La aldea de Romàns
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En esta novela -una de las primeras obras narrativas de Pasolini, hasta ahora inédita en castellano- aparecen con cristalina claridad todas las características cardinales de la poética del gran autor italiano: el realismo como elección estilística y política, el interés literario y humano por las clases marginales, la fascinación por el entorno rural como virtuoso reducto alejado de la decadencia del falso progreso y la homosexualidad como atormentada condición existencial que, a través del personaje de Paolo, cobra aquí el angustioso tono de una confesión religiosa.
Pier Paolo Pasolini
(1922-1975) es uno de los intelectuales italianos más significativos del siglo XX en la estela de Antonio Gramsci. Poeta magnífico (Las cenizas de Gramsci, Poesía en forma de rosa...), narrador (Chicos de la calle, Una vida violenta...), crítico literario (Descripciones de descripciones, Pasión e ideología...) y director de cine (de Accatone a Pajarracos y pajaritos, de la Trilogía de la vida a Saló), con libros como Las bellas banderas y El Caos, ya publicados en lengua castellana, Pasolini mostró ser además un finísimo, inteligente y nada académico analista y crítico social. En Escritos corsarios y, sobre todo, en Cartas luteranas Pier Paolo Pasolini estableció con rigor y veracidad un conjunto de conceptos y metáforas sobre el mundo contemporáneo muy fecundo en capacidad explicativa y rico en implicaciones. Eso justifica que el interés por Pasolini y la atención prestada a su obra no hayan dejado de crecer, pese a que esa obra quedó truncada precisamente cuando daba los mayores signos de vitalidad. En opinión de Pasolini, la burguesía, más que una clase social, es una terrible enfermedad contagiosa. El autor de Cartas luteranas siempre supo mantenerse al margen de cualquier complicidad con el poder.
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La aldea de Romàns - Pier Paolo Pasolini
Introducción
NICO NALDINI1
Si se atiende a las fechas de composición, podrá constatarse que el largo relato La aldea de Romàns y el más breve Un artículo para «Progreso» son el primer resultado de la mímesis realista de la narrativa de Pasolini. La realidad representada es el entorno popular de posguerra en la región de Friul, con las tensiones sociales e ideológicas propias de una voluntad de renovación en curso desde el final del fascismo.
Un mundo social en el que algunos de sus componentes se distinguen de inmediato, de acuerdo con los esquemas del realismo clásico: la clase de los pequeños propietarios de tierras, la de los campesinos pobres, los aparceros y los arrendatarios de propiedades ajenas, el paupérrimo grupo de los jornaleros. Más abajo aún, y casi oculto en su propia miseria, una suerte de subproletariado de trabajadores por horas que solo podrán redimirse emigrando al extranjero. Si no se tienen en cuenta estas divisiones por clase social, que hoy nos parecen completamente superadas pero que a finales de la década de los cuarenta se presentaban ante los ojos de Pasolini con toda su dinámica de conflictos en curso, tal vez no logre entenderse el pathos social de estos relatos ni la amplia experiencia del mundo popular que ya permitían vislumbrar. El mundo de los «demás», por el que Pasolini se sentía obligado a sacrificar sus privilegios de clase y de cultura. Y dado que son los demás «los que hacen la historia», exigía también un cambio profundo en sí mismo. Simplificando al extremo, podría decirse que Pasolini, educado en el mito tan propio del siglo XX de la autonomía del arte, en el que el único canon de juicio era el estético y la cultura se desarrollaba por entero bajo el signo del tecnicismo y la filología, a través de una serie de tránsitos racionales, pero en los que la pasión siempre le señalaba el camino correcto, realiza un cotejo entre el gusto estético y las virtudes sociales y entre el antirrealismo típico de la literatura del siglo XX y un arte sometido a ideales ético-fantásticos en cuyo centro estaba el pueblo, objeto de piedad y de amor. Pasolini no duda en denunciar su propio «populismo», su «humanitarismo» —que le fueron criticados por la cultura oficial de la izquierda de los años cincuenta— y en considerar el mensaje del Evangelio como la raíz de la revolución socialista.
La negación de toda clase de sectarismos, la literatura concebida como diálogo histórico y no como un monólogo metahistórico, la primacía de la experiencia existencial frente al dogma doctrinario se hallan en el origen de cada uno de sus puntos de inflexión, mientras que la virtud cristiana de la caridad —combinada con el orden racional marxista— le había consentido no solo ciertas convicciones, sino también las contradicciones que otorgaron flexibilidad intuitiva a su pensamiento.
