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Los exiliados romanticos, II: Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna (1853-1880). II. Alejo Peyret y Serafín Álvarez
Los exiliados romanticos, II: Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna (1853-1880). II. Alejo Peyret y Serafín Álvarez
Los exiliados romanticos, II: Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna (1853-1880). II. Alejo Peyret y Serafín Álvarez
Libro electrónico436 páginas6 horas

Los exiliados romanticos, II: Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna (1853-1880). II. Alejo Peyret y Serafín Álvarez

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En El socialismo romántico en el Río de la Plata Horacio Tarcus presentó una investigación exhaustiva y erudita sobre el curso de las ideas socialistas en el espacio rioplatense entre 1837 y 1852. Compuesta como una biografía colectiva de la Generación del 37; es también un ensayo sobre el proceso de difusión mundial del socialismo romántico; un estudio de recepción de ideas; un análisis de los intelectuales y la política y una exploración acerca de la lectura y sus medios.
Los dos volúmenes que componen Los exiliados románticos continúan esa obra y se detienen en un segundo momento del romanticismo social rioplatense protagonizado por los expulsados de Europa por su acción política; periodística e intelectual luego del fracaso de las revoluciones de 1848. Organizados como un haz de biografías que se intersectan; se asocian y se solapan; los itinerarios intelectuales de Francisco Bilbao y Bartolomé Victory y Suárez en el primer volumen y los de Serafín Álvarez y Alejo Peyret en el segundo provocan encuentros con otros socialistas desterrados que llegan a Argentina a partir de 1850 para forjar la república social que había sido abatida en Europa. Cierra esta investigación un magistral epílogo sobre la historia conceptual del socialismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2022
ISBN9789877191578
Los exiliados romanticos, II: Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna (1853-1880). II. Alejo Peyret y Serafín Álvarez
Autor

Horacio Tarcus

Horacio Tarcus. Nada del mundo del libro le es ajeno: editor, archivista, historiador doctorado en la UNLP. Docente de la Unsam e investigador principal del Conicet, fue uno de los fundadores del CeDInCI, que dirige. Recibió la Beca Guggenheim y el Premio Konex a la Trayectoria. Publicó, entre otras obras, el Diccionario biográfico de la izquierda argentina y, en Siglo XXI, Marx en la Argentina y La biblia del proletariado.

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    Los exiliados romanticos, II - Horacio Tarcus

    Cubierta

    HORACIO TARCUS

    LOS EXILIADOS ROMÁNTICOS

    Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna (1853-1880)

    II. Alejo Peyret y Serafín Álvarez

    Fondo de Cultura Económica

    En El socialismo romántico en el Río de la Plata Horacio Tarcus presentó una investigación exhaustiva y erudita sobre el curso de las ideas socialistas en el espacio rioplatense entre 1837 y 1852. Compuesta como una biografía colectiva de la Generación del 37, es también un ensayo sobre el proceso de difusión mundial del socialismo romántico, un estudio de recepción de ideas, un análisis de los intelectuales y la política y una exploración acerca de la lectura y sus medios. Los dos volúmenes que componen Los exiliados románticos continúan esa obra y se detienen en un segundo momento del romanticismo social rioplatense protagonizado por los expulsados de Europa por su acción política, periodística e intelectual luego del fracaso de las revoluciones de 1848. Organizados como un haz de biografías que se intersectan, se asocian y se solapan, los itinerarios intelectuales de Francisco Bilbao y Bartolomé Victory y Suárez, en el primer volumen, y los de Serafín Álvarez y Alejo Peyret, en el segundo, provocan encuentros con otros socialistas desterrados que llegan a Argentina a partir de 1850 para forjar la república social que había sido abatida en Europa. Cierra esta investigación un magistral epílogo sobre la historia conceptual del socialismo.

    Los dos volúmenes de Los exiliados románticos representan una contribución esencial al estudio de los vínculos entre masonería, librepensamiento y socialismo romántico en la Argentina de la Organización Nacional. Sostiene Horacio Tarcus: Con esta obra queremos transmitir la percepción de una constelación político-intelectual radical que relampagueó brevemente en cierto momento de nuestra historia. […] Son las suyas las voces alternativas de una Argentina moderna que acaso pudo ser, o al menos quiso ser, y finalmente no fue.

