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Poder legal y poder real en la Cataluña revolucionaria de 1936: El Gobierno de la Generalidad ante el Comité Central de Milicias Antifascistas y los diversos poderes revolucionarios locales
Poder legal y poder real en la Cataluña revolucionaria de 1936: El Gobierno de la Generalidad ante el Comité Central de Milicias Antifascistas y los diversos poderes revolucionarios locales
Poder legal y poder real en la Cataluña revolucionaria de 1936: El Gobierno de la Generalidad ante el Comité Central de Milicias Antifascistas y los diversos poderes revolucionarios locales
Libro electrónico456 páginas7 horas

Poder legal y poder real en la Cataluña revolucionaria de 1936: El Gobierno de la Generalidad ante el Comité Central de Milicias Antifascistas y los diversos poderes revolucionarios locales

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En el verano de 1936 se configuraron, en medio de una revolución social, dos poderes claramente definidos, que representaban cosas ciertamente diferentes: por un lado, el poder legal representado por el Gobierno de la Generalidad, exponente de la legalidad republicana, y a quien los acontecimientos sacudieron profundamente (igual que al Gobierno de la República) hasta el punto de perder buena parte de sus atribuciones, y por el otro, el poder real, representado por el Comité Central de Milicias y la multitud de poderes revolucionarios locales que, si bien no dirigieron su actuación en contra de los poderes legales de manera directa, en la práctica acabarían sustituyéndolos total o parcialmente según los casos. Esto sucedió de manera generalizada en los niveles inferiores del aparato político-administrativo del gobierno autónomo, pero también en el escalón inmediatamente superior de la estructura, representada por las Comisarías Delegadas de la Generalidad y de Orden Público, ubicadas en Gerona, Tarragona y Lérida. Todos estos elementos son los que expone Josep Antoni Pozo González en este libro, que incluye un apéndice analítico sobre la tipología de los diferentes comités surgidos en Cataluña, y otro documental, en el que se reproducen, por el interés que tienen, las actas del Comité Central de Milicias correspondientes a las sesiones en las que se discutió la disolución de este organismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2017
ISBN9788415177708
Poder legal y poder real en la Cataluña revolucionaria de 1936: El Gobierno de la Generalidad ante el Comité Central de Milicias Antifascistas y los diversos poderes revolucionarios locales

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    Poder legal y poder real en la Cataluña revolucionaria de 1936 - Josep Antoni Pozo González

    Josep Antoni Pozo

    PODER LEGAL Y PODER REAL EN LA CATALUÑA REVOLUCIONARIA DE 1936

    El Gobierno de la Generalidad ante el Comité Central de Milicias Antifascistas y los diversos poderes revolucionarios locales

    Espuela de Plata · España en Armas

    © Josep Antoni Pozo González

    © 2012. Ediciones Espuela de Plata

    Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez, sobre un cartel de Lorenzo Goñi, 1936

    ISBN: 978-84-15177-70-8

    Presentación

    Este libro es una versión actualizada y corregida de la primera parte de la tesis presentada el 21 de junio de 2002 en la Universidad Autónoma de Barcelona[1], ante un tribunal formado por Francesc Bonamusa (presidente), Enric Ucelay-Da Cal (secretario), Eulàlia Vega Masana, Susana Tavera García y François Godicheau. La tesis fue dirigida por el profesor Pere Gabriel y Sirvent, y obtuvo la máxima calificación académica. A todos ellos quiero agradecerles su consideración, así como sus opiniones.

    El trabajo presentado se centraba en el estudio de las formas de poder revolucionario surgidas localmente en toda Cataluña durante el verano de 1936 como expresión, tanto de la crisis del aparato de Estado republicano, como de la respuesta popular al levantamiento militar. A partir de una exhaustiva utilización de fuentes archivísticas –algunas de ellas inéditas en aquellos momentos para los investigadores– y hemerográficas, la tesis abordaba el problema del Poder durante los primeros meses de la guerra civil y su relación con los acontecimientos revolucionarios, y mostraba las claves que facilitaron el hundimiento de buena parte del aparato de Estado en Cataluña, representado por las instituciones del gobierno autónomo, y el surgimiento de un poder revolucionario ciertamente atomizado, pero de naturaleza diferente al poder legal, así como de los factores que influyeron y destacaron en su eliminación y en el proceso posterior de recuperación institucional. Se abordaba igualmente el estudio en particular de algunos de los elementos que acompañaron la situación conocida como de doble poder: la «pugna» entre el gobierno de la Generalidad y el Comité Central de Milicias Antifascistas, la realidad de la discusión interna dentro del movimiento libertario en relación al problema del Poder, y el análisis de como operó localmente la tendencia a constituir organismos al margen de los poderes legales que, por otro lado, acabarían ejerciendo el poder durante su periodo de existencia, a veces con el concurso de las autoridades legales y, a menudo, sin este concurso. Así, a partir del estudio de las formas o variantes que adoptó el poder revolucionario a escala local –cómo surgió, cómo actuó, cómo evolucionó y qué representó– y de sus características, similitudes y diferencias, se analizaba el fenómeno representado por los diferentes Comités Revolucionarios que funcionaron por toda Cataluña a partir de una doble perspectiva: en relación a las organizaciones, partidos y sindicatos, que formaron parte, y en relación al Estado, es decir, en relación a las autoridades legales, tanto en el caso de las instituciones, como en el caso de las personas que en un momento determinado o en un lugar determinado, representaron o simbolizaron el poder legal.

    En el apartado de conclusiones explicábamos igualmente que para abordar el estudio de los diferentes poderes revolucionarios locales de manera científica, hay que analizarlos en su globalidad. Esto es, entendiendo que fueron organismos dinámicos –la mayoría de ellos no acabaron su actividad del mismo modo que la empezaron– y que, por esta razón, no se pueden considerar desde su constitución como organismos perfectamente definidos y acabados, como a menudo se ha hecho. El ejemplo del Comité Central de Milicias Antifascistas de Barcelona ilustra perfectamente lo que queremos decir: nacido inicialmente de un acuerdo entre las organizaciones que habían formado parte del Frente de Izquierdas en Cataluña, la CNT y el Gobierno de la Generalidad, rápidamente evolucionó como un cuerpo diferenciado del poder legal –por más que tuviera vínculos con éste y se aprovechara de ellos–, alejándose del papel de organismo paragovernamental –que era la función que algunos de sus integrantes le reservaban– y confirmándose durando los primeros días como una autoridad revolucionaria, para posteriormente, y en medio de presiones de signo diferente, iniciar un camino que llevaría otra dirección.

    A pesar del tiempo transcurrido entre la presentación de la tesis y la publicación de este libro, creemos que la numerosa bibliografía aparecida con posterioridad –especialmente la que está asociada a un ámbito local y tiene como referencia principal el periodo 1936-1939– confirma algunos de los aspectos esenciales que planteábamos en nuestro trabajo.

    En primer lugar, la enorme movilización de obreros y campesinos que vieron en la lucha contra el fascismo la oportunidad de pasar cuentas con todas las formas de opresión social y económica que se arrastraban desde hacía decenios y que el régimen republicano no pudo o quiso suprimir. Un repaso a la bibliografía de ámbito local o comarcal publicada en los últimos veinte años confirma este hecho que, de paso, contradice algunas de las afirmaciones que se pusieron de moda en la década de los ochenta del pasado siglo, en el sentido de que la revolución no fue una «preocupación» de las masas, sino sólo de una vanguardia, y que la mayor parte de las realizaciones revolucionarias fueron obra de una minoría ligada sobre todo a los aparatos sindicales, que las habrían llevado a cabo en medio de la indiferencia general.

    Y en segundo lugar, la aparición espontánea de comités revolucionarios a escala local como expresión de la respuesta popular al golpe de estado, que rápidamente se transformaron en una autoridad, en un poder revolucionario, en su ámbito territorial de actuación. Estos comités revolucionarios, surgidos inicialmente para hacer frente al levantamiento militar y a la trama civil que le podía apoyar, y que asumieron durante los primeros momentos en pueblos y ciudades la tarea de control y vigilancia y detención de sospechosos, pasarían a ejercer a continuación y hasta su disolución, toda una serie de funciones reservadas a las autoridades legales, las cuales, por este motivo, quedaron relegadas a un papel secundario, cuando no fueran directamente anuladas.

    Igualmente, creemos que hay elementos más que suficientes para poder afirmar que en el verano del 1936 se configuraron, en medio de una revolución social, dos poderes claramente definidos, que representaban cosas ciertamente diferentes: por un lado, el poder legal representado por el gobierno de la Generalidad, exponente de la legalidad republicana, y a quien los acontecimientos sacudieron profundamente –igual que al gobierno de la República– hasta el punto de perder buena parte de sus atribuciones, y por el otro, el poder real, representado por el Comité Central de Milicias y la multitud de poderes revolucionarios locales que, si bien no dirigieron su actuación en contra de los poderes legales de manera directa, en la práctica acabarían sustituyéndolos total o parcialmente según los casos. Esto sucedió de manera generalizada en los niveles inferiores del aparato político-administrativo del gobierno autónomo –ayuntamientos–, pero también en el escalón inmediatamente superior de la estructura, representada por las Comisarías Delegadas de la Generalidad y de Orden Público, ubicadas en Gerona, Tarragona y Lérida.

