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Murieron los de siempre: Niños de la guerra
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Murieron los de siempre: Niños de la guerra
Libro electrónico410 páginas7 horas

Murieron los de siempre: Niños de la guerra

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“–¡Hemos visto un cañón! –dijeron los chicos a la madre. María les miró asustada y le reprochó a Nicolás que les llevara a ver esas cosas. Nicolás reconoció que tenía razón, pero ya era tarde para evitarlo […]. María les contó que había visitado la casa donde estaban alojados, tenía quince habitaciones, unas daban a la calle y otras a un jardín. En todas encontró gente como ellos, evacuados de los pueblos cercanos de Madrid, familias de Talavera, Torrijos, Getafe, Alcorcón, Illescas, Leganés. […] Vio más mujeres que hombres, pero los que más abundaban eran niños asombrados mirando los muebles y los cristales de las ventanas y los balcones, que eran de colores, con figuras de santos y castillos encajados como en un rompecabezas con barritas de plomo que unían las piezas.”

Atrapados en el cerco de Madrid en la fecha crucial del 7 de noviembre de 1936, cuando los nacionales inician su ataque sobre la capital por la Casa de Campo, los personajes a los que da vida José Aurelio Valdeón en Murieron los de siempre no sólo comparten un horizonte iluminado con “resplandores amoratados y sucios” de explosiones y descargas de fusilería. Les une también su pertenencia a una categoría de ciudadanos de a pie, personas sencillas pertenecientes a diferentes tendencias políticas y clases sociales, que, arrastrados por las consignas de cada bando, “tuvieron horas de grandeza y horas de cobardía, vivieron y amaron, y se mataron entre sí. Y se salvaron arriesgando sus vidas”. Entre los relatos de heroicidades y cobardías, protagonizados por bravos milicianos y canallas de retaguardia, monjas escondidas, sabias prostitutas, refugiados, obreros, quintacolumnistas, niños evacuados…, los más jóvenes y las mujeres adquieren énfasis en el Madrid cerrado convertido en frente de guerra. El crimen y la delación, la muerte en combate, el bombardeo, el hambre y todos los desastres de la guerra los envuelven irremisiblemente, pero también un hilo de solidaridad y esperanza en un futuro mejor, que mantiene siempre vivos a los seres humanos.

Escrita con un espíritu profundamente humano, su autor logra novelar los recuerdos de su experiencia personal, perfeccionar una prosa plena de lirismo y dejar para la bibliografía de la Guerra Civil un testimonio conmovedor y coral. Publicada en otro año histórico, el de 1975, esta novela ha permanecido durante mucho tiempo injustamente olvidada, por lo que es un honor acercarla al público actual.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento21 mar 2019
ISBN9788418089527
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    Murieron los de siempre - José Aurelio Valdeón

    Prólogo

    Un médium de papel y tinta impresa

    por Beatriz Valdeón

    Empecé a hacerlo al poco tiempo de que mi padre falleciera, tras una enfermedad excesivamente veloz e implacable con las despedidas.

    Necesitaba que él respondiera a mis descubrimientos, incógnitas, análisis y chascarrillos de adolescente en efervescencia agitada. Y encontré el medio de comunicación o el médium, para ser más precisa, en la estantería de mi habitación. El procedimiento solo requería agarrar una de las novelas escritas por él y abrir al azar cualquiera de sus capítulos. En esas sesiones de espiritismo literario en las que me inicié por mi cuenta, la novela o médium que mejor funcionaba, la que mostraba el mensaje de mi padre con la inmediatez de los algoritmos de nuestra era tecnológica, era Murieron los de siempre (1975). Así, desvelé con regocijo y sorpresa que su novela de la Guerra Civil, basada en memorias autobiográficas, contestaba a cuestiones y dudas de mi vida cotidiana en aquellos años ochenta.

    Para mi gran fortuna, esa güija heterodoxa contenía una amplia base de datos de la que, cuando él era invocado, se extraían (o manifestaban) signos de una forma de entender y de estar en el mundo; señales de la humanidad de un hombre profundamente sensible; pistas de su compromiso con la denuncia social y política; ejemplos de un espíritu reconciliador; y, también, pautas de un manual de ética en la práctica del periodismo. Todo comprimido en los catorce capítulos del libro, precisamente en los textos donde alrededor de veinte personajes protagonistas y un sinfín de destacados secundarios escenifican los episodios más dramáticos de su vida, en el Madrid convertido en frente de batalla y barricada callejera. Esas historias que nunca le escuché contar —salvo alguna anécdota endulzada con el sentido del humor que predominaba en su carácter— solo pude descubrirlas en su rotunda crudeza, y reconstruirlas con el paso del tiempo, a través de otros familiares y amigos de su juventud.

    Creo que él quiso preservar mi inocencia del horror de la Guerra Civil, de la tristeza, del hambre y de la impotencia de esos años violentos y despiadados en los que vivió escondido junto a su madre en un Madrid cercado, porque sabía que me legaba un testimonio escrito que asimilaría cuando fuera adulta.

    Y ahora, muchos años después, en la última lectura y revisión de su texto, desde una mirada menos apasionada de hija y más profesional de periodista, vuelvo a las andadas, contacto de nuevo con mi padre.

    Entre las conexiones recientes, valoro el difícil ejercicio de redacción que plantea cuando disecciona las circunstancia políticas y sociales de la Guerra Civil intercalando en las tramas —con la minuciosidad de sus tiempos de prácticas forenses en la facultad de Medicina de San Carlos— innumerables datos sobre cómo eran las profesiones, los salarios, la vida social y cultural, los conflictos sociales, las relaciones entre hombres y mujeres, la vida en la calle, la familia, la gastronomía, la vestimenta, el sonido de los tranvías… Y hasta los anhelos de aquellos españoles de los años treinta.

    Encuentro palabras de un lenguaje olvidado que me gusta pronunciar en voz alta (y buscar en el diccionario para comprender mejor el significado preciso que les atribuye): artera, trapacerías, cangilón, encorajinados, meretriz, papirotazo, monosabio, barullo, repeluzno, trabucar, amartillar, cipayos, tarascadas, nadería… Como si yo pudiera conseguir emitiendo sus sonidos, casi apagados hoy en día, que esos españoles fueran de nuevo escuchados.

    Pero, sobre todo, por primera vez me llaman la atención y estudio con detenimiento los personajes femeninos que presenta en Murieron los de siempre. El médium de papel y tinta impresa vuelve a invocar con eficacia la comunicación. Y entonces, oigo su acelerado tecleo en la Olivetti con la que les dio voz en la habitación de al lado, y sé que tengo merodeando cerca de mí, con sus contradicciones, a Ester, tomando las decisiones más difíciles de la familia; a la ciega Balbina, con los pies siempre en la realidad; a la cocinera Benita, valiente en la busca de una vida mejor; a la joven Araceli y su coraje en la lucha por sus ideales de libertad, feminismo y justicia social; a la señora Rufina y su pacifismo; a Trinidad, inconformista y consciente de sus privilegios de clase; a Rosalía, capaz de soñar y amar fuera del convento de clausura; a Madame Brigitte y la inteligencia como resistencia.

    Gracias, papá.

    7 de noviembre de 1936

    Estamos a un paso de Madrid. Sin necesidad de prismáticos, vemos gentes alegres por las calles. Saben que estamos a punto de entrar. Hay banderas blancas y rojo y gualda en muchos balcones…

    (De la crónica de un corresponsal de guerra leída por Radio Burgos).

    No pasarán. Madrid será la tumba del fascismo.

    (Final de una alocución leída a través de los micrófonos de Unión Radio).

    Nota del autor

    Murieron los de siempre es el relato apasionado de unos españoles que vivieron una fecha crucial de la Guerra Civil: el 7 de noviembre de 1936. Aquel día las tropas nacionales llegaron hasta las calles de la periferia de Madrid. La lucha en algunos lugares fue despiadada, de cuerpo a cuerpo, a tiros, casa por casa. Para unos significaba la liberación, la libertad, el final de unos meses de terror; para otros, la derrota, la humillación, la muerte.

    José Aurelio Valdeón en Murieron los de siempre, su tercera novela, da vida a docena y media de españoles metidos en el cerco de Madrid en aquella fecha, y les hace vivir las circunstancias no solo del momento histórico y dramático, sino las que lo llevaron a él. Se relatan muchos hechos reales, y otros que son producto de la imaginación y del ingenio. Ya que los hechos reales fueron vividos por el propio autor, Murieron los de siempre puede ser una aportación sociopolítica de una época y de unos españoles. En alguna medida servirá para un mejor conocimiento de la España de los años treinta.

    En Murieron los de siempre, las historias arrancan desde diversos lugares del Madrid cercado convertido en frente de guerra, en barricada callejera. Los personajes pertenecen a todas las tendencias políticas y a todas las clases sociales de aquellos años, que tuvieron horas de grandeza y horas de cobardía, que vivieron y amaron y se mataron entre sí. Y se salvaron arriesgando sus vidas. Son relatos expuestos con lenguaje claro y transparente, sin remilgos y sin aspavientos, como eran aquellos españoles y aquella España de alpargata y pistola al cinto, de mitin y venganza, de oración y muertes, de cobardías y delaciones. También de muchos héroes, de muchos mártires y de muchos hombres y mujeres sencillos, pero enteros y puros, hombres y mujeres de arriba abajo.

    El autor

    En la calle de Serrano

    Levantó suavemente la persiana y, como entre rendijas, miró a lo lejos hacia la Casa de Campo. Vio que, al fondo, el horizonte se iluminaba con resplandores amoratados y sucios. Después, con enorme sigilo, abrió un poco la puerta del balcón. Sintió un extraño cosquilleo en los oídos al escuchar el ruido de explosiones, de las descargas de fusilería y el intermitente tableteo de las ametralladoras. Hasta le pareció percibir el sonido de las cadenas de los tanques y gritos y cánticos de guerra. Cada vez que sonaba un cañonazo, el cristal vibraba levemente. Un reflector hacía barridos sobre el cielo oscuro y entoldado buscando, afanosamente, algún avión que volaba solitario haciendo oír el estrépito de sus motores cuando hacía una caída en picado.

    Apresuradamente cerró el balcón y aún echó otro vistazo rápido. Caminó cruzando la habitación y traspasó una puerta que había dejado entornada. El muchacho parecía que tenía fiebre. Le brillaban los ojos y la voz se le quedó como agarrotada. Quiso hablar, pero apenas le salió un susurro:

    —¡Ya están aquí! ¡Ya están entrando!

    Había llegado a una pequeña sala. La habitación tenía las persianas de las ventanas bajadas y una pequeña lámpara de mesa alumbraba el tapete encarnado dejando la cara de las personas en penumbra. Alrededor de la mesa camilla estaban su madre, su tía, la doncella y la cocinera y un hombre pálido, como de cincuenta años, que llevaba un traje gris muy raído y que le estaba holgado. El hombre levantó la vista, que la tenía fija sobre sus manos, cruzadas y descansando sobre los bordes de la mesa. Cuando entró José María, todos callaron mirándolo como atontados y medio dormidos.

    —Sí, ya han entrado… —dijo—. Están en la Casa de Campo, en Princesa. Yo he visto las llamaradas de las bombas y he oído avanzar los tanques y los gritos de los que luchan. Podéis verlo también vosotros… Sí, desde el salón.

    Se levantaron deprisa y hasta la cocinera, que tendría setenta y tantos años, lo hizo con extraordinaria agilidad. Caminaron en fila, silenciosos y palpitándoles el corazón. Atravesaron el largo pasillo y llegaron, tanteando por los muebles, hasta uno de los balcones. Contenían la respiración, como si temieran ser oídos desde la calle. José María abrió el balcón unos milímetros, con mucho cuidado, y todos pudieron escuchar los tiros, las descargas de fusilería y de ametralladora y las explosiones de las granadas y los cañonazos que llegaban desde aquel lugar de Madrid. Y vieron el resplandor de las bombas cuando estallaban, escucharon el trepidar de los motores de los tanques y distinguieron muy claramente el silbido rápido de las balas. Las explosiones se sucedían durante algunos minutos para desaparecer hasta casi silenciarse y volver enseguida a resonar. Sobre el fondo de aquel ruido infernal, había siempre el constante tableteo de las ametralladoras, que disparaban sin cesar.

    —¡Gracias, Dios mío! —exclamó doña Luisa.

    —Debemos rezar un rosario en acción de gracias —dijo don Francisco, que estaba aún más pálido y notaba que le temblaban las piernas. José María no replicó. No le agradaba nada rezar un rosario. Sería el quinto que rezaba en el día. Su madre y su tía se pasaban las horas rezando. Cualquier incidente servía de pretexto para la oración y pedir a Dios que intercediera. Bien era verdad que las pobres habían sufrido mucho. Su tío Luis, marido de su tía Elvira, había sido «paseado» en los primeros días de agosto. Y su padre hacía ya casi dos meses que estaba escondido en la embajada de una república americana.

    —Misterios gloriosos. Primer misterio: la triunfante resurrección de nuestro señor Jesucristo. Padre nuestro… —Don Francisco comenzó a rezar en voz muy baja y las mujeres le seguían en el mismo tono.

    Doña Ester rezaba con los ojos cerrados. Respondía mecánicamente a las preces, pero su imaginación estaba lejos. Se había detenido en aquel día de agosto, en su casa de la calle de Rodríguez San Pedro, cuando a las once de la noche se presentaron siete milicianos de la Juventud Socialista Unificada a buscar a su marido, para llevarlo detenido y fusilarlo en las tapias del cementerio de Vallehermoso, que era el lugar más cercano para matarlo. Recordaba cómo un médico, vecino del piso de arriba, que había escuchado los gritos y los llantos, bajó hasta su casa y convenció a los milicianos de que no se llevaran a aquel hombre. Les dijo que promoverían un escándalo que no convenía a la República, y les trató de compañeros ofreciéndoles un cigarro y unas copas de aguardiente. Los milicianos se retiraron, pero no sin antes proferir amenazas y prometer que regresarían a la luz del día.

    —Esto que hacemos es legal. Este hombre es un fascista y tiene que acompañarnos para que lo juzgue un tribunal del pueblo —habían dicho al médico.

    Doña Ester y su marido, don Manuel, se habían quedado mudos del miedo que pasaron. José María, en un rincón, observaba todo sin comprender por qué aquellos hombres habían maltratado a su madre y a su padre, que eran dos personas que vivían en paz con todo el mundo.

    Poco después de que se fueran los milicianos, el médico volvió a verlos para aconsejarles que se marcharan inmediatamente. «Esos bárbaros no se han ido convencidos, y volverán otra vez y se lo llevarán a la fuerza y a plena luz del día», les dijo antes de ofrecerles su ayuda en todo lo que necesitaran. Fue doña Ester quien decidió que huirían porque consideró razonables y acertados los augurios del médico.

    —¿Y dónde vamos? —preguntó don Manuel.

    El médico se encogió de hombros. No podía hacer otra cosa que aconsejarles, y bastante había hecho ya, pues también corría peligro de que fueran a por él. Si había logrado salir adelante era por el brazalete que le había dado el Colegio de Médicos, una especie de garantía que los milicianos respetaban debido a que no estaban muy sobrados de facultativos, y porque pensaban que los médicos solamente estaban para salvar vidas y curar heridos y enfermos.

    Doña Ester tomó la decisión. Preparó un bolso con algunas cosas y, sin más ropa que la que llevaban puesta, salieron a la calle cuando apenas clareaba el día. José María iba muy pegado a sus padres y tiritaba de miedo. Comenzaban a circular los primeros tranvías, que iban muy de prisa y apenas llevaban viajeros. Subieron a uno que hacía el recorrido por los bulevares y se bajaron en la plaza de Colón. Con mucho temor en la mirada y queriendo aparentar calma, fueron caminando hasta la plaza de Rubén Darío, donde había varias embajadas. Doña Ester tenía un primo que fue cónsul de un país de Centroamérica en Madrid, y pensó que dándose a conocer podría encontrar asilo en las dependencias de la embajada. Había oído decir que muchas personas se refugiaban en estos lugares y que allí estaban seguras.

    A aquellas horas apenas circulaban transeúntes por la calle. De vez en cuando cruzaba un coche que llevaba un colchón en el techo, sujeto con cuerdas, para proteger a los ocupantes, que así se libraban de los tiros que les disparaban desde las terrazas y los tejados de las casas. Muchos de aquellos francotiradores eran milicianos de otros partidos, aunque la mayoría de las veces eran gentes huidas que se defendían a la desesperada.

    Tuvieron la suerte de no tropezar con ninguna patrulla de milicianos y llegaron hasta la entrada de la embajada. Doña Ester tocó el timbre. Tardaron bastante tiempo, que se les hizo eterno, en ver aparecer un hombre que, medio dormido, salió de la parte de atrás del edificio y, tras cruzar con aire cansino un jardín enarenado, llegó hasta la puerta y la abrió sin preguntar nada. Una vez dentro, el hombre echó a andar nuevamente y fue seguido de doña Ester, su marido y su hijo detrás. Tras caminar unos metros, se detuvo, los miró de arriba abajo y pasó su mano por la cabeza de José María.

    —No necesito que me digan nada. Pero solamente podrá quedarse uno —dijo—. Esto está completo. Tenemos que dormir en el suelo, unos contra otros.

    Doña Ester no replicó. Miró a su marido y se abrazó a él. José María agachó la cabeza y lloró silenciosamente. Sentía una rabia interior que estuvo a punto de hacerle gritar.

    Don Manuel no decía nada. Estaba tan anonadado que hasta aquel instante había sido su mujer quien tomara las decisiones. Doña Ester se separó de él y cogió del brazo a su hijo. Sin mirar para atrás, se puso en camino con paso firme hacia la salida. Don Manuel se quedó pegado al suelo con el bolso en la mano derecha y la otra caída sobre el cuerpo. Se sintió tan impotente, tan desamparado, tan solo, que se tambaleó ligeramente. Se le juntaron, como varias tenazas que le agarraban el corazón, la pena, el dolor y la humillación. Él, un hombre hecho y derecho, había sido vapuleado por unos jóvenes imberbes, sin que hiciera nada para evitarlo. Y delante de su mujer y de su hijo. El hombre que les había abierto la puerta se le acercó.

    —Hay que animarse. Esto les ha pasado a casi todos. Y menos mal que usted ha venido por su pie. Aquí hay personas que las han traído con siete balazos en el cuerpo. Y alguna ha muerto —dijo, y volvió la mirada hacia un lado del jardín, donde podía apreciarse la tierra removida y una cruz clavada en ella.

    Doña Ester y su hijo salieron a la calle. Ya no tenía tanto miedo, pues comprendía que era a su marido a quien buscaban. Ella y José María no podían atraer las iras de ningún miliciano. Lo importante había sido salvar a su marido, que era quien peligraba, y lo había conseguido, aunque ella y su hijo se encontraran completamente solos, aunque la pena de la separación la llevara pegada a la garganta. Caminaban por el paseo del Cisne y llegaron a la Castellana. Doña Ester ya había tomado una decisión. Iría a casa de su cuñada Elvira, casada con su hermano Luis, a quien «pasearon» los rojos a finales de julio.

    Llegaron a Colón y subieron por la calle de Goya. Cruzaron la acera de la Casa de la Moneda y entraron en la calle de Serrano. Eran poco más de las siete de la mañana y ya estaban abiertos los portales. Doña Ester y su hijo se detuvieron ante uno de ellos. Era amplio, con una entrada grande para automóviles y otras dos para los señores, que conducía a la puerta del ascensor, y para el servicio. En la planta baja derecha había una confitería que era muy famosa en Madrid. Se llamaba La Villa Mouriscot, y había tomado el nombre del chalé que ocupaba en el exilio de Francia el rey Alfonso XIII. Al otro lado, también en la planta baja, estaban las oficinas y el almacén de un laboratorio que fabricaba un conocido elixir estomacal. Doña Ester se dispuso a subir al piso de su cuñada, pero cuando el portero los vio entrar se acercó presuroso y servicial a abrirles la puerta del ascensor.

    —Buenos días, señorita —saludó Florencio. Desde que había estallado la guerra, no usaba uniforme y, para realizar las faenas de limpieza, vestía un delantal de rayas y calzaba zapatillas de paño.

    —Buenos días, Florencio —respondió doña Ester. Desconocía aún si el portero de la casa de su cuñada era de confianza. Sabía que muchos de estos empleados habían denunciado a sus señores y, por ello, era conveniente mantenerse en guardia y recelar de tanto servilismo. Debía ocultar las verdaderas causas por las que ella y su hijo habían ido hasta allí.

    —Mal están las cosas, señorita —decía Florencio, pero doña Ester cortó la conversación entrando en el ascensor. El portero pulsó el timbre y llegaron hasta el segundo piso. La casa tenía cuatro plantas: la baja, primero, principal y segundo. En el primero vivían los dueños de la casa y propietarios de los laboratorios. En el principal, un banquero vasco que había logrado huir fuera de España antes de que se produjera el alzamiento. El piso estaba vacío y lo cuidaba el portero. En el segundo, a mano derecha, vivía un arquitecto malagueño que también había conseguido huir con su familia a finales de julio. En la izquierda vivía su cuñada.

    Doña Ester y su hijo esperaron a que alguien les abriera. Por fin, un par de ojos se movieron detrás de la mirilla y enseguida sonó el ruido de la cerradura.

    —¿Qué sucede, Ester? ¿Y Manuel? —dijo su cuñada Elvira tras invitarles a entrar y cerrar con celeridad la puerta.

    Doña Ester apenas pudo pronunciar palabra alguna. Se abrazó a su cuñada y las dos se echaron a llorar. Doña Elvira tuvo un trágico presentimiento. Pensó que también su cuñada Ester se había quedado viuda, que le habían asesinado al marido. Ella también había atravesado por ese amargo y duro y dramático trance. Fue en la finca que tenía en El Escorial y ocurrió el mismo día 19 de julio, cuando aún las cosas no estaban del todo claras. Su marido y ella se encontraban sentados en la parte trasera de la casa, a la sombra de una encina, cuando un coche se detuvo a la puerta y bajaron de él media docena de hombres armados. A culatazos tiraron abajo el portalón de hierro y se plantaron delante de ellos. Su marido, Luis, la cogió de la mano y quiso echar a correr, entrar en la casa y agarrar una escopeta de caza que tenía sobre un arcón y defenderse a tiros. Pero uno de los milicianos, desafiante, la sujetó a ella y la retuvo. Su marido se paralizó, y otro miliciano le clavó en el pecho la bayoneta que llevaba calada en su fusil. Luis cayó al suelo echando sangre a borbotones. Ella intentó arrojarse sobre él y protegerