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El enigma del desarrollo argentino: Biografía de Aldo Ferrer
El enigma del desarrollo argentino: Biografía de Aldo Ferrer
El enigma del desarrollo argentino: Biografía de Aldo Ferrer
Libro electrónico955 páginas14 horas

El enigma del desarrollo argentino: Biografía de Aldo Ferrer

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¿Cómo narrar la vida de Aldo Ferrer? ¿Cómo atrapar en unas cuantas páginas al hombre y el pasado en el que vivió, su preocupación por la realidad nacional y su compromiso para transformarla? Ferrer fue un personaje de su época, pero lo fue de un modo excepcional, su vida se entrelaza con las tramas de la historia argentina, latinoamericana y mundial desde la crisis económica de 1929 hasta las primeras décadas del siglo XXI.
En El enigma del desarrollo argentino Marcelo Rougier hace confluir la vida de Ferrer, su labor como un intelectual comprometido y sus batallas en la historia económica nacional. Sigue su derrotero desde su infancia en un barrio porteño en la década de 1930 y su juventud política entre 1950 y 1960; pasando por la escritura y publicación de su obra capital, La economía argentina, y su rol como ministro de Obras Públicas, primero, y luego de Economía hasta su trabajo minucioso en aulas, bancos y embajadas.
En este relato apasionante y exhaustivo Rougier reconstruye las múltiples facetas de Ferrer como docente, escritor, economista, intelectual, funcionario, ministro y embajador. La trayectoria de un hombre que fue no solo un espectador privilegiado de todas las transformaciones del siglo xx, sino también su intérprete. "Esto lo convirtió en una figura emblemática del pensamiento económico heterodoxo latinoamericano y un protagonista destacado en muchos de los acontecimientos que contribuyeron a delinear el derrotero de Argentina y de otros países de América Latina. Sus ideas no fueron concebidas como meras elucubraciones teóricas, sino siempre como contribuciones al logro del desarrollo."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2022
ISBN9789877193299
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    El enigma del desarrollo argentino - Marcelo Rougier

    A Lucía

    y a su generación,

    que tendrá el desafío de construir un mundo mejor

    INTRODUCCIÓN

    Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía.

    JORGE LUIS BORGES, Evaristo Carriego, 1930

    Nosotros podemos llegar a ser una potencia de primer orden. Claro que habrá que cambiar muchas cosas arraigadas, pero sin un poco de locura no se puede llegar a ninguna parte.

    ALDO FERRER, en Mercado, 5 de noviembre de 1970

    ENCARAR UNA BIOGRAFÍA no es algo sencillo. No hay una tradición arraigada en Argentina, y apenas es discernible una corriente historiográfica en otras latitudes, aunque se ha revelado como prometedora en las últimas décadas, luego de sufrir cierto descrédito por parte de los historiadores. Con todo, ha quedado claro que la biografía puede pensarse como un método, como una herramienta de conocimiento, con sus alcances y límites; ese procedimiento permite, en primera instancia, acercarnos a dos interrogantes claves: qué y en qué medida podemos conocer a través del abordaje de una vida. En ocasiones, el relato biográfico se asocia al recurso o la excusa, donde el estudio de un recorrido se transmuta en una forma de conocimiento o de acceso al pasado. Es decir, se utilizan semblanzas o trayectorias como un medio para explicar procesos históricos o cuestiones más generales, más que como un fin en sí mismo. Eso transforma la biografía en una ventana que nos ilustra sobre una época, un mirador para acercarse a un proceso o una lupa para escudriñar aspectos específicos de un contexto social particular.¹ Como señaló Karl Marx, los hombres y las mujeres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos y ellas, sino bajo aquellas con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas a su vez por el pasado.² Aun así, el determinismo extremo resulta siempre nocivo, y los procesos históricos se encuentran jalonados por múltiples hechos fortuitos que los modificaron, incluso cuando no formen parte de una interpretación racional de la historia ni de la jerarquía de las causas significativas de las que dispone el historiador.³ Los múltiples contornos de los que disfruta el ensayo biográfico habilitan la reconstrucción de los contextos económicos, sociales, políticos y culturales en los que el biografiado actuó, y de una historia de las ideas. Es decir, hay temas que se respiran en el aire de su tiempo y que están presentes también en la trama de una vida, como afirma Marguerite Yourcenar.

    La biografía implica, por definición, acompañar al personaje en su derrotero, en su propia vida, desentrañando sus pliegues, sus perfiles a veces discordantes, sus angustias y tiesuras y sus distintas formas de percibir el derredor, aun cuando seamos conscientes de que solo participaremos en parte acotada de su mirada e interpretación. Sea cual fuere el caso, el principal desafío del historiador, en tanto biógrafo, es atrapar una vida en unas cuantas páginas, en un relato que permita develar las tensiones a las que están sujetos los hombres en sus contextos, así como acceder a una mejor comprensión de las tramas de un pasado problematizado y siempre complejo. Por diversas razones —entre ellas, el vínculo íntimo e ineludible que se establece entre biógrafo y biografiado—, no me propongo aquí explicitar de forma taxativa cuáles son las preguntas que condujeron a esta investigación biográfica, a las que solo aludiré de un modo general, confiando más en las indagaciones, los intereses y las turbaciones de cada lector.

    Aldo Ferrer fue un personaje de un tiempo y un lugar, como todos, pero también lo fue de manera excepcional, dadas sus características personales y la época que recorrió en los casi noventa años de su vida. En ese período, las transformaciones políticas, sociales y económicas fueron extraordinarias, tanto a nivel mundial como regional y local. Su niñez se entrelaza con las vicisitudes de los años inmediatos posteriores a la crisis económica mundial de 1930, que operó modificaciones en la dinámica económica y social de enorme trascendencia para las décadas siguientes. La legitimación de la intervención estatal bajo los principios keynesianos se agudizó en el duro contexto de la Segunda Guerra Mundial, que además obligó a la toma de posición frente a los bandos en pugna y movilizó el compromiso de jóvenes y militantes en todas partes del mundo. Luego, la Guerra Fría marcó buena parte de las disyuntivas en los lustros venideros, mientras los países capitalistas centrales entraban en una edad de oro de crecimiento económico, vinculada al triunfo de las ideas intervencionistas y desarrollistas. Este proceso tuvo su correlato en América Latina con los avances en la industrialización bajo la dinámica de la sustitución de importaciones y la difusión de las ideas del pensamiento estructuralista. En algunos grandes países de la región, el populismo y el desarrollismo fueron la expresión política de ese proceso, y en Argentina se manifestaron particularmente a través del peronismo y el desarrollismo frondizista, pero también en las experiencias civiles y militares de la década de 1960.