    Todos estos elementos son los que exponemos en este libro, al que hemos añadido un apéndice analítico sobre la tipología de los diferentes comités surgidos en Cataluña, y otro documental, en el que se reproducen, por el interés que tienen, las actas del Comité Central de Milicias correspondientes a las sesiones en las que se discutió la disolución de este organismo. Por razones de espacio, hemos omitido todo el apartado que conformaba la segunda parte de la tesis –de la que hemos preparado también una versión actualizada y corregida que esperamos sea publicada próximamente–, que hacía referencia a las luchas políticas que mantuvieron la retaguardia catalana en continúa agitación hasta casi medios de 1937, y la relación que éstas guardaron con el proceso de recomposición del Estado.

    Septiembre 2011


    [1]. Josep Antoni Pozo González, El poder revolucionari a Catalunya durant els mesos de juliol a octubre de 1936. Crisi i recomposició de l’Estat, Departament d’Història Moderna i Contemporània, UAB, (2002), 3 vols.

    I. El 19 de julio en Cataluña: del oasis a la revolución

    1.1. El fracaso del golpe de Estado desencadena la revolución

    Sólo unas pocas horas después de que en la madrugada del domingo 19 de julio, tropas pertenecientes a diferentes unidades militares de guarnición en Barcelona salieran a la calle siguiendo el plan trazado por los golpistas, el hombre designado para encabezar el levantamiento militar en la Cuarta División orgánica, el general Goded, era hecho prisionero y anunciaba por radio su derrota. Era aproximadamente las 6 de la tarde del día 19. Goded, que había aterrizado en Barcelona procedente de Palma de Mallorca unas horas antes, había sido detenido en el edificio de la Capitanía General junto con sus colaboradores y trasladado al Palau de la Generalidad dónde, en presencia de Companys, pronunció por radio unas breves palabras en las que reconocía su fracaso y liberaba a sus seguidores de cualquier compromiso[1]. La lucha todavía se prolongaría hasta el día siguiente de forma aislada en algunos puntos de la ciudad –en las Atarazanas, en el convento de las Carmelitas y en las Dependencias Militares–, pero ya sin ninguna posibilidad de éxito para los sublevados. Durante los instantes que siguieron, todos los cuarteles y edificios militares de la ciudad serían asaltados y ocupados por grupos de militantes obreros los cuales, después de detener a los jefes y oficiales que no habían conseguido escapar, y de hacerse con todas las armas que encontraron, establecerían en su interior los centros de alistamiento e instrucción de los milicianos que, durante los días y semanas posteriores, formarían las columnas que irían a los diferentes frentes de lucha[2]. En el resto de guarniciones catalanas, el anuncio del fracaso de los rebeldes en Barcelona actuaría como elemento determinante que acabaría por decidir la situación, desmoralizando a quienes habían iniciado idéntico movimiento –las guarniciones de Lérida, Gerona, Mataró y Figueras–, y disuadiendo de realizar cualquier acción a quienes todavía no lo habían hecho o dudaban porque a pesar de tener elementos comprometidos con la conspiración, se encontraban en minoría, como por ejemplo en las guarniciones de Tarragona, Manresa y la Seo de Urgel[3].

    Ciertamente, en el verano de 1936, el factor sorpresa –un elemento clave en este tipo de operaciones– había quedado relativizado por la situación política y por el estado de prevención existente entre los sectores que temían un coup de force del Ejército. Se conoce que el Gobierno de la Generalidad, informado de que se preparaba un movimiento contra la República –movimiento que, nadie dudaba, apuntaría especialmente contra la autonomía de Cataluña–, había organizado desde días antes, un dispositivo de seguridad con las fuerzas a sus órdenes, para defenderse ante esta eventualidad[4].

    También en los medios obreros, la inquietud con la que se siguieron los rumores que circularon sobre la inminencia de un golpe militar habían encendido, desde muchos días antes, la señal de alarma entre la militancia y habían activado los grupos de defensa creados en el interior de algunas organizaciones[5]. En realidad, la certeza de que el combate parecía inevitable, contrastaba con la conducta prudente que en líneas generales caracterizaba a las organizaciones que habían conformado el Front d’Esquerres en Cataluña. Éstas, a pesar de la intensa agitación política y social presente durante toda la primera mitad del 1936, se mostraban más bien a la defensiva y a la espera de los acontecimientos, probablemente confiadas en que el Gobierno de la Generalidad –que no hacía mucho, había sido procesado por la reacción derechista que estaba detrás de la conspiración antirrepublicana– pondría todos los medios necesarios para la defensa de la República y del régimen autónomo catalán, ante la certeza de la dirección inequívoca que tomaría el futuro político en Cataluña y en España en el supuesto que triunfara un movimiento subversivo de carácter derechista o reaccionario. De hecho, en consonancia con la política frentepopulista del momento, la actitud de la mayoría de organizaciones del Front d’Esquerres iba dirigida a presionar y a conseguir que el Gobierno de la Generalidad –al que casi todo el mundo le presuponía un interés objetivo más claro que el que demostraba tener el Gobierno de Madrid en reprimir o neutralizar los elementos conspiradores– mantuviera su posición beligerante ante cualquier manifestación que pusiera en peligro el régimen de libertades.

