Cuando vemos y escuchamos las corrosivas, divertidas y, a veces, crueles chirigotas de Cádiz o la parafernalia que acompaña a las extravagantes reinas del carnaval de Tenerife, lo último que se nos puede ocurrir es que alguien quisiera prohibirlas. O igual no tanto, si recordamos que el lenguaje políticamente correcto o el temor a que alguien se sienta ofendido han restringido, en los últimos años, hasta los chistes o anécdotas que antes compartíamos en las reuniones y en los grupos de WhatsApp de nuestras propias familias, y que no considerábamos más que pequeñas provocaciones o gestos de complicidad.
Los carnavales han servido, también en su versión contemporánea, como desahogo para la población. Un desahogo que se expresaba con el desfile de una especie de carrozas que llevaban por las avenidas a hombres y mujeres vestidos de forma grotesca y envueltos en música atronadora y, a veces, molesta, cierta