    El abandono de los acuerdos monetarios de Bretton Woods y la crisis del petróleo en 1973 dieron paso a una reconfiguración del capitalismo a nivel mundial, que puso en jaque a los Estados de bienestar conformados en la posguerra; pronto los principios keynesianos fueron cuestionados y suplantados por teorías monetaristas y de predominio del mercado en la definición de las políticas. Paralelamente, la creciente integración regional de los mercados mundiales dio paso a la globalización financiera, tecnológica, comercial y cultural, que se consolidó en la década de 1990, con la desaparición de la Unión Soviética y el bloque de países que encabezaba. Para América Latina, el nuevo escenario internacional se tradujo en un cuestionamiento importante de los procesos de industrialización encarados y en el acceso al crédito fácil que el mercado internacional ofrecía. La crisis de la deuda de México en 1982 supuso el inicio de la denominada década perdida para la región y la irrupción de políticas de ajuste y privatización acordes con las recomendaciones del denominado Consenso de Washington, lineamientos que predominaron hasta prácticamente el cambio de siglo en muchos países. Argentina resultó un caso paradigmático de esa trayectoria: la última dictadura militar aplicó las recetas neoliberales, promovió un enorme endeudamiento y provocó el desmantelamiento de buena parte del proceso de industrialización que había logrado avances notables en las décadas precedentes. La crisis de los años ochenta inhibió las posibilidades de recomposición del entramado productivo previo y tuvo su golpe de gracia con el avance avasallador de las políticas inspiradas en el pensamiento único durante la década de 1990. El corolario de ese proceso fue un endeudamiento explosivo y la crisis económica y política de 2001. Los tres lustros siguientes fueron también testigos de grandes transformaciones a nivel internacional, en particular promovidas por la irrupción de gigantes como China y la India. La ampliación de la fuerza de trabajo en los nuevos protagonistas provocó un aumento de la demanda y los precios de alimentos y materias primas, y un derrame de ingresos en los países exportadores de productos primarios. En parte como consecuencia de estas modificaciones, algunos países latinoamericanos iniciaron un sendero de crecimiento importante, en muchos casos con políticas alejadas de los preceptos del Consenso de Washington y las recetas neoliberales. Argentina, en particular, sostuvo tasas inéditas de crecimiento en un contexto caracterizado por políticas de inclusión social, impulso al consumo y desendeudamiento. Sin embargo, la crisis económica mundial iniciada en 2008 afectó especialmente a los viejos países desarrollados y ensombreció las perspectivas optimistas de ese proceso. Ese escenario mundial en transformación y en crisis implicó importantes desafíos para la economía argentina, que a partir de entonces soportó vaivenes y problemas derivados de los límites estructurales de sus avances y la persistencia de la restricción externa. A comienzos de 2016, era evidente que el país retornaba al sendero del neoliberalismo y a la aplicación de políticas ortodoxas para enfrentar los problemas acumulados.

    Ferrer fue no solo un espectador privilegiado de todas estas transformaciones, sino también su intérprete. Esto lo convirtió en una figura emblemática del pensamiento económico heterodoxo latinoamericano y un protagonista destacado en muchos de los acontecimientos que contribuyeron a delinear el derrotero de Argentina y de otros países de América Latina. Sus ideas no fueron concebidas como meras elucubraciones teóricas, sino siempre como contribuciones al logro del desarrollo. Por esa razón, la mayor parte de sus obras entrecruzan, de manera sutil, la línea que separa los ideologizados manifiestos y el pantanoso terreno de las prescripciones y la prospectiva de aquel más compacto, propio de las monografías académicas y la interpretación de los procesos sociales. También utilizó las instituciones disponibles (o impulsó la creación de otras) para darles forma a esas ideas, de las que surgieron nuevas políticas y prácticas, en tanto el desafío intelectual solo cobraba significación como praxis, como acción del hombre, necesariamente transformadora de la realidad. Convencido de sus capacidades y destrezas como experto, empleó cada tarima que se le presentó, fuese esta en muy diversos estamentos de la estructura burocrática, para desplegar su práctica en línea con sus propósitos. Por lo tanto, la relevancia histórica del biografiado queda en evidencia no solo a partir de su enorme labor intelectual, sino además por un recorrido que incluye su entrenamiento en las Naciones Unidas a comienzos de la década de 1950; su actuación en el equipo de asesores de Arturo Frondizi durante los últimos años del gobierno peronista; su gestión al frente del Ministerio de Hacienda de la provincia de Buenos Aires durante la gobernación de Oscar Alende; su papel en la organización del Instituto de Desarrollo Económico y Social y del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales en los años sesenta; su paso por el Ministerio de Obras Públicas y de Economía de la Nación en los primeros años de la década de 1970; la presidencia del Banco de la Provincia de Buenos Aires en los años ochenta y de la Comisión Nacional de Energía Atómica a fines de la década siguiente; además de su desempeño como embajador argentino en Francia durante sus últimos años, entre otras muchas actividades a nivel local e internacional.

    Aunque puede ser leída como una historia intelectual, la investigación revela trazas sobre otros muchos aspectos vinculados a su actuación, por ejemplo, acerca de las características de la relación entre profesionales y Estado en Argentina. En la medida en que Ferrer participó de círculos relativamente pequeños de intelectuales preocupados por las cuestiones económicas, su historia es también la de esa generación y otras en que se entrelazaron la interpretación de la realidad y la elaboración de la política pública. En efecto, muchos expertos argentinos, reclutados y formados por instituciones extranjeras, regresaron al país y aportaron a una creciente profesionalización de los economistas; un proceso que se acompañó con la creación y el apuntalamiento de diversas instituciones públicas y privadas. Su historia acompaña, además, la proliferación de consultoras económicas e informes de coyuntura retomados y discutidos en la prensa, sustrato de legitimación de la política pública.⁴ Asimismo, la experiencia de Ferrer en la gestión permite acercarnos al conocimiento de un objeto extremadamente opaco para la investigación sociohistórica: el Estado argentino de la segunda mitad del siglo XX, sus singularidades y tensiones, las tramas políticas, la capacidad y amplitud de la intervención pública y la inestabilidad de las dirigencias. Son lecturas y aportes posibles de esta investigación, donde el relato de la vida de un economista puede ser una manera privilegiada de empezar a restituir una época, plagada de ilusiones y también de profundas desazones.⁵

    En tanto la riqueza del estudio biográfico no reside en aquello que el personaje tuvo en común con otros, sino en lo que tuvo de único, de extraordinario, lo sorprendente de este recorrido es la pertinacia de sus ideas, aquellas que lo llevaron a comprometerse políticamente a lo largo de más de siete décadas con el ánimo indudable de llevarlas a la práctica. Ferrer abrevó siempre en el estructuralismo latinoamericano, en la perspectiva nacional del desarrollo económico, en la utilización de recursos keynesianos para orientar el crecimiento, y se mostró como un firme partidario del manejo estatal de los resortes básicos de la economía. Esas ideas se mantuvieron en el tiempo a través de un sendero marcado por una línea imaginaria que se acercaba como una asíntota a la realidad social para confundirse con ella cuando se desplegaron las políticas de argentinización, de compre nacional y otras, durante su propia gestión al frente de los ministerios de Obras Públicas y de Economía hacia 1970, por ejemplo; o para alejarse irremediablemente cuando esa misma realidad se corría hacia posturas liberales o neoliberales, como ocurrió en la segunda mitad de los años setenta y en la década de 1990, en particular. Así, la experiencia de los últimos años acercó las ideas de Ferrer al modelo kirchnerista o, mejor dicho, algunas de las políticas desplegadas se aproximaron a sus posturas, sostenidas por décadas, de tal forma que se transformó en un referente de esas propuestas; con todo, la persistencia de problemas estructurales lo reubicaron pronto en una perspectiva crítica, aunque reconociendo los logros indudables del período. En esa clave, de mixtura entre la trayectoria personal y la dinámica histórica, deben interpretarse las ideas y acciones de Aldo Ferrer que se presentan en este libro. Su legado también debe valorarse a partir de esas dimensiones, esto es, en su papel de teórico y generador de ideas, en el de divulgador y gestor de ellas en diferentes circunstancias.