    La organización obrera más importante en Cataluña, la CNT, también parecía estar imbuida por esta actitud. Hasta el último momento sus dirigentes albergaron la esperanza de que el Gobierno de la Generalidad acabaría entregándoles las armas que insistentemente pedían. Por otro lado, la orientación de éstos se repartía entre los que lo fiaban todo al recurso de la huelga general en el supuesto de que los militares intentaran algún movimiento –el Comité Regional era partidario de esta línea, de acuerdo con las resoluciones del movimiento confederal–, y los que creían, de acuerdo con su estrategia «putschista» –los miembros del Comité de Defensa– que bastaba, sobre todo, con tener un plan para combatir un posible despliegue de la tropa por las calles, a la cual previamente se le tenía que dejar salir de los cuarteles, para luego aniquilarla[6]. En cualquier caso, las dos respondían a un criterio defensivo, en el que sólo se consideraba la respuesta obrera en función del que pudieran hacer los militares, a los cuales se les cedía la nada despreciable ventaja de la iniciativa.

    A pesar de esta conducta prudente y expectante, a la espera de los acontecimientos, que parecía atenazar las principales organizaciones obreras y a la ERC dominante, lo cierto es que inmediatamente después que llegaron las primeras noticias sobre el movimiento iniciado en Marruecos, se desvanecieron todas las actitudes anteriores. La indignación popular y el rechazo a la acción que estaban protagonizando los sublevados, así como la convicción de que no quedaba otro alternativa que la lucha, se abrieron camino poderosamente ante cualquier otro consideración. De este modo, durante la tarde del sábado 18 de julio, en los principales centros políticos del movimiento obrero se celebraron asambleas de militantes convocadas urgentemente para conocer cuál era la situación y tomar acuerdos. Los locales centrales de las organizaciones obreras y republicanas se convirtieron en un trasiego incesante de militantes venidos de todas partes a la búsqueda de información, que rápidamente salían para sus lugares de origen con las instrucciones que había que seguir y transmitir al resto de compañeros. En algunas poblaciones, aquella misma tarde se constituyeron los primeros Comités de Enlace entre las organizaciones que se oponían al golpe de Estado, que asumieron la dirección de la lucha y establecieron las primeras medidas preventivas.

    La gravedad del momento y la posibilidad de que la acción de los sublevados ganara terreno, facilitó un rápido acuerdo entre las organizaciones para la formación de los primeros grupos de defensa que organizaron el control y la vigilancia de las carreteras y de las comunicaciones, y procedieron a detener sospechosos y a requisar armas y vehículos. La orden de huelga general se extendió por todas partes inmediatamente. El mismo 19 de julio, cuando el levantamiento militar ya era un hecho en Barcelona, un manifiesto del Comité Regional de la CNT publicado en una Solidaridad Obrera mutilada por la censura ejercida por las autoridades gubernativas de la Generalidad, alertaba sobre el movimiento iniciado en Marruecos, llamaba a resistir y a luchar contra el fascismo, y avanzaba la consigna de huelga general en el supuesto de que éste fuera secundado en Cataluña. Todas las organizaciones obreras habían hecho –o harían durante las horas siguientes– un llamamiento similar. En Barcelona, la huelga fue seguida desde primeras horas del domingo por todos los sectores que trabajaban en esta jornada[7]. En Gerona, ya la misma noche del 18 al 19, la Federación Local de Sindicatos, la CNT y la UGT, habían acordado convocar una huelga general para el lunes 20, al tiempo que transmitían instrucciones para que fuera seguida en todas las comarcas gerundenses. Las proclamas llamando a la movilización fueron repartidas al día siguiente, en medio del estado de guerra decretado por el general Fernández Ampón y cuando el Ejército patrullaba por la ciudad y se había apoderado de los puntos más importantes[8]. En Olot, los sindicatos locales, siguiendo instrucciones recibidas de Gerona, acordaron ir a la huelga el lunes[9]. En Tortosa, el 20 se convocó una huelga general de 24 horas, como medida preventiva, mientras que en Reus la huelga durará toda la semana, igual que en Sabadell, Tarrasa, Igualada y las principales poblaciones industriales catalanas[10]. Entre el 18 y el 19 de julio, fueron adoptadas resoluciones parecidas en multitud de asambleas y reuniones convocadas a tal efecto por las organizaciones sindicales. En Igualada, el 19 fue ocupada la centralita telefónica, asaltada la redacción del diario local, y el Comité Revolucionario formado horas antes se instaló en el edificio del Ayuntamiento[11]. En Tarrasa, este mismo día, las organizaciones que formarían a continuación el Comité de Enlace Antifascista, hacían público un manifiesto en el que además de llamar a la huelga general y a la formación de milicias, advertían a la población de lo que estaba en juego: «Todos en pie! Vivimos los momentos supremos en los que las organizaciones obreras se juegan su derecho a la vida. Ningún esfuerzo será en vano. La reacción fascista tiene que ser batida implacablemente […] Obreros de todas las tendencias, sin excepción! Republicanos con conciencia de clase, anarquistas, comunistas, socialistas, sindicalistas, nadie tiene que faltar en la lucha a muerte que hay entablada en la calle. Pensad en el terror sanguinario de los regímenes fascistas»[12]. Igualmente, en Badalona, la madrugada del 19 de julio, grupos de obreros armados empezaron a patrullar la ciudad, vigilando especialmente la que podía ser la entrada a la ciudad del destacamento militar con sede en Mataró[13].

