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Música para dos
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Libro electrónico275 páginas4 horas

Música para dos

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La historia transcurre con la vida bohemia del afamado pianista Armando Palacios en los 60 en Concepción. En largas y trasnochadas conversaciones de sus personajes en bares y tugurios, aparecen las distintas miradas sobre el acontecer nacional político y social, a la vez que Oscar Vega nos introduce en el mundo de la música y de los músicos chilenos, revelando detalles desconocidos de hechos históricos que han dejado huella en nosotros como hitos forjadores de nuestro carácter y comportamiento.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento19 nov 2019
ISBN9789560003607
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    Música para dos - Oscar Vega

    ÓSCAR VEGA

    Música para dos

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2012

    ISBN: 978-956-00-0360-7

    ISBN: 978-956-00-0727-8

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    1. Obertura

    Es breve y hermosa aquella novela publicada en los años cincuenta del siglo pasado titulada Ciudad brumosa. Su autor, el químico farmacéutico Daniel Belmar Ríos –la estulticia chilena ha ignorado al escritor, su memoria y su precioso legado literario–, nos cuenta una sencilla historia de provincia. Para el relato que viene a continuación importa el telón de fondo, el escenario neblinoso de aquella obra narrativa. Es el de una ciudad arrebujada en las oquedades del invierno, inmersa en un ámbito tristón, desolado, lluvioso, con fuertes ventarrones que, en altas horas nocturnas, barren calles, plazas y míseras barriadas atravesadas por un concierto de lúgubres aullidos, los quiltros abandonados.

    Aquella comarca, fundada hace poco más de cuatro siglos y medio, en octubre de 1550, tuvo y tiene nombre oficial. Fue la ocurrencia y el bautismo otorgado por aquellas hordas brutales, los invasores españoles. Eran bárbaros tenebrosos, sanguinarios, fanáticos cristianos. Arrancados de las últimas tinieblas medievales europeas, irrumpieron a sangre y fuego y se instalaron en estos meandros. Sin mucha imaginación, más bien con porfiado celo evangelista, matando a diestra y siniestra, la denominaron La Concepción de María Purísima del Nuevo Extremo. El caserío emergió a duras penas orillando los toldos salinos del valle de Pegu, por entonces una esmirriada bahía pesquera.

    La historia que siguió es bastante conocida. Aquella aldehuela inicial fue pasto de la furia indígena, triste escenario de incesantes y sangrientos tumultos. Guerrillas, llamas inclementes. También fue arrasada por tornados, terremotos, maremotos, oleajes y lluvias interminables. En muchas ocasiones quedó reducida a cenizas luego de los enfurecidos ataques nativos. Los mapuches, así llamaron los europeos a los lugareños, hallándose en un estadio primitivo del mundo, se organizaron sin pausa, con bravía inaudita, en defensa su territorio.

    A lo largo del tiempo, naturales y forasteros continuaban exterminándose. El 25 de mayo de 1751, tras otro terremoto que durara más de cinco minutos y dejando atrás ruina y cenizas, ese poblado, ahora sepultado en el mar, fue trasladado a diez kilómetros de distancia. Lo asentaron en una hondonada alejada de la costa, el arenoso valle de La Mocha, a orillas del río Huio Huio, precioso nombre que en lengua chechengún –el habla mapuche– significa rumor de aguas. Un rumor vertiginoso de rápidas corrientes que brotaban y siguen brotando desde dos lagunas cordilleranas, Galletué e Icalma, sitas entre los límites de la cordillera chileno-argentina. En aquel paisaje de atormentada belleza, cuna de la patria mapuche, se alzan grandes volcanes coronados de nieve.

    Avanzando y bajando unos 300 kilómetros, abriéndose paso por Lonquimay, Ranco y otras quebradas, alimentándose con nuevos afluentes, aquellas aguas se transforman, finalmente, en un caudal gigantesco que, yendo por la zona de Guallipen, desemboca en el océano Pacífico.

    Ese era el gran río padre, el llamado Vutanleubu, alimento de la tierra feraz. Los indígenas sabían reverenciarlo.

    El poderoso torrente, otrora navegable y actualmente casi yermo, sembrado por bajíos de arena, se denomina, simplemente, río Bío Bío, y la ciudad brumosa es Concepción, a secas. Para los habitantes, llamados coloquialmente penquistas, el nombre de aquella urbe pantanosa, tan zarandeada por el huracán del tiempo y asentada en el centro sur de Chile, es, cariñosamente abreviado, Conce.

    La honda capital provinciana, consolidada y asentada en el rigor interminable de aquellos humedales, va creciendo sin orden ni concierto, hinchando sus límites, bordeando ahora los 800 mil habitantes, con chozas, barriadas y mansiones que ya se encaraman por los cerros aledaños o tocan el oleaje del Pacífico, el océano menos pacífico del mundo. Pero su apestado y viejo centro principal, el casco antiguo, siempre permanece. Se mantiene bordeado por ese caudaloso Bío Bío ya descrito y colindante a otro río, el esmirriado Andalién, otrora una lámina serena, un cristal de cuarzo, propicio para los lavaderos de oro que codiciaban los invasores de la España lejana, oscura y tenebrosa. En fin, toda la extensión de la comarca en este siglo XXI alberga y multiplica una población variopinta, la que, entre dichas y desdichas, como el río del tiempo, tal como ayer, no cesa de abrir paso al incontenible mestizaje. Sigue mezclando a nuevos y avispados inmigrantes, de todo signo y orígenes, con nativos y mestizos.

    Dando ya paso a nuestra historia, por estos confines pueblerinos y lluviosos, promediando el siglo XX, iban y venían callejeando sin prisas y atisbando sin pausas, hablando de lo humano e inhumano, unos cuantos y modestos noctívagos. Entre ellos deambulaba Cronista, un desdentado aún imberbe.

    En aquellos callejeos, los escasos bohemios nunca fallaron a sus encuentros o desencuentros, ni siquiera en los desolados agostos, sin un alma en las calles ni quiltros sin rumbo. Trasnochadores y noctámbulos, ya se sabe, jamás faltan en sitio alguno de cualquier punto de la Tierra. Los de aquí, en Conce, se contaban, dicho está, con los dedos de la mano. Formaban un mundo peculiar y paupérrimo. Pocos, sin duda, pero muy personajes todos, ambiciosos e inconformistas, divagando y alardeando. Como humilde cofradía iban sobreviviendo en ese pequeño universo remoto y pobretón, estrecho y culturalmente limitado.

    Cual más, cual menos, todos eran unos fanáticos del conocimiento. Más aún, eran intolerantes ante el común de los mortales e intransigentes frente a quienes consumían sus días con tranquilidad, rutina, sin sobresaltos. Además, en la existencia de cada uno de estos individuos rara vez se dejaban notar las tormentas eróticas. Eran otros tiempos, eran los últimos estertores de una sociedad vergonzosa en materia sexual, secreta, prejuiciosa, absolutamente machista y creyente. De seguro, por lógica elemental, cada uno de ellos cultivaba, eso sí en la más absoluta privacidad, alguna relación de mayor calado o menor enjundia con o ante cualquier fémina. Bellezas y deseos, holguras con arrimo, nunca faltan.

    Volvamos al relato. El entonces joven, anguloso y atildado profesor de 29 años de edad, Sergio Matus Campos, era uno de estos murciélagos.

    Junto a Sergio, picoteaban en interminables e improvisadas tertulias, entre otros pájaros alucinados, el pintor Abelardo Menéndez, el actor Hugo Duvauchelle, el filólogo con devoción budista Nemorino Vera, el sabihondo poeta Ramón Riquelme, un autodidacta, verdadera enciclopedia ambulante. No faltaban al grupo ese empedernido y silencioso grabador y acuarelista, Santos Chávez, o el estudiante Pompeyo Gómez, un individuo fúnebre y aniquilado, siempre sumido en lecturas amargas y a medio digerir que le atosigaban el seso con sentencias lapidarias.