    En este trabajo, no me propongo desplegar argumentos que están bien desarrollados en sus propios trabajos, sino tratar de entender el contexto de producción de sus obras, la dinámica de su pensamiento y, en definitiva, iluminar la complejidad de la tensión que supone un proceso de labor intelectual combinado con la praxis de la vida. Su obra revela la historia de un hombre, con sus perplejidades y torsiones, de los vertiginosos senderos que trasuntó y de las reflexiones que jalonaron su tiempo. Una aspiración fue reponer a su labor intelectual y acciones su propia historia, entenderlas como testimonios y productos de determinados tiempos y lugares. Quizás el mayor reto lo constituya la integración de lo personal y lo profesional. En rigor, sus trabajos principales son conocidos, pero su vida privada es, en gran medida, un enigma. Si bien hay un conjunto de entrevistas disponibles, Ferrer siempre se mostró reacio a hablar de su vida personal. En especial en sus últimos años, irradiaba energía, y por su carisma era fácil hablar con él o deleitarse con sus anécdotas, pero costaba llegar a conocerlo; bajo su patente cordialidad pública, guardaba su persona con una impenetrable reserva interior. Las luchas internas subyacentes de su pensamiento permanecían ocultas quizá por reticencia y vulnerabilidad. Para muchos, Ferrer era una figura pública, con una identidad clara y, a la vez, recóndita.

    Solo un estudio biográfico podría restituir la manera singular en que Ferrer experimentó una época particular y captar la unidad esencial de su vida y su obra, tan completas de color y aventuras. Me ilusioné con este libro mucho antes de comenzar a escribirlo, cuando trabajaba junto con Aldo en una nueva edición de La economía argentina, en 2007, haciéndole entrevistas, aconsejándole que ordenara sus papeles, archivando personalmente distintos documentos y, luego, recogiendo sus memorias en un volumen que se publicó en 2014.⁶ No obstante, por alguna razón que los psicólogos elucidarían sin siquiera perturbarse, solo pude acometer la tarea de forma plena luego de su muerte en marzo de 2016; pronto advertí lo ingente de la labor. Para realizar la reconstrucción, debí recurrir a su propia producción intelectual, a la compulsa de otros documentos de archivo y producción institucional, según el tema abordado de modo específico, y a todo tipo de documentación que elaboró a lo largo de su vida. Detrás de sí, Aldo dejó cartas, notas al margen de sus libros, llenos de ideas, temas y preguntas que son verdaderas huellas de sus pensamientos, senderos de su imaginación. También apelé a sus propios recuerdos, consciente de que los hombres viven en general el presente sin poder llegar a valorar acabadamente sus circunstancias. Invoqué a muchas otras voces y ojos, que me brindaron variadas historias, algunas de las cuales son citadas y otras no, aunque todas resultaron importantes para reconstruir al hombre y su coyuntura. Cada uno de los consultados me ayudó a ver a Aldo de diferente modo, o a la manera de cada uno de ellos, lo que contribuyó a mi propia forma de verlo e interpretarlo. De más está decir que realizar la biografía se transformó en una experiencia intrigante, conmovedora y colmada de sorpresas y detalles, esos pequeños detalles que develan el temple del retratado. Con todo, subsiste, por propia definición, lo inescrutable en la historia de una vida, la dificultad de su reconstrucción, la presencia de lagunas y vacíos que se multiplican al abrir cada caja de su historia. En todo caso, ello nos habla acerca de lo endeble del estudio biográfico. Como señaló François Dosse en su maravilloso tratado sobre ese género impuro, siempre en lucha con la preocupación erudita, el biógrafo no puede pretender llegar, ni a cambio de una investigación tan exhaustiva como sea posible, a una clave que llegue a saturar la significación de su relato de vida. […] El biógrafo, en posición siempre exterior a pesar de su empatía, no puede llegar a más, puesto que el sentido permanece siempre abierto a las preguntas posteriores, al tiempo futuro.⁷

    Parafraseando a Jorge Luis Borges en la biografía sobre Evaristo Carriego, creo que el haber conocido a Ferrer no rectifica, en este caso particular, la dificultad del propósito. El conocimiento directo del biografiado, más que una garantía, representa un desafío mayor, el de mantener sin ambages la imprescindible distancia que objetiva: los recuerdos propios se modifican incesantemente junto con las imágenes que otros nos transmiten, superponiéndose en un juego de indefiniciones y aproximaciones. Poseo recuerdos de Aldo: recuerdos de recuerdos de otros recuerdos.⁸ Por lo demás, soy consciente de que muchas ideas o afirmaciones no pueden ser debidamente probadas por la falta de evidencia, y solo quedan en la nebulosa elucubraciones sopesadas sobre la base de los retazos o migajas de información disponible. Por momentos, no me resulta fácil discernir qué es lo que salió de las fuentes, de los testimonios, y qué es el resultado de mis deducciones o incluso de mi imaginación. No obstante, estimo que la amplitud y el alcance de la investigación me permitieron penetrar en los pensamientos y sentimientos de Ferrer sin sacrificar la precisión académica de los hechos. En este sentido, aunque la investigación resultó finalmente mucho más compleja y larga de lo previsto, considero que se vio recompensada con una comprensión mucho mayor de sus valiosos aportes y su larga trayectoria.

    Deseo agradecer a todos aquellos que me acompañaron y animaron en esta tarea por diversos motivos. En primer lugar, al personal del Departamento de Archivo y Colecciones de la Biblioteca Nacional argentina, donde se encuentran el Fondo Aldo Ferrer y el Fondo Arturo Frondizi, en especial a Nicolás del Zotto, Sonia Martínez y Vera de la Fuente; y a Jesús Monzón, a cargo del Centro de Documentación del Centro de Estudios de la Situación y Perspectivas de la Argentina (CESPA), dependiente de la Facultad de Ciencias Económicas (FCE) de la Universidad de Buenos Aires (UBA). También a Gabriela Tenner, que trabajó en la edición de las conversaciones que guardaron sus recuerdos. En segundo lugar, a todos aquellos que participaron a través de entrevistas o consultas y que son mencionados a lo largo del libro: Aixa Igielberg, Marta Bekerman, Elda Busacchio, Alfredo Calcagno, Laura Fuxman, Abraham Gak, Bernardo Kosacoff, Roberto Lavagna, Carlos Leyba, Arturo O’Connell, Mario Rapoport, Hilda Sabato, María Marta Sosa de McCarthy, Juan Sourrouille, entre otros. Muy especialmente, deseo agradecer el apoyo y la predisposición de Carmen, Amparo y Lucinda Ferrer, las hijas de Aldo, quienes tuvieron que conllevar mis innumerables requerimientos destinados a recoger sus recuerdos y percepciones, al igual que Lucía Ricaurte y Pedro Gaite, sus nietos mayores. Esos testimonios fueron esenciales para escrutar muchos aspectos de su entorno más íntimo y su personalidad, que sin duda enriquecieron la búsqueda y perspectiva de este libro. Finalmente, varios colegas me ayudaron con sus lecturas y comentarios a mejorar el manuscrito; entre ellos, en especial, Andrés Regalsky, Silvia Simonassi, Mariano Arana y los integrantes del Centro de Estudios de Historia Económica Argentina y Latinoamericana: Juan Odisio, Camilo Mason, Ramiro Coviello, Mario Raccanello y Diego Rozengardt. El Instituto Interdisciplinario de Economía Política de Buenos Aires de la FCE me brindó un ámbito de trabajo óptimo para desarrollar la investigación y redacción del libro. Ailin Rougier realizó la tarea imponderable de hacer más inteligible la obra, labor que se completó con la dedicación de las editoras Fabiana Blanco y Mariana Rey, de Fondo de Cultura Económica.

    La compañía y el amor que me brindó Mariana Calderón resultaron fundamentales para que esta obra vea la luz, y es imposible que pueda expresar aquí con palabras mi sentimiento.

    Pero mi gratitud sería incompleta sin hacerla extensiva al personaje de este libro. El hecho de haber compartido distintas experiencias de trabajo con él durante una década me llena de orgullo, no solo por su trayectoria y capacidad intelectual, sino también por su personalidad. Ferrer fue, además, un ser comprometido, íntegro y dotado de una gran humildad, atributos que lo ubican entre los verdaderos maestros, aquellos que merecen ser recordados.

