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Una modernidad autoritaria: El desarrollismo en la España de Franco (1956-1973)
Una modernidad autoritaria: El desarrollismo en la España de Franco (1956-1973)
Una modernidad autoritaria: El desarrollismo en la España de Franco (1956-1973)
Libro electrónico823 páginas11 horas

Una modernidad autoritaria: El desarrollismo en la España de Franco (1956-1973)

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El régimen franquista (1936/39-1975) no solo fue una de las dictaduras más longevas en la Europa del siglo XX, sino también una de las más estables. Esta singularidad se explica por la «reinvención» del régimen como dictadura desarrollista con el objetivo de catapultar al país a la era industrial, imitando para ello el modelo de planificación francés. En este sentido, el análisis se centra en el principal arquitecto de esta estrategia de legitimación, Laureano López Rodó, comisario del Plan de Desarrollo entre 1962 y 1973.
Suyo fue el impulso para intentar estabilizar el régimen a través de la eficacia administrativa, el éxito económico y la integración en Occidente. La autora desarrolla una nueva interpretación del segundo franquismo al mostrar cómo, paradójicamente, su política acabó sentando las bases para la erosión de la dictadura porque contribuyó a agudizar las luchas de poder en la élite franquista y expuso el régimen a la crítica. Se analiza en profundidad y con una perspectiva novedosa el intento de relegitimar el régimen franquista como dictadura desarrollista desde la década de 1950 hasta su derrumbe.
Contextualizando la historia del régimen en la historia europea de posguerra y de la Guerra Fría, se esclarecen tanto las raíces del desarrollismo franquista y la aplicación de la política de planificación como el objetivo de crear una sociedad apolítica de «administrados». Al mismo tiempo, se demuestra que el proyecto de relegitimar la dictadura mediante el éxito económico se convirtió cada vez más en objeto de crítica pública, contribuyendo así a la pérdida de legitimidad del régimen.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 jul 2023
ISBN9788411181907
Una modernidad autoritaria: El desarrollismo en la España de Franco (1956-1973)

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    Una modernidad autoritaria - Anna Catharina Hofmann

    I. EN BUSCA DE UNA NUEVA LEGITIMACIÓN

    1. L A CRISIS DE 1956

    El español se pregunta: Si un tiro a un joven estudiante,

    un manifiesto clandestino en ciclostyle, una algarada

    de estudiantes, una huelguecita desencadenada por

    elementos indisciplinados o impacientes son cosas

    capaces de hacer perder los nervios al país,

    ¿qué ocurrirá el día en que nos falte Franco?¹

    José Antonio Girón,

    ministro de Trabajo, a Franco (abril de 1956)

    Manadas de lobos en los suburbios de Roma, envíos de alimentos y ropa de los EE. UU. al nevado sur de Italia, animales de circo congelados en la francesa Nimes, rompehielos en el Rin, cinco metros de nieve en la cumbre del Zugspitze y más de 500 muertos por frío en toda Europa: ese fue el «invierno polar» de 1956.² Incluso un país «donde en esta época, otros años, todo está ya verde y florido», estaba en febrero de 1956 cubierto por una gruesa capa de nieve: «España sufre la ola de frío más rigurosa del siglo», anunciaba el franquista NO-DO el 20 de febrero, y mostraba imágenes de pueblos nevados y máquinas quitanieves abriéndose paso por una capa de nieve de un metro de altura.³ Sobre todo causaban sensación las continuas heladas en las provincias andaluzas de Jaén, Córdoba y Granada.⁴ Todavía en enero, la prensa española había profetizado en tono triunfante una cosecha de cítricos que iba a batir todos los récords anteriores.⁵ En febrero, la ola de frío había aniquilado todas aquellas esperanzas: más de medio millón de toneladas de naranjas se habían congelado en los árboles.⁶ El 19 de febrero, Alfonso Martí Michelena aclaraba en La Vanguardia Española lo que significaban esas pérdidas: «el perjuicio [se calcula] en 1.500 a 2.000 millones de pesetas, cantidad que tiene una significación especial porque en su mayor parte se traducía en divisas, divisas necesarias para pagar importaciones». Pero no era solo eso: en vista de los daños causados por la helada en otros frutales, dijo Martí Michelena, era posible que fuese necesario hacer importaciones suplementarias de los EE. UU. para poder asegurar siquiera el abastecimiento alimentario. Porque las olas de frío «han causado grave daño donde más grave daño podían causar: en los suministros de productos alimenticios; porque […] la parte más débil de la economía española está en el campo. Ni la agricultura ni la ganadería rinden lo que habrían de rendir».⁷

    Ya año y medio antes, Antonio de Torres Espinosa, subsecretario del Ministerio de Comercio, había advertido exactamente de una situación así. Después de exponer que la importación de alimentos representaba más de la mitad del comercio exterior español, objetaba «que estamos sometidos a una serie de azares», porque la producción de aquellos bienes era dependiente de «circunstancias de carácter climatológico». Por eso, una mala cosecha «no sólo perjudica los intereses del agricultor, industrial y comerciante españoles, sino que afecta gravemente a los intereses colectivos de toda la nación al disminuir la disponibilidad de divisas».⁸ La ola de frío de febrero de 1956 había hecho realidad esos temores. La exportación de naranjas y limones solo ascendió a un tercio de las exportaciones del año anterior, la de mandarinas a la mitad. Al mismo tiempo, en comparación con 1955, no solo se habían más que duplicado las importaciones de alimentos, sino también el déficit de la balanza comercial. Las reservas de divisas habían retrocedido en el mismo período de 224.500 a 155.300 millones de dólares.⁹ En un país en el que en 1950 casi la mitad de la población activa trabajaba en el sector agrario, cuyos ingresos representaban el 41 % del producto interior bruto, el paro se había incrementado.¹⁰ Aunque hasta entonces ese problema no existía oficialmente en la España franquista, ahora la prensa española hablaba en tono alarmado del desempleo forzoso de los jornaleros agrícolas.¹¹