    –¿Qué dosis de verdad puede soportar el hombre? –nos repetía, en tono lóbrego y aguardentoso, citando a Nietzsche.

    Sergio, el atildado profesor de bigotillo indeciso, de frente amplia y cráneo periforme, se ganaba el sustento como un mal remunerado maestro de física y matemáticas. Dormía poco. Debía acudir temprano a una escuela industrial y de pesca, en Talcahuano, el puerto cercano a media hora, en un desvencijado vehículo colectivo que, por entonces, llamábanse micros. Buen melómano –le gustaba tocar violín– y filósofo de café, mejor lector de Johann Wolfgang Goethe, de Rainer María Rilke o de Hermann Hesse, amigo de husmear, también, en textos de medicina, era un incisivo y venenoso interlocutor. Las más de las veces un incansable y solitario viandante. Flaco, levemente desgarbado, velaba la noche. Discutía con seres invisibles. Bromista, agnóstico, rebelde y proletario acicalado. En fin, un quejumbroso lobo estepario.

    –Sucede lo que sucede. Vivimos a la intemperie, cercados por enanos mentales, o sea por los esclavos del sistema. Nos rodean. Una de dos: o son bellacos y raposos o son simplones, mediocres y gaznápiros, con el cerebro reducido.

    Contoneando los ojos alegremente, siempre con la misma frase, le respondía el filólogo Nemorino:

    –Eso ya es antiguo y bien lo explicó y ponderó Salomón en el Eclesiastés, Stultorum infinitus est numerus. Punto.

    –No entiendo ni medio, ¿y eso, qué? –consultaba Cronista.

    –¡Hombre! Que el número de necios o de tontos, en todos los tiempos, ha sido y será infinito.

    –O sea, más simple, se acabarán las piedras pero no los…

    –No se acabarán nunca los que ya sabemos –respondía el profesor– y ahí está la clave. Nunca se acabarán. A esa gente todo le da igual. Para que espabilen habría que practicarles una trepanación, horadarles el cráneo –remataba y luego se reía para sí, sin estridencia, tímidamente, más bien con amargura y lento, como aguardando las reacciones que provocaban sus exagerados comentarios. Tosía suavemente, encendía el último cigarrillo ya dispuesto a retirarse a su cuartucho, apenas un catre, un cajón por velador y un orinal. Y un diminuto anafe que utilizaba tanto de cocinilla como de aparato para calentar la habitación.

    Y en esos primeros atisbos del alba, antes de hacer mutis por el foro, lanzaba su sentencia preferida.

    –¡Hay tipos que ni siquiera han aprendido a tomarse un trago. He ahí la clave de tanta miseria intelectual!

    Tomando pie en esta última frase el poeta Riquelme lo bautizó como el Clave, argumentando que el profesor era como una llave de abrir y cerrar, como un signo que se pone al comienzo de un pentagrama. Nadie entendió ni jota aquella explicación del sobrenombre, aunque, de todos modos, en la complicidad amistosa, lo seguimos llamando el Clave.

    Las noches días, en el bar El Castillo, de la calle Orompello, cuando había dinero, corría de mesa en mesa el áspero y fragante vino pipeño, un néctar espumoso de la región. Entretanto, en la calle Las Heras, donde anidaba El Pulpo, más bien dicho el mesón de doña Uberlinda, corpulenta matrona de armas tomar, se mezclaban futres y cuchilleros, matones y casquivanas. Los costillares o caldillos de mariscos con pebre cuchareado eran memorables. En ese rincón, y con frecuencia, se alzaba la potente voz de barítono de Daniel Belmar, el novelista y farmacéutico. Se ajustaba sus gruesos lentes poto de botella –el sueldo no daba para lujos– y cantaba romanzas napolitanas. Su tema preferido Catari, Catarí, acuérdate de mí…emocionaba a las damiselas. El canoro agradecía los aplausos, sonreía y como hombre fino y educado, en vez de decir ¡la gran puta! solía exclamar.

    –¡La gran pucha!

    Siempre que sobrasen recursos, los amaneceres brumosos nos sorprendían con el profe Matus leyendo versos de Baudelaire o de T.S. Eliot en un amplio zaguán de la calle Los Carrera, entre Tucapel y Orompello. Esta última arteria, Orompello, era la vía del buen pecado y del jolgorio provinciano, salpicada de variopintos lenocinios, sitios de bailongos y tragos, nidos que aguardaban los amancebamientos clandestinos.

    Nos refugiábamos junto al dichoso crepitar de un fuego a carbón y leña, en el zaguán de amanecida, De nuestros abrigos y zapatos emergía el vaho interminable, tanta humedad acumulada. Degustábamos las últimas tazas de café cargado con aguardiente. Sentados en fila sobre toscas banquetas, en compañía de cocheros y de carabineros salientes de la guardia nocturna, entre jaraneros y proxenetas manoseados por sus hembras complacientes, todos muertos de sueño, saboreábamos empanadas jugosas y doradas recién salidas de las brasas.

    Sin embargo, el punto central para iniciar el recorrido de la noche era una pequeña taberna, un local, escribámoslo en chileno, la Fuente de soda Nuria. Estaba en la calle principal, en Barros Arana, a pocos metros de la plaza principal y del Cine Roxy. Sus propietarios eran los Marzano. Cerraban tarde y ofrecían a la clientela conversadora cervezas o sánguches. Para los bolsillos más desposeídos bastaba un vaso de té o una taza de leche caliente con vainilla.

    En ese Conce de antaño desprovisto de smog, sin la peste callejera atestada de los coches de segunda mano, sin tenderetes y mercadillos atiborrando la miseria del centro, sin los malls y sin las ínfulas del progreso y la modernidad, era posible respirar y platicar mejor.

    En la puerta del Nuria o aprovechando la abrigada marquesina del Roxy, las animadas conversaciones se prolongaban sin pausa. Allí, por ejemplo, con miradas furtivas, se instalaba, horas y horas de pie, un tipo sereno, inofensivo y misterioso.

    –Se llama Erich Rosenrauch y construye novelas que no las entiende nadie.

    La información, de primera mano, procedía del poeta Riquelme, quien, luego de un enigmático silencio, completaba sus noticias.

    –Debe ser muy interesante lo que escribe, ¿saben por qué?, porque ese hombre impenetrable nació en Viena.

    Fue una de esas noches, de pie ahí en la acera, cuando muy campante llegó Sergio Matus acompañado de un fulano nunca visto.

    –Te presento a este importante caballero, don Armando Palacios Bate.

    Cronista, esperando mayores datos, respetuosamente guardó silencio.

    –Es un tremendo pianista, te lo aseguro. Pero no hay que confundirlo con el otro Armando, que es Armando Carrera, también pianista pero del vodevil. No, no, este es un verdadero talento de la música clásica y, como Quintín el Aventurero, ¿verdad?, ha recorrido medio mundo y sus alrededores.

    –En la vida, todo –respondió el aludido, sonriendo con falsa modestia.

    Entonces Cronista sacó la voz:

    –¿Y el señor también es de tu parroquia, o sea de tu famosa cofradía fantasma, la de los socialistas-monárquicos?

    –No, no, no. Ja, ja, ja. Él, Armando, es todo un fervoroso y piadoso anarquista católico –respondió el profesor–. A ti te va a interesar porque es un buen tema para un reportaje.

    Por cierto, Cronista desdentado, a esas alturas, no tenía la menor idea ni le sonaba el nombre de ese individuo tan copetudo. Estrechó su mano fuerte, huesuda y nervuda. Era un hombrecillo fachoso de edad mediana, ademanes ágiles y un aire de venir hace rato de regreso de muchos avatares. Su conversación era entretenida e interesante. Sobre todo hablaba con un dejo de ironía y tranquilidad escéptica citando su buena estrella. Una maravillosa estrella, como corresponde, por la cantidad de materia gris de la cual me dotó el supremo creador. Además porque yo me quiero mucho, incluso mucho más de lo que yo quisiera, nos aseguró, completando la chanza, riéndose a más no poder. Estaba contento porque le habían operado recién y con éxito de las manos.

    El profesor Matus se mostraba árido, espeso:

    –Uno debe quererse. Siempre debe quererse. Los que carecen de autoestima y no se valoran de manera suficiente viven menos. Les aseguro que, por lo bajo, viven unos siete años menos.

    –Claro que es vital quererse y valorarse –respondió el pianista–. Y además es importante reírse. La risa nos regenera.

    –Más bien –agregó precisando el profesor–, la risa suelta determinadas sustancias que nos tonifican. Lo mismo que cantar, respirar bien o, según los sabios chinos, los confucionistas, el vivir contento con escasos recursos.

    –Bueno, cantar, lo que se dice cantar, se me da poco, aunque me encanta. Siempre me sentí muy a gusto organizando las óperas en Venezuela, aparte de dirigir innumerables conciertos. En la ópera se trabaja con mucha gente, con personajes para todos los gustos. No hay temor a quedarse solitario, aislado.

    –Aislado, jamás, porque el peor enemigo del corazón es la soledad –resumió dramáticamente el profesor.

    –Y la sed –agregó Cronista–. Sergio, podrías aligerarte los bolsillos e invitarnos a tomar una cerveza.

    –Hay que celebrar el encuentro –acotó el pianista y sacó de un rincón de su abrigo color beige un recorte del matutino El Sur, el solemne periódico local. Se lo extendió al jovenzuelo, quien, en su fuero íntimo, aún dudaba de la importancia del caballero. Acaso en su cara se reflejara esa recalcitrante impresión. El caso es que Palacios, diligente y directo, le propuso:

    –Si no lo has leído antes, míralo después en tu casa, quédate con él. Tengo otros en la maleta, en el hotel.

    Miramos y leímos:

    El concertista Armando Palacios, que ha llevado con su música el nombre de Chile a los más grandes centros urbanos del mundo, fue sometido ayer a la última intervención quirúrgica destinada a devolver la agilidad perdida a las manos que le dieron la fama y le hicieron posible ocupar un puesto de jerarquía entre los grandes ejecutores musicales contemporáneos.

    Más adelante aquella nota desgranaba algunos detalles de la operación y las causas que provocaban la dolencia. Era el llamado mal o retracción de Dupuytren.

    A la segunda cerveza –el generoso profesor, que andaba recién pagado, nos seguía convidando–, Palacios ofreció mayores detalles de aquella dolencia antigua, poco común.

    –Le dicen la enfermedad de los pianistas. En términos médicos, se denomina la contractura de Dupuytren. Trata la retracción rebelde de uno o de varios dedos. Es la mala flexión que se inicia en el anular, luego afecta al meñique y va prolongándose hasta llegar al dedito del medio. Liquida las falanges.

    Nos iba mostrando sus manos.

    –¿Pero de dónde y por qué razón aparece? – preguntaba cada vez con mayor seriedad e interés el profesor.

    –Deviene de una fibrosis de la aponeurosis palmar media. O sea, vean ustedes, miren bien, deviene de esta membrana fibrosa y blanca que envuelve los músculos y los une ligándolos con las partes que se articulan, que se mueven.

    –¿Y se trata de algún flagelo de origen desconocido? –consultó ya mas sociable y en confianza el Desdentado.

