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Gertrudis Gómez de Avellaneda
Poeta, escritora e historiadora cubana, famosa por sus escritos en el siglo XIX
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SAB - Gertrudis Gómez de Avellaneda
[…] sino que nos asalta la idea de que los más gloriosos hechos consignados en los anales de la humanidad han sido siempre obra del sentimiento; que los más fuertes héroes han sido en todo tiempo los más ricos corazones.
Gómez de Avellaneda, 1862
Gertrudis Gómez de Avellaneda, llamada cariñosamente «Tula», conoció el amor con Ignacio Cepeda y aunque nunca fue correspondida como ella esperaba, escribió para él una autobiografía y gran cantidad de cartas, que, publicadas a la muerte de él, muestran los sentimientos más profundos de la escritora. Después tuvo diferentes relaciones y si bien, ninguna fue tan significativa como la que tuvo con Cepeda, en todas entregó todo de sí y dejó claro que era una mujer que perseguía el amor, eso sí, sin dejar a un lado sus convicciones.
Tula siempre fue muy apasionada y ese fue el componente clave de su extensa obra, desde, Al partir (1836), el primer poema que escribió cuando abandonó Cuba, hasta su novela Sab (1841), fueron escenarios para desbordar sus sentimientos y dar visibilidad a los temas que le preocupaban y a la crítica detrás de cada uno de ellos.
Sab, la novela sobre las luchas independentistas contra la esclavitud en Cuba, es una crítica directa a la deshumanización del esclavo, a la negación del saber, del sentir y del amar de los esclavos, pero también es una historia llena de sentimientos, de traiciones, de mentiras, pero, más importante aún, es una historia de amor en la que no importa quién ama ni cómo lo hace, solo importa que es amor y es sincero.
Aunque esta novela consagró a Gómez de Avellaneda como una vocera de la lucha por la liberación de los esclavos, también la puso en el mapa de la lucha feminista al darle voz y posición política a sus personajes femeninos. La historia de amor en Sab va más allá de los ideales caballerescos en el que la doncella espera paciente a su gran amor. Aquí las mujeres aman de verdad y conscientes de lo que eso implica personal y políticamente, aman por encima de las normas sociales y aman con el corazón, no con los ideales y estereotipos de clase.
Los personajes de Sab son un vivo reflejo de lo que representa Gómez de Avellaneda, en el mundo literario y en el panorama hispanohablante, una persona con voz política, con ideas, con sentimientos desbordados y que al final, sin importar las consecuencias, persiguen sus ideales y sentimientos, aunque eso les implique perder posiciones sociales como le pasa a sus personajes, o entrar en disputas con el patriarcado como le pasó a ella.
A pesar de que la nacionalidad de Gómez de Avellaneda fue muy disputada por Cuba y España, la novela revela la esencia latinoamericana y se convirtió en un discurso primordial para Latinoamérica, un discurso que no solo ahonda en el reconocimiento de los derechos de todas las personas, sino que recalca, más de una vez, que las mujeres tenemos una voz que debe ser escuchada. Aún hoy, este discurso, que tiene más de cien años, debe ponerse de sobre la mesa para apoyar impulsar la lucha feminista, no solo en Latinoamérica, sino en el mundo para recordar que las mujeres somos apasionadas y así como no nos callamos hace años, no estamos dispuestas a hacerlo ahora, que somos hermosas como las flores, apasionadas como nuestras antecesoras, pero también tenemos voz para gritar y seguir luchando para que los derechos de cada persona sean reconocidos y para recalcar que vale la pena amar sin límites, porque tal vez el amor por nosotros y por los otros será lo que termine de configurar esta lucha que no se detiene.
La correctora
Por distraerse de momentos de ocio y melancolía han sido escritas estas páginas. La autora no tenía entonces la intención de someterlas al terrible tribunal del público.
Tres años ha dormido esta novelita casi olvidada en el fondo de su papelera. En ese lapso ha sido leída por algunas personas inteligentes que la han juzgado con benevolencia y muchos amigos de la autora se ha interesado en poseer un ejemplar de ella, razones por las que se determina a imprimirla, convencida de tener el permiso de hacer una manifestación del pensamiento, plan y desempeño de la obra, al declarar que la publica sin ninguna pretensión.
Acaso si esta novelita se escribiera en la actualidad, la autora, cuyas ideas han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones, pero sea por pereza, sea por la repugnancia que sentimos en alterar lo que hemos escrito con una verdadera convicción –aun cuando esta llegue a vacilar–, la autora no ha hecho ninguna mudanza en sus borradores primitivos y espera que si las personas sensatas encuentran algunos errores esparcidos en estas páginas, no olvidarán que han sido dictadas por los sentimientos algunas veces exagerados, pero siempre generosos de la primera juventud.
¿Quién eres?, ¿cuál es tu patria?
Las influencias tiranas
de mi estrella, me formaron
monstruo de especies tan raras,
que gozo de heroica estirpe
allá en las dotes del alma
siendo el desprecio del mundo.