    HORACIO TARCUS

    (Buenos Aires, 1955)

    Estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y obtuvo el doctorado en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en la de Humanidades de la UNLP y en el Instituto de Altos Estudios de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Asimismo, es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y ha sido profesor invitado en la Universidad de París VII, en la Universidad Blaise Pascal y en la Universidad de Santiago de Chile, entre otras.

    En 1998 fue uno de los fundadores del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina (CEDINCI), del cual es director. También fue subdirector de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de Argentina.

    Ha publicado numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales. Fue director del Diccionario biográfico de la izquierda argentina (2007) y editor de diversas obras, entre ellas: Cartas de una hermandad. Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Franco, Samuel Glusberg (2009) y Antología, de Karl Marx (2015). Es autor de los libros: El marxismo olvidado en la Argentina: Silvio Frondizi y Milcíades Peña (1996), Mariátegui en la Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg (2001), Marx en la Argentina. Sus primeros lectores obreros, intelectuales y científicos (2007) y La biblia del proletariado. Traductores y editores de El capital (2018). El Fondo de Cultura Económica ha publicado El socialismo romántico en el Río de la Plata (1837-1852) en 2016.

    ÍNDICE

    Cubierta

    Portada

    Sobre este libro

    Sobre el autor

    I. Alejo Peyret, un Proudhon de la colonización argentina

    II. Serafín Álvarez y el ocaso del socialismo romántico en el Río de la Plata

    Epílogo. Aportes para una historia conceptual del socialismo en el espacio rioplatense (1837-1899)

    Bibliografía

    Índice de nombres

    Créditos

    I. ALEJO PEYRET, UN PROUDHON DE LA COLONIZACIÓN ARGENTINA

    ¿Quién sabe si la Europa no está enferma de decrepitud y la libertad no tendrá que refugiarse en América?

    ALEJO PEYRET, carta a Juan María Gutiérrez¹

    Vosotros, que sois universitarios, y que tenéis almas a vuestro cargo, debéis pensar, ante todo, en una reforma completa del sistema de enseñanza tomando por base el trabajo manual, la educación integral, como diría Fourier. La educación que ofrecemos no es buena más que para hacer aristócratas, privilegiados, para perpetuar las clases.

    ALEJO PEYRET, carta a Juan María Gutiérrez²

    Se dice que gozamos del sistema democrático, y aquí todo es pura oligarquía.

    ALEJO PEYRET, Cartas sobre la intervención del Gobierno Federal a la Provincia de Entre Ríos³

    EL BEARNE es el nombre de una antigua provincia francesa situada al borde de los Pirineos, en el departamento que desde tiempos de la revolución se denominó Bajos Pirineos, hoy llamado Pirineos Atlánticos. Su capital es Pau, una ciudad cuya historia se remonta al Medioevo y que en los siglos XV y XVI formó parte del Reino de Navarra. El bearnés, muy extendido hasta hace medio siglo, es una variedad del gascón, idioma que forma parte de la familia de lenguas occitanas.

    Alejo Peyret nació el 11 de diciembre de 1826 en Serres-Castet, pueblito campesino cercano a la ciudad de Pau, donde —al decir de uno de sus compatriotas— la poesía hechicera de los valles no tapa la vista del duro granito de la montaña, y donde aun cantando sus viejas canciones locales, no deja el habitante de pensar en cosas prácticas.⁴ El niño llegaba al mundo en el seno de una familia de agricultores acomodados y funcionarios locales, de modo que su crianza y su educación lo perfilaban para la función pública o la explotación agraria. Su padre, Alexis Agustín Peyret, un volteriano que había servido en su juventud en los ejércitos napoleónicos y alcanzado el grado de oficial, fue durante la niñez de Alejo alcalde de Serres-Castet, el mismo cargo que había ocupado su propio padre durante los años de la Gran Revolución. Su madre, Armande C. A. Vignancour, murió en 1834, cuando Alejo tenía apenas 7 años.⁵

    Pasó sus primeros años en la libertad de las excursiones a los Pirineos, que más tarde, cuando emprendía el camino del exilio, recordaría con nostalgia:

    Una vez más, adiós a los Pirineos que veo en el horizonte y sobre los cuales hice tantas excursiones con alegres compañeros de juventud. Allá, a lo lejos, detrás de las colinas, la silueta del Pic du Midi d’Ossau que tanto amé al contemplar el sol naciente y el poniente. […] ¡Y estas costas que yo caminaba todos los días! ¡Y estas orillas del Adour que remonté en barco a vapor hasta Peyrehorade, hasta Dax! ¡Y los acantilados de Biarritz desde donde puede apreciarse una vista hermosa del Golfo de Vizcaya! ¡Y la Chambre d’amour que las tumultuosas olas venían a engullir!

