La memoria incómoda: Los abogados de Atocha
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La memoria incómoda - Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell
PRÓLOGO
1ª edición
Me honra Alejandro Ruiz-Huerta, primero alumno, luego amigo y hoy compañero en la enseñanza universitaria, al pedirme este prólogo sobre un libro inquietante, difícil y donde el autor mezcla hechos, opiniones y sentimientos o emociones. Yo viví, no como protagonista pero sí como un espectador comprometido aquellos días de enero de 1977. Había sido profesor de Javier Sauquillo, de Luis Javier Benavides, de Lola González Ruiz, y también de Alejandro Ruiz-Huerta, compañero de carrera de Luis Ramos; y había tenido una relación profesional con Enrique Valdelvira, pocos años antes de los horribles sucesos del 24 de enero. Seis del grupo habían tenido una vinculación más o menos estrecha conmigo; tres de ellos quedaron tendidos para siempre en el baño de sangre del despacho laboralista, y otros tres felizmente sobrevivieron. Algunos como Javier, Lola y Alejandro tuvieron una relación amistosa conmigo, sobre todo en su etapa universitaria y cuando se produjo en 1969 la detención y el posterior asesinato de Enrique Ruano, también alumno, y hombre de sueños y utopía, de lucha por los más pobres y los más oprimidos.
Por eso viví con incredulidad primero, y con un gran dolor después, las noticias que me llegaron inmediatamente por José Mari Mohedano del asesinato múltiple de cinco inocentes y las gravísimas heridas de todos los demás presentes en el piso aquella horrible noche.
Junto con los secuestros del GRAPO, objetivamente, fueran cuales fueran las razones subjetivas, estábamos ante acciones concertadas para cortar de raíz el todavía incipiente proceso democratizador de la transición política. No lo consiguieron en aquella ocasión, como tampoco más tarde cuando terribles atentados de ETA acompañaron cada paso adelante en el proceso constituyente. En Atocha fue la extrema derecha, el terrorismo de GRAPO y ETA también lo intentó, y finalmente el golpe ultraderechista y militar del 23 de febrero de 1981 cerró la serie para evitar que la democracia y la Constitución se consolidasen.
Hoy vemos el tema desde la distancia, y en cierto sentido desde el olvido. Por una parte es bueno, porque significa que no están entre las preocupaciones de los españoles de hoy ni el peligro de la ultraderecha ni las militaradas
, aunque sí todavía el terrorismo de ETA, que ya no sueña con desestabilizar nuestra democracia, sino el imposible intento de escalar el cielo, de una independencia a golpe de crímenes y de extorsiones. Pero, por otra parte, es malo olvidar, porque todas las resistencias, todos los sacrificios -y en este caso el no buscado ni deseado sacrificio de los abogados de Atocha-, merecen el honor del recuerdo y del respeto. Debemos tener signos objetivos que perduren y que honren su memoria por encima del paso del tiempo. Son monumentos culturales que como los personajes de Pirandello se independizan de su autor, y que se convierten en sí mismos en referentes de una idea o de una situación. Este libro representa eso, un símbolo que narra una hazaña que no está en el sacrificio de su vida, sino en todo su trabajo anterior de abogados de trabajadores y de movimientos ciudadanos, que concitó un odio irracional que llevó hasta el asesinato.
No era un martirio buscado que les llevó a la inmortalidad, sino una exposición al peligro por tener unos ideales y desearlos para su pueblo. Los que luchaban contra las ideas, matándolos hicieron el resto. Y sin desearlo, les convirtieron en un símbolo que fue utilizado con respeto, que no fue manipulado ni por Comisiones Obreras, ni por el Partido Comunista. Ambas organizaciones actuaron con grandeza y con rectitud en el entierro y en las tremendas semanas que siguieron a los hechos. Se ganaron una respetabilidad que muchos todavía les regateaban desde las intoxicaciones del franquismo. El Colegio de Abogados también supo estar a la altura de dignidad que las circunstancias exigían, aunque era plural, con abogados de todas las tendencias. La brutalidad del hecho integró en el Colegio a todas las conciencias rectas, que eran la inmensa mayoría. Así, el homenaje de sus compañeros, de sus camaradas políticos y de toda la ciudadanía de bien, que era la gran mayoría, fue un ejemplo y un símbolo de la voluntad de caminar todos juntos hacia la democracia.