    Los reveses económicos se percibieron como críticos sobre todo porque, después de una década de estancamiento, desde comienzos de los años cincuenta el país había vivido un sensible auge económico, debido sobre todo a dos factores. En primer lugar, hay que mencionar la incipiente Guerra Fría. Porque, después de la Segunda Guerra Mundial, al principio el régimen de Franco había sufrido, al menos parcialmente, el aislamiento internacional: la primera Asamblea General de las Naciones Unidas había declarado la dictadura «régimen fascista» en diciembre de 1946, condenado a los antiguos aliados de las potencias del Eje y recomendado a todos los Estados miembros que retirasen a sus embajadores.¹² Esa resolución boicoteadora constituyó la base para que España no fuera tenida en cuenta en el Plan Marshall y no fuera incluida en las organizaciones internacionales y europeas recién fundadas. Sin embargo, ya en 1947 se habían oído voces en la Administración Truman que, por razones militares, abogaban por una mayor integración del país en el bloque occidental.¹³ A consecuencia de la guerra de Corea, el «lobby español» pudo conseguir cada vez mayor audiencia dentro de los círculos gubernamentales americanos.¹⁴ Así, en agosto de 1950 el Congreso de EE. UU. aprobó un crédito para España por cuantía de 62,5 millones de dólares. Con el «Policy Paper on Spain» del Consejo de Seguridad Nacional, en verano de 1951, el Gobierno Truman hizo suyo el punto de vista de los estrategas militares norteamericanos.¹⁵ Poco después llegaron a España dos study teams norteamericanos para explorar las posibilidades de una colaboración con el régimen de Franco a escala militar y hacerse una idea de la situación económica del país.¹⁶ Después de 18 meses de negociaciones, en septiembre de 1953 se firmó un convenio en el que EE. UU. garantizaba amplias ayudas militares y económicas a España a cambio de la cesión de bases aéreas y marítimas.¹⁷

    Junto al efecto vivificador de estos fondos, también las medidas de liberalización del ministro de Comercio Manuel Arburúa, llamado al Gobierno en 1951, habían impulsado la economía. En 1952, no solo se había puesto fin al racionamiento de alimentos. Además, la liberalización de los precios de una serie de productos había creado nuevas oportunidades de negocio en el mercado interior. La relajación de las restricciones a la importación había posibilitado a las empresas españolas la importación de materias primas y maquinaria que se necesitaban con urgencia. La consecuencia positiva de esas reformas fue la desaparición del mercado negro, el aumento de la producción, en la industria y en la agricultura, y una divisa estable, al menos a corto plazo.¹⁸ Aun así, a mediados de los años cincuenta las cifras de producción en los sectores primario y secundario apenas superaban el nivel de preguerra. El estancamiento de la producción agrícola era atribuible, por una parte, a la falta de abonos químicos. Por otra, a principios de los años cincuenta la agricultura todavía descansaba casi exclusivamente en la fuerza de trabajo de hombres y animales.¹⁹ La productividad de la industria española, formada en su mayoría por empresas de menos de cinco empleados, era una de las más bajas de toda Europa.²⁰ Al mismo tiempo, la creciente necesidad de alimentos, materias primas y maquinaria había reducido cada vez más deprisa las reservas de divisas, y aumentado de forma continua el déficit de la balanza comercial. Ya a finales del año 1955 se hacía notar un ascenso de precios cada vez más rápido, que ponía de manifiesto que el crecimiento económico tenía los pies de barro, porque estaba impulsado por una política financiera altamente inflacionista.²¹ Por último, las dificultades económicas causadas por la larga helada habían demostrado que uno de los objetivos principales del régimen fundado por Franco en 1939 no había sido alcanzado: industrializar por sus propios medios el país detrás de una muralla de tratados comerciales bilaterales, restricciones a la importación y un confuso sistema de múltiples tipos de cambio, y hacerlo en gran medida independiente del mundo exterior.