    –Hasta el momento, sí, origen desconocido. Y con mucha frecuencia ataca a quienes, como yo, han sobrepasado irresponsablemente los 40 años de edad, sobre todo si, además, tienen diabetes; aunque yo, seguro, me libro de tener la sangre azucarada. Sangre azul quizá sí la tenga, ja, ja, ja.

    Armando Palacios, a esas alturas de nuestra primera charla en el Nuria, iba rumbeando sobre los 50 abriles. Todo un veterano del mal de Dupuytren. Había soportado –nos contó–, tomando en cuenta ambas manos, veintidós operaciones. Lo habían tratado en varias capitales del mundo, le habían aplicado numerosos injertos de carne en los dedos sacando la materia prima de mis propias posaderas, precisó, sin afectación. De tal suerte y resumiendo, esas manos aún estaban sin alivio, cruelmente marcadas, duras, insensibles, como dos garras. Tenía sus palmas horadadas por cicatrices.

    A la quinta cerveza estábamos mudos. Palacios nos desbordaba con una sesuda conferencia sobre el tipo que descubrió la enfermedad, Dupuytren.

    –Cirujano francés, el tal Guillaume Dupuytren. Un genio del bisturí. Nació en ese París mugriento del siglo XVIII; vino al mundo más pobre que una rata, en el seno de una familia completamente menesterosa.

    –Como dice un tango, salió del hondo bajo fondo –reflexionó el profesor–. ¿Y cómo se las arregló ese desgraciado gabacho para llegar a donde llegó?

    –Sobrevivió gracias a un generoso oficial galo que lo recogió y educó. El chico, que era más listo que el hambre, estudió sin pausa, escaló posiciones e hizo fama. En un punto espectacular de su carrera atendió a un jerifalte de la época, a un tal duque de Berri. Le salvó la vida curándolo de las secuelas de un atentado. Con tamaña reputación, el rey Luis XVIII lo nombró, ni más ni menos, médico de cámara.

    Palacios estaba lanzado. Era una cascada de informaciones.

    –A Dupuytren se le recuerda –quienes lo recuerdan– como un tipo de malas pulgas. Brusco y grosero, parco en palabras, siempre peleándose con Pedro, Juan y Diego.

    –Interesante, muy interesante: era un sujeto de armas tomar, o sea, un bicho peligroso y, después de todo, inteligente –reflexionó el profesor.

    –Se burlaban de él, pero el hombre era de piedra. Gracias a su inmenso talento se reía de los peces de colores. Católico, fanático y rico. Tan rico era que, cuando el impopular monarca Carlos X, en 1830, luego de provocar una revolución que le falló medio a medio, o sea, cuando el tiro le salió por la culata, tuvo que abandonar el trono y salir cascando, huyendo al destierro, Dupuytren, entonces, sin pestañear, le ofreció la tercera parte de su fortuna.

    Ahora los tres íbamos caminando tranquilamente por la ciudad brumosa. Armando continuaba, sin pausa:

    –Ese cirujano de marras escribió, viajó, enseñó, renovó los conocimientos de su tiempo, reglamentó las operaciones, clasificó y trató quemaduras, perfeccionó las incisiones e investigó tumores malignos, algo completamente insólito para una época en que ni siquiera había instrumentos adecuados.

    –Un poco más y nos cuentas que, como Cristo, resucitaba hasta a los muertos –le cortó el profesor.

    –Armando está muy a caballo del tema –resumió Cronista, aprovechando de tutear al artista y meter su cuchara.

    –Intento estar informado, no me queda otra. Y también respeto a Cristo, mientras sufro por esta maldita retracción, por esta contractura que descubrió Dupuytren. No puedo extender los dedos, los tengo sin inflexión. Y los tratamientos cuestan un ojo de la cara.

    Suspirando hondo, el profesor Matus se afirmó en el tronco de un enorme árbol de la plaza, encendió otro pitillo y habló en tono doctoral:

    –Me pregunto si tu dolencia, Armando, ¿tendría algo que ver con aquella cuestión de la mano hipogenital? He

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