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El secreto de Franco. La Transición revisitada
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El secreto de Franco. La Transición revisitada
Libro electrónico333 páginas4 horas

El secreto de Franco. La Transición revisitada

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Entre el 18 y el 23 de octubre de 1975, Franco vivió sus últimos cinco días de plena capacidad política, durante los cuales tomó decisiones que se han mantenido en silencio durante casi cincuenta años y que tuvieron un efecto positivo en la capacidad del Rey para desarrollar su programa reformista. Apenas diez personas conocieron el secreto de Franco y se juramentaron para «llevarse a la tumba» una información que arroja nueva luz al inicio de la Transición y que nos invita a hacer una nueva visita. Entre otras novedades, aquí se explica la razón del sorprendente y decisivo apoyo de los inmovilistas del régimen, liderados por José Antonio Girón de Velasco, para la elección del reformista Torcuato Fernández-Miranda como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino. En este libro el autor recoge los recientes testimonios de las últimas cuatro personas que fueron testigos directos del secreto de Franco. El historiador tiene que atenerse a los hechos. Nuevas evidencias, documentos o testimonios pueden alterar o cambiar la interpretación o percepción de un acontecimiento. Estas páginas aportan una interpretación novedosa sobre un hecho desconocido, secreto, que abre al menos una visión distinta o complementaria del final del franquismo y permite otra más completa de la Transición democrática.

«Guillermo Gortázar es un historiador original, exprime los archivos de manera exhaustiva, dirige su foco de atención a lugares desconocidos y no rechaza las contradicciones, porque la Historia y sus protagonistas son por naturaleza contradictorios. Además, Gortázar no predica lecciones magistrales; es uno de los pocos historiadores que invita a los lectores a pensar y a tomar conclusiones por su cuenta». Alejandro Nieto, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
IdiomaEspañol
EditorialRenacimiento
Fecha de lanzamiento21 mar 2023
ISBN9788419791047
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    El secreto de Franco. La Transición revisitada - Guillermo Gortázar

    1.png

    Guillermo Gortázar

    El secREto

    de FRAnco

    La Transición Revisitada

    © Guillermo Gortázar

    © 2023. Editorial Renacimiento

    www.editorialrenacimiento.com

    polígono nave expo, 17

    41907 valencina de la concepción (sevilla)

    (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com

    Ilustración de cubierta: Raúl (raulrevisited.com)

    Diseño y maquetación: Equipo Renacimiento

    Fotografías: © ABC, © Agencia EFE, Archivo Guillermo Gortázar,

    Miguel Satrústegui y Archivo Grupo Renacimiento

    isbn ebook: 978-84-19791-04-7

    Dedico este libro a Carmen Roldán Gómez (1909-1998),

    siempre en mis mejores recuerdos.

    A mi apreciado amigo Joaquín Satrústegui (1909-1992),

    que describió, en Múnich en 1962, el mejor camino posible

    desde el régimen de Franco a la monarquía parlamentaria.

    A Pilar del Castillo, en feliz memoria de vivencias compartidas.

    «Yo prefiero hablar desde el fondo de mi ataúd; mi narración estará así acompañada de esas voces que tienen algo de sagrado, porque surgen del sepulcro».

    François de Chateaubriand

    , Memorias de ultratumba

    «Carmen, con este Testamento me estás dando el salvoconducto que yo no podía imaginar, ni soñar».

    S. M. el Rey Juan Carlos I a Carmen Franco

    «El Testamento político de Franco no es un texto que le hacen los gobernantes o su camarilla. No, no, no. Lo hace personalmente Franco, lo hace en su despacho y se lo hace transcribir a su hija».

    General Juan María de Peñaranda

    «Franco no redactó su Testamento político: lo copió a mano. Para mí es muy violento comentar esto porque juramos no hablar de ello».

    José Guillermo García-Valdecasas

    Introducción

    El día 12 de octubre de 1975, Franco enfermó de gripe y cinco días más tarde, presidiendo el Consejo de Ministros, padeció un ataque al corazón. Aquella noche, a las tres de la madrugada, el arquitecto Javier Carvajal no podía conciliar el sueño. Por su relación con el Almirante Nieto Antúnez, Carvajal sabía que el final de Franco se precipitaba. Su mujer, Blanca García-Valdecasas, preocupada por la inquietud de su marido le preguntó qué le pasaba y Carvajal contestó: «No me puedo dormir. Este hombre se va a ir sin dejar nada escrito. No puede ser. Tenemos que hacer algo».