    ¹ En ocasiones, se ha invertido la noción de biografía histórica para hablar, en cambio, de una historia biográfica. Esta elección intenta resolver algunas cuestiones metodológicas y narrativas al dejar de usar biografía como sustantivo y referirse a biográfica como adjetivo. Es decir, la historia biográfica se convertiría en una más de las áreas de la historia (política, cultural, social, intelectual, biográfica). Paula Bruno, Biografía, historia biográfica, biografía-problema, en Prismas, núm. 20, 2016.

    ² Karl Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Fundación Federico Engels, 2003, p. 13.

    ³ Edward Carr, ¿Qué es la historia?, Buenos Aires, Planeta, 1992.

    ⁴ Véase Mariana Heredia, Cuando los economistas alcanzaron el poder (o cómo se gestó la confianza en los expertos), Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.

    ⁵ En los últimos años, han visto la luz destacadas biografías de grandes economistas del desarrollo latinoamericano, que se encuentran en línea con la búsqueda de este libro, como Edgar Dosman, The Life and Times of Raúl Prebisch 1901-1986, Montreal, McGill y Queen’s University Press, 2008 [trad. esp.: La vida y la época de Raúl Prebisch, 1901-1986, Madrid, Instituto de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Alcalá, Marcial Pons, 2010]; Jeremy Adelman, El idealista pragmático. La odisea de Albert O. Hirschman, Bogotá, Uniandes, 2017; Carlos Mallorquín, Celso Furtado. Um retrato intelectual, Río de Janeiro, Contraponto, 2005, y Joseph Hodara, Víctor L. Urquidi. Trayectoria intelectual, México, El Colegio de México, 2014. Por otra parte, una colección reciente dirigida por Anthony Thirlwall ha publicado una importante cantidad de biografías de economistas del siglo XX, como Joseph Schumpeter, Nicholas Kaldor, Michał Kalecki o Gunnar Myrdal, lo cual indica, además, cierto interés por estudios sobre este campo intelectual con una perspectiva similar a la adoptada aquí.

    ⁶ Marcelo Rougier, Aldo Ferrer y sus días. Ideas, trayectoria y recuerdos de un economista, Buenos Aires, Lenguaje Claro, 2014.

    ⁷ François Dosse, El arte de la biografía. Entre la historia y la ficción, México, Universidad Iberoamericana, 2007, p. 391.

    ⁸ Véase un análisis de la frase original de Borges en Alfredo Alonso Estenoz, Los límites del texto. Autoría y autoridad en Borges, Madrid, Verbum, 2013, p. 121.

    I. UN JOVEN ESTUDIANTE PORTEÑO

    BUENOS AIRES, CIUDAD CONVULSIONADA

    Como muchas familias de la ciudad de Buenos Aires, los abuelos paternos de Aldo llegaron a Argentina a fines del siglo XIX, provenientes del sur de España. La de Amancio Ferrer era de Orihuela (la ciudad más importante de la Vega del Segura), situada en la provincia de Alicante, pero a solo 20 kilómetros de Murcia, capital de la región vecina. La comarca se dedicaba principalmente al cultivo de hortalizas, a través del tradicional regadío iniciado en la época de dominio árabe. En contraste con la huerta, en la región también se desplegaban extensas tierras de secano, donde predominaba la explotación de olivos y almendros. La industria había avanzado muy poco, y a fines del siglo XIX la comarca mantenía un retraso económico importante. Además, una catastrófica inundación de la cuenca del río Segura hacia 1879 provocó enormes daños sobre la ciudad y arrasó el valle del Guadalentín y toda la Vega del Segura, con enormes pérdidas de vidas humanas, viviendas y animales. La comarca nunca logró recuperarse del todo y quedó sumida en la pobreza durante las siguientes décadas, lo cual alentó la emigración de muchos de sus habitantes, en especial de los jóvenes. Por su parte, la abuela de Aldo, María Llevenes, era de Torremolinos, un pequeño pueblo de pescadores ubicado en la Costa del Sol y cercano a la ciudad de Málaga.

    Amancio viajó a Buenos Aires junto con María con la idea de hacer pie en América y luego traer a su hermano Alfonso (y quizá también a su padre) si la situación prosperaba. Pronto logró dedicarse a diversas actividades comerciales con ventura. Entusiasmado, se abocó a escribirle a su hermano para contarle acerca de las posibilidades abiertas en el nuevo país, pero la esposa de Alfonso escondió las cartas con el propósito de evitar que migrara. Así, la familia quedó disgregada, desconectada por décadas, y nadie supo qué sucedía en uno y otro lado del Atlántico.

    En pocos años, la joven familia se encontró con cinco hijos que alimentar. Al parecer, Amancio no era muy afecto al cuidado de los chicos y buena parte de las tareas hogareñas quedaron a cargo de su esposa. Ella debió incluso sostener plenamente la casa a partir de 1916, cuando Amancio murió. Dadas las circunstancias, los chicos debieron trabajar desde edades muy tempranas: Antonio, el padre de Aldo, nació en 1901 y, al igual que sus hermanos, tuvo que hacer changas en diferentes comercios y talleres del barrio. Pronto comenzó a trabajar en una carpintería donde se confeccionaban muebles de calidad, de madera fina, y poco a poco aprendió el oficio de tallista o ebanista (hacía molduras, marcos y diversos objetos decorativos).

    Por el lado materno, los ancestros eran italianos. El abuelo, de apellido Agreti, provenía de Livorno, en la Toscana. Se trataba de una ciudad importante de casi cien mil habitantes a comienzos del siglo XX, organizada a partir de las actividades pesqueras sobre el mar de Liguria. La abuela se apellidaba Fantapié y había nacido en Roma. Ambos migraron a Brasil y se establecieron en Santos, en el litoral del estado de San Pablo. Allí, en 1904, nació la mamá de Aldo, Isabel. Luego, la pareja tuvo tres hijos más: Líbero, Tosca y Ada.¹ Pero la situación económica era precaria, y poco antes de la Primera Guerra Mundial toda la familia viajó a Argentina y se radicó en la ciudad capital.

    Antonio e Isabel se casaron en 1926 y se instalaron en una casa alquilada ubicada en la calle Montevideo esquina Charcas (hoy Marcelo T. de Alvear), en Recoleta, al norte de la ciudad de Buenos Aires, donde existían varios talleres que requerían el oficio de Antonio. En esa misma casa, en abril de 1927, nació Aldo, en un alumbramiento domiciliario, como era de uso entre las familias modestas, donde una vecina avezada hacía las veces de partera. Para ese entonces, todos los abuelos habían fallecido, salvo su abuela paterna, María. La familia había mantenido estrechas relaciones con una tía, Carmen, hermana de María, que vivía en Caseros, en los suburbios de Buenos Aires. Su esposo tenía un cargo en el ferrocarril, una tarea distinguida en la época. Una de sus hijas, Ana, se había casado con un abogado, Práxedes Sagasta, vástago de una destacada prosapia de políticos liberales y abogados españoles, quien haría una notable carrera judicial en el ámbito local. Como era habitual por ese entonces, a este hombre de buena posición económica se le encomendó el padrinazgo de Coco, como Antonio llamaba a Aldo. Salvo por esa parte de la familia de la madre, con el resto no había casi vínculos. Antonio se había distanciado de sus hermanos. Su carácter rústico y algo impulsivo, así como sus ideas esotéricas, no ayudaban a su integración con los demás miembros de la familia.

