piso, el rincón donde se parapetaron los otros, esperándoles.

    El paso y el peso del tiempo han ido erosionando el recuerdo de aquel suceso entre las gentes de la localidad. Apenas quedan testigos de aquel día de mayo de 1939, chavales entonces, que crecieron con la impronta de la guerra marcada de por vida. Otros, la mayoría, se lo oyeron contar a sus mayores. Cosa muy distinta era que, como solía suceder en muchos pueblos, alguien se animase a hablar tranquilamente, sin miedos ni recelos. El recuerdo de la guerra y la violencia vesánica sufrida en el mundo rural seguía abatiéndose como plomo derretido por mucha mal llamada «memoria histórica» que se hubiera impuesto en España. Transcurridos setenta años, todo el mundo podía hablar con libertad, pero las fosas y la memoria recuperaban su protagonismo para regresar a aquel tiempo de sufrimientos y compensar, de algún modo, tantos años de olvido, oprobio e injusticia. Sin embargo, los temores ciegos del pasado hacían del olvido voluntario y el silencio para muchos un remedio barato, sin complicaciones.

    —Aquel de casa Pozo, era un mozo bien «plantao» y tenía arrestos. Parece que siempre los tuvo, hasta el final.

    Ahora Ramón se para cerca de la torre de la iglesia y formamos un exiguo corro de tres mientras conversamos reposadamente.

    —Ahí mismo le mataron. Junto a su otro compañero. Claro que él antes se llevó por delante al cabo de la Guardia Civil. No me acuerdo cómo se llamaba, no. Luego esto se llenó de guardia civiles y de falangistas, que yo no sé de dónde salieron tantos juntos aquel día. Hasta vinieron de Zaragoza a velar el cadáver. Aquello debió de ser una cosa de impresión y el de Casa Pozo ¿cómo se llamaba que no me acuerdo? –dice susurrando, ligeramente contrariado por no recuperar el nombre de su memoria.

    —Bueno, a lo que iba, que aquel día el pueblo se llenó como digo de gente uniformada y armas por todas partes, ¡qué sé yo!

    Ramón se anima, recupera el hilo de la narración y se siente locuaz. Nos ofrece generoso los fragmentos de aquellos acontecimientos, conservados íntegros durante tantos años, desde que a él se los relatasen de primera mano. Se lo contó todo un tío suyo, testigo directo que presenció la batida y el tiroteo aquella noche. Se retiraba ya, después de festejar con su novia en un mayo de posguerra cuando se vio envuelto en el fuego cruzado inesperado y atroz. Murió ya hace unos años. Uno tras otro, extiende los recuerdos con franqueza, como quien abre una antigua caja de galletas donde se hubiesen custodiado las tarjetas postales, los cromos o los sellos infantiles, primorosamente conservados en su humilde funda de plástico, pulcros, sin tocar:

    —Pero al maquis, al de Casa Pozo, el que mató al guardia civil, lo dejaron ahí tirado y luego lo arrastraron hasta un carro desde donde le echaron cerca del cementerio, ¡pero dentro no! Ni a él ni al compañero suyo que también cayó aquella noche consintieron enterrarles en el camposanto. Los dejaron fuera y allí siguen. En la tumba de cemento desnudo, justo al pie de la tapia, están los dos aquellos que murieron en el tiroteo. Les negaron la sepultura cristiana y todavía está allí mismo la tumba del guerrillero, un maquis debía de ser, ¿así se llamaban no? En fin, auténticas barbaridades las que se vivieron aquí ese día.

    La mención genérica a los maquis solía valer tanto para aquellos que bajaron del monte en partidas armadas como para ex combatientes perdidos y vencidos, vagando acosados por los campos de la Nueva España que inauguraba su victoria implacable, no organizados en un grupo como tal, a pesar de que el deseo de supervivencia y la experiencia de una guerra perdida aferrados a ideales compartidos fueran sus principales señas de identidad. En todo caso, las palabras de Ramón sirven para ofrecernos una imagen ajustada con bastante fidelidad a la violencia que debió de vivirse por las calles de la localidad. Un pueblecito tranquilo, apenas una pedanía, que vio alterada su ordinaria tranquilidad de recién estrenada posguerra aquella noche de mayo de 1939.