    Acto seguido se levantó, acudió a su estudio de la calle Goya n.º 7 de Madrid, ubicado en el mismo piso que su domicilio. Allí tenía una pequeña máquina de escribir portátil marca Olivetti, y en un arranque, en unos minutos hizo un esfuerzo, entre extravagante y genial, de ponerse en la cabeza del dictador y escribió una carta de apenas cinco párrafos. En el texto, Franco, en primera persona, pedía perdón a «todos», incluso a sus enemigos y pedía a sus seguidores tuvieran para el Rey de España, «el mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado». Javier Carvajal acababa de redactar el testamento político de Franco que iba a tener una importancia decisiva en el inicio de la Transición democrática. Su esposa, filóloga y literata, hizo apenas dos correcciones. Lo leyeron y releyeron; les pareció que la carta era adecuada y ponderada y el matrimonio, poco después, durmió de un tirón hasta las ocho de la mañana.

    Javier Carvajal llevaba varios días con la idea de entregar a Adolfo Suárez, su jefe político en la asociación UDPE (Unión del Pueblo Español), un texto para que le llegara a Franco, bien a través de su hija, la marquesa de Villaverde, o a través del jefe de la Casa Civil del Generalísimo, el general Fuertes de Villavicencio.

    Carvajal pasó todo el día siguiente, el 18 de octubre, pensando que quizás había sido un atrevimiento, un exceso, redactar y ponerse en la mentalidad, en el cerebro del Jefe del Estado en un momento tan crítico y elaborar una carta que, si se publicaba justo tras la muerte de Franco, tendría una enorme repercusión. Además, Carvajal no estaba seguro de la calidad del escrito ni de su oportunidad. En la víspera, había tenido un impulso de redacción que le satisfizo, pero salvo la opinión de su esposa, necesitaba otras referencias para decidirse en poner en conocimiento el contenido de la carta a varias personas relevantes que tendrían que persuadir o convencer a Franco sobre la conveniencia de firmar aquel texto.

    Se trataba de dar varios pasos, cada cual más difícil e improbable. Lo primero era consultar a sus amigos sobre la calidad y oportunidad de su escrito. Después, tenía que aprobarlo Adolfo Suárez, que éste (o quien él dijera) asumiera un riesgo político de primer orden y lo hiciese llegar a la familia de Franco; que a la familia de Franco les pareciera pertinente; que el Jefe del Estado, enfermo de gravedad, lo aceptara y firmara y que el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, eligiera el momento más propicio, de mayor efecto, para leerlo.

    Franco apreció la importancia y calidad de aquel mensaje póstumo y decidió reforzar su contenido haciendo creer a la opinión pública que no era un texto de encargo, sino que él mismo lo había redactado. Con gran esfuerzo, dada su precaria salud, copió a mano textualmente la carta que le facilitó su hija Carmen sin cambiar apenas dos palabras.

    Unos días antes, Javier Carvajal comentó con su cuñado José Guillermo García-Valdecasas, jurista, escritor y director durante treinta años del Colegio Español de Bolonia, la necesidad de redactar una carta de despedida de Franco a modo de Testamento político. José-Guillermo desaconsejó a su cuñado y amigo que escribiera un texto largo, clásico, «a la romana» pues no sería creíble ni por la erudición ni por el carácter de Franco. El Testamento político tenía que ser breve, directo, y conciliador… Y sobre todo, que la carta de despedida reforzara la difícil posición política del Príncipe Juan Carlos frente a inmovilistas y rupturistas.