    Como otros muchos barrios porteños, el de Recoleta no estaba asociado a una organización de naturaleza administrativa; en este caso, había tomado su nombre del convento que la Orden de la Santa Recolección había construido para albergar a los frailes —recoletos descalzos—. En las últimas décadas del siglo XIX, la fiebre amarilla asoló Buenos Aires y las familias de la élite porteña migraron desde los barrios inundables del sur, cercanos al Riachuelo, a la zona norte, y establecieron allí sus casaquintas. Fue entonces que el paisaje cambió rápidamente y las chacras y estancias se lotearon para la construcción de casas y algunas grandes residencias que le otorgaron su fisonomía a uno de los barrios más esplendorosos de la ciudad. En ese entonces, se abrió y prolongó la avenida Alvear hasta unirse con la Calle Larga y el Camino del Bajo (avenida del Libertador). A principios del siglo XX, el llamado Barrio Norte concentraba las viviendas de los estamentos sociales más acomodados que abrazaron nuevos modelos estilísticos alejados de aquellos habituales en la vieja ciudad. Recoleta comenzó a identificarse desde entonces con casonas y grandes edificios de estilo francés de acuerdo a las fortunas y el tamaño de las familias. Este proceso transcurría mientras sucedían modificaciones sustanciales que transmutaban el resto de la ciudad; cambios motivados principalmente por el veloz crecimiento de la población, producto de la masiva llegada de inmigrantes europeos que se instalaban sobre todo en los barrios del centro y sur (la ciudad pasó de tener 600.000 habitantes a fines de siglo XIX a 1.900.000 en 1914).

    La zona se terminó de configurar cuando el municipio adquirió nuevos terrenos que permitieron crear espacios verdes y definir las calles, con criterios ya alejados de la obsoleta cuadrícula española, sobre las que se levantaron en ocasiones monumentales palacios en diversidad de estilos (aún hoy es posible ver algunas casonas construidas por arquitectos franceses en la avenida Alvear, como mudos testigos de aquella época de esplendor). Estos avances no harían más que profundizar los contrastes con los barrios de ingresos medios donde comenzaban a despuntar los departamentos en edificios multifamiliares sobre las avenidas, o con los del sur, donde pululaban los hacinados conventillos y las casas humildes. El apogeo del Barrio Norte llegó en la década en que nació Aldo, cuando se abrieron lugares aristocráticos de reunión social como el Alvear Palace Hotel y el Palais de Glace. Recién en los años treinta irrumpirían el racionalismo arquitectónico y las primeras edificaciones de altura que, en las décadas siguientes, comenzarían a dejar atrás definitivamente el ambiente residencial afrancesado.

    Sin duda, los primeros años de la joven familia fueron duros. Con la crisis económica mundial que se descerrajó en 1929, las tradicionales actividades agrícolas y ganaderas que movilizaban la economía argentina en los decenios anteriores sufrieron mucho el cierre de mercados y la caída de los precios de los productos exportables. El puerto había otorgado a Buenos Aires una posición de privilegio durante los años de auge de la exportación de productos primarios, pero las dificultades del comercio internacional y la caída de los precios internacionales provocó que la actividad económica de la ciudad se viera perturbada. La falta de empleo se extendió a amplias capas sociales de la urbe, donde se concentró más del 25% de la desocupación total del país. En esas circunstancias, una familia trabajadora poseía el anhelo de simplemente conservar el trabajo.

    La crisis no afectó de manera directa a las clases acomodadas del Barrio Norte, aunque algunas familias debieron vender sus palacetes al Estado y pasaron a engrosar las clases medias o, en el mejor de los casos, reducir una servidumbre hasta entonces numerosa; pero para vastos sectores medios y populares la situación fue crítica. La expresión más dramática de ese proceso fue el abandono de la pieza del conventillo por parte de numerosos desocupados, lo cual dio lugar a los asentamientos marginales como el de la Villa Esperanza, sobre terrenos inundables y pajonales del Ferrocarril del Pacífico, en Puerto Nuevo; la aparición de plazas repletas de mendigos, pordioseros y cirujas, y los numerosos niños desnutridos en las escuelas de Lugano, Mataderos, Nueva Pompeya y otros barrios pobres de la ciudad. Las duras condiciones de la población en esos años no llegaron a ser mitigadas por el Estado, el cual llevó a cabo varias medidas, como la creación, en 1934, de una Junta Nacional para Combatir la Desocupación, que apuntaba a la asistencia inmediata de los más afectados, otorgando albergue, vestuario y alimentación (a través de las ollas populares y comedores escolares), como así también a organizar y fomentar el desarrollo de distintas actividades destinadas a generar empleo.²

    Como muchos otros habitantes de la ciudad, Antonio perdió el trabajo y comenzó a hacer changas, mientras que Isabel debió salir en 1932 a buscar trabajo: lo consiguió como planchadora en la sucursal de avenida Las Heras y avenida Pueyrredón de la tradicional tintorería Adrián Prat, la primera tintorería industrial de Buenos Aires. Las penurias económicas de esos años obligaron a la familia a mudarse a otra vivienda de alquiler, a unas pocas cuadras sobre la avenida Córdoba, casi esquina con Rodríguez Peña, en los límites del barrio de Recoleta con el más popular Balvanera. Todavía en esa arteria principal de la ciudad no había edificios de renta y prevalecían las casas familiares, en su mayoría construidas en el cambio de siglo. En el resto de la ciudad, se daba una situación similar, ya que solo algo más del 5% de sus habitantes alquilaban, pero no por el predominio de las casas familiares, sino porque muchas de las familias vivían en una sola pieza (todavía a principios de los años cuarenta casi el 20% de las familias porteñas residían en viviendas de un solo cuarto, con un promedio de más de cuatro habitantes por pieza, sin baño propio).³ Para sumar un pequeño ingreso extra, Antonio aprovechó los cuartos desocupados del caserón para alquilarlos, a su vez, a huéspedes con quienes tenían que compartir el baño. La situación no estaba contemplada en las disposiciones municipales (que no solo no permitían el subalquiler, sino que además establecían un número limitado de cuartos en relación con la cantidad de baños de la casa), por lo que la familia estaba muy atenta ante la posible llegada de algún inspector; si ello sucedía, los inquilinos debían decir que eran familiares alojados transitoriamente. Aldo conservaría el sobresalto ante el sonido del timbre por el resto de su vida, quizá como consecuencia de aquella imagen persecutoria de su niñez, donde el inspector municipal podía visitar de modo intempestivo la propiedad y constatar la falta de cumplimiento de las normas vigentes.

    La recuperación de la economía argentina fue relativamente rápida, y el deterioro de los niveles de vida se detuvo a mediados de la década de 1930. Los precios de las materias primas mejoraron, y las actividades industriales crecieron al amparo de una protección de hecho, consecuencia de las dificultades para importar. Se trataba de un crecimiento manufacturero limitado solo a cubrir un vacío que con anterioridad había sido ocupado por las importaciones de bienes de consumo, principalmente en los rubros de alimentación y textiles y algunos productos intermedios. Con todo, es innegable que ese proceso implicó una importante creación de puestos de trabajo en las actividades manufactureras, que fueron absorbiendo primero a los potenciales trabajadores de la ciudad y luego se transformaron en un poderoso foco de atracción de las poblaciones del interior, afectadas por la caída de las actividades agrícolas.

    Fue esta pronta recuperación la que permitió, hacia 1934, que Antonio recobrara su ocupación. Incluso poco tiempo después, comenzó a trabajar en su propio taller, que instaló en la casa (todavía en 1970, cuando Aldo era ministro de la nación, y aunque hacía tiempo que nada funcionaba allí, podía leerse un despintado cartel en el frente que rezaba: "Placards Ferrer"). Esta mejor situación económica también permitió que Isabel se dedicara otra vez, de manera exclusiva, a las tareas del hogar, ocupando de nuevo el lugar sumiso que la relación con Antonio le tenía reservada. De algún modo, la familia pudo reponerse y escapar a una condición de pobreza extrema. Ser hijo único en esas circunstancias fue una fortuna; pese a las carencias y dificultades, la situación de Aldo fue mucho más venturosa que la de la mayoría de los niños de la ciudad, víctimas de la desprotección social. Hacia 1934, según una estimación realizada por el Consejo Nacional de Educación, el 15% de los niños de las escuelas de Capital (alrededor de cuarenta mil) no tomaba desayuno alguno por las mañanas.