    Poco antes de que, durante el segundo fin de semana de febrero de 1956, España volviera a ser arrollada por una ola de frío, el falangista de 19 años Miguel Álvarez Pérez había sido tiroteado durante unos disturbios estudiantiles ante la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, y había sido llevado, con una herida grave en la cabeza, al hospital Nuestra Señora de la Concepción. La creciente inquietud entre los estudiantes preocupaba al régimen ya desde hacía mucho. Una encuesta entre estudiantes madrileños elaborada a fines de 1955 por José Luis Pinillos, profesor de Psicología Experimental en la Universidad de Madrid, había confirmado los temores de que una gran parte de la nueva generación de estudiantes representaba un peligro potencial para la dictadura dadas sus posiciones políticas: el 82 % de los entrevistados había indicado en el cuestionario que no tenía ninguna confianza en la élite dirigente del país. El 85 % achacaba «inmoralidad» a los gobernantes, y el 74 % «incompetencia». Los otros pilares del régimen no salían mejor parados: mientras que el 90 % calificaba a los militares españoles de «ignorantes, burócratas, inútiles», y el 48 % de «libertinos, brutales y bebedores», más de la mitad de los encuestados acusaba igualmente de «inmoralidad» a los dignatarios eclesiásticos y los caracterizaba como «ostentosos». El 70 % consideraba insuficiente el compromiso social de la Iglesia católica española. Por último, en la pregunta por la forma de Estado preferida, el 30 % de los encuestados habían optado por la monarquía, el 30 % por la República y solo el 10 % por una dictadura militar, mientras que un 20 % se mostraba indiferente ante la cuestión. Especialmente decepcionante resultaba, sobre todo para el Sindicato Estudiantil Universitario (SEU), que como representación estudiantil única ejercía un rígido control ideológico en las universidades desde la Guerra Civil, que tan solo el 10 % de los encuestados se declarasen falangistas. Sobre la base de los resultados de su encuesta, Pinillos estimaba «entre un 55 y un 60 por 100 el porcentaje de universitarios abiertamente disconforme con la situación actual».²² No solo Franco fue informado por el rector de la Universidad de Madrid, Pedro Laín Entralgo, de los alarmantes resultados del estudio.²³ Por caminos desconocidos, también habían llegado al extranjero: el 4 de enero de 1956 apareció en portada del New York Times un artículo con el titular «Students in Spain Dennounce Regime. Totalitarian Rule of Franco Opposed by Majority in University Questionnaire».²⁴

    Desde el semestre de invierno de 1955-56, la situación en la Universidad de Madrid no había hecho más que empeorar. Por una parte, el SEU vigilaba con cien ojos la política cultural, difamada como «liberal», que Joaquín Ruiz Giménez había impulsado desde su nombramiento como ministro de Educación Nacional en el año 1951.²⁵ Su intento de imponer un clima de tolerancia intelectual al menos en las universidades había chocado con la indignada crítica de la representación estudiantil falangista.²⁶ Por otra parte, se apuntaba en las universidades una oposición a la pretensión de representación exclusiva del SEU. El 7 de febrero de 1956 se produjeron los primeros excesos físicos. Mientras que parte de los estudiantes se manifestaba a favor de una representación estudiantil libremente elegida, grupos de alborotadores falangistas recorrieron el edificio de la Facultad de Derecho, amenazaron a los profesores denunciados como «liberales», obligaron a estudiantes a hacer el saludo franquista y destruyeron instalaciones.²⁷

    El 9 de febrero, Día del Estudiante Caído, la situación experimentó una escalada. Ese día se recordaba al estudiante falangista de Medicina Matías Montero, que había sido abatido a tiros en 1934 en Madrid, y al que desde entonces se veneraba como mártir.²⁸ Cuando miembros de la ultrafalangista Guardia de Franco volvían de las celebraciones y se encontraron delante de la Facultad de Derecho con estudiantes que se manifestaban, hubo choques sangrientos. Hasta hoy sigue sin estar claro si el ya mencionado Miguel Álvarez Pérez fue alcanzado por balas de la Guardia de Franco o de un policía. En la retórica habitual del régimen, la prensa franquista localizó a los responsables de los disturbios estudiantiles: se trataba de una «maniobra comunista» puesta en marcha por «fuerzas subversivas» dentro y fuera de España «para perturbar la vida normal de los españoles».²⁹ También para Falange la cosa era inequívoca: «Han vuelto a matar a Matías Montero», titulaba en grandes caracteres el diario falangista Arriba al día siguiente.³⁰

    Por parte del Gobierno se reaccionó con prontitud, y con las medidas más duras: ya el 9 de febrero fueron detenidos una serie de profesores y estudiantes, y al día siguiente la Universidad de Madrid fue cerrada por tiempo indefinido. Entretanto, el Ejército español se encontraba en estado de alerta máxima, porque corrían rumores de una acción de represalia de Falange, que había confeccionado «listas negras» de «enemigos del régimen» que había que eliminar. La mañana del 10 de febrero, el ministro del Ejército Agustín Muñoz Grandes, el teniente general Carlos Martínez Campos y el capitán general de la Región Militar de Madrid, Miguel Rodrigo Martínez, hablaron en persona con el dictador y le anunciaron que iban a restablecer el orden, si era preciso, por medios militares.³¹ Que de pronto los militares se dejaran oír con tanta claridad no solo tenía que ver con los disturbios. Porque, desde que en enero de 1956 Franco había considerado en público por primera vez la posibilidad de una independencia del Marruecos español, el disgusto se había extendido por la cúpula del Ejército. Especialmente, los generales «africanistas» sentían la inminente pérdida de la prestigiosa colonia española como una grave ofensa al honor nacional.³² Sin duda, a pesar de la intervención de los tres generales, Franco prescindió del empleo de medios militares. Aun así, la tarde de ese mismo día se suspendieron por primera vez durante tres meses los artículos 14 y 18 del Fuero de los Españoles promulgado en 1945.³³ Los incidentes también tuvieron consecuencias a nivel de Gobierno: el 15 de febrero de 1956, Franco despidió tanto al ministro de Educación Nacional, Joaquín Ruiz Giménez, como a Raimundo Fernández Cuesta, ministro secretario general del Movimiento. El sucesor de Ruiz Giménez fue el falangista moderado Jesús Rubio. A la cabeza del partido único del régimen regresó un rostro conocido, José Luis de Arrese. Miembro de Falange desde 1933, era uno de los militantes de la primera hora y ya había sido secretario general del Movimiento entre 1941 y 1945. Al parecer, Franco se encomendaba a su «hombre de más confianza dentro de las filas de Falange» para volver a disciplinar a las levantiscas bases del partido.³⁴