Cañizares
Veinte años hace, poco más o menos, que al declinar una tarde del mes de junio un joven de hermosa presencia atravesaba a caballo los campos pintorescos que riega el Tínima, y dirigía a paso corto su brioso alazán¹ por la senda conocida en el país con el nombre de Camino de Cubitas, por conducir a las aldeas de este nombre, llamadas también Tierras Rojas. Estaba el joven de quien hablamos a cuatro leguas de Cubitas, de donde al parecer venía, y a tres de la ciudad de Puerto Príncipe, capital de la provincia central de la isla de Cuba en aquella época, y que hacía entonces muy pocos años había dejado de ser una humilde villa.
Por efecto de poco conocimiento del camino que seguía, o por deseo de contemplar con detenimiento los paisajes que se ofrecían a su vista, el viajero acortaba cada vez más el paso de su caballo y lo paraba a veces como para examinar los sitios por donde pasaba. La verdad sea dicha, era muy probable que sus repetidas detenciones solo tuvieran por objeto admirar en detalle los campos fertilísimos de aquel país privilegiado y que debían tener mayor atractivo para él si, como lo indicaban su tez blanca y sonrosada, sus ojos azules, y su cabello de oro, había venido al mundo en una región del Norte.
El sol terrible de la zona tórrida se acercaba a su ocaso entre ondeantes nubes de púrpura y de plata, y sus últimos rayos, ya tibios y pálidos, vestían de un colorido melancólico los campos vírgenes de aquella joven naturaleza, cuya vigorosa y lozana vegetación parecía acoger con regocijo la brisa apacible de la tarde, que comenzaba a agitar las copas frondosas de los árboles golpeados por el calor del día. Bandadas de golondrinas se cruzaban en todas direcciones y buscaban su albergue nocturno; el verde papagayo con sus franjas de oro y de grana, el cao de un negro nítido y brillante, el carpintero real de férrea lengua y matizado plumaje, la alegre guacamaya, el ligero tomeguín, la tornasolada mariposa y una infinidad de aves indígenas, posaban en las ramas del tamarindo y del mango aromático, rizando sus variadas plumas como para recoger en ellas el soplo consolador del aura.
El viajero, después atravesar sabanas inmensas donde la vista se pierde en los dos horizontes que forman el cielo y la tierra, y prados coronados de palmas y gigantescas ceibas, llegó por fin a un cercado que anunciaba en silencio la propiedad de alguien. En efecto, se divisaba a lo lejos la fachada blanca de una casa de campo, y, de inmediato, el joven dirigió su caballo hacia ella; pero lo detuvo de repente, lo apostó a la vereda del camino y pareció dispuesto a esperar a un paisano del campo que se adelantaba a pie hacia aquel sitio, con paso mesurado y cantando una canción del país cuya última estrofa, el viajero pudo entender a la perfección:
Una morena me mata
tened de mí compasión,
pues no la tiene la ingrata
que adora mi corazón.
El campesino se detuvo frente a él y ambos se miraron un momento antes de hablar. Tal vez la notable hermosura del extranjero causó cierta curiosidad al campesino, quien, por su parte, atrajo sin duda la mirada de este.
Era el recién llegado un joven alto y de regulares proporciones, pero de una fisionomía particular. No parecía un criollo blanco, tampoco era negro ni podía creérsele descendiente de los primeros habitadores de las Antillas. Su rostro presentaba un compuesto singular en el que se descubría el mestizaje de dos razas diversas y en el que se amalgamaban, por decirlo así, los rasgos de la casta africana con los de la europea, sin ser, no obstante, un mulato perfecto. Era su color de un blanco amarillento con cierto fondo oscuro; su frente ancha se veía medio cubierta con mechones desiguales de un pelo negro y lustroso como las alas de un cuervo; su nariz era aguileña, pero sus labios gruesos y amoratados denotaban su procedencia africana. Tenía la barba un poco prominente y triangular; los ojos negros grandes, rasgados, bajo cejas horizontales y brillaba en ellos el fuego de la primera juventud, a pesar de que surcaban su rostro algunas ligeras arrugas. El conjunto de estos rasgos formaba una fisonomía característica; una de aquellas fisonomías que fijan las miradas a primera vista y que jamás se olvidan cuando se han visto una vez.
El traje de este hombre no se separaba en nada del que usan por lo general los labriegos en toda la provincia de Puerto Príncipe, que se reduce a un pantalón de cotín de anchas rayas azules; una camisa de hilo, también a rayas, ceñida a la cintura por una correa de la que pende un ancho machete; y en la cabeza con un sombrero de Yarey bastante alicaído: traje muy ligero pero cómodo y casi necesario en un clima abrasador.
El extranjero rompió el silencio en un castellano con una pureza y facilidad que parecían desmentir su fisonomía septentrional:
—Buen amigo, tenga la bondad de decirme si la casa que desde aquí se ve es la del Ingenio de Bellavista, perteneciente a don Carlos de B...
El campesino hizo una reverencia y contestó:
—Sí, señor, todas las tierras que se ven allá abajo, pertenecen a don Carlos.
—Supongo que es usted vecino de ese caballero y podrá decirme si ha llegado ya a su ingenio con su familia.
—Desde esta mañana están aquí los dueños, puedo servirle de guía si quiere visitarlos.