Javier Sauquillo era un líder estudiantil, como Lola y como Enrique Ruano, y a lo largo de la carrera tuve con él y con sus amigos muchas coincidencias, pero también algunos desencuentros. Siempre he sido un moderado, y he creído con Montesquieu que hasta la virtud debe tener sus límites, y eso a veces me lo reprochaban con su limpia impaciencia juvenil, aunque eso nunca empañó nuestra buena comunicación ni nuestra amistad. Bastante sufrí con la muerte de Enrique Ruano y con persecuciones contra otros estudiantes como José Mari Mohedano, Román Oria, Carlos Zapatero o Santiago Varela entre otros, en Derecho, y bastante trabajo tuve en el TOP intentando defensas casi siempre imposibles. Eran situaciones complejas, a veces muy duras, que hoy, alejadas en el tiempo, parecen anécdotas. Sólo fue irreversible la muerte, la de Ruano y la de los cinco de Atocha: Benavides, Holgado, Rodríguez Leal, Sauquillo y Valdelvira.
Por eso debemos honrar su memoria y recordar lo que decía Paul Eluard recordando el Holocausto: Si l’echo de leur voix faiblit, nous perirons
(Si el eco de su voz se debilita, pereceremos). La intransigencia, el dogmatismo, la intolerancia, el odio, la violencia asesina, siempre estarán entre nosotros, y debemos estar vigilantes para que no afloren en momentos de debilidad o de dolor. Este libro es un buen cauce para esa memoria y ese homenaje. Está escrito a ratos con la razón, a ratos con el corazón. Es a veces un poco reiterativo, porque no se ha escrito de una vez, y porque los sentimientos son tozudos y se repiten y afloran una y otra vez cuando uno ha vivido directamente los acontecimientos, como Alejandro, y se ha salvado por un bolígrafo que se interpuso entre la bala y su cuerpo, y porque otro cuerpo que cayó sobre él fue escudo humano para librarle de la muerte.
A Enrique Valdelvira lo acababa de conocer algunas semanas antes, en mi despacho de Conde de Xiquena 13, con motivo de un pintoresco desencuentro de un matrimonio, donde los dos tenían más de setenta años, que se quería separar. No existía Ley de divorcio, y el marido y la mujer sostenían que, después de más de cincuenta años de convivencia, ya no se podían soportar. Tanto Enrique como yo creíamos que era una locura y una decisión insensata, y nos empleamos a fondo para convencerles de que no lo hicieran. Al final nos hicieron caso y aquel fue uno de esos asuntos que se recuerdan gratamente por haber evitado un error, quizás irreparable, de aquellos dos ancianos. Comenté en el despacho la excelente impresión que me había producido Enrique Valdelvira, y su papel constructivo, moderado, desinteresado y muy humano. No sabía entonces su vinculación con el despacho de Comisiones Obreras en Atocha.
También me sentí muy contento cuando una de las últimas promociones de la Carlos III se puso el nombre de Enrique Valdelvira. No llegué a saber cuál fue el origen de la propuesta, pero me pareció muy acertada. Me hubiera gustado tener ocasión para tratar más y conocer mejor a Enrique, pero no fue posible.
Todos los hechos horribles y negativos, a veces traen consecuencias buenas, diferentes de las catástrofes que deseaban sus autores, y la muerte de los abogados de Atocha fue semilla de cohesión y de vocación democrática para muchos. También yo viví en aquella ocasión un episodio de generosidad y de solidaridad que devuelve la fe en nuestros semejantes y en la condición humana. La noche del 24 llegué tarde a casa, y cuando salí el 25 por la mañana, sobre las diez, me encontré a un oficial de la Guardia Civil, el Capitán Medrano, que había sido alumno mío en las clases respectivas de Derecho; lo acompañaba otro Guardia Civil, e iban armados con el mosquetón que entonces utilizaban. Les pregunté por la razón de su presencia, y me dijo que estaban por mí, porque no se sabía qué podía pasar. Siempre pensé que habían ido por su cuenta, aunque nunca se lo pregunté.
Al cabo de los meses, Alejandro Ruiz-Huerta empezó a trabajar como asesor en el Grupo Parlamentario Socialista, y desde allí comenzó su reinserción, que le lleva a su situación actual de Profesor Titular de Derecho Constitucional. Demostró un gran coraje y una resolución digna de mucha consideración. No sé si, en su situación, yo hubiera sido capaz de enderezarme y de andar erguido, como él ha hecho. En todo caso, su libro, tantas veces intentado y que aparece al fin, es signo de que lo puede leer sin estremecerse, y también un monumento de memoria viva, de vida vivida que se convierte en cultura cuando se plasma en letra impresa. Será un testimonio para las generaciones futuras. La consolidación de nuestra democracia dejó muchos cadáveres, y también muchas ilusiones en el camino.
Pero también dejó ejemplos humanos como el de los abogados de Atocha 55, que son el símbolo de toda una generación de universitarios, abogados jóvenes que sucedieron a otras generaciones igualmente admirables, las de María Luisa Suárez, Antonio Rato o Manolo López, entre otros muchos, que entregaron sus conocimientos, su tiempo y su fortuna a los más necesitados, a los marginados y a los perdedores de la Guerra Civil. Quizás pensando en los tipos humanos que acaban hoy la Universidad, su ejemplo viene de su desinterés, de su entrega y de su generosidad, de que ni la ilusión del éxito inmediato, ni la mentalidad de sociedad privada, mancharon nunca ni su mentalidad ni su conciencia moral. Todo sacrificio que lleva a una muerte injusta es admirable, pero la muerte de espíritus nobles y dignos engrandece la figura de los sacrificados. Los asesinados de Atocha están en ese noble grupo.
Gregorio Peces-Barba Martínez
PRELUDIO
Escribo sobre una noche, de un lunes, veinticuatro de enero, en la calle Atocha de Madrid; hablo de la vida y de la muerte, del simulacro terrorífico de mi muerte presentida; de la increíble sorpresa de una ejecución sin sentido. En los pueblos de la Sierra de Gredos, donde transcurrieron parte de estas palabras, existe una apasionante y curiosísima tradición sobre el clima. Los días tres a quince de agosto, de cada año, son los días de las cabañuelas. Esos días puede conocerse el tiempo que hará todos los meses del año siguiente. Si el tres de agosto llueve, lloverá en enero del año siguiente; si el cuatro luce el sol, lucirá en febrero.
Así, los días finales de enero del setenta y siete fueron las cabañuelas de los años siguientes. Todo lo ha dominado el recuerdo imborrable de aquel atentado, de los asesinatos ocurridos en nuestro despacho de abogados de la calle Atocha. Toda la tensión que se acumuló en mi pupila, en mi cerebro, en nuestro cerebro, se ha ido diseminando lentamente, a lo largo de los días, uno tras otro, desde entonces.
El 24 de enero de 2002 se cumplen veinticinco años de los hechos que forman el núcleo y el impulso de estas páginas. Acaso no tiene sentido dejar pasar tanto tiempo para narrar aquello que se ha hecho hoy memoria colectiva en el laborioso camino por conquistar la libertad en nuestro país. Cualquier manifestación que pasa hoy por la calle de Atocha, al llegar a su número 55, dónde ocurrió la conocida como matanza de Atocha
, grita esas palabras tan difíciles de olvidar: ¡Atocha, hermanos, no os olvidamos!
.
El tiempo ha pasado y es ahora, tantos años después, cuando he podido y he querido, por fin, sacar a la luz los recuerdos, al menos todo el rescoldo del recuerdo, el pulso que nos fue llevando, que me fue llevando desde entonces, como sobreviviente de aquella espantosa noche. Ha pasado mucho tiempo. Acaso era necesario tratar de sedimentar lo vivido, tratar de eliminar la inmensa carga de muerte que dejó la noche, para contarlo.
Y, a pesar de todo ese tiempo, el proceso de consolidación de la democracia en España, del que Atocha es un hito especialmente significativo, se ha desarrollado con mucha aceleración, como si se provocase un alejamiento mayor que el que corresponde, para olvidarlo; como si el tiempo hubiera jugado con nosotros todos éstos años. Probablemente necesitábamos sentirnos normales
muy rápidamente, al menos en la dinámica europea y desde el punto de vista político, y todo parece que haya transcurrido a una velocidad de vértigo. Incluso nos parece mentira que hayan pasado veinticinco años, cuando la prensa de la mañana nos traía aquellas noticias. Parece que fue ayer ...
Diario El País
. 25 de enero de 1977. Titulares: PISTOLEROS DE EXTREMA DERECHA SIEMBRAN EL TERROR EN MADRID
.
Así se daba a conocer la terrible noticia que protagonizó uno de los días más sangrientos, más amargos de los inicios de la transición política en España. El asesinato de cuatro abogados laboralistas y un administrativo en su despacho profesional de la calle de Atocha en Madrid, donde quedan malheridos cuatro abogados más. Una noticia que conmovió a todo el mundo, por el carácter horrendo de la matanza y por haber sido dirigida contra un grupo social especialmente incardinado en todos los tejidos de la sociedad.