    El manuscrito, de puño y letra del Caudillo, apareció en la prensa poco después de su muerte para demostrar que lo había redactado el general Franco en sus últimos días de capacidad política e intelectual. El Testamento político de Franco sorprendió e influyó en el conjunto de la clase política franquista y en el ejército. Resulta notable que un arquitecto, sin experiencia política, fuera capaz de dar con una redacción tan afinada teniendo en cuenta que Javier Carvajal no era un «escribidor», un periodista, un escritor «negro» con experiencia: Carvajal era un prestigioso profesional, catedrático en la Escuela de Arquitectura de Madrid; tampoco era un político, no era siquiera miembro del Movimiento Nacional. Su reciente incorporación a la UDPE respondía más a un intento de colaborar con los reformistas del régimen hacia la libertad, la democracia y la estabilidad que a una vocación política que, en su caso, fue circunstancial y breve.

    En las páginas que siguen relato cómo se ha mantenido durante casi cincuenta años un secreto (la falsa autoría de Franco de su testamento escrito a mano), sus consecuencias y el proceloso camino de aquella carta de despedida, cuyas circunstancias reales apenas conocieron una docena de personas. En los apéndices y en los capítulos que siguen relato cómo, el día 18 de octubre por la noche, se puso en marcha la iniciativa de hacer llegar el Testamento al Palacio del Pardo. Por cierto, con la opinión contraria de Adolfo Suárez.

    El secreto de falsificar la autoría del Testamento político es mucho más que una anécdota. En este libro, el lector comprobará que ese gesto posibilita una cierta revisión de la Transición. Una nueva visita a la Transición en la que resulta relevante el reforzamiento del Rey y de los reformistas y la complicidad de diversos actores (el más destacado e inesperado: José Antonio Girón de Velasco) que participaron activamente en la teatralización de la autoría y el mantenimiento de este secreto durante casi cincuenta años.

    En la tarde del 20 de octubre de 1975, el Príncipe Juan Carlos fue convocado al Palacio del Pardo en Madrid, residencia del Jefe del Estado. Después de despachar con Franco durante una hora, a la salida del despacho, se cruzó con el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Alejandro Rodríguez de Valcárcel. La cara de don Juan Carlos expresaba una intensa preocupación. El Príncipe percibió que quizás ese encuentro era el último que iba a tener con Franco, todavía con capacidad para discernir, pero con una salud terminal; próximo a la muerte. Don Juan Carlos temió un horizonte y alta probabilidad de ser nombrado de nuevo Jefe de Estado en funciones, con toda la responsabilidad política y sin poderes efectivos de gobierno. Se dibujaba un panorama de gran inquietud, inestabilidad política y hasta la posibilidad de un conflicto armado con Marruecos.

    Los temas que trataron Franco y el Príncipe fueron la crisis con Marruecos por el Sahara y el nombre que don Juan Carlos proponía como sucesor de Rodríguez de Valcárcel cuyo mandato finalizaba el 26 de noviembre de 1975. El Príncipe puso sobre la mesa el nombre de Torcuato Fernández-Miranda.

    Alejandro Rodríguez de Valcárcel entró seguidamente en el despacho de Franco y no obtuvo la confirmación de su continuidad como presidente de las Cortes que era el objeto de su visita. Su permanencia en el cargo de presidente habría alterado por completo la agenda reformista del futuro Rey, pues Rodríguez de Valcárcel era un decidido inmovilista. El presidente de las Cortes salió de la audiencia impresionado por la certeza de la muerte inminente de Franco y comunicó a su amigo, el general Gavilán segundo Jefe de la Casa Militar del Caudillo, que Franco era plenamente consciente de su próximo fallecimiento.

    Tanto el Príncipe como Rodríguez de Valcárcel ignoraron que en esos mismo días, entre el 20 y el 22 de octubre que Franco, conocedor de las dificultades de todo tipo con las que se iba a encontrar el Rey, ideaba una maniobra (la publicación de su Testamento político) con la finalidad de reforzar la posición de don Juan Carlos frente a los inmovilistas y la oposición democrática. Franco apostó decididamente por los reformistas de dentro y fuera del régimen pues sabía que el inmovilismo no tenía futuro y prefería una monarquía parlamentaria conducida desde el poder a una república rupturista.

    Después de su crisis cardiaca del 17 de octubre, entre el 18 y el 23 de octubre, el Jefe del Estado dispuso de los últimos seis días con capacidad de discernir y actuar en la dirección de importantes asuntos políticos que iban a marcar e influir poderosamente en el régimen, en sus dirigentes, en el desarrollo político y por tanto en el conjunto de la vida de los españoles. Después del 23 de octubre Franco estuvo incapacitado para decidir cualquier cuestión política e, incluso, cualquier tema referente a su salud.

    Entre el 20 de octubre y el 22, Franco y su hija, la marquesa de Villaverde, orquestaron una operación destinada a fortalecer la posición política del futuro Rey, sabiendo que el Príncipe iba a nombrar a Torcuato Fernández-Miranda como presidente de las Cortes. La revelación del secreto que narro en este libro permite sugerir que Franco emergió en aquellos días como un reformista de ultratumba y un actor positivo en la operación de la Transición democrática. Franco no quiso una reforma en vida pero facilitó el camino de la reforma política después de su muerte.

    La Transición democrática española, entre 1975 y 1978, ha generado ríos de tinta dentro y fuera de España. Como historiador nunca pensé adentrarme en este periodo dado que lo habían abordado numerosos protagonistas, politólogos, periodistas e historiadores. La sanción favorable de los españoles en el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978 siempre me ha parecido la mejor defensa de aquella gran operación de reencuentro y reconciliación. Me he decidido a compartir y escribir sobre el inicio de la Transición democrática al enterarme del secreto de Franco. Un secreto que considero fue decisivo para que la Transición democrática se realizara en la forma y en los plazos que todos conocemos.

    Existe un consenso bastante generalizado sobre los líderes de la Transición así como sobre los requisitos o circunstancias que favorecieron o posibilitaron la compleja evolución pacífica de una dictadura a la democracia; del régimen del 18 de julio a una monarquía parlamentaria.

    Entre los protagonistas, destaca S. M. el Rey Juan Carlos I, piedra angular de la construcción del nuevo edificio constitucional. El monáquico-liberal, Joaquín Satrústegui (1909-1992), expuso el proyecto político –de transición de la dictadura a una monarquía parlamentaria sin pasar por un proceso de ruptura– en su discurso en el Congreso de la oposición democrática, en Múnich, en 1962.

    Para su materialización, el Rey contó con la leal colaboración de un cerebro político y jurídico, Torcuato Fernández-Miranda (1915-1980), que supo diseñar los pasos precisos para proceder de la «Ley a la Ley». Y, por último, un líder político, Adolfo Suárez (1932-2014), que reunía las condiciones para generar confianza en el ejército y, sobre todo, en el amplio y numeroso aparato político conocido como Movimiento Nacional, que era la cantera que surtía de concejales y dirigentes en más de ocho mil ayuntamientos españoles, en las diputaciones provinciales, en los sindicatos verticales y en buena parte del aparato del Estado.

    El Rey dirigió la Transición y tuvo el acierto de rodearse de las personas cuyos caracteres permitieron el éxito de una difícil operación: la votación favorable de la Ley de Reforma política de 1976 que ponía fin al franquismo. Torcuato Fernández-Miranda fue un eficaz muñidor por su carácter de calma, discreción y silencio; Suárez un negociador, de gran simpatía y atractivo personal que además, salvo para la minoría inmovilista, el Búnker, no levantaba desconfianza ni rechazo en el Movimiento Nacional ni entre los Consejeros del Reino y Procuradores en las Cortes. Suárez era «uno de los nuestros».

    Con frecuencia, los libros sobre la Transición se limitan al periodo 1975-1978. Considero que se obtiene una visión más completa si observamos el reformismo político en el interior del régimen franquista desde los años sesenta y la claridad de políticos, herederos de la tradición de los partidos dinásticos de 1931, como Joaquín Satrústegui.¹

    El nuevo escenario de victoria del gobierno de Suárez sobre los inmovilistas y los rupturistas se debió al resultado del referéndum del miércoles 15 de diciembre de 1976. La abstención fue de 22,3 por cien y la participación el 77,7. De los votos emitidos, el resultado fue de 97,36 por cien a favor y el 2,64 por cien en contra.