    Tanto en el interior como en el extranjero, los disturbios estudiantiles de febrero de 1956 fueron percibidos ante todo como inquietantes, porque por primera vez desde el final de la Guerra Civil volvían a sonar disparos entre adversarios políticos. El Frankfurter Allgemeine Zeitung veía «despertar el fantasma de un pasado que nadie que lo viviera quiere ver repetido».³⁵ También en la élite del régimen los incidentes fueron concebidos como clara señal de alarma, por tres razones. En primer lugar, los disturbios habían puesto de manifiesto el potencial de protesta de una nueva generación de estudiantes. Ya en diciembre de 1955 el rector de la Universidad de Madrid, Laín Entralgo, había advertido en una carta a Franco de la llegada de un conflicto generacional que pondría al régimen ante desafíos completamente nuevos. Refiriéndose a los resultados de la encuesta de Pinillos, describía a la nueva generación de estudiantes como «jóvenes para los cuales nuestra Guerra de Liberación y sus motivos determinantes no son ya el recuerdo de una experiencia personal, sino la audición o la lectura de un relato». Dado que, en consecuencia, la Guerra Civil ya no podía desplegar la «honda fuerza moral» que poseía para los veteranos, existía el peligro de un alejamiento cada vez mayor entre aquella generación y el régimen. A esto se añadía la dificultad de que entretanto los estudiantes «atraviesan en número creciente la frontera en viajes de información, convivencia o estudio», y mostraban «una invencible curiosidad» por conocer «los movimientos intelectuales y las formas de vida que hoy poseen más clara vigencia histórica, llámense existencialismo, marxismo, vida tecnificada, apostolado social, pluralidad religiosa o libertad de expresión».³⁶

    Los observadores extranjeros también interpretaron la crisis universitaria de febrero de 1956 como síntoma de un conflicto generacional. El periodista suizo François Bondy constató, al igual que el rector madrileño, en un reportaje publicado en junio de 1956, que hasta ahora el régimen había podido mantenerse sobre todo gracias al constante recuerdo de los horrores de la Guerra Civil. Entretanto sin embargo había crecido «una nueva generación […] para la que ese recuerdo no es más que palabras y sombras, y en cambio la opresión, la corrupción, el aburrimiento, el estancamiento y la cerrazón son experiencias cotidianas». Además, según Bondy, aquella dictadura dirigida por caballeros entrados en años se parecía a un «ancien régime» que no ofrecía a su juventud «ni aventuras ni posibilidades ni intelectuales ni prácticas […]. Por eso las energías del descontento se acumulan hasta el borde de la explosión».³⁷ El crítico literario Walter Boehlich, que trabajaba desde 1954 como lector de Filología Alemana en la Universidad de Madrid, contaba sobre los acontecimientos de febrero que en aquellos momentos el régimen de Franco hacía todo lo que podía por «empujar a la mayoría de la juventud académica a una desesperada oposición al Gobierno».³⁸

    En segundo lugar, los políticos franquistas observaban con preocupación lo muy a la defensiva que actuaba el régimen. En este contexto, son especialmente reveladoras las claras palabras que el ministro falangista de Trabajo José Antonio Girón eligió en una carta a Franco de 19 de abril de 1956. Estaba sorprendido ante «el hecho de que pequeños incidentes, minúsculos si se comparan con los que es capaz de resistir un país fuerte, descomponen, enervan y hasta histerizan el ambiente español». Y añadía:

    El español se pregunta: Si un tiro a un joven estudiante, un manifiesto clandestino en ciclostyle, una algarada de estudiantes, una huelguecita desencadenada por elementos indisciplinados o impacientes, son cosas capaces de hacer perder los nervios al país ¿qué ocurrirá el día en que nos falte Franco? […] ¿Qué fortaleza es la de un Movimiento que se estremece jurídicamente hasta el punto de suspender las garantías por un ataque de unas cuadrillas sueltas sin fuerza y sin arraigo?³⁹

    En tercer lugar, los acontecimientos de febrero de 1956 habían puesto de manifiesto las cada vez más evidentes tensiones dentro de la élite gobernante franquista. Ya desde finales de los años cuarenta se había agravado la lucha por la primacía política, que estaba intrínsecamente ligada a la búsqueda de una nueva legitimación con perspectivas de futuro para el régimen. La cuestión se había planteado con creciente virulencia desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Mientras que hasta 1945 la dictadura había sido uno de los muchos regímenes autoritarios de Europa, desde entonces la justificación de su existencia había sido puesta radicalmente en duda. El hecho de que el resto de los países de la Europa occidental tuvieran cada vez mayores éxitos económicos, mientras que en España seguían imperando el hambre y la economía carencial hasta entrados los años cincuenta, aumentaba a ojos vistas la presión legitimadora. Por otra parte, los debates internos de la élite giraban con creciente frecuencia en torno a una pregunta que solía expresarse con la frase «Después de Franco, ¿qué?». Porque, cuanto más se alejaba la victoria en la Guerra Civil y por tanto la fuente más importante de legitimación del régimen, tanta más conciencia había en los círculos de poder de lo frágil que era el orden creado en 1939 (fig. 1).