    Pero a partir de 1837 el niño conoció la severidad de la educación napoleónica en el Collège Royal de Pau, un internado regido por una pedagogía rigorista de la que va a quejarse amargamente muchos años después. Vale la pena transcribir su propio testimonio:

    Mis padres me pusieron en el Colegio a la edad de 10 años; debo decir que me encerraron, porque el colegio era entonces la prisión de la infancia; no sé en qué se ha convertido, aunque he sabido que los educadores comenzaron a pedir la reforma en el sentido humano: ya era hora. Soy una desafortunada víctima del internado y del régimen universitario impuesto a Francia por Napoleón I, de gloriosa memoria. Sobre veinticuatro horas teníamos solo dos, o dos horas y media de recreo, dos horas durante el invierno, y dos y media durante el verano.

    El resto del tiempo teníamos que estar sentados en la sala de estudio, o en clase. La clase duraba dos horas continuas, dos por la mañana, dos por la tarde. Las sesiones de estudio duraban dos, dos y media, y hasta tres horas. Durante todo ese tiempo, estábamos sentados y nos obligaron a mantener silencio absoluto. El que pasaba a romperlo estaba condenado a un pensum [una tarea]: cinco veces, diez veces, veinte veces, veinticinco veces el verbo loquor, o el verbo tumultuor, o a escribir mil versos latinos. Como para hacer el pensum nos quedábamos sin recreo, nos conteníamos. O bien, el pion [celador] infligía el suplicio de la estaca, que consistía en permanecer de pie, mirando la pared, mientras los otros se divertían.

    Cada división hacía caminatas al cuidado del pion, dos veces a la semana, el jueves y el domingo, pero no debía haberse cometido una falta demasiado grave para ser privado de la caminata, o del recreo. Había un día de salida al mes, pero igualmente podíamos ser privados de ella. Se recibía en el salón las visitas de padres o parientes.

    Por último, había siete semanas de vacaciones al fin del año escolar, para la época de las vendimias, así como algunos días para las fiestas de Carnaval o de Pascuas.

    En el Collège Royal, bajo un régimen de surmenage intellectuel, se estudiaban el griego y el latín, la historia antigua y la moderna, la retórica (l’art de bien dire, como se la llamaba entonces), un poco de matemática, de física, de química, de historia natural y la filosofía de M. Victor Cousin, es decir, el eclecticismo.

    En sus años de madurez recordaba con pesadumbre haber sido educado en el tradicionalismo católico, pero el volterianismo de su padre y el encuentro con un texto de Pierre Leroux significaron vías de salida hacia el librepensamiento con el que iba a comprometerse durante toda su vida. En una carta a su amigo Juan María Gutiérrez le confesaba estos recuerdos:

    Tenía un tío muy devoto que me regaló el Genio del Cristianismo y yo me empapaba en esas páginas lloronas hasta componer una especie de poema a imitación de los Natchez, pero felizmente mi padre era volteriano y tenía en su biblioteca El origen de todos los cultos por Dupuis, Rousseau, etc., de manera que el veneno no surtió efecto. Estaba incrédulo en los mismos bancos del Colegio, sin embargo me costó trabajo purgar mi espíritu de la divinidad de Jesucristo. Al fin di con un artículo de Pedro Leroux que me abrió los ojos, y desde entonces me volví librepensador. ¡Desgraciadamente, a cuántos he conocido que quedaban empantanados!