    Después del referéndum que aprobó arrolladoramente la Ley para la Reforma Política, la oposición democrática, partidaria de la ruptura, entendió que lo fundamental era el «qué» y no el «cómo»; que lo decisivo era alcanzar las libertades políticas en un nuevo sistema pluripartidista y democrático. La clara victoria de los reformistas en las urnas doblegó al Bunker y obligó a los rupturistas más radicales a la renuncia de la implantación de un Gobierno Provisional según el modelo rupturista de 1931. Pocos meses después de la muerte de Franco, debido a la rápida e intensa iniciativa reformista del gobierno de Suárez, el debate sobre reforma o ruptura se fue reduciendo y al final quedó diluido.

    En cuanto a las circunstancias favorables a la Transición, la clave residió en el contexto europeo, la transformación de la sociedad española en 1975 comparada con la de los años treinta y cuarenta, en el ánimo reformista de una mayoría de la elite política del régimen franquista y en la presión por las libertades gracias a la unidad de la oposición democrática en la denominada Platajunta. A ello había que añadir la movilización por el cambio político en las calles a partir de enero de 1976 (manifestaciones universitarias, huelga del metro en Madrid, manifestaciones de trabajadores en Vitoria que se saldaron con cinco muertos, etc.).

    Si todo estaba dicho y escrito ¿Por qué entonces me he animado a relatar una visión de la Transición, con nuevas fuentes, que además tiene todos los componentes de parecer «políticamente incorrecta»? Porque creo que se ha ignorado o minusvalorado el papel favorable que jugó Franco durante 1975 para reforzar la posición política del entonces Príncipe Juan Carlos. Haciendo aquello, Franco facilitó las operaciones políticas previsibles (y posibles desde la Ley Orgánica del Estado de 1967 y la de Ley de Sucesión de 1946) que el Rey podría llevar a cabo cuando se produjeran las «previsiones sucesorias».

    En 1969 el Príncipe Juan Carlos tuvo reparos en jurar los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional al aceptar la sucesión a título de Rey por el choque con su padre, el conde de Barcelona, con la línea sucesoria de la dinastía histórica y por el encorsetamiento legal e institucional del régimen para una posterior reforma democrática. El Príncipe era consciente del peso de la acusación de perjuro que padeció su abuelo Alfonso XIII y el alto precio que pagó por aceptar la dictadura de Primo de Rivera y terminar con la Constitución de 1876 que había jurado cumplir y defender.

    Torcuato Fernández-Miranda y otros consejeros convencieron al Príncipe Juan Carlos con este argumento: con los poderes heredados de Franco, expresados en las leyes del régimen, era posible proceder al cambio político desde el Gobierno y con la aprobación de leyes reformistas votadas por los Consejeros y Procuradores del Movimiento Nacional en las Cortes. Si los procuradores en las Cortes eran quienes aprobaban una ley de reforma hacia la democracia, no se podría después acusar al Rey de perjuro.

    Además de las leyes de sucesión, en 1975, Franco admitió ese camino reformista limitado al dar luz verde al llamado «Espíritu del 12 de Febrero» y con la aprobación del decreto-ley de las Asociaciones Políticas. Después, Franco poco antes de morir, adoptó dos últimas decisiones para reforzar la posición política del Príncipe: por un lado asumió una carta de despedida a los españoles en la que solicitaba al Movimiento Nacional y al Ejército un apoyo sin fisuras al futuro Rey y, por otro, se negó a confirmar la continuidad de Rodríguez de Valcárcel como presidente del Consejo del Reino y de las Cortes.

    El 1 de octubre de 1975 Franco saludaba a una multitud de manifestantes en la Plaza de Oriente que le apoyaban para responder a las movilizaciones en España y en otros países europeos en protesta contra el régimen por las cinco ejecuciones por fusilamiento que nos retraían al lenguaje de los Consejos de Guerra de los años treinta y cuarenta. En Portugal la violencia de los manifestantes contra el gobierno español fue de tal intensidad que llegaron a asaltar e incendiar la embajada de España en Lisboa.