    También en Lérida, donde las fuerzas comandadas por el coronel Sanz García declararían igualmente el estado de guerra y procederían inmediatamente a clausurar los centros políticos y sindicales, a iniciativa de los ferroviarios –el núcleo sindical más activo y mejor estructurado– se constituyó la mañana del 19 un comité de huelga formado por la UGT, la CNT y la Unión Local de Sindicatos, que organizó las primeras fuerzas obreras que se enfrentaron con las del Regimiento de Infantería por las calles de la ciudad. Paralelamente, militantes de las Juventudes Socialistas y de las Juventudes del POUM, repartían las proclamas en las que se convocaba a la movilización y se informaba de las instrucciones del Gobierno de la República por las cuales los soldados quedaban licenciados[14].

    En general, serían las organizaciones obreras –particularmente los sindicatos– las que tomaron la iniciativa de organizar la respuesta y, a menudo, las que arrastraron a las autoridades representativas de los poderes legales a adoptar una posición más activa ante los acontecimientos. Así sucedió en Gerona y Lérida, ciudades donde las guarniciones locales se sublevaron. O en Figueras, donde la reacción popular ante la declaración del estado de guerra consiguió la capitulación de los militares de la guarnición del Castillo, después de que las autoridades municipales hubieran negociado una declaración de lealtad de su jefe y la entrega de algunas armas a cambio de evitar el asalto de las masas al recinto[15]. Igualmente en Mataró, cuando las tropas sublevadas de la guarnición local habían tomado posesión del Ayuntamiento, la actitud decidida de un grupo de militantes que consiguió establecer contacto con los soldados y ponerlos al corriente de la situación, permitió que algunos de ellos entregaran las armas, abriendo así una fisura entre los sublevados en el momento en el que llegaban ya noticias desde Barcelona descorazonadoras para estos últimos[16]. En Tarragona, la actitud poco clara de la guarnición local que no declaró el estado de guerra, pero que tampoco mostró de forma fehaciente su adhesión al Gobierno de la República, se aclaró definitivamente cuando por la tarde del 20, en medio de la huelga general que había estallado en la ciudad, grupos de trabajadores entraron al cuartel y confraternizaron con la tropa que ya conocía el desenlace del movimiento en Barcelona.

    Allá donde había guarniciones militares o fuerzas de orden público con una actitud beligerante, sospechosa o poco clara, la movilización de los trabajadores actuó como revulsivo y las obligó a definir su posición y, en algunos casos, a paralizar su acción. Fuera de Barcelona y de las ciudades más importantes, la propia existencia de núcleos obreros organizados, actuó a menudo como elemento disuasivo o, cuanto menos, obligó a los conjurados a cambiar de planes o a añadirse definitivamente del lado contrario de los sublevados. Por ejemplo, en Gandesa, un grupo de milicianos rodearon la noche del 19 de julio el cuartel de la Guardia Civil, consiguiendo que ésta se mantuviera fiel al Gobierno y que colaborara con el Comité que apenas se acababa de constituir[17]. Situaciones parecidas se dieron en otras poblaciones. En Sant Feliu de Guíxols, los militantes de la Federación Local de Sindicatos, después de asegurarse que las fuerzas de orden público –guardia civil y carabineros– no saldrían del cuartel, organizaron la vigilancia por la población, mientras que en Ripoll esta tarea se hizo conjuntamente, al conseguir los obreros que las fuerzas policiales se decantaran del lado del Gobierno de la República[18]. En otros casos más excepcionales, como por ejemplo en Tàrrega, fue la misma Guardia Civil quien, recibiendo órdenes del Comité, armó a los milicianos con armas requisadas de un armería local[19]. Por otro lado, el movimiento de huelga que había estallado en los principales centros industriales y que era igualmente seguido en las principales poblaciones catalanas, se constituyó como factor de primer orden que ayudaba a crear un estado de opinión adverso para los militares rebeldes, a la vez que alimentaba el ímpetu revolucionario y la confianza en que éstos podían ser derrotados. De igual manera, la movilización popular actuó como protección de todos aquellos militares que, en el interior de los cuarteles, se oponían al levantamiento y a sus compañeros que estaban comprometidos, al tiempo que estimuló la ruptura de la disciplina entre la tropa y la deserción de muchos soldados y suboficiales.