Una noche fría y lluviosa que llenó de espanto y amenaza las calles de la capital de España. Esta es la historia de aquellos hechos. El relato sobrecogido y trémulo de la matanza de Atocha, de lo que quedó entre nosotros, en quienes lo vivimos en nuestra propia carne. Hechos que se producían en una tenebrosa semana, que parecía no acabar nunca -la semana negra de Madrid- que ha pasado a la historia como uno de los momentos cruciales en el proceso de transición política a la democracia en España.
Muchas veces escribir es una forma de seguridad, una necesidad de seguridad. Nuestra mente es tan amplia, es tal la cantidad de registros que llevamos encima, que nos vemos obligados a escribir aquello que sentimos, como paso irresistible para su reflexión y asimilación seguras. Así, cuando escribimos, ganamos firmeza en lo que podemos sentir.
Escribir es así, también, un mecanismo de seguridad, que constata la trama de tus sensaciones, que luego son trabajadas, pulidas, modificadas en el amplio y magnífico, limitado y voluble, crisol de la palabra. Así, escribir es como resolver un jeroglífico, un ejercicio de psicoanálisis o la búsqueda de una salida en un laberinto. Por eso, escribir sobre Atocha, ha sido siempre una dura tarea, en el reconocimiento de una realidad que nos dio de lleno una madrileña noche de enero.
Y el núcleo de esa frontera, entre lo escrito y lo sentido, era el miedo. Un miedo que siempre, en lo religioso, en lo mítico, en lo humano y en lo cotidiano, nos ha acompañado. Escribir sobre Atocha era la clave para desentrañar, desmenuzar, desbrozar todo el miedo, en el recuerdo de unos hechos encadenados irremediablemente a la propia historia de España; escribir de Atocha ha sido palparla como un aliento de transformación del miedo, al circular su historia de mano en mano, hacia la memoria colectiva.
Miedo a la violencia desencadenada; miedo a los rostros llenos de odio; miedo a la repetición del atentado; porque los que sobrevivimos éramos testigos muy importantes para juzgar a los posibles culpables; miedo a la extrema derecha y a sus grupos, organizados o no, que nunca quisieron que la dinámica política se normalizase en España, que nunca quisieron que nos incorporásemos a Europa donde hoy en todos sus Estados se vive en libertad y en democracia parlamentaria.
Acaso por eso, este libro debiera llamarse Memoria del miedo, o LLantos para desvestir una sorpresa, como se llamaba en 1985. Porque había llantos. Todavía se detenía la respiración, había que tragar saliva, se nublaba la vista y la vida, al recordar aquella noche en Atocha. Y era necesario saciar las lágrimas. Era necesario dejar avanzar el tiempo. Y había que desvestir, desvelar, descifrar la increíble sorpresa de la muerte en Atocha. Fue una macabra sorpresa.
El primer recuerdo que tengo de aquella noche, cuando vimos entrar a dos individuos en el salón del despacho, es que alguien venía disfrazado -uno de los pistoleros tapaba su rostro con algo parecido a un pasamontañas o la misma capucha de un anorak- a darnos un susto, a darnos una sorpresa. El recuerdo instantáneo del asalto frustrado a otro despacho laboralista en la calle Fernando VI de Madrid, pocos días antes, confirmaba esa extraña posibilidad. El susto todavía perdura anclado entre mis huesos. La sorpresa se la ha llevado el viento, a golpes de palabra, desde entonces.
Y este libro es la historia del miedo, la historia de la sorpresa; la historia de un pulso que, como el de Penélope, hacía y deshacía intermitente pero continuadamente, una malla de palabras. Un libro que tiene una larga historia. Son casi diez, doce años de tejer y destejer, de tachar, escribir, dudar, temer y otros tantos de silencio, reposo y preguntas. Un libro lleno de silencio. Un libro acaso deshilvanado por el paso del tiempo, porque él te dicta palabras diferentes para los mismos hechos.
En 1982 era un libro de borbotón, de ansia. En 1987 era un relato más sereno, que presenté a algún premio literario y volvió a un cajón de mi casa. En 1997 era un texto más completo aunque muy confuso aún y que me pidieron en alguna editorial, pero que no entró en sus planes de edición. Entre ellos había intervalos o puntos suspensivos de espera, de reflexión, de serenidad, de búsqueda de serenidad. Pero no podía ensamblar o confundir todo lo escrito, sino en el paso del tiempo. No podía terminar este libro, porque terminaba mi seguridad. Alejarme de esta historia era bajar la guardia y hacer posible que volviese a repetirse. Eran respuestas del corazón que me han acompañado continuamente desde entonces. La realidad era y sigue siendo la intermitencia, el trasiego de los años en este libro que tienes en las manos.
