Había que tener mucho valor o, directamente, la cara muy dura. También se podían tener, como efectivamente sucedió, las dos cosas. Durante años, el psicólogo David Rosenhan se atrevió a “colar” a varios pacientes falsos en psiquiátricos estadounidenses. Al cabo de varias semanas, los impostores recibían ricamente el alta y se marchaban con la misma facilidad con que habían entrado. Y eso que ellos, en sus ingresos, habían asegurado oír unas voces que les hablaban directamente y que no parecían capaces de silenciar.
Con semejantes puertas giratorias, la humillación para los mandarines del sistema psiquiátrico estadounidense fue demoledora. Y lo fue, en parte, porque el estudio se publicó en la prestigiosísima revista en 1973, incluyendo toda clase de estadísticas y detalles anotados por los geniales impostores en largas jornadas de soledad y aburrimiento. También resultaba fascinante observar cómo el personal hospitalario creía ver en ellos unos comportamientos que debían confirmarles su enfermedad y que, fuera del psiquiátrico, a cualquiera le habrían parecido normales. Es