    Si bien en la frecuentación de los poetas románticos (Lamartine, Hugo, Béranger) despuntó su vocación literaria y borroneó sus primeros poemas, canciones e incluso tragedias, no tenía claridad a la hora de escoger una carrera:

    Sin embargo, llegó el momento de escoger una vocación, ya que había conquistado el título de grado, y este era el gran tema. Después de haber vivido, puede decirse, encerrado en un colegio durante nueve años, y pasar las vacaciones en el campo, no tenía ni idea del mundo, la sociedad; así que no tenía una vocación particular. Mis padres querían hacerme ingresar en la Escuela Politécnica, en la Escuela de Saint-Cyr, la Escuela forestal. Pero era necesario permanecer aún encerrado durante dos años en una escuela preparatoria; luego dos años en una de las escuelas en cuestión y, si uno no se había convertido en un fruto seco, pasar luego a la escuela de aplicación. Era una perspectiva estremecedora: entré, a pesar de todo, en una escuela preparatoria en París; pero en realidad estaba cansado del internado: al cabo de unas semanas, tomé las de Villadiego [pris la clef des champs] y declaré a mis padres que quería estudiar derecho.¹⁰

    1. GANADO PARA LA LITERATURA Y LA POLÍTICA

    Con sus 19 años y su título de bachiller, Peyret había marchado a París en 1845 a seguir estudios superiores, el mismo año que lo había hecho Bilbao. Como ya señalamos a propósito del chileno,¹¹ es el París de la prodigiosa extensión de la red ferroviaria y del telégrafo, el París burgués de las majestuosas galerías comerciales y los imponentes pasajes de hierro y de cristal, que contrastaba con los barrios sórdidos del París proletario, el de la crisis económica en ciernes, el de la prensa liberal que denunciaba la corrupción y el conservadurismo de la Monarquía de Julio, el París de la incipiente resistencia obrera. En un discurso pronunciado en Paysandú en 1880, Peyret recordaba que ese mismo año se cantaba en las calles de París la Marsellesa del Trabajo, cuyo estribillo no podía oír sin emoción:

    Travaillons, travaillons, mes frères!

    Le travail, c’est la liberté…¹²

    Es, asimismo, el París babélico que concentra a los exiliados de toda Europa, el de las sectas socialistas y comunistas conspirando en los cafés y en las redacciones, y voceando en las calles la prensa que anunciaba la buena nueva del socialismo romántico. Ya entrado el año 1847, es el París de los banquetes organizados por los opositores reformistas para burlar la prohibición que había dictado el ministro Guizot al derecho de reunión. Si ese mismo año Peyret era todavía muy joven para ser invitado a uno de estos eventos de la alta política republicana, es seguro que participó de ellos después de la revolución de febrero, pues en una conferencia de 1883 evocaba un banquete llevado a cabo en París en febrero de 1849, conmemorando el primer año de la Revolución, donde había tomado la palabra Ledru-Rollin, líder de los republicanos demócratas.¹³

    Harto de una década de encierro escolar, el propio Peyret nos ha dejado un testimonio breve pero elocuente de cómo el provinciano bearnés fue conquistado por el París moderno de los cafés y los cabinets de lecture, mientras devoraba los periódicos de la oposición al régimen de Luis Felipe, el roi des barricades: Efectivamente, me inscribí en algunas materias, pero debo confesar que casi no fui a la escuela: por el contrario, estaba instalado en los gabinetes de lectura o en los cafés, donde devoraba todos los diarios: estaba ganado para la literatura y la política.¹⁴

    Todavía en 1893 Peyret rememoraba su lectura de la Historia de la civilización en Europa de Guizot en uno de los cafés de la bohemia parisina. No lo leí en el gabinete de lectura, me llevé el libro del gabinete de la Place de l’Odeon para leerlo en el Café des Quatre Vents, en medio del alboroto de las conversaciones.¹⁵

    Los estudios de derecho quedaron, pues, en el camino. Peyret siguió en el Collège de France los célebres cursos de Edgar Quinet y de Jules Michelet, los mismos que simultáneamente tomaba Francisco Bilbao. Medio siglo después, los recordaba como el inicio de su emancipación espiritual.¹⁶ Según el testimonio de uno de sus amigos más cercanos, Peyret escuchó con devoción a los afamados maestros que habían convertido su cátedra en tribuna donde se predicaban ideas de progreso filosófico, de libertad democrática, de mejoramiento de la condición del pueblo, utopías socialistas, etc.¹⁷