Alguien podrá decir que el libro tiene diferentes ritmos o tiempos; y tendrá razón. El proceso de unificar, ensamblar todo lo escrito, acaba resultando inútil, porque el tiempo también nos afecta y nos hace ver de distinta manera las cosas o nos ayuda a sacar a la luz detalles, ideas, cabos sueltos que permanecían escondidos por miedo a su publicidad. Después de casi veinticinco años, puedo decir que todo está aquí. No me guardo nada, salvo lo que es incomunicable por naturaleza.
Años atrás me guardaba muchas cosas. Me mentía a mi mismo otras. Hoy pretendo también desvelar esas mentiras. Y no sé si lo he conseguido. Nunca tendré alguna referencia distinta de yo mismo para saberlo, ni la seguridad para afirmarlo. Entre otras cosas porque a partir de aquí este libro va a dejar de ser mío. Espero que empiece a formar parte de la memoria colectiva.
No he querido hacer un libro erudito ni solamente documental; a pesar de que he mantenido un cierto orden cronológico, que no delimita sino que ordena: el paso del tiempo te obliga a matizar, reescribir muchas cosas y criticar las antiguas; y en algunos casos están así en los diferentes capítulos del libro. Porque es, sobre todo, la memoria personal y creo que colectiva, de quienes vivimos muy de cerca todos los hechos que aquí se narran, eso sí, escrita desde el corazón.
Y no es una novela, como tampoco es un libro de investigación periodística. Aunque tiene diferentes reflexiones intimistas y otras de pura investigación sobre hechos cercanos a la historia de Atocha, que son consecuencia de mi dedicación al estudio de la transición política. Las he mantenido casi todas, aunque he borrado muchas cosas puramente poéticas que no cuadraban bien en este texto. Pero tampoco he pretendido resolver todas las incógnitas que han quedado detrás de Atocha, porque tampoco fue esa nunca mi idea. He querido bosquejar una historia que ocurrió en Madrid hace veinticinco años.
La documentación que he utilizado en la elaboración de este libro procede, prácticamente, del archivo de prensa diaria y periódica, que he ido recolectando en estos diez o veinte años, ya más de treinta años, desde mayo de 1968, la famosa revolución del mayo francés, que es la primera vibración en la que he encontrado la raíz y el inicio de este relato. He leído y releído muchas veces los periódicos El País
, Informaciones
y Diario 16
; las revistas Mundo Social,
Cuadernos para el Diálogo,
Triunfo y
Gaceta de Derecho Social", para confirmar lo que yo mismo viví aquéllos años.
Algunos libros han aparecido últimamente, que pretenden ofrecer una primera aproximación histórica a los años de la transición política; y otros de memorias, que se editaron coincidiendo con los primeros años o los aniversarios del nuevo régimen parlamentario, y que aportan un material de trabajo cada vez más grande, para la elaboración de la historia colectiva del último cuarto del siglo XX; lustros que van a marcar un hito cimental en nuestro país, que ha decidido definitivamente apostar de lleno por la libertad y la democracia.
Libros que apenas profundizan en los hechos de aquella semana en Madrid; excepto el libro de la editorial Akal "La matanza de Atocha" escrito en 1980, que incluye, aunque desde una perspectiva periodística y documental, los datos del Sumario 13/1977, el de Atocha; las declaraciones de testigos, los careos y demás pruebas judiciales, y, por fin, la Sentencia de la Audiencia Nacional, similar, sino prácticamente idéntica, a la dictada posteriormente por el Tribunal Supremo, tras el recurso que presentaron los defensores de los acusados y que cierran judicialmente el caso Atocha.
De cualquier modo me he limitado a buscar ese hilo del recuerdo de Atocha, que se ha mantenido en los entresijos de mi propia vida: hasta 1977 y 1979 inmerso en el trabajo de abogado laboralista y de asesoramiento al Movimiento Ciudadano madrileño. En 1979 pude vivir las primeras elecciones municipales en un pequeño pueblo de Ávila. Allí he vivido de cerca la difícil construcción de la democracia local y la vida rural.