    Fig. 1. La victoria en la Guerra Civil como fuente de legitimación: portada del diario

    La Vanguardia Española el 1 de abril de 1956⁴⁰

    En el fondo, ese orden solo era sostenido por el dictador que, nacido en 1892, ya no era tan joven. Solo una de las cinco leyes fundamentales promulgadas hasta el momento, como sucedáneo de una constitución, perseguía la garantía del régimen.⁴¹ Así, en la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947 se declaraba el Nuevo Estado «un Estado católico, social y representativo», constituido como «reino». Además, en ella se establecía que había que designar un sucesor para el gobernante vitalicio «Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde».⁴² Sin embargo, dado que el dictador no había dado un solo paso en esa dirección desde entonces y no había promulgado nuevas leyes fundamentales, las llamadas a favor de una «institucionalización» del régimen se habían dejado oír cada vez con más fuerza.⁴³

    A mediados de los años cincuenta habían cristalizado dos modelos opuestos para consolidar el Nuevo Estado y darle perspectivas de futuro. El grupo de los monárquicos nacionalcatólicos, entre cuyos principales paladines se contaban Rafael Calvo Serer y Florentino Pérez Embid, apostaba por una restauración monárquica. Para ellos, la victoria franquista en la Guerra Civil había puesto fin definitivamente al extraviado camino ilustrado, orientado por ideas «ajenas», que el país había recorrido desde finales del siglo XVIII. El triunfo sobre la «anti-España», decía el historiador Calvo Serer en 1954 en el Rheinischer Merkur, había hecho posible «la liquidación de esos ciento cincuenta años de historia». Eso había allanado el camino para volver a conectar con las «auténticas» tradiciones españolas: la monarquía y el catolicismo. En opinión de los neomonárquicos, la «monarquía popular representativa» basada en valores cristianos era la correspondencia jurídico-política de una «tercera vía» que España había elegido entre el comunismo y el parlamentarismo liberal.⁴⁴ Para Calvo Serer, «representativo» no significaba «democrático». Más bien flotaba ante su mente una representación «orgánica» de la sociedad tal como había sido creada en la forma de las Cortes franquistas de 1942.⁴⁵

    Los neomonárquicos subrayaban constantemente que su programa no era en absoluto reaccionario. Un debate sostenido en 1953 en la revista Ateneo en torno a la «modernización» del catolicismo español marcó la ruptura con el escepticismo tecnológico y la crítica a la modernidad hasta entonces dominante en el campo nacionalcatólico. Allí, Pérez Embid defendía la tesis de que la vuelta al tradicionalismo español en absoluto excluía que España pudiera abrirse a la modernidad técnico-industrial. Más bien, sobre la base de un orden social católico asentado, era perfectamente posible aprender en el terreno tecnológico de Europa y EE. UU. sin «envenenar» la cultura española con el racionalismo y materialismo ajenos.⁴⁶ Calvo Serer recalcaba que en el futuro habría que plantearse «las realidades y desafíos de Europa». Así, por una parte, los nacionalcatólicos planeaban una «campaña internacional en colaboración con la élite cultural restaurativa» de Europa. Por otra, abogaban por el establecimiento de «libertades económicas», «orientadas al bien común».⁴⁷ Al usar el concepto de la «libertad económica» se desmarcaba de la política económica del régimen, de inspiración autárquica.

    No solo el tradicionalismo, profundamente enraizado, y la orientación monárquica de los intelectuales nacionalcatólicos explican la profunda aversión que albergaban hacia Falange. Ante el telón de fondo del orden mundial surgido después de 1945, la delimitación frente al partido fascista también era un intento de presentar el «pasado totalitario» del régimen como un breve «extravío» que nada tenía que ver con la supuesta esencia nacionalcatólica de la dictadura. En un artículo publicado en 1953 en la revista francesa Écrits de Paris, Calvo Serer había atacado del modo más áspero a los falangistas.⁴⁸ Dado que el destacado historiador había hecho pública la confrontación dentro de la élite franquista en una revista extranjera, para el Ministro de Educación Nacional se había cruzado el límite de la tolerancia: inmediatamente, Calvo Serer fue destituido de todos sus puestos en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.⁴⁹ Aunque eso no dejaba en modo alguno obsoleto el modelo de futuro de una restauración monárquica de corte nacionalcatólico, sus defensores habían sufrido una primera derrota.⁵⁰