    Viendo que oscurece por momentos, volvemos nuestros pasos hasta llegar al cementerio. Allí, medio escondida por la maleza, pero todavía identificable a pesar del tiempo y el denso olvido, encontramos la tumba anónima de aquellos dos milicianos que, al poco de terminarse la Guerra Civil entraron con sus compañeros de armas en aquel pueblo de Huesca, a suerte o verdad. La partida era de seis o siete y lo intentaron con la última desesperación clavada en el gatillo. Los claveles que vemos ahora sobre la vieja y vulgar lápida desentonan completamente con la oscuridad gris del paraje y con el barro viscoso que me noto incrustado en los zapatos conforme avanzo por el lodazal. Ninguna inscripción, ni rastro de quién se halla enterrado allí. Nada, sólo frío cemento y los claveles. Rojo sobre una tumba anónima, situada extramuros del reducido cementerio, era lo último que esperábamos encontrarnos.

    Terminada la guerra en España, grupos de combatientes republicanos y de guerrilleros antifranquistas procedentes de unidades dispersas, encuadrados en partidos y organizaciones de todo el arco político de la izquierda derrotada decidieron continuar la lucha armada antifascista por otros medios. Nadie, ni vencedores ni vencidos creían en ese momento que la victoria se iba a implantar en España durante cuarenta años de plomo. Durante los primeros años de posguerra flotaba la vaga esperanza para los vencidos y el incierto temor para algunos vencedores de que las tornas pudieran cambiar en algún momento. Los primeros esperaban agazapados una oportunidad, sobreviviendo en la clandestinidad, compartiendo promesas y esperanzas cada vez más inalcanzables. Sueños que emborrachaban pero no alimentaban, conspirando ahogados día a día en lóbregos rincones de ciudades herméticas. Los segundos, ahítos de victoria, se apresuraban a eliminar a cuantos más mejor, no fuera que las cosas cambiasen y en unos años los vencidos volviesen al poder. Ruedas y temores de cambio violento, combatidos con mayor y mejor planificada violencia, ejercida desde la cómoda victoria. La posibilidad de una intervención aliada en España se fue marchitando y, paralelamente, la fuerza de los indómitos, de aquellos que activa o pasivamente seguían sin doblegarse al régimen de Franco, acabó por desvanecerse hasta comprender amargamente que se hallaban definitivamente sometidos a una dictadura, sin poder ni siquiera entrever su previsible final. En cualquier caso, la adversidad y el infortunio de los perdedores se prolongaron durante meses, años, décadas. Algunos de aquellos duros combatientes continuaron luchando contra el fascismo en Europa alistándose en el ejército francés o en las fuerzas de la Resistencia. Liberaron París, combatieron en Indochina, asesoraron a ejércitos y murieron en regiones ignotas de África, Cuba o Bolivia. Otros se integraron en esa guerrilla «maquisard», objeto de numerosos estudios y relatos ambientados en el difícil mundo rural de posguerra. El último, el de Alicia Giménez Bartlett, ganadora del Premio Nadal 2011 con su narración sobre Teresa o Florencio Pla Messeguer, la célebre pastora maquis evocada en Donde nadie te encuentre. Esta mujer, extraño caso entre todos los que compusieron la guerrilla española, fue estudiada anteriormente por José Carlos Segarra en una biografía de 672 páginas y treinta años atrás por Manuel Villar Raso en su desconocida e injustamente olvidada La Pastora: el maquis hermafrodita.

    Antes también lo habían escrito Julio Llamazares, Ángel Ruiz Ayúcar o Alfons Cervera. También Fernando Martínez de Baños para Aragón. Y no sólo en el monte: también en las ciudades, en los dobles fondos de un Madrid subterráneo y de posguerra, según pudo reconstruir magistralmente Andrés Trapiello en su ya mencionada La noche de los Cuatro Caminos. Incluso se proyectaron fracasadas invasiones por el Pirineo como aquella célebre que debía atravesar el Valle de Arán en 1944 comandada por Vicente López Tovar y dirigida por el comunista Jesús Monzón. Otros muchos, como el inefable Heriberto Quiñones, también agente del Servicio de Información Especial Periférico y digno representante de esa nómina de indómitos y campeones de la derrota, colaboraron en la clandestinidad reorganizando por impulso del Partido Comunista las Agrupaciones de Guerrilleros, mientras que otros aportaron su valor y experiencia para reconstruir exiguos aparatos de propaganda y células del partido en las ciudades, a golpe de imprenta y octavilla. Ahí están los ejemplos de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, cuya actividad se prolongó hasta 1952 o la actividad de los maquis en el Maestrazago turolense o en los Montes de León, según estudiaron Mercedes Yusta y Secundino Serrano respectivamente. Otros muchos trabajos, referidos a Extremadura, a Galicia, Alto Aragón, etc., complementan esa geografía de la lucha guerrillera antifranquista. La mayoría acabó fuera de España, encarcelados, fusilados, rehaciendo vidas de posguerra, cada uno como buenamente pudo o le dejaron.