«Cristo, al volverse hombre, aceptó la historia», escribe en 1954 al poeta católico Carlo Betocchi, «no la historia arqueológica, sino la historia que evoluciona y, por lo tanto, está viva: Cristo no sería universal si no fuera diferente para cada diferente fase histórica. Para mí, en este momento, las palabras de Cristo: Ama a tu prójimo como a ti mismo
significan: Haz reformas estructurales
».
Un personaje de La aldea de Romàns se expresa casi con las mismas palabras: «Ustedes, los sacerdotes, no entienden la misión que tienen hoy en el mundo. ¿Cómo podría explicarle que Cristo, cuando decía consuela a los enfermos, alimenta a los hambrientos, etcétera, para nosotros, la gente de nuestro tiempo, quería decir Haced reformas estructurales
? Pero ustedes no parecen creer en la universalidad de la palabra de Cristo y en su valor eterno: si Dios se hizo hombre, entró en el tiempo, lo que significa que aceptó la temporalidad, es decir, la historia».
Quien habla es un joven intelectual comunista, indulgente y afable maestro de enseñanza media, en el que Pasolini proyecta una parte de sí mismo y de sus experiencias políticas, combinándolas con las religiosas de un segundo alter ego trasplantado en un capellán de pueblo, el padre Paolo, a quien se dirigen las palabras citadas.
Las vicisitudes del relato, fechadas entre 1947 y 1949, tienen como telón de fondo la llanura friulana entre las orillas del río Tagliamento y el bastión de las estribaciones de los Alpes donde Pasolini vivía durante esos años.
Romàns, una aldea campesina que en los días de fiesta bulle de gritos, de canciones de borrachos, de locuras de juventud, tiene como referente real Borgo Runcis, ubicado en San Giovanni, un anejo de Casarsa, aquí llamado Marsure, donde a la gente, al contrario que en Romàns, «ni siquiera se la ve reír». También los personajes de la historia están sacados de la realidad. Los muchachos, alegres, altos y recios como chopos, pertenecen todos a la «mejor juventud», por la que Pasolini sintió fervor en esos años. La célula del Partido Comunista, la galería con arcos ojivales donde se cuelgan los periódicos murales en los que se debaten las controversias entre los dos partidos adversarios, el católico y el comunista, siguen siendo hoy edificios sólidos… mientras, en las casas y en los campos se difunde el olor antiguo, materno de Friul. El padre Paolo, quien funda una pequeña escuela gratuita para los niños pobres del pueblo y al que impulsa el mito de la redención social a través de la educación, es el Pasolini de esos años, y su diario escolar parafrasea lo que Pasolini escribía en aquella época sobre el autogobierno y la escuela activa.
«Qué decir de Pasolini en el colegio», escribirá Andrea Zanzotto, colega suyo durante algunos años, aún desconocido, coetáneo y casi coterráneo, «de su pasión por la enseñanza, de su meticuloso y ardiente deseo de aplicar los métodos activos
, en los tiempos de la inmediata posguerra, para entendernos, los de Carleton Washburne y la honestidad
de John Dewey. Al presentar los experimentos de Pasolini a sus colegas, el director Natale De Zotti, de quien dependía, lo definió como un maestro admirable
, y siempre lo definió así al recordarlo más tarde. Qué tristeza al evocar los entusiasmos de aquellos tiempos, con el lema educación y democracia
, que muchos maestros jóvenes (bicicleta, una sola comida al día, habitaciones sin calefacción) compartían…».
Otro tema autobiográfico que hace su primera aparición en un texto narrativo es el de la inclinación homosexual. Pero lo que por comodidad aparece aquí separado —compromiso literario y social, opciones políticas, pasión didáctica, amor por la naturaleza, sexualidad—, resulta en verdad indivisible en la interacción de la personalidad profunda de este Pasolini de los años de Friul, toda ella inmersa en una atmósfera de amor (ágape, filia, eros). Un amor que no se atreve a decir su nombre. Aquí, de hecho, nunca llega a pronunciarse y el lector solo puede intuirlo en la escena en la que el padre Paolo se queda paralizado por la belleza del joven Cesare Jop, que es puro misterio, un «misterio sin secretos». Y más adelante, el lector tendrá otra vez que esforzarse en interpretar esa «cosa», entidad indefinida y sin embargo amenazadora, que se ha enclaustrado en el alma del padre Paolo, que lo exalta y lo hace sufrir.
Al igual que las virtudes de la heteronomía del arte, victoriosas sobre la «poesía pura», no se materializaron en la carrera literaria de Pasolini de forma milagrosa, sino a través de una larga preparación intelectual,