    Precisamente, el grupo al que Calvo Serer había criticado con tanta aspereza era el que tenía el segundo modelo de futuro para el régimen de Franco. Sin duda, a más tardar en 1945, los falangistas habían tenido que apartarse, decepcionados, de sus proyectos radicales para una «nueva España». Aun así, seguían comprometidos con la idea de un cambio profundo de la sociedad española. Por eso, interpretaban los esfuerzos restaurativos monárquicos como un programa reaccionario que traicionaba «los ideales de la Cruzada». El motivo, al que se recurría una y otra vez, de la revolución pendiente es el que mejor resume el punto de vista falangista: al contrario que los tradicionalistas católicos, en 1936 los falangistas habían ido a la guerra bajo la consigna de una «revolución nacionalsindicalista».⁵¹ Por eso, la victoria de los «nacionales» no representaba un punto final para ellos, sino el comienzo de esa revolución, que pondría definitivamente fin a la lucha de clases mediante una reordenación corporativista de las relaciones laborales y la transformación del Estado en un «gigantesco sindicato de productores».⁵² Al mismo tiempo, y al igual que el resto de los movimientos fascistas de entreguerras, Falange se había planteado la construcción de un Estado dictatorial organizado de manera totalitaria. Cuando, terminada la Segunda Guerra Mundial, en el marco de la desfascistización impuesta por la política exterior, Franco jugó la «carta católica» y dio claramente más poder a las fuerzas tradicionalistas de la élite dirigente, al principio los falangistas perdieron influencia.⁵³ Como el partido no estaba legalmente anclado en el Nuevo Estado, ni estaba definido el papel político exacto del Movimiento, ni aclarado lo que ese «Movimiento» debía ser en realidad, si tan solo abarcaba a los miembros de Falange y sus organizaciones o si se trataba de una denominación colectiva para los grupos de poder franquistas. Especialmente desde principios de los años cincuenta, en los círculos falangistas empezó a agitarse una resistencia cada vez más fuerte contra los esfuerzos de restauración nacionalcatólicos.⁵⁴ Una vez que Franco había aceptado educar en España a un joven príncipe llamado Juan Carlos, nieto del último monarca español, Alfonso XIII, y al hacerlo lo había puesto en juego como posible sucesor, en noviembre de 1955 se produjo por primera vez el enfrentamiento abierto: en el acto en memoria del fallecimiento del fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera, en el Valle de los Caídos, al norte de Madrid, al llegar Franco se oyeron gritos como «¡No queremos reyes idiotas!» y «¡Franco, traidor!» entre las filas de los falangistas.⁵⁵

    Sin embargo, los objetivos políticos concretos del partido del régimen no eran en modo alguno homogéneos. Más bien las discrepancias políticas se extendían a lo largo del Movimiento. Así, los intelectuales más importantes de Falange, como Laín Entralgo, Antonio Tovar y Dionisio Ridruejo, que a principios de los años cuarenta aún habían soñado con un orden mundial totalitario bajo el liderazgo alemán, italiano y español, se habían distanciado de manera cada vez más abierta de la política del régimen. Decepcionados por las tendencias restaurativas de la dictadura, estos intelectuales defendían la idea de que el «resurgimiento» de España seguía pendiente incluso después de la Guerra Civil. Según Laín Entralgo, esto solo podía conseguirse mediante una integración de la «España vencida» en el Nuevo Estado. Animados por la apertura cultural vivida bajo el mandato de Ruiz Giménez, que había nombrado a Laín Entralgo y Tovar rectores de universidad, ahora se les ofrecía la oportunidad de trabajar, al menos en el ámbito cultural, por una «reconciliación» entre ambos bandos de la guerra.⁵⁶

    En cambio, otros camisas viejas como Raimundo Fernández Cuesta o José Luis de Arrese, que habían hecho carrera política en el Movimiento, no mostraban ningún interés en una política de reconciliación.⁵⁷ Su objetivo era más bien transformar en políticas concretas las ideas originales de Falange fundada en 1933. Así, por ejemplo, había que establecer jurídicamente el papel del Movimiento dentro del régimen de Franco, hasta entonces tan solo vagamente definido, para que al mismo tiempo sirviera de bastión contra los esfuerzos restauracionistas de los nacionalcatólicos. De este modo, calculaban, el partido, en su interpretación falangista, ascendería por fin para convertirse en fuerza políticamente determinante del Nuevo Estado. En octubre de 1953, Fernández Cuesta, secretario general del Movimiento desde 1951, había anunciado en el primer Congreso Nacional de FET y de las JONS (que sería el único en la historia del régimen de Franco) que el Movimiento no era solo un receptáculo para todos los que habían luchado contra los «rojos» en la Guerra Civil. En opinión de Fernández Cuesta, Falange seguía siendo la fuerza determinante, y eso valía para toda la política del régimen: «El Movimiento, tal y como nosotros lo entendemos, debe ser el único cauce político a través del cual reciba sustancia y vida el Estado».⁵⁸ De ese modo, igual que Calvo Serer había hecho para los nacionalcatólicos, el secretario general del Movimiento reclamaba la interpretación exclusiva del Nuevo Estado.

    Ante este telón de fondo se puede entender la huida hacia delante que su sucesor José Luis de Arrese acometió poco después de tomar posesión, en un discurso muy celebrado el 4 de marzo de 1956, con ocasión del 22.º aniversario de la unificación de Falange Española y las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista en Valladolid (fig. 2).