    Pero hubo varios casos, ciertamente singulares, de combatientes anarquistas que, nada más acabar la guerra y antes de tomar el camino del exilio, quisieron saldar viejas deudas. No puede decirse que formasen parte de lo que denominamos comúnmente como maquis. A pesar de que su destino lógico estaba trazado en dirección hacia Francia, desviaron su ruta y, en el último momento, de forma aparentemente incomprensible, acabaron torciendo definitivamente sus maltrechas vidas para ajustar las cuentas pendientes, acumuladas desde mucho antes de la guerra, buscando delatores, terratenientes, vecinos culpables de carne y hueso en los que descargar la ira de la derrota. Amigos que crecieron juntos, compañeros de escuela y viejos convecinos se volvieron mudos por acción y efecto del miedo o de la venganza primitiva al terminar la guerra. Silenciosos, indiferentes en el mejor de los casos frente a la desgracia de antiguos conocidos que volvían al pueblo vencidos o, en el peor, activos señaladores de «despreciables izquierdosos», de «rojos», sin matices, sin rasgos, cosificados, todos por igual.

    Derrotados, emprendieron el último viaje de sus vidas, armados, perseguidos y sintiendo el peso de la venganza fatal a cada kilómetro. Dispuestos a todo, acostumbrados desde muy jóvenes a participar en los actos más extremos del pensamiento libertario, determinaron con férrea voluntad volver a sus lugares de nacimiento y averiguar quién había matado unas veces a sus madres, otras a sus padres y hermanos por no haber podido capturarles a ellos con vida en los primeros días de la guerra en los pueblos. También buscaban a quienes habían señalado con el dedo o llamado a la puerta una madrugada de aquel primer verano envuelto en sangre para llevarse a los parientes, mintiendo con avaricia al decir que volverían pronto tras obligarles, a punta de fusil, a golpe de culata, a rastras, resistiéndose inútilmente en la última noche a subir al tenebroso camión e iniciar un viaje que de sobras sabían sin retorno.

    Uno de aquellos episodios se produjo el 18 de mayo de 1939 en La Paúl, provincia de Huesca. Un puñado de guerrilleros anarquistas, copados en el puerto de Alicante, se evadió del atroz campo de los almendros narrado por Max Aub, Guzmán, Campos y muchos otros hasta emprender el camino en dirección a Francia. Se dividieron en dos grupos. Eran jóvenes y resueltos, habituados a la acción armada, gente con ideales y compromisos, también con anhelos de un mundo mejor. Pero habían perdido. Lucharon y perdieron, esa era la tremenda realidad que afrontaron a finales de marzo de 1939. Fueron decididos y peligrosos en la hora precisa, cuando un hombre sabe que llega el momento de enfrentarse al todo o a la nada. Curtidos desde niños en las lecturas proletarias y en los ejemplos de la «gimnasia revolucionaria» preconizada por García Oliver y otros tantos mitos que acabaron arrumbados en aquel «corto verano», mantuvieron sus posiciones hasta las últimas consecuencias.

    A pesar del enorme peligro que se cernía sobre ellos si volvían a sus casas, lo hicieron. Contra toda lógica, entraron en las calles del pueblo amparados por la noche y por las armas que llevaban encima. Como era previsible, todo acabó mal: las últimas derrotas aisladas en medio de la derrota general. La Guardia Civil, alertada por unos y otros y por las declaraciones de un compañero al que habían torturado salvajemente, salió a su encuentro. Dos de ellos se separaron del grupo y tuvieron la fortuna de ser capturados, con vida, en otro pueblo cercano y, aunque creyeron que les iban a linchar allí mismo, en una increíble historia de fugas, detenciones y exilio vivieron para contarlo hasta su muerte, acaecida de forma natural a comienzos de los años ochenta. Por el contrario, uno de aquellos combatientes anarquistas, en unión de otros compañeros evadidos, también confederales y guerrilleros, tras protagonizar decenas de acciones en la retaguardia franquista durante la guerra y haber sobrevivido al infierno de Alicante, se enfrentó a ellos por las calles de la población y acabó tiroteado, a pecho descubierto. Antes de morir acribillado, junto a otro integrante del grupo, tuvo tiempo de defenderse y abatió al cabo que mandaba el piquete. Murió matando.