    Hacia el 20 y 21 de julio ya se podía afirmar que el levantamiento militar en Cataluña había sido derrotado. En el resto de España fracasaría igualmente en ciudades importantes como Madrid, Valencia o Bilbao y, en conjunto, aproximadamente en las dos terceras partes de la península. A nivel institucional, la repercusión más inmediata que tuvieron estos acontecimientos fue la dimisión del Gobierno Casares Quiroga a primeras horas del 19 de julio y su sustitución por otro, encabezado por Martínez Barrio, de efímera existencia, y que después de un frustrado intento para llegar a un acuerdo con los golpistas, cedería su lugar al que finalmente se formaría alrededor de la figura de José Giral. Pero no fue la única consecuencia que tuvieron los acontecimientos, ni la más importante. La rebelión de una parte del aparato de Estado contra el mismo Estado, y la reacción popular que esta generó, provocaría el hundimiento de la legalidad republicana y con ella el descalabro institucional que la siguió. Así, en la zona en la que el golpe de Estado triunfó, se impuso rápidamente un nuevo orden de acuerdo con los objetivos reaccionarios que perseguían sus promotores, que no eran otros que la restauración de las estructuras sociales que habían fundamentado desde siempre el poder de las viejas clases dirigentes, de la oligarquía y de la Iglesia, y la «limpieza» de todo aquello que lo pudiera cuestionar[20]. En cambio, en todo el territorio en el que el levantamiento militar fracasó se abrió una situación muy particular que afectaría igualmente al orden constitucional existente, pero que fue en otra dirección. Son conocidas las expresiones más significativas de este movimiento: sabemos que el Ejército dejó de existir y que su lugar fue ocupado por las milicias organizadas por los partidos y sindicatos; que el control del orden público fue tutelado por éstos, y en muchos lugares pasó a manos directamente de las numerosas patrullas de milicianos que se establecieron con este objetivo, sustituyendo en la mayoría de los casos los cuerpos policiales oficiales; que el aparato judicial fue anulado primero, para después ser reemplazado por tribunales populares formados por representantes de las organizaciones que se opusieron al golpe militar; que las fábricas fueron ocupadas por los trabajadores y que se instauró como norma el control obrero; que el poder de la Iglesia fue liquidado prácticamente de raíz con la expropiación de sus bienes, la prohibición del culto y el cierre de sus templos y escuelas; así mismo, el poder de la prensa capitalista fue suprimido y la totalidad de publicaciones de derechas fueron incautadas y reconvertidas en diferentes órganos de expresión de las organizaciones obreras; por todas partes, todo aquello que pudiera parecer sospechoso de «fascismo» o, sencillamente, poco decidido a combatirlo, fue sustituido –tanto en el caso de las personas como en el de las instituciones– o, cuanto menos, «controlado» de forma que quedara inutilizado para su función original. Lejos de orientarse hacia el restablecimiento del orden y la legalidad republicanas que los militares habían querido subvertir, en la zona que quedó bajo control teórico del Gobierno de la República, la reacción popular tomó la forma de una auténtica revolución social que sacudió profundamente todo el aparato institucional y removió los cimientos de la sociedad. Con los cuarteles asaltados, las armas requisadas y repartidas entre los militantes de las organizaciones obreras, y la sensación de que el Estado había «desaparecido», entre las masas que habían salido a la calle –y se resistían a dejarla según la gráfica expresión de J. Peirats– se desató un poderoso movimiento de respuesta que se dirigió a continuación contra todos los sectores sociales considerados culpables de alentar o amparar la acción de los sublevados, y sobre los que se tenía, además, la certeza que serían los principales beneficiarios de un golpe reaccionario victorioso. En definitiva, contra la oligarquía terrateniente, industrial y financiera, y contra quienes, como la Iglesia, habían proyectado secularmente una imagen siempre asociada al poder –del cual formaban parte– y a los poderosos.

    Sin duda, la rapidez con la que una reacción defensiva –la respuesta popular al levantamiento militar– se transformó, en cuestión de horas, en un poderoso movimiento ofensivo que superaría el marco legal establecido y llegaría a cuestionar la propiedad privada y las relaciones entre las clases sociales, tiene mucho que ver con la frustración de la base social que apoyó al régimen del 14 de abril. En efecto, que los acontecimientos del verano de 1936 tomaran una orientación revolucionaria se explica en buena medida por el fracaso del proyecto reformista de modernización de España encabezado por republicanos y socialistas. Después de la experiencia frustrante del primer bienio, del horizonte de esperanza que el ideal reformista encarnado por la República había despertado entre sectores de la pequeña burguesía, el campesinado y los trabajadores, se pasará pronto a la decepción. Modernizar el país exigía realizar un cambio en profundidad que los gobernantes republicanos no se atrevieron o no quisieron hacer. Por otro lado, el encarnizamiento con el que la derecha combatió las reformas emprendidas por la República a pesar de la timidez de estas, condujo a que en amplios sectores del movimiento obrero arraigara la idea de que ante la actitud extremadamente beligerante de las clases dirigentes era imposible obtener reformas por la vía pacífica o parlamentaria, y que después de lo que había sucedido en Alemania y Austria, la democracia burguesa se había convertido en un sistema que no ofrecía ninguna garantía para impedir el triunfo del fascismo. Así, sin detenerse en ninguna etapa especial, la lucha contra los sublevados fue acompañada de una serie de transformaciones revolucionarias que tendrían implicaciones en todos los dominios de la vida política, económica y social.