    Fig. 2. El ministro de Trabajo, José Antonio Girón (izquierda), y el ministro secretario general del Movimiento, José Luis de Arrese (centro), cantan el himno falangista Cara al sol el 4 de marzo de 1956 en Valladolid. Agencia EFE

    En aquel discurso, el secretario general del Movimiento habló primero de los disturbios universitarios, que, como otros, interpretó como un conflicto generacional. Para despertar entusiasmo en la juventud, abogó por «un relevo de generaciones en los puestos de mando» del partido.⁵⁹ Acto seguido, Arrese se posicionó inequívocamente en contra de los movimientos de restauración monárquica. La Falange tendría que «ganar la calle y estructurar el Régimen». Para eso había que «llegar a la construcción legal de nuestro propio pensamiento». Porque, junto a su destino como tribuno de la plebe, al partido único le correspondía «la misión sublime de podernos convertir en arquitectos de España».⁶⁰ Integración de la juventud de la posguerra, anclaje del Movimiento en la sociedad española y elevación de la doctrina falangista a fundamento jurídico-constitucional del Estado: esa era la fórmula de Arrese para la estabilización de una dictadura obligada a actuar. Su llamamiento a «ganar la calle» pareció tener éxito: a lo largo del año 1956, el Movimiento experimentó una afluencia desconocida desde la Guerra Civil, y pudo registrar 35.000 nuevos miembros.⁶¹ Sin embargo, los intentos de anclar jurídicamente al partido llevarían a finales de 1956 a notables enfrentamientos internos, que finalmente costarían el cargo a Arrese.

    Aunque entretanto la primavera había hecho su entrada, las repercusiones de la ola de frío para la población española se dejaban sentir con claridad. En marzo de 1956, los precios de las verduras y otros productos agrícolas se habían duplicado o triplicado. Por eso, en el Ministerio de Comercio decidieron intensificar las negociaciones de adhesión a la Organización Europea de Cooperación Económica, iniciadas en 1955.⁶² Hasta ese momento, debido a su política comercial exterior, altamente proteccionista, España solo había sido admitida a formar parte de algunas comisiones de la organización europea.⁶³ La solicitud de adhesión fue acogida de forma positiva, los reparos políticos contra la dictadura de Franco parecían entretanto no representar ya ningún papel.⁶⁴ Ya en julio de 1956 estaba listo el primer informe de la OECE sobre la situación económica española. Las medidas enumeradas en él como condición para la aceptación del país afectaban al núcleo de la anterior política económica franquista: abandono de la política monetaria inflacionista, abolición de los múltiples tipos de cambio, liberalización de la política comercial exterior y del tráfico de pagos, recorte a las intervenciones del Estado y creación de estímulos para los inversores extranjeros.⁶⁵ A pesar de estas exigencias de amplio alcance, en el Ministerio de Comercio se optó por seguir el camino iniciado. A petición española, en enero de 1957 un grupo de expertos de la OECE llegaría a España para hacerse una idea sobre el terreno de la situación económica del país.⁶⁶

    Con independencia de estas medidas, el ya citado ministro de Trabajo Girón reaccionó a la crisis económica. El 1 de abril de 1956, entró en vigor un decreto que preveía un aumento general de salarios de entre un 20 y un 25 %.⁶⁷ Sin embargo, el cálculo del ministro de Trabajo de prevenir de ese modo las tensiones sociales no iba a funcionar: aunque en el régimen de Franco estaban prohibidas las huelgas, a principios de abril varios miles de obreros fueron a la huelga en Pamplona para protestar contra unos salarios que seguían considerando demasiado bajos.⁶⁸ Las empresas de transporte público se adhirieron y, en el plazo más breve, miles de empleados dejaban su trabajo en Vitoria, San Sebastián, Tolosa y Bilbao, en el País Vasco, y finalmente en Barcelona. Mientras la prensa española ocultaba el incidente, la noticia podía leerse en todos los periódicos europeos ya el 12 de abril de 1956.⁶⁹ Que la prensa extranjera concediera tanta presencia a la huelga tanto en el este como en el oeste tenía su justificación, porque después de la huelga de tranvías del año 1951 en Barcelona, que había tenido un alcance geográfico mucho más limitado, la huelga de abril de 1956 era la primera huelga masiva desde la Guerra Civil.⁷⁰

    Las huelgas no solo podían entenderse como reacción a la aguda crisis económica. Después de los «años del hambre» que siguieron a 1939, a mediados de los años cincuenta la situación de la población trabajadora apenas había mejorado.⁷¹ En la década y media transcurrida desde el final de la Guerra Civil, especialmente los incrementos anuales de los precios de los alimentos básicos habían alcanzado enormes proporciones. Si se emplean como base las estadísticas oficiales, entre 1935 y 1950 el índice de precios casi se había multiplicado por seis. En relación con la ya mencionada fase de estabilización que siguió a 1951, entre 1953 y 1957 había vuelto a aumentar un 50 %, aunque probablemente el encarecimiento real había sido mucho más alto.⁷² Al mismo tiempo, los salarios fijados por el Ministerio de Trabajo seguían estando muy por debajo del nivel de preguerra: con relación al año 1936, los salarios reales en el sector agrícola representaban solo un 58 % en 1956, un 70 % en la industria.⁷³ Si se parte de la evolución del índice oficial de precios al por mayor, los ingresos reales medios de los trabajadores por cuenta ajena habían descendido a más de la mitad entre 1936 y 1960.⁷⁴