En la Universidad entre 1979 y 1982, y algunos años después. De 1980 a 1983 como asesor del Grupo Parlamentario Socialista del Congreso de los Diputados. El apoyo de mi antiguo Profesor y amigo Gregorio Peces-Barba, que se prolongó también en la Universidad, fue decisivo, para incorporarme al reto decisivo del primer parlamentarismo democrático¹.
Parecía que mi sobrevivencia en Atocha me enfrentaba a otros retos nuevos, por estrenar, como también estrenaba mi vida. Así comencé a trabajar en el primer montaje de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, entre 1983 y 1986; tanto en las Cortes, como en la Junta de Castilla y León, tuve ocasión de compartir muchas cosas con los políticos y funcionarios de allí².
Desde 1980, en que tuvo lugar el juicio de Atocha, parece que el camino hacia el olvido de aquellos hechos comenzaba. No han existido apenas noticias posteriores sobre ello, a pesar de las casi continuas informaciones, cada vez más intermitentes, sobre los procesados y condenados por los hechos de Atocha que, en algún caso, han mantenido su vida en esa oscura raya entre la legalidad y la delincuencia aun lejos de nuestro país.
Incluso en esos libros que pretenden hacer historia, parece que se arrinconen los hechos de aquella semana; pero eso es lógico, porque la consolidación de la democracia, exige el olvido o la confusión en lo colectivo de nuestra memoria de muerte. Pero exige también su recuerdo para que entre todos seamos capaces de evitarla. Es el perpetuo vaivén entre el olvido y la memoria, raíles de nuestra trama cotidiana. Es el valor de lo efímero, de lo instantáneo, en nuestra acelerada civilización.
Pasamos la frontera entre la vida y la muerte instantáneamente. Un instante muy lejano en el tiempo que se ríe de nosotros desde el olvido. Un instante que se ha prolongado intensamente a lo largo del tiempo hasta hoy con toda su vehemencia y toda su serenidad. Porque todo sucede en un instante; la vida no es más que una acelerada sucesión de instantes.
El 25 de enero de 1977, al día siguiente del atentado y en una cama del hospital Primero de Octubre, en Madrid, empecé a escribir este libro. Han pasado, por lo tanto, casi veinticinco años desde aquella referencia inexplicable tras la noche pasada en Atocha. Veinticinco atónitos años desde que ocurrió, y ha tenido que llover a cántaros. Necesitaba instintivamente poner en la pared blanca de mi cuarto y luego en un papel igual de blanco, el inmenso fragor de sensaciones y recuerdos, que me poblaron aquella terrible noche. Necesité sacar de mí, toda la infinita tensión que viví y compartí en ese invierno madrileño.
Desde entonces, día a día, como otro ejercicio de sobrevivencia, me he repetido mentalmente, visceralmente, a veces como una apesadumbrada estrella fugaz, otras a cámara lenta, todo lo que viví aquel maldito día de enero. Fui acumulando folios en el ansia de vaciarme de esta red, esta inhóspita urdimbre que me tenía apresado. Quería contar lo que fue, lo que supuso para mí Atocha. Quería percibir lo que significó en los umbrales del proceso de transición política hacia la democracia.
La imagen de Luis Javier Benavides. Dibujada en la fachada de una casa baja de Palomeras
(Vallecas) con el texto que aparece en el libro.
Mucho mejor que yo, fue Pedro Sánchez, pintor de Vallecas, el barrio de Madrid que también es protagonista de todo esto y que llevo en el corazón para siempre, quien reflejó en verdad, los sentimientos que a todos nos unieron aquella noche. Dibujó en una pared de una casa vallecana, una de aquellas casas bajas herederas de las antiguas chabolas, en aquellos collages
colectivos, que fueron un eslabón popular en la lucha del Movimiento Ciudadano madrileño, la figura de Luis Javier, uno de mis compañeros muertos en Atocha, unida a estas palabras:
"COMO HOMENAJE A LUIS JAVIER,
CAIDO EN LA TORPE NOCHE DEL MIEDO,
ENTRE LA RABIA CONTENIDA,
LA AMARGA TRISTEZA
Y LA ESPERANZA FECUNDA DEL PUEBLO"
Aquellas palabras ardientes, enérgicas, esperanzadas, que lo resumen todo, están hoy aquí; forman el rumor de una noche, el trazo final de una vida; ese debe ser nuestro grito unánime, que es también, el impulso de estas palabras: gritar la vida, impulsarnos a ella, aún en el más profundo silencio del