    La intensidad y profundidad de este movimiento de respuesta varió según los lugares pero fue en Cataluña donde, por el peso y la fuerza de su proletariado, la revolución se hizo más visible y amenazante y, también, con más capacidad de irradiación[21]. Como si los acontecimientos quisieran desmentir a quienes habían proclamado –más como un deseo, que como una realidad– la existencia del llamado «oasis» de la República, Cataluña se convirtió durante unos meses en la punta de lanza del movimiento revolucionario de toda la Península[22].

    Justo es decir que la situación anterior estaba muy alejada de la imagen idílica con la que desde determinados sectores se quería exorcizar el peligro de revolución. En realidad, se habían reunido todos los elementos que explican –en Cataluña como el resto de España– la profundidad del estallido revolucionario. La derrota del movimiento de octubre de 1934 había desatado una dura ofensiva patronal contra las conquistas logradas por los obreros desde la proclamación de la República. La reacción de patrones y propietarios se dirigió inmediatamente tanto a recuperar las posiciones perdidas como a restablecer la autoridad y la disciplina. Así, entre otras medidas, fue anulada la Ley de Contratos de Cultivo, se tramitaron 1.400 juicios de desahucio de aparceros y rabassaires, y se reimplantó la jornada semanal de 48 horas en la industria metalúrgica después de que los trabajadores del ramo hubieran conseguido rebajarla a 44[23]. Igualmente, otras disposiciones facilitaron el despido de obreros y el cierre de fábricas sin más trámite que la comunicación a la Delegación de Trabajo. A menudo, las bases de trabajo aprobadas durante el periodo anterior no fueron respetadas o, sencillamente, fueron anuladas al amparo de la legislación regresiva de los gobernantes del bienio derechista. Multitud de centros políticos y sindicales fueron clausurados y el Gobierno mantuvo de forma continuada el estado de excepción en Cataluña hasta abril de 1935, mientras que la mayor parte de los ayuntamientos fueron destituidos y los concejales electos sustituidos por elementos de la Liga, Radicales y Acción Popular.

    El enfrentamiento social encontró un nuevo escenario a partir de febrero de 1936. El resultado de las elecciones en Cataluña –más nítidamente favorables a la coalición frentepopulista que en el resto de España– significó el retorno de los represaliados, la reposición de los ayuntamientos destituidos y el restablecimiento del marco autónomo, pero la tensión no se apaciguó. Más bien al contrario. Aprovechando la victoria electoral, los trabajadores quisieron recuperar el nivel de mejoras y conquistas logradas hasta el año 1934. La oleada reivindicativa provocada por demandas salariales, peticiones de disminución de jornada o exigencias de readmisión de despedidos, se multiplicó espectacularmente. En la primavera de 1936, la amplitud y cantidad de conflictos obreros fueron, como muy acertadamente señaló un testigo de la época «la manifestación específicamente catalana de aquel estado de excitación general» existente en todo España[24]. La situación llegó a tal punto que la patronal catalana se vio en la obligación de denunciar la «intensa agitación social» y pedir más autoridad para oponerse al movimiento revolucionario, al tiempo que reclamaba significativamente la aplicación del programa del Front d’Esquerres como garantía para frenar el movimiento huelguístico[25].