    Aquel Consejo de Guerra contra miembros de ETA y del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), fue un error que dio argumentos duraderos a los terroristas de ETA para su propaganda de «estado de guerra» como si viviéramos en plena contienda civil. Los delitos por los que se les encausaba debieron ser juzgados por un tribunal de la jurisdicción penal ordinaria. El ministro de Justicia, Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, en la primavera de 1976 cambió la jurisdicción militar para ese tipo de delitos significando que no se iba a repetir el error de los Consejos de Guerra. Los procesos judiciales por terrorismo se domiciliaron en adelante en el Tribunal de Orden Público y después en la Audiencia Nacional.

    Los miembros del activismo estudiantil contra el régimen y los partidos de izquierdas en España no creíamos en la posibilidad de reforma democrática del régimen. La idea de la ruptura era dominante para todos los que desplegamos algún activismo contra el franquismo en defensa de las libertades y la democracia. Nos equivocamos, pues el régimen llevaba meses buscando caminos de cambio.

    Desde la oposición democrática entonces no valoramos o apreciamos debidamente el llamado «Espíritu del 12 de febrero», tampoco analizamos el alcance y el sentido de las llamadas asociaciones políticas (autorizadas y consentidas por Franco con muchas limitaciones) y no dedujimos el alcance del contenido del Testamento político de Franco. Un hecho de importancia pasó desapercibido a los observadores de la oposición en 1974: el gobierno de Arias Navarro abandonó el «Estado de obras» y buscó en la política reformista un nuevo horizonte ante la necesidad de ganarse a la opinión en un nuevo régimen pluripartidista que se avistaba próximo por el fallecimiento de Franco.

    La mayor parte de quienes nos oponíamos a la dictadura ignorábamos los soterrados movimientos dentro del régimen franquista. Había dos realidades paralelas que no se encontraban. Por un lado, las conspiraciones entre los grupos o facciones del régimen ante el cambio político por el previsible e inminente fallecimiento del Jefe del Estado. Por otro lado, el activismo de la oposición democrática convencida de que la ruptura era la única alternativa posible a la dictadura.

    La continuidad de Arias Navarro, en diciembre de 1975, como presidente del Gobierno no inducía a pensar que el Príncipe llevara tiempo seleccionando su equipo para encaminar las reformas. Don Juan Carlos pronto se fijó en el joven director de RTVE, Adolfo Suárez. Durante 1975, con la aquiescencia de Franco, el Príncipe Juan Carlos, el ministro Fernando Herrero Tejedor (1920-1975), padrino y mentor político de Suárez y después, Torcuato Fernández-Miranda, se encargaron de promocionar su carrera política. No supimos entrever que Arias era un político que ponía fin al «carrerismo» (el presidente Carrero Blanco) es decir a la tecnocracia y al freno a las asociaciones políticas que eran la clave para los reformistas del régimen, como Manuel Fraga, o a la siguiente generación de reformistas miembros del Movimiento Nacional como José Miguel Ortí Bordás.

    Las asociaciones políticas tardaron siete años en desplegarse de modo que el retraso motivó que, destacados valedores de ellas, pensaron que nacían muertas y se negaron a participar en aquellas asociaciones en 1975. La principal Asociación, impulsada desde el Gobierno fue la Unión del Pueblo Español (UDPE), presidida por Adolfo Suárez, y juega un papel esencial en el relato de este libro.

    La corriente de opinión y los dirigentes franquistas más hostiles a la reforma del régimen parecían, en 1975, un muro infranqueable a cualquier iniciativa en favor de los planes democráticos del Rey. De ahí la sorpresa de los periodistas, políticos y dirigentes del régimen cuando José Antonio Girón de Velasco, el líder más destacado del Bunker franquista e inmovilista, fue determinante en favor de la elección de Torcuato Fernández-Miranda como presidente de las Cortes, el primero de diciembre de 1975.

    La inclusión de Fernández-Miranda en la terna de elegibles fue un «misterio» que tampoco desveló Girón de Velasco en sus memorias publicadas en 1994: Si la memoria no me falla. Ahora, en este libro relato y documento la razón que llevó a Girón de Velasco a «traicionar» a su amigo, el inmovilista Rodríguez de Valcárcel, que contaba con el voto e influencia de Girón de Velasco para continuar en el cargo de presidente de las Cortes. La actitud de Girón de Velasco se explica por su conocimiento y complicidad en el secreto de

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