    Me obsesioné con aquella historia y comencé a transitar por nombres, fichas y fechas. Acumulé datos y, sobre todo, preguntas: ¿Por qué entró en el pueblo? ¿Qué poderosa razón les motivó a desaviarse del camino del exilio, de su ruta de salvación para encaminarse hacia una muerte probable, cierta en última instancia? ¿Cuántos y quiénes eran? Quién sabe, aquella tal vez no era más que una línea más del triste epílogo de la guerra; probablemente una más entre otras muchas historias similares y anodinas, sepultadas por los clarines de la victoria, que a buen seguro se habían producido en cualquier otro pueblo de cualquier otra provincia de una España mutilada por tres años salvajes. Partidas descontroladas, fuerzas rojas desorientadas, hombres que lucharon y perdieron, armados y dispuestos a todo. Derrotados pero no doblegados ni quebrados, dispuestos a continuar la lucha como fuera y donde fuera. Ocurre que en una ciudad, aquel tiroteo mortal hubiese pasado desapercibido. Pero en un pueblo como aquel, sus pocas calles hicieron de caja de resonancia aumentando los ecos de las descargas, transportando su sonido hasta esta misma tarde, la de la lluvia, el caserón y el relato en el ocaso de noviembre que acabamos de escuchar.

    Transcurrieron varios años de pesquisas hasta que por fin conocí el nombre de aquel miliciano, el anarquista de Casa Pozo y algún tiempo más hasta que aquella fría tarde acudimos mi padre y yo al encuentro con el pasado. Averiguar quién fue y en qué circunstancias se produjeron aquellos hechos se había convertido en una idea fija, una persistencia en la que me mantuve atrapado durante meses y meses: una pertinaz sombra que me acompañó hasta llegar al final del camino, frente a las tapias de aquel cementerio. Estas páginas tratan de ser el fiel registro, la puesta en limpio hasta donde mi memoria me lo permite de los pasos que fui dando en la reconstrucción de aquellos acontecimientos, la de aquel miliciano abatido a tiros tan sólo unas semanas después de que el archiconocido parte de guerra oficial anunciase el final de la Guerra Civil. Probablemente, sólo haya pretendido comunicar una experiencia personal, un fragmento mínimo de vida, de pesquisas y de obsesión por la búsqueda retrospectiva. Antes de empezar a escribir, yo había imaginado este libro liviano, directo, ágil y rápido. Pero todo eso fueron delirios anteriores a la imprescindible «y premiosa carpintería de lo argumental», en expresión refinada de Antonio Muñoz Molina: carpintería, artesanía del argumento bien trabado, armazón de manos cuidadosas y pluma paciente.

    Registré mi paso por numerosos archivos y bibliotecas, con resultados muy dispares y transité por los recovecos siniestros de la prosa rígida que llenaban cientos de expedientes y procesos de la grisura burocrática. Hablé con personas que recordaban haber oído en algún momento detalles, pinceladas y fragmentos aislados del asunto. También recopilé el testimonio de algunos testigos, pocos ya ciertamente por las edades tan avanzadas, que les conocieron en vida y compartieron ideario, peligro y derrota. Cuando sentían confianza y descendían del recuerdo a la realidad, muchos me hacían una pregunta que resonaba a ecos lejanos de otros tiempos, de miedos casi superados: «Y usted, ¿es de derechas o de izquierdas? ¿Por qué me pregunta esto? ¿Para qué quiere saberlo? ¿Quién es usted?».

    Me entrevisté con pacientes estudiosos de historias locales que siempre me brindaron su generosa ayuda. De ellos aprendí la modestia y el buen hacer en la recuperación minuciosa del detalle, cotejando con mimo datos y nombres, fechas y lugares, ajustando, precisando, ayudando en suma.