    A comienzos de 1933, Aldo empezó los estudios primarios en la escuela Onésimo Leguizamón, en avenida Santa Fe y Montevideo, también en el corazón del distinguido barrio de Recoleta. Pero al año siguiente (primer grado superior) concurrió a la Escuela N° 5 Nicolás Rodríguez Peña, la tradicional y muy importante escuela pública de la parroquia de La Piedad, que funcionaba muy cerca de su casa desde mediados de la década de 1880. Las clases se desarrollaban por las mañanas (incluidos los días sábados), y solo los varones formaban parte del curso. En esa época, las escuelas públicas tenían gran prestigio y nivel educativo; allí concurrían los hijos de las familias acomodadas y también los de menores recursos, por lo que la escuela se transformaba en un fenomenal ámbito de integración social y cultural para aquellos niños que, como él, provenían de familias modestas.

    Por supuesto, el barrio también era un extraordinario espacio de socialización, de despliegue cultural y aprendizaje cotidiano. A pesar de estar ubicado en el centro de la ciudad, la zona donde Aldo creció mantenía las características tradicionales de los barrios porteños, donde los niños y jóvenes confraternizaban en las veredas y calles por horas, y las abundantes plazas y plazoletas se transformaban en improvisadas canchas para picaditos de fútbol, intercalados con juegos de bolitas y figuritas. Aún tenía lugar sobre la avenida Córdoba, entre avenida Callao y Montevideo, la feria abierta más importante de la ciudad, que fue paulatinamente achicándose hasta desaparecer en los años cuarenta. El problema del abastecimiento de la ciudad no era menor, y a pesar de los más de veinte mercados que funcionaban en distintos barrios, desde 1910 se habilitaron ferias francas que en general se reunían tres veces por semana en determinadas calles de cada barrio, bajo la vigilancia de la Superintendencia de Mercados, que fijaba los precios y controlaba la calidad de los productos. La feria se encontraba enfrente de la casa de Aldo, sobre la avenida Córdoba (que en ese tramo era angosta y así se mantuvo hasta 1945) y sobre una plazoleta de la que hoy solo quedan como vestigios veredas más anchas. Cuatro filas de caballetes se armaban y desarmaban todos los días (dos en la plazoleta y dos en la avenida sobre la mano sur), y también se ubicaban puestos en la cortada La Paz (hoy Del Carmen). Decenas de camiones pequeños y carros de caballos distribuían todas las mañanas mercaderías que abarrotaban los numerosos puestos, mientras el grito a viva voz de los vendedores y el murmullo de los clientes daban una atmósfera popular a un derredor casi aristocrático. Allí, doña Isabel hacía las compras de la casa y adquiría El Tony, la primera revista integrada solo por historietas, generalmente usada como premio cuando Aldo estaba enfermo y no concurría a la escuela. El pequeño sufría severos ataques de asma que lo afectaban de un modo intenso y le impedían desarrollar cualquier actividad por largas horas. En uno de esos ataques, cuando contaba con 7 u 8 años, Aldo le pidió por favor a la Virgen del Carmen que lo ayudara; sería la única vez que apelaría a una imagen religiosa para resolver un problema en toda su vida. Las revistas, una vez leídas decenas de veces, eran objeto de intercambio con los compañeros de la escuela y del barrio o en los propios puestos de venta. En verdad, todas las historietas atraían el interés de Aldo, como las que aparecían en el suplemento infantil en el diario Crítica (que se compraba en la casa) o la revista Patoruzú, que comenzó a salir en 1936 en forma independiente y tenía como protagonista a un indio tehuelche, pronto transformado en ícono popular.

    El otro eje aglutinador de la zona era la iglesia Nuestra Señora del Carmen, construida por el ingeniero italiano Juan Buschiazzo en una zona descampada que se transformaría en un paseo parquizado, proyectado por Carlos Thays, que hoy incluye la plaza Rodríguez Peña, la plazoleta Petronila Rodríguez y la plazoleta Jardín de los Maestros, lugares preferidos por Aldo y sus amigos para los partidos de fútbol. La iglesia era el centro de una vida comunitaria muy fuerte, con una gran feligresía de origen italiano. En julio de cada año, se realizaba la procesión de la Virgen del Carmen, y durante varios días, por las tardes, había puestos que alternaban la venta de testimonios religiosos con galletitas y otras golosinas para el deleite de los niños. La familia no era muy religiosa. Aunque creyente, su padre tenía reservas respecto a la iglesia y particularmente respecto a los curas, por lo que no concurría a la misa; de hecho, el nombre de Aldo fue elegido por Antonio, luego de consultar a sus compañeros del taller, varios de ellos socialistas y anarquistas, acerca de cuál no se correspondía con ningún santo (aunque, en rigor, san Aldo sí existe y era, por ese entonces, muy venerado en el norte de Italia). Tampoco su madre iba a misa cotidianamente, a excepción de ocasiones especiales, como en Semana Santa, cuando se realizaba la enraizada peregrinación de las siete iglesias que emulaba la tradicional ronda romana por las calles céntricas de Buenos Aires. Aldo se encontraba imbuido de un clima exiguamente apegado a las prácticas religiosas cristianas.

    Asimismo conoció desde pequeño las tradiciones hebraicas. Argentina tenía una potente colectividad judía desde la época de la inmigración masiva a fines del siglo XIX; muchos inmigrantes se habían instalado en colonias rurales, pero también en la ciudad de Buenos Aires, dedicados al comercio y a la actividad textil. Otros muchos comenzaron a llegar a la ciudad a partir de 1928 provenientes de Alemania, Polonia y otros países donde eran perseguidos. Argentina fue el país latinoamericano que recibió la mayor cantidad de refugiados judíos europeos. Hacia 1936, la comunidad judía de la ciudad era una de las más importantes del mundo: los denominados rusos constituían cerca del 4% del total de extranjeros de la metrópoli, con presencia en los diferentes barrios porteños en la medida en que la población crecía y se dispersaba, aunque principalmente concentrados en el vecino barrio de Villa Crespo. Los niños judíos concurrían en su mayoría a las escuelas vinculadas a la comunidad, pero también a las públicas. La identidad judía se volvió cada vez más un asunto de la vida privada, mientras que lo que se consideraba público o cívico adquiría un tono marcadamente secular. Muchas veces, los alumnos concurrían por la mañana a escuelas estatales y por la tarde a las escuelas judías o realizaban actividades culturales y deportivas en las numerosas instituciones comunitarias que se desarrollaron sobre todo en la década de 1930. En la escuela, Aldo trabó amistad con Mario Hercovich (a quien llamaban Cococho), hijo del dueño de una importante sastrería de la avenida Corrientes, quien vivía a unas pocas cuadras de su casa, por lo que también supo de buena tinta la ética, las costumbres, las comidas y las rutinas de las familias judías porteñas.

    Estos espacios de socialización temprana (la escuela, el barrio, los amigos) de algún modo remplazaron aquel que podría haber dado la familia ampliada (tíos, primos, etc.), donde la confraternidad en reuniones y fiestas con los parientes era cuidada a través de rituales de visitas. Ello no ocurrió en el caso de la pequeña familia de Aldo, que se mantuvo en relativo aislamiento, dado el distanciamiento temprano de Antonio con sus hermanos. El jovenzuelo suplió esas carencias con aquellos otros escenarios que le permitían enriquecer su subjetividad.