    En 1846, tiene lugar el ya mencionado descubrimiento de Pierre Leroux, según su propio relato, la segunda estación de su emancipación espiritual:

    Pero lo que causa una influencia decisiva en mi mente fue un artículo de Pierre Leroux en la Revue de Deux Mondes sobre la Felicidad, que encontré en lo de Dolphin Claverice, un estudiante de derecho alojado en el mismo hotel que yo, rue des Boucheries-St. Germain, al lado de la abadía. El artículo había sido escrito hacía algunos años. El autor lo había puesto como prefacio de su libro De l’Humanité. Me convertí en un entusiasta de Pierre Leroux. Un año después, en 1847, comencé a leer todos sus escritos, la Réfutation de l’Éclectisme, los artículos de la Revue Independante, el discurso Aux industriels, De l’Égalité, los artículos de la Encyclopedie nouvelle, publicada en colaboración con Jean Reynaud, etc., etc. Mis condiscípulos me llamaban Pierre Leroux.¹⁸

    No faltaron tampoco las lecturas asociadas: las Vierges, de Alphonse Esquiros,¹⁹ y las Palabras de un creyente, de Lamennais. Pero después de un año de servicio militar cumplido en el Bearne, entre mayo y diciembre de 1847, el regreso a París significó el inicio de su tercera estación: Pierre-Joseph Proudhon.

    En 1848, comencé a dejar Pierre Leroux por Proudhon. […] Los artículos de Proudhon en Le Représentant du Peuple, en Le Peuple,²⁰ fueron los primeros en convertirlo en el escritor más popular, sobre todo después de la famosa proposición a la Asamblea Nacional combatida por Thiers y rechazada por unanimidad de votos, menos dos (el de Greppo y el suyo).²¹

    Todo este universo de lecturas parece haberlo estimulado doblemente: en parte, hacia la historia y la literatura, de modo que terminó diplomándose como licenciado en Letras (bachelier ès-lettres). Pero también hacia la acción política. Él mismo recordaba años después el entusiasmo con el que se había zambullido en la vida del movimiento político que emergió en febrero de 1848:

    Entretanto, la revolución de Febrero llegó y me jugué entero en el movimiento: me convertí en periodista y participé en todas las manifestaciones que se hicieron entonces, desde la del 17 de marzo de 1848 hasta el 13 de junio de 1849, en favor de la República Romana, donde los protestantes fueron trasladados de bellas maneras; entonces me fui a hacer propaganda en las provincias, en vista de las elecciones de 1852 que tenían que ser decisivas.²²

    Era todavía estudiante cuando comenzó a militar en el ala democrático-socialista del movimiento republicano. Lamentablemente, las memorias que acabamos de citar son demasiado escuetas respecto de esta experiencia fundante en su formación intelectual y política. En compensación, es posible recuperar algunos recuerdos sobre los acontecimientos de la revolución, las grandes manifestaciones populares, las barricadas, los debates parlamentarios, las ilusiones y la frustración final, recurrentes en sus clases y sus ensayos. Sus cursos de Historia contemporánea publicados en 1883 son hoy para nosotros un extraordinario testimonio de la cosmovisión histórica de un quarante-huitard. Febrero de 1848 aparece en ellos como un momento de inflexión, no solo porque ocupa un lugar central en su relato histórico, sino también porque Peyret sigue siendo, durante su prolongado exilio argentino, un quarante-huitard, esto es: sigue pensando la historia contemporánea desde esa perspectiva. Además, Peyret es coetáneo a la historia que narra, de modo que es posible leer su libro sobre la historia contemporánea, en alguna medida, como su propia historia.

    Después de 1776 y 1789, el año 1848 aparece para Peyret como el tercer gran quiebre revolucionario de la historia moderna. La de 1848 fue la tercera grande erupción del volcán revolucionario cuya repercusión es instantánea en Europa. La electricidad republicana hace latir a todos los pueblos. Los reyes parecen a punto de sucumbir: en todas partes conceden constituciones para salvarse y, efectivamente, los salva la inexperiencia popular.²³

    La historia de la Segunda República que nació de esa revolución es el relato de una gran ilusión seguida de una gran frustración:

    El gobierno provisional, instalado en las casas consistoriales que eran como el palacio de la Revolución, proclamó la república, y luego decretó la abolición de la pena de muerte en materia política. Algunos individuos querían adoptar la bandera roja, como para iniciar una nueva era. Lamartine la hizo rechazar. Fue también abolida la esclavitud en las colonias, y adoptado el voto universal para el nombramiento de una Asamblea constituyente. Lamartine dirigió a la Europa un manifiesto pacífico, declarando que la nueva república no pretendía amenazar a gobierno alguno, pero que tampoco permitiría que se estorbasen las reclamaciones legítimas de los pueblos. Un decreto garantizó el derecho al trabajo a los operarios desocupados, y Louis Blanc fue encargado de presidir en el palacio del Luxemburgo una comisión compuesta de los delegados de las clases trabajadoras para investigar los medios de resolver la cuestión económica, es decir, la de las relaciones del trabajo con el capital, la emancipación de los trabajadores.²⁴

    Pero la burguesía (que en la jerga política decimonónica Peyret designa como clase media) se asustó del jiro que tomaba la revolución: no había pensado ir más allá de la reforma electoral y empezó a reaccionar: El 16 de marzo quiso protestar contra la supresión de las compañías escogidas de la guardia nacional: al día siguiente, las masas populares hicieron una contra-manifestación en favor del proletariado.²⁵

    Esta contramanifestación del 17 de marzo de 1848 en París es la que menciona Peyret en sus memorias como el punto de partida de su militancia política. Y es, significativamente, el punto de ruptura entre los defensores de la democracia política que formaban parte del Gobierno provisional y los partidarios de la democracia social, que tenía como referente a Louis Blanc, instalado en el palacio de Luxemburgo, pero que se apoyaban en una nutrida red de clubes demócratas y socialistas extendida a lo largo de los barrios de París y los suburbios. Esta efervescencia de los clubes políticos, estimulada por la expansión de la revolución por buena parte de Europa (Milán, Berlín, Viena, etc.), es la que explica que la delegación que se dirigió a peticionar al Gobierno provisional lograra reunir cien mil manifestantes. A pesar del éxito de la movilización, los dem-soc —como se llamaba popularmente a los demócratas socialistas— obtuvieron una victoria mínima: lograron aplazar las elecciones por quince días, hasta el 23 de abril, un tiempo demasiado exiguo para extender la propaganda revolucionaria entre los campesinos tradicionalistas de la campiña francesa, que componían, por otra parte, la mayoría del cuerpo electoral.

    Peyret refiere enseguida que una nueva manifestación, "más socialista aún, tuvo lugar el 16 de abril, pero la Guardia Nacional, convocada por el tambor, la recibió al grito de abajo los comunistas":

    Y fue bajo la impresión de ese sentimiento reaccionario que se hicieron las elecciones generales, el 23 de abril. La fiesta de la fraternidad, que se había celebrado dos días antes, no reconcilió los ánimos divididos. Lamartine salió nombrado por diez departamentos. La Asamblea Constituyente se reunió el 4 de mayo, proclamó solemnemente la República, y confió el poder ejecutivo a una comisión compuesta por Arago, Garnier-Pagès, Lamartine, Marie y Ledru-Rollin.²⁶

    Los resultados de las elecciones habían debilitado a los republicanos radicales, lo que llevó a la Asamblea a una mayoría aplastante de aquellos que irónicamente se dieron en llamar républicains du lendemain (republicanos del día después, esto es, monárquicos y bonapartistas). Para peor, la desconfianza entre las filas de los republicanos radicales estaba en todas partes. Una manifestación socialista, convocada en París el 15 de mayo de 1848, terminó por degenerar (son, desde luego, términos del Peyret de 1885) en un intento fallido por disolver la Asamblea que se acababa de elegir:

    El pueblo de París, viendo la reacción que iba efectuándose, quiso hacer una nueva manifestación, valiéndose del nombre de la Polonia, que estaba otra vez en insurrección contra sus opresores. Desgraciadamente, la manifestación degeneró (15 de mayo) en ataque a la Asamblea, que fue invadida entrando a la cabeza del pueblo Raspail, Blanqui, Huber, Sobrier y otros delegados de los clubes. Louis Blanc, que representaba el socialismo, fue victoreado. Raspail trató inútilmente de leer la petición popular. Blanqui pidió que se declarase la guerra a favor de la Polonia. Barbès, que era representante y estaba en hostilidad con Blanqui, pidió que se decretase una contribución de mil millones sobre los ricos para auxiliar al proletariado. En fin, en medio de una confusión indescriptible, Huber proclamó la disolución de la Asamblea nacional, y los principales autores de la manifestación se dirigieron a las casas consistoriales para formar un gobierno provisional. Este no tuvo siquiera el tiempo de instalarse… Los jefes de la manifestación fueron llevados prisioneros a Vincennes.²⁷