    La radicalización de la sociedad catalana, presente en la conflictividad laboral, se extendió también al ámbito de las relaciones políticas entre los principales partidos de la Cataluña autónoma, la Liga y la ERC, que habían quedado marcadas irremediablemente por la huella de los acontecimientos de octubre. Entre febrero y julio de 1936, la vida municipal catalana vivió una etapa de convulsión casi permanente, que reflejaba en parte el grado de enfrentamiento social existente en la mayoría de localidades catalanas. Durante estos meses, las sesiones en las que los ayuntamientos populares suspendidos por la autoridad militar a raíz del seis de octubre fueron restituidos, se convirtieron a menudo en requisitorias ciudadanas contra los representantes de la Liga que habían participado durante el periodo de excepción en los ayuntamientos gestores. En medio de un ambiente de gran hostilidad y cargado de acusaciones de todo tipo, la tensión existente provocó en muchos casos la no asistencia a los plenos municipales de los electos de derechas, e incluso, su retirada de los ayuntamientos. Centenares de resoluciones decretando la anulación de los acuerdos tomados por los ayuntamientos gubernativos, la fiscalización y revisión de cuentas o la exigencia de responsabilidades, fueron adoptados por los ayuntamientos controlados por la ERC –la mayoría–, especialmente en los municipios donde la política de desahucios y de represión posteriores al seis de octubre, castigó severamente centenares de campesinos. En esta línea de «pasar cuentas», el Ayuntamiento de Figueras encabezó una campaña dirigida a todos los ayuntamientos, para pedir al Parlamento de Cataluña la promulgación de una ley de incapacitación política para todos los ciudadanos que hubieran actuado en corporaciones de elección popular, durante el tiempo comprendido entre el 6 de octubre de 1934 al 16 de febrero de 1936, que recogió muchísimas adhesiones[26].

    El desplazamiento hacia la izquierda de la situación política en Cataluña era igualmente visible en algunos de los elementos que la componían: por ejemplo, en el proceso de radicalización de las bases de ERC[27], espoleadas por la dinámica de enfrentamiento con la Liga que las acercaba a las organizaciones obreras, a pesar de la actitud conciliadora de algunos de sus dirigentes –especialmente, de quienes querían pasar página lo más pronto posible de la experiencia insurreccional–, o en el proceso parecido seguido por una organización muy ligada al partido del gobierno como era la Unión de Rabassaires, que en el congreso celebrado el mes de mayo de 1936 se había pronunciado por el régimen colectivo de la tierra, por la expropiación sin indemnización y por el poder político para el proletariado.

    Como han señalado algunos autores, la imagen de una Cataluña idílica inmunizada contra el espectro de la revolución, y a la que no había llegado la crispación y violencia políticas que recorrían el resto de España, en cierta forma pertenecía más a la propaganda que a la realidad. Este estado previo de agitación encontrará efectivamente vía libre para expresarse a partir del 19 de julio, aprovechando el resquicio abierto con la ruptura de la legalidad republicana.

    1.2. El fraccionamiento del poder político:

    el surgimiento de los Comités

    La revolución social que estalló en el verano del 1936 reunió algunos de los elementos que han caracterizado cualquiera de las revoluciones obreras clásicas del siglo XX: primeramente, el asalto generalizado a la propiedad privada en sus diversas variantes; en segundo lugar, el deseo manifiesto de cambiar, en favor de los obreros y campesinos, la hegemonía y el estatus de las clases sociales vigente hasta entonces; y, por último, la voluntad de establecer mecanismos propios de decisión política al margen de los legalmente establecidos, como fórmula para garantizar la adopción de todas las medidas revolucionarias necesarias para llevar la lucha contra el fascismo hasta las últimas consecuencias. De este modo, paralelamente al proceso por el cual los trabajadores intentaban neutralizar a los sublevados, se apropiaban de fábricas y talleres, confiscaban tierras y propiedades rústicas o urbanas, y se establecía la norma del control obrero como sistema generalizado de funcionamiento en la sociedad, la iniciativa revolucionaria unida al colapso del Estado, abrió el camino al surgimiento de unas formas de organización directamente relacionadas con el ejercicio de la autoridad que, sin cuestionar directamente el poder político legal o constitucional, en la práctica acabaría convirtiéndose en un rival de aquel, en una especie de contrapoder que por su naturaleza y por lo que representaba, subvertía la misma legalidad republicana y la amenazaba. El organismo que simbolizó esta situación y que expresó el nuevo estado de cosas fue el Comité, o mejor dicho, los comités, que con diferentes nombres o denominaciones cubrieron toda Cataluña –así como toda la zona que quedó bajo control del Gobierno de la República–, y que se erigieron en la máxima autoridad allá donde actuaron –básicamente a nivel local–, a veces con la colaboración de los alcaldes, y a menudo también sin el concurso de éstos.

    La reacción popular iniciada en muchos lugares apenas llegaron las primeras noticias del levantamiento militar en Marruecos, con la formación de comités de huelga constituidos por los sindicatos, o con la constitución de organismos de enlace entre las organizaciones –que tuvieron como referencia inmediata los comités de Frente Popular existentes en algunas localidades desde la campaña electoral de principios de 1936, o los frentes sindicales ampliados a los partidos que se formaron durante los primeros momentos–, tendrá su continuidad con los que serían conocidos bajo la denominación genérica de Comités, y que se extendieron como un reguero de pólvora a partir del 19 de julio. Con diferentes nombres –«Comité de Milicias», «Comité Antifascista», «Comité Revolucionario», «Comité Popular», «Comité de Defensa», «Comité de Salud Pública», etc.– pero respondiendo todos al objetivo inicial de organizar la respuesta contra los sublevados y prevenir cualquier acción de apoyo a éstos,

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