    Mientras tanto, la ciudad crecía y mudaba con premura. La crisis había provocado transformaciones de importancia en la estructura productiva y en la dinámica social y política de Argentina. Como consecuencia de la declinación de la agricultura, la mano de obra sobrante, desocupada u ocupada de manera temporal en las provincias donde se desarrollaba principalmente la actividad cerealera, se desplazó hacia el Área Metropolitana de Buenos Aires. Miles y miles de trabajadores migraban todos los años a las ciudades del interior del país y en especial al área metropolitana (de 1936 a 1946, se radicaron alrededor de ochenta mil migrantes por año en Buenos Aires y el conurbano). Si bien hacia fines de los años treinta el asentamiento de esos migrantes no tenía gran visibilidad entre los porteños (que los incorporaron con retardo a la imagen y cultura de la ciudad), las cifras de los censos reflejan la continuidad del proceso migratorio: los provincianos pasaron de representar el 16% de la población de Buenos Aires en 1936 al 37% diez años después. Muchos de los migrantes se ubicaron fuera del perímetro de Buenos Aires, en los suburbios, detrás de las nuevas líneas de localización industrial; ahora el colectivo, los tranvías y los nuevos puentes sobre el Riachuelo los acercaban con rapidez inusitada a los lugares de trabajo en casi todos los barrios de la ciudad.

    En el Barrio Norte, las viejas clases altas aún preservaban sus propios ambientes de socialización: sus clubes, sus campos, sus hogares contenían casi toda la actividad que no se vinculaba directamente al trabajo. Esos sectores sociales podían disfrutar de cierto brillo cultural y de un sentimiento aristocrático en sus lugares de reunión a los que no accedían otros grupos sociales. Solo aquellos que después serían llamados petiteros entraban al Petit Café, la confitería ubicada en Santa Fe, casi Callao, a pocas cuadras de la casa de Aldo. Pero las profundas transformaciones sociales de los años treinta fueron democratizando una ciudad que se densificaba y afianzaba a los nativos por sobre los extranjeros (alcanzó los 2.400.000 habitantes en 1936, de los cuales el 63% eran argentinos), y que permitía a una proporción amplia de aquellos un mayor acceso a diferentes bienes culturales. Cada vez más, Buenos Aires se transformaba en una sociedad de clases medias no solo por su estilo de vida, expectativas, gustos y conductas como consumidores, sino también por el incremento de los empleados y profesionales producto de la movilidad social ascendente, sectores partícipes de una intensa actividad cultural y artística. En la década de 1930, Buenos Aires era sin duda una de las ciudades más atractivas del mundo, tan eterna como el agua y el aire, en palabras de Jorge Luis Borges. Si bien no tenía la majestuosidad de las capitales europeas, exudaba modernidad. Por ese entonces, alcanzó gran difusión la mejor literatura europea y las ediciones locales se multiplicaban, alentadas por la paralización de la industria editorial española y el exilio de muchos intelectuales republicanos. Pero además fue una época especialmente rica de la literatura. A las revistas literarias de vanguardia como Martín Fierro, Claridad o Sur, se sumó la edición de cuentos y novelas de una nueva generación de escritores que se afianzaron en esos años, como Borges, Eduardo Mallea, Roberto Arlt o Adolfo Bioy Casares. Con la crisis, también despuntó una nueva forma literaria a través de ensayos que indagaban en los valores nacionales y la búsqueda existencial del destino del país y de sus habitantes. Quizá la obra más destacada en este sentido, o la de mayor impacto, fue El hombre que está solo y espera, de Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959),⁵ publicada en 1931, que encarnaba el arquetipo del porteño, el hombre de Corrientes y Esmeralda, el hombre que

    nació en apuntes apresurados de un partido de fútbol o de un asalto de box, en la agresión a un indefenso, en la palpitación de las muchedumbres de varones que escuchan un tango en un café en el atristado retorno a la monotonía de sus barrios de los hombres que el sábado a la noche invaden el centro ansiosos de aventuras, en las confesiones amicales arrancadas por el alba, en los bailes de sociedad, en la embriaguez sin amantes de un cabaret.

    Estas publicaciones profundas y exitosas en términos editoriales convivían con un pujante mercado de revistas que se vendían en los quioscos, junto a novelas y folletines, en su mayoría destinadas a un público específico (femenino, el de los hombres aficionados a los deportes, etc.). Con todo, la gran estrella cultural de esos años fue el cine, el cual terminaría de modelar las nuevas representaciones e identidades, las actitudes, los valores y las formas de sociabilidad. A partir de 1933, abrieron Argentina Sono Film y Lumiton, que, acompañando el sistema de sonorización, impulsaron una serie de emprendimientos bajo el modelo hollywoodense. Así dieron comienzo a la época de oro del séptimo arte en el país. Grandes y modernas salas, como el Teatro Ópera y el Gran Rex, se sumaron a partir de 1936 al cine teatro Broadway y al Monumental, abiertos pocos años antes, y a decenas de salas de barrio. Ahora, por fin, además de disfrutar de las estrellas del cine estadounidense, los espectadores tenían la oportunidad de conocer los rostros de las voces del tango y la radiofonía. La muchachada de a bordo, Los muchachos de antes no usaban gomina o La vida es un tango se convertían en testimonio de múltiples aspectos de la cotidianeidad de los porteños.

    Si bien los sectores medios eran los grandes consumidores de ese universo cultural en pleno despliegue, los nuevos vecinos de la ciudad y el conurbano, los provincianos, pronto participaron del gusto por las revistas, el cine o el fútbol, pasiones porteñas casi de modo exclusivo hasta entonces, redefiniendo así su identidad social. Como señaló Beatriz Sarlo, los pobres, los desempleados, los habitantes de la ciudad, todos, podían experimentar y apropiarse de aquello que la ciudad les ofrecía en el plano cultural. Cada cual reconocía su medida e identificaba sus gustos y deseos.

    Los años de la niñez pasaron rápido, tan rápido como se dejaba de ser niño en esa época, y la elección del colegio secundario no debía confiarse al azar. Hijo único de familia trabajadora, Aldo debía poder lograr una mejor situación económica y social. En esas familias de origen inmigrante o primera generación de argentinos, el propósito era que el hijo estudiara, una especie de mandato irrenunciable para el ascenso social, posible aún con una buena educación pública. El entorno social ayudaba a marcar el horizonte: Antonio tenía algunos clientes y amigos que eran empleados de bancos y empresas que podían proveerles a sus familias un mejor pasar y, por lo tanto, eran todo un ejemplo; de modo que sugirió que Aldo se inclinase por los estudios comerciales con el fin de garantizarse un trabajo de oficina y no uno manual como el suyo. Además, a diferencia del bachillerato común, el comercial (como sucedía con los secundarios técnicos) era una alternativa para lograr un título que permitiera desarrollar un oficio (como tenedor de libros y cálculo mercantil). Se trataba de una posibilidad que contemplaba el hecho de que no necesariamente Aldo podría acceder luego a una carrera terciaria o universitaria. No existían muchas escuelas de ese tipo hasta la década de 1920 en la ciudad, pero fue entonces cuando la demanda derivada del propio desarrollo de las actividades fue in crescendo y motivó la instauración de nuevos comerciales para la formación de los jóvenes con esas aspiraciones, cada vez más populosos, por cierto.