    Las fuerzas conservadoras tenían ahora las manos libres para arremeter contra su bête noire, los talleres nacionales:

    Los talleres nacionales presentaban la cuestión más difícil de la actualidad. En vez de resolverla paulatinamente, los reaccionarios, encabezados por M. Falloux, pidieron la disolución de aquellos en el plazo de tres días. Los proletarios de Febrero habían dicho que tenían cuatro meses de miseria al servicio de la República, y a la fecha se les despedía brutalmente. Muchos corrieron a las barricadas. Repitióse el grito de Lyon: Vivir trabajando o morir peleando: Pan o plomo. Durante más de tres días la insurrección ensangrentó la ciudad de París.

    La comisión ejecutiva fue despedida, la capital puesta en estado de sitio, el general Cavaignac investido con la dictadura. Murieron siete generales y dos representantes. El arzobispo de París, Affre, que se presentaba como pacificador, cayó también en el barrio de San Antonio. En fin, el 26 de Junio, la insurrección, reducida a ese barrio, capituló. En esa guerra civil, los republicanos habían peleado contra los republicanos; pero está fuera de duda que los antiguos partidos, y sobre todo los bonapartistas, habían tomado una parte activísima.²⁸

    La derrota del proletariado en las jornadas de junio marcaba el fin de la república social, revelando la primera de las fisuras en que se iba a ir desmigajando el campo republicano: los demócratas, desde la Asamblea Constituyente, habían abandonado a su suerte a los socialistas. Daireaux, reseñando la trayectoria de Peyret, narra el episodio en términos de tragedia: Tuvieron que reprimir, matando al pueblo, los que más querían su felicidad.²⁹

    Peyret nos decía en sus memorias que había participado en todas las manifestaciones, desde la del 17 de marzo de 1848 hasta el 13 de junio de 1849. En su brevedad y concisión, trazaba una parábola que iba desde la gran concentración socialista de marzo, que había convocado cien mil manifestantes, hasta la última de las jornadas revolucionarias de la Segunda República, la del 13 de junio de 1849, que apenas logró reunir seis mil manifestantes y fue fácilmente dispersada por las fuerzas del general Changarnier. Había sido convocada por la Montaña (la alianza entre demócratas y socialistas) para enfrentar la política gubernamental de apoyo al poder papal en contra de la república romana, a la que Ledru-Rollin calificó como una violación a la Constitución, y desafió el poder de Bonaparte anunciando que los montagnards la defenderían hasta con las armas.³⁰ En el marco de esa jornada, intentó erigir, junto con otros montagnards, un gobierno revolucionario en el Conservatoire National des Arts et Métiers de la rue Saint-Martin, que la tropa no tuvo inconveniente en desalojar rápidamente, mientras los manifestantes exclamaban: ¡Viva la Constitución!. El saldo de la jornada fracasada fue la declaración del estado de sitio, la prohibición de los diarios demócratas y socialistas, la suspensión del mandato de buena parte de los diputados montagnards, muchos de los cuales fueron procesados y encarcelados mientras otros se fugaron al exilio (entre ellos, Ledru-Rollin y Considerant) y, como consecuencia de todo ello, el fortalecimiento definitivo del presidente Luis Bonaparte.³¹

    En un discurso de 1878 pronunciado en Buenos Aires, Peyret conservaba, tres décadas después, un vívido recuerdo de este trágico acontecimiento:

    Todavía veo la manifestación solemne desfilar por los boulevares; todavía oigo los clarines de los cazadores de Vincennes y el redoble de los tambores de Changarnier; todavía veo a los pretorianos de Bonaparte dispersando al pueblo a bayonetazos, la ciudad santa de la revolución ocupada militarmente, los representantes del pueblo fugitivos, y el conspirador taciturno del Elíseo, paseando por las calles de París.³²