El extranjero manifestó con un movimiento de cabeza que aceptaba el ofrecimiento y, sin aguardar otra respuesta, el labriego se volvió en ademán de querer conducirle a la casa. Pero parecía que el extranjero no tenía tanta prisa, pues hizo andar muy despacio a su caballo y volvió a entablar conversación, mientras examinaba con miradas curiosas el sitio en que se encontraba.
—¿Dice que pertenecen al señor de B... todas estas tierras?
—Sí, señor.
—Parecen muy feraces².
—Lo son, en efecto.
—Esta finca debe producir mucho a su dueño.
—Hubo un tiempo, según entiendo —El labriego se detuvo para echar una ojeada hacia las tierras objeto de la conversación—, en que este ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar cada año, porque entonces más de cien negros trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros y su zafra³ no excede seis mil panes de azúcar⁴.
—Los esclavos en estas fincas deben tener una vida muy dura —observó el extranjero—, y no es de admirar que se disminuya su número de manera tan considerable.
—Es una vida terrible, la verdad —respondió el labrador y dedicó a su interlocutor una mirada de simpatía—. Bajo este cielo de fuego, el esclavo casi desnudo trabaja toda la mañana sin descanso, y a la hora terrible del mediodía, jadeando, abrumado bajo el peso de la leña y de la caña que conduce sobre sus espaldas, y abrasado por los rayos del sol que tuesta su piel, el infeliz puede gozar por fin de los escasos placeres que tiene para él la vida: dos horas de sueño y una escasa ración de comida. Cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar a la tierra abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar con su sudor y con sus lágrimas al recinto donde la noche no tiene sombras, ni la brisa frescura: porque allí el fuego de la leña ha sustituido al fuego del sol, y el infeliz negro gira sin cesar en torno de la máquina que arranca a la caña su dulce jugo, y de las calderas de metal en las que este jugo se convierte en miel a la acción del fuego; allí ve pasar horas tras horas, y el sol que vuelve lo encuentra todavía allí... ¡Ah!, sí; es un cruel espectáculo ver a la humanidad degradada, a los hombres convertidos en brutos, con su frente marcada por la esclavitud y en su alma la desesperación del infierno.
El labriego se detuvo de repente como si hubiera sentido que hablaba demasiado, bajó los ojos, dejó asomar a sus labios una sonrisa melancólica y añadió con prontitud:
—Pero no es la muerte de los esclavos la causa principal de la decadencia del Ingenio de Bellavista; se han vendido muchos, como también tierras y, sin embargo, aún es una finca de bastante valor.
Dichas estas palabras volvió a andar en dirección a la casa, pero se detuvo a pocos pasos al notar que el extranjero no lo seguía. Al volverse hacia él, lo sorprendió una expresión de sorpresa. En efecto, el aire de aquel labriego parecía revelar algo de grande y noble que llamaba la atención, y lo que acababa de oírle el extranjero, en un lenguaje y con una expresión que no correspondían a la clase que denotaba su apariencia, acrecentó su admiración y curiosidad. Se aproximó el joven campesino al caballo de nuestro viajero con el semblante de un hombre que espera una pregunta, y no se equivocaba, el extranjero no pudo reprimir su curiosidad y le dijo:
—Presumo que tengo el gusto de estar hablando con algún distinguido propietario de estas cercanías. No ignoro que los criollos cuando están en sus haciendas de campo gustan vestirse como simples labriegos, y sentiría ignorar por más tiempo el nombre del sujeto que con tanta cortesía se ha ofrecido a guiarme. Si no me engaño es usted amigo y vecino de don Carlos de B...
El rostro de aquel a quien se dirigían estas palabras no mostró la menor extrañeza, pero fijó en el que hablaba una mirada penetrante. Luego, como si la dulce y graciosa fisonomía del extranjero dejara satisfecha su mirada indagadora, respondió con los ojos en el suelo:
—No soy propietario, señor forastero, y aunque sienta latir en mi pecho un corazón pronto siempre a sacrificarse por don Carlos, no puedo llamarme amigo suyo. Pertenezco —prosiguió con sonrisa amarga— a aquella raza desventurada sin derechos de hombres... soy mulato y esclavo.
—¡Conque eres mulato! —dijo el extranjero y tomó de inmediato el tono de despreciativa familiaridad que se usa con los esclavos—. Bien lo sospeché al principio, pero tienes un aire tan poco común en tu clase, que luego mudé de pensamiento.
El esclavo continuaba sonriendo, pero su sonrisa era cada vez más melancólica y en aquel momento tenía también algo de desdeñosa.
—Es —dijo y volvió a fijar los ojos en el extranjero— que a veces es libre y noble el alma, aunque el cuerpo sea esclavo y villano. Pero ya es de noche, déjeme conducirlo al ingenio, que ya está cerca.
La observación del mulato era exacta. El sol, como arrancado con violencia del hermoso cielo de Cuba, había cesado de alumbrar aquel país amado –aunque sus altares estén ya destruidos– y la luna pálida y melancólica se acercaba con lentitud a tomar posesión de sus dominios.
El extranjero siguió a su guía sin