    Si estas líneas se hubieran concebido con otros propósitos y al amparo de otros calores, ahora hablaría de fosas, de recuperaciones y de memorias. Aunque algo de ello hay, no es el afán principal. Empecé tirando de un hilo débil y acabó arrastrándome con fuerza algo más profundo. Casi un siglo después, hombres de una familia, que murieron de idéntica manera, en tiempos dispares aunque unidos por el mismo compromiso, las mismas ideas y, lo más importante para mí, idéntico valor, determinación y decisión, regresaron de la intrahistoria para quedarse. Sus perfiles personales y sus avatares vitales se fueron manifestando paulatinamente tras la consulta del legajo correspondiente, tras la lectura del acta esclarecedora, precisando un poco más sus contornos, tras la recuperación de cada ficha. Morir matando en los años 20 y 30 no fue algo extraordinario. Que lo hicieran varios miembros de mi familia, los Navarro, anarquistas de a pie, duros y directos, casi anónimos, ya me parece otra cosa.

    Tenía que hacerlo. Me urgía escribirlo, sacarlo de adentro y así lo hice. El resultado no sé cómo calificarlo. Esto no tiene nada de novela y sí de investigación. De investigación relatada, si se quiere. Existen magníficos descensos a misterios familiares, identidades perdidas, búsquedas pertinentes y contumaces de hijos, nietos o parientes que aplicaron muchas fuerzas y recursos a localizar antepasados para comprender vidas o hechos ocultos. Son los particulares ajustes de cuentas de la literatura con la vida. Es lo que hicieron magistralmente Marga Clark en su descenso familiar en busca de su tía Marga Gil (Amarga luz, 2002), Lucinda Franks (La guerra secreta de mi padre, 2008) y A. M. Homes (La hija del amante, 2008) donde cajas de papeles, cartas, fotografías, periódicos y fichas personales fueron piezas de un puzle hecho de interrogantes; retales sabia y pacientemente tejidos en sus historias biográficas. Apuntaron la meticulosa investigación que les condujo por archivos, bibliotecas, hemerotecas, registros y oficinas con la motivación de no saber quiénes fueron los padres o qué hicieron durante aquellas ausencias, aquellos silencios, aquellas añoranzas. En mi caso, buscar el dato preciso por cajas, legajos y volúmenes puede contemplarse desde otra óptica ilustrativa, didáctica incluso: preparar el trabajo, planificar el descenso a los archivos militares, policiales o de partidos y sindicatos, acceder a los padrones municipales, repasar hemerotecas, fondos judiciales y colecciones fotográficas. Hablar con testigos, conversar con quienes vieron u oyeron contar. Es preciso conocer dónde buscar, qué archivo va a ser el más generoso, qué serie ofrece los datos más relevantes para descubrir la información exacta. Qué hacer, a quién preguntar, qué formularios rellenar. Por laberínticos estantes transité, unas veces ayudado por buenos profesionales, custodios y facilitadores. Otras por inventarios, guías y descripciones que, a modo de brújula, alumbraron el camino.

    Por otra parte, en demasiados momentos he sentido el temor de la inconsistencia en la exposición al transitar por registros completamente nuevos para mí, percibiendo con mucha frecuencia la inquietud del pie que no toca fondo. Escribir un artículo, una monografía o finalizar una tesis doctoral exige modos y pautas particulares. El resultado también lo es y la prosa académica puede acabar provocando indigestión o rechazo en caso de redacción oscura. Entre las miles de páginas leídas o en los legajos y cajas de documentos consultadas encontré como ayuda salvífica e inesperada, la siguiente reflexión de Andrés Trapiello, aparecida en su Troppo vero (2009, p. 114): «Siente uno las cosas, pero no acierta a contarlas, y piensa uno entonces que quizá el sentimiento estaba mal sentido porque de haberlo estado bien, se habría escrito solo». Yo creo que sentir, he sentido escribiendo todo esto. En muchas ocasiones, con enorme intensidad y así lo he intentado plasmar, a partir de la historia real que fue su desencadenante. Ojalá se haya cumplido con acierto la célebre frase de Cervantes: «Lo que se sabe sentir, se sabe decir». Al menos, sí espero haberme contagiado de los modos de la narración literaria, tal y como defiende Martínez de Pisón en el prólogo de Tiempo destruido, el magnífico libro escrito por Víctor Pardo, compendio de episodios menores, síntesis de historias mayores.

    En última instancia, he tratado de ordenar como mejor he podido la secuencia de fases y tareas, avances y retrocesos, hallazgos y sinsabores que germinaron espontáneamente cuando me encontraba investigando un asunto aparentemente plano, académico y lineal como era el de los procesos burocráticos de control social y represivo. Así que, estas hojas pueden parcialmente considerarse, desde otra óptica, como una pequeña contribución a esa Historia de la identificación de las personas que acaban de publicar Ilsen About y Vincent Denis. A este asunto se le fue poco a poco añadiendo, de manera casi imperceptible al comienzo y con enorme fuerza al final, un recuerdo, unas borrosas imágenes casi sepultadas en algún rincón de la memoria, un pequeño hilo semienterrado en la arena del tiempo por el que empezar a tirar y descubrir una vinculación con la intrahistoria familiar que aportó emoción, consistencia y trazos más precisos de un pasado apenas perfilado.

    Setenta años después, de pie y en silencio frente a aquella tumba vulgar y desabrida, todavía sorprendido tras descubrir mucho más de lo que hubiese imaginado cuando comencé a escribir de forma dispersa, miro a mi padre y con sus ojos me da a entender que hemos llegado al final. No ha hecho falta hablar. Le conozco muy bien y reconozco con precisión sus silencios. Sólo han sido unos segundos sosteniendo la mirada, un instante mínimo en duración, pero inmenso en significado que se ve interrumpido por nuestro amigo Ramón que nos saca del momento extraordinariamente emotivo:

    —No sé quién viene a ponerle flores. Ni nadie en el pueblo lo sabe. Pero lo cierto es que nunca le faltan.

    Dejamos aquella tumba sin nombre y salimos de La Paúl de noche, con el alma encogida y el recuerdo huérfano.

    2

    «Disponer el trazado de una ficha y saber emplearla con provecho, ahorrando tiempo y por tanto dinero, es algo muy fácil cuando se conoce la manera y forma de hacerlo. […] En cuanto a los modelos de fichas que presentamos, todos ellos son ejemplos prácticos, empleados con éxito, lamentando que el poco espacio de que se dispone en un manual nos obligue a insertar reducido número de ellos, pues de permitirlo hubiésemos dado infinidad de originales aplicables a variados y distintos aspectos de la vida comercial, industrial, profesional y particular».

    Rafael Bori, La ficha: manual práctico

    Durante décadas dijeron que fue el 5 de septiembre en Cerro Muriano, Córdoba. Pero ni siquiera la fecha está acreditada. Tampoco el lugar. Aún así, Capa consiguió con su mítica fotografía registrar la mejor instantánea de la Guerra Civil y probablemente de toda la historia del fotoperiodismo de guerra. En su novela El fotógrafo y la muerte (2009), Antonio López Alonso se hace eco de ello y el impecable director de cine Michael Mann proyecta llevar al cine la novela de Susana Fortes sobre la vida de Capa y su compañera Gerda Taro (Esperando a Robert Capa). El historiador Mario Brotóns rastreó la identidad del miliciano poniéndole nombre: Federico Borrell García, natural de Alcoy, de 24 años de edad, enrolado en las filas de la CNT. Tampoco parece que fuera él. Publicada en la revista francesa Vu, dio la vuelta al mundo compartiendo un lugar de honor en la historia de la fotografía contemporánea, icono indiscutible del siglo XX junto al retrato del Che de Korda o la muerte de aquel prisionero Vietcong en Saigón a manos del sanguinario jefe de policía de Vietnam del Sur Nguyen Van Loan tomada por Eddie Adams y ambientada por Oriana Fallaci en su impresionante Nada y así sea. Libro que, por cierto, también leí en casa con dieciséis o diecisiete años, a pesar de que se hallaba muy desvencijado y, la verdad, no acabase de encajar entre todos los que conservaba mi padre, como un título exótico entre tantos nombres y autores patrios.

    Sin embargo, el apasionante enigma que rodea la famosa foto del miliciano sigue ofreciendo nuevos enfoques, aportaciones de estudiosos que, como José Manuel Susperregui y también Fernando Penco Valenzuela y Riebenbauer y Doménech años antes en un meritorio documental, afirman tras sesudas investigaciones que aquella mítica imagen no fue tomada ni en el lugar ni en el día comúnmente aceptados. El análisis minucioso de las montañas y el paisaje que se observa detalladamente en la serie de fotografías ha permitido al autor determinar con exactitud que fueron tomadas en la villa cordobesa de Espejo, a 35 kilómetros de Cerro Muriano, alimentando así la enorme controversia de una fotografía mítica.

    A

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