    Llegada a su punto más alto, la revolución había emprendido un camino descendente. Como lo narró Marx en un texto ya clásico:

    El partido proletario aparece como apéndice del pequeñoburgués-democrático. Este lo traiciona y contribuye a su derrota el 16 de abril, el 15 de mayo y en las Jornadas de junio. A su vez, el partido democrático se apoya sobre los hombros del republicano-burgués. Apenas se consideran seguros, los republicanos burgueses se sacuden el molesto camarada y se apoyan, a su vez, sobre los hombros del Partido del Orden. El Partido del Orden levanta sus hombros, deja caer a los republicanos burgueses dando volteretas y salta, a su vez, a los hombros del poder armado. Y cuando cree que está todavía sentado sobre esos hombros, una buena mañana se encuentra con que los hombros se han convertido en bayonetas.³³

    Si fue Peyret, como se ha señalado, un hijo de la revolución del 48, no cabe duda de que vivió también sus ilusiones y sus sinsabores. Los hombres de aquella generación, recordó su contemporáneo Alfred Ébelot, tenían el fuego sagrado, pero tal vez carecieron de habilidad. Se dejaron engañar por sus adversarios, de cuya perfidia eran demasiado nobles y francos para darse cuenta y precaverse.³⁴ Asimismo Daireaux, en un tono semejante, señaló respecto de aquellos hombres: No basta tener ideas reformadoras para gobernar bien, se necesita también energía y tino; y estos filósofos eran incapaces de aplicar sus teorías, y estos ideólogos, como los hubiera llamado Napoleón I, fueron engañados y pronto subyugados por Napoleón III.³⁵ Era, sin duda, un balance compartido con el mismo Peyret, que manifestaba en sus clases:

    No pudo haber oportunidad más propicia para renovar la faz de la Europa, inaugurando el reinado de la democracia, esa democracia que corría desbordándose, para usar las palabras de un orador de la reacción […]

    Los sucesos fueron más grandes que los hombres; los sucesos fueron gigantes; los hombres fueron pigmeos.³⁶

    2. EL CLUB DE CLUBES REVOLUCIONARIOS

    Ahora bien, no es sencillo desprender de su escueto texto memorístico ni de los testimonios de sus allegados en cuál de los tantos agrupamientos políticos se involucró Peyret. Según un testimonio, el abate Lamennais habría abrazado a Peyret en medio de una de estas manifestaciones, diciéndole: Estrecho entre mis brazos a la juventud de Francia.³⁷ Es posible que esta asociación haya llevado a algunos autores a inferir que el joven Peyret había colaborado entonces en la prensa que editaba el abate.³⁸

    Si bien es plausible su acercamiento a Lamennais, las publicaciones de la época lo muestran, en los meses posteriores a la revolución de febrero, como uno de los colaboradores del diario La Commune de Paris,³⁹ cuya línea era orientada por el periodista revolucionario Joseph Sobrier (1810-1854). Su amigo Ébelot recordaba a Peyret iniciándose en la vida política en 1848 como secretario de uno de los jefes del partido republicano.⁴⁰ Aunque se reservaba el nombre, es muy probable que se refiriera a Sobrier.

    Sobrier era hijo de un tendero lionés que llegó a París para estudiar Derecho. Influido inicialmente por el socialismo cristiano de Buchez, se integró en la Société des Droits de l’Homme y en 1834 tomó parte en el movimiento parisino de apoyo a la révolte des canuts —los heroicos tejedores de Lyon—, que lo llevó por primera vez a la cárcel. En 1848, instaló en el número 16 de la rue de Rivoli un local político donde funcionó el Club de Clubes y la redacción de un nuevo periódico de orientación socialista: La Commune de Paris. Fue candidato a la Asamblea en las elecciones de abril de 1848 y, aunque cosechó muchos votos, no consiguió un asiento en esa Asamblea Constituyente, compuesta mayoritariamente por los republicanos moderados. Sobrier, como bien lo recordaba Peyret, fue uno de los líderes de la manifestación del 15 de mayo de 1848 que ingresó en la Asamblea Nacional, ocasión en que fue detenido por la Guardia Nacional, enjuiciado y condenado a

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