    Aldo concluyó su escuela primaria a fines de 1938 y en enero del siguiente año fue a buscar información para ingresar a la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, ubicada a unas pocas cuadras de su casa (funcionaba sobre la calle Charcas desde 1909), también en Recoleta. La escuela había sido creada a fines del siglo XIX con el propósito de formar jóvenes profesionales en el área contable-administrativa: en sus primeros planes de estudios, se destacaban aquellos campos del conocimiento vinculados a las matemáticas y al cálculo mercantil, a la teneduría de libros y a los idiomas extranjeros, necesarios para el creciente comercio internacional que se expandía. Luego de cinco años de cursado, se otorgaban los diplomas de contador público, traductor público de las lenguas francesas e inglesas, calígrafo público o perito mercantil. En 1910, sobre la base de esta escuela, se creó el Instituto de Altos Estudios Comerciales, que más tarde se transformaría en la Facultad de Ciencias Económicas (FCE) de la Universidad de Buenos Aires (UBA), y la escuela pasó a depender de la facultad asumiendo el dictado de cursos preparatorios para los ingresantes. Finalmente, en 1931 la institución fue desanexada de la facultad y pasó a depender del Rectorado de la UBA.

    Pero Aldo no pudo ingresar a la Escuela Superior de Comercio pese a su aspiración. Sucedió que, sin mayor información, había ido muy tarde, en enero, a inscribirse para dar los exámenes de ingreso que habitualmente se hacían en diciembre. Por lo tanto, debió buscar una escuela comercial alternativa. Rindió examen para ingresar a la Escuela Superior de Comercio N° 3 Hipólito Vieytes. Esta escuela había sido creada en 1924, debido a los escasos establecimientos comerciales habilitados, y oficializada pocos años después como Escuela de Comercio Oeste de Varones. El Vieytes tenía fama de ser un muy buen colegio; habían desempeñado la docencia allí el historiador Ricardo Caillet Bois y los hermanos Silvio y Risieri Frondizi (abogado y profesor de Filosofía, respectivamente), entre otros destacados intelectuales. La escuela funcionó en el turno noche en edificios prestados por otros establecimientos hasta mediados de la década de 1930, cuando fue trasladada al ex Sanatorio Podestá en la avenida Belgrano y Pichincha. Allí concurrió Aldo en marzo de 1940 al ciclo diurno, inaugurado el año anterior. Pero en mayo de 1941 la institución se trasladó a su actual ubicación en avenida Gaona y Cucha Cucha, en el barrio de Caballito, en un edificio moderno de tres plantas, con laboratorio, gimnasio, piscina climatizada y comedor estudiantil. Los alumnos contaban allí con lujosos pupitres de cristal y calefacción central. El trayecto hacia el nuevo edificio implicaba unos cuarenta minutos de ida y vuelta en el tranvía 99, ¡todo un viajecito! y una gran experiencia para el joven, acostumbrado a manejarse en unas pocas cuadras a la redonda de su casa.

    En el primer año del secundario, Aldo tuvo muy buenas calificaciones, especialmente en Contabilidad e Inglés, aunque no en Caligrafía y Dibujo ni en Mecanografía. Pero en segundo año los cuatros y cincos se adueñaron del boletín en varias materias. Aun así, aprobó las asignaturas en los exámenes de noviembre y diciembre de cada año. Entre los profesores de esta etapa, Ferrer recordaba especialmente al doctor Florentino Sanguinetti, un abogado y hombre de letras, que dictaba literatura (Castellano) también en el Colegio Nacional de Buenos Aires. El año clave era tercero, considerado el más difícil en el mercantil, y de hecho lo fue para el joven estudiante: tuvo que rendir Matemática en la fecha de exámenes de diciembre. Antonio estaba muy pendiente del rendimiento escolar de su hijo y, preocupado por el examen, lo esperó sentado en la escalera de entrada a la casa. Al verlo tan ilusionado, Aldo ocultó su fracaso y debió estudiar a escondidas para rendirla en marzo del año siguiente. También rindió en esa instancia Química y Estenografía. La mejor nota la tuvo en Idioma extranjero, puesto que por ese entonces, por insistencia de su papá, ya había comenzado a tomar cursos de inglés en la Cultural Inglesa. Cuarto y quinto año, más focalizados en prácticas contables y comerciales, no presentaron ningún problema, aunque no fue un alumno brillante.

    Como otros jóvenes del comercial, sin duda Aldo prefería leer historietas o novelas clásicas que conseguía en los quioscos de diarios y revistas antes que los tediosos manuales escolares o, claro está, dedicar sus tardes a otros pasatiempos. De hecho, estaba mucho más atento a lo que sucedía con la actividad deportiva que al estudio o incluso a las noticias que llegaban de la contienda bélica mundial, iniciada el mismo año en que comenzó el secundario. Uno de los deportes que atraía a la muchachada era el automovilismo, el cual tuvo precisamente su esplendor y se convirtió en muy popular con la aparición de los hermanos Oscar y Juan Gálvez a fines de la década y poco después con Juan Manuel Fangio, que ganó el campeonato argentino en 1940 y 1941. Con todo, para ese entonces, el fútbol se había convertido en el deporte nacional por excelencia: era la cita obligada de los domingos que convocaba multitudes de fanáticos en estadios cada vez más grandes. Se gestaron así nuevos espacios, actores (como la hinchada) y prácticas populares que daban identidad a los clubes, consolidados como verdaderos símbolos de pertenencia barrial; una pertenencia que se definía, en la mayoría de los casos, por oposición a sus clubes vecinos o rivales.¹⁰ Aldo cultivó desde su infancia la pasión por Boca Juniors y concurría al estadio, de madera hasta 1940, en el barrio de La Boca, a orillas del Riachuelo. Fue con su papá a presenciar varios partidos cuando los xeneizes salieron campeones en 1934 y otra vez en 1935, en el primer torneo organizado por la Asociación del Football Argentino.

    Otro entusiasmo temprano y duradero fue el tango, que también tuvo un despertar luminoso en la década de 1930 gracias a los avances de la radiodifusión. La fabricación de receptores locales posibilitó que la radio invadiera las casas porteñas en esos años, y la de Aldo no fue la excepción; pronto se convirtió en el entretenimiento familiar y fuente de información favoritos. El noticiario, los populares radioteatros, las audiciones cómicas y las transmisiones de fútbol o boxeo se combinaban en ese nuevo mundo de sonido con los tangos, las milongas, los valses o los pasodobles. Ya para ese entonces, el tango había recorrido un largo camino desde sus orígenes orilleros y de burdel hasta su triunfo en el centro de la ciudad, donde las clases acomodadas lo incorporaron a sus bailes. En tanto, se iba perfilando cada vez más como tango-canción, que se consagró con los cantantes Carlos Gardel, Agustín Magaldi e Ignacio Corsini, entre los varones, y Libertad Lamarque, Azucena Maizani y Tita Merello, entre las mujeres, y con letristas como Enrique Discépolo, Enrique Cadícamo u Homero Manzi, que le dieron al tango la filosofía de la calle y una poesía refinada. Pronto tendría auge la profesionalización de los músicos y la aparición de las grandes orquestas. A los 14 años, Aldo comenzó a dar sus primeros pasos como bailarín de tangos y milongas, una pasión que no abandonó por el resto de su vida.

    En esos años de adolescencia, estrechó sus relaciones con miembros de la colectividad judía. Cococho había ido a estudiar bachiller, pero la amistad perduró e incluso se amplió con la llegada de su primo Simón, proveniente de Córdoba, que fue además incorporado prácticamente como un hijo más por Antonio e Isabel. De hecho vivió en la casa, ocupando uno de los cuartos que, en épocas más duras, se habían destinado al alquiler. Aldo era el goi de un grupo de chicos y chicas de la colectividad de muy buena posición y actividad social intensa. Uno de los padres del grupo era Ismael Pace, dueño del Luna Park junto a José Lectoure. En el estadio tenían lugar los bailes en la época de los tradicionales carnavales y se habían velado, multitudinariamente, los restos de

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