    Dado que el Gobierno cerró todas las fábricas en huelga el 14 de abril de 1956, y amenazó con la rescisión de todos los contratos de trabajo, el movimiento huelguista se vino abajo en menos de una semana. Al día siguiente la prensa, que con esa noticia tomaba implícitamente nota de las huelgas, informaba de que se había restablecido la «normalidad laboral».⁷⁵ Todavía en 1951 Luis Carrero Blanco, que a finales de los cuarenta, como subsecretario de la Presidencia, se había convertido en la más importante persona de confianza del dictador, abogada ante Franco durante las huelgas de Barcelona por una intervención más enérgica del ejército y la Guardia Civil: «Si en España se sienta como precedente que todo el que sale a la calle a alborotar va a ser recibido a tiros por la fuerza pública, se acabarán los alborotos».⁷⁶ Ante el trasfondo del ingreso de España en la ONU en diciembre de 1955, pero también ante la amplia atención publicística que la prensa internacional concedió a las huelgas de 1956, la represión violenta de estas parecía haber dejado de ser una opción. Por eso, en el Ministerio de Trabajo no sabían hacer otra cosa que anunciar nuevos aumentos salariales: en mayo se elevaron los salarios del sector público; en octubre de 1956 se implantó un nuevo salario mínimo. Sin embargo, esas medidas solamente iban a contribuir a seguir atizando una inflación de por sí galopante.⁷⁷

    En la élite franquista tenían claro que las constantes dificultades económicas ponían seriamente en riesgo la estabilidad del régimen. Ya en su informe sobre la situación política interna del año 1949, Carrero Blanco había indicado a Franco «que en la masa general de los españoles empieza a cundir un peligroso ambiente de desgana». No solo «las propagandas de tontos o de malintencionados», sino ante todo la situación económica, «han enfriado el entusiasmo con que España salió de la Cruzada e hizo frente a la ofensiva mundial de 1945». Ahora

    los bulos, los rumores y las críticas, han tendido a canalizar este mal humor hacia el Gobierno presentándole como culpable de la situación. […] La creencia general es que se va tirando como se puede, sin plan y sin objetivo, bajo la dirección de unos Ministros incompetentes, servidos por una calamitosa y corrompida burocracia, a los que hacen responsables… hasta de las evidentes consecuencias de la sequía que padecemos.⁷⁸

    Al año siguiente, Carrero Blanco dibujaba un cuadro de tonos igualmente sombríos. En su búsqueda de causas para la insatisfacción de la población, mencionaba por primera vez la percepción del auge económico en la Europa occidental, ante el cual la situación económica de la España franquista se presentaba aún peor.⁷⁹

    Antonio Robert, uno de los más importantes economistas falangistas, ya había lamentado en la fase temprana del régimen que España era «un país pobre en el que el nivel de vida es sumamente bajo». En su alegato, publicado en 1943, a favor de una industrialización del país, indicaba: «Basta recorrer España […] y comparar sus condiciones de vida con las de la Europa occidental».⁸⁰ En El mañana económico de España (1947) constataba, esta vez comparando con la potencia de la economía norteamericana: «España […] tiene un problema fundamental […]. Existe una honda, tremenda discrepancia entre su evolución humana y el grado de desenvolvimiento económico, de progreso material».⁸¹ Porque, con un ingreso per cápita inferior al de Italia y Hungría, entraba según Robert en la categoría de la «Europa agraria», que se distinguía por una agricultura tradicional, un insuficiente grado de industrialización y una renta media baja.⁸² Solo mediante una tecnificación y racionalización del sector agrario, el aumento de la productividad laboral y un mayor stock de capital sería posible «salir de ese retraso económico y acercarnos al nivel de bienestar material de que disfrutan los países que con nosotros forman la porción occidental del viejo continente».⁸³

    Desde los años cuarenta, incluso sin «recorrer España» y viajar a otros países, cualquiera podía convencerse de que este análisis se ajustaba a la realidad. Porque las estadísticas económicas comparables ya disponibles confirmaban que España se encontraba entre los países más pobres de Europa. A más tardar a mediados de los años cincuenta, entre los expertos económicos españoles había unanimidad sobre las causas de los problemas económicos del país. A lo largo del año 1955, el decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Madrid, Manuel de Torres, las había resumido en un muy escuchado ciclo de conferencias. Según el economista, el fuerte intervencionismo estatal, los elevados aranceles y los acuerdos bilaterales de clearing de la época de entreguerras habían provocado una estructura económica monopolística que, en comparación con la europea, se distinguía por una escasa tecnificación y racionalización y una productividad extremadamente baja. Las tasas de inflación, que ascendían a saltos desde 1955, habían puesto de manifiesto que el incremento de las inversiones solo era posible a través de la ampliación del crédito público, dado que la legislación «de protección de la industria nacional» impedía las inversiones extranjeras.⁸⁴ De Torres no solo abogaba por una amplia liberalización, sino también por un «planteamiento científico de la política económica» en forma de un «plan de producción, como lo han hecho las naciones más avanzadas». Solo así se podrían coordinar las distintas medidas de política económica y asegurar «un desarrollo armónico de todas las ramas de la producción».⁸⁵ La exigencia de una cientificación de la política económica también la exponían algunos de sus discípulos, exactamente aquellos que, en tanto que primeros licenciados de la Facultad de Economía de Madrid, creada en 1943, podían calificarse de economistas, y en consecuencia hacían propaganda de su propia causa. Se había destacado especialmente un grupo de jóvenes economistas en torno a Enrique Fuentes Quintana, Juan Velarde Fuertes y Agustín Cotorruelo, que a partir de 1953 publicaron en el periódico falangista Arriba una serie de editoriales con diagnósticos y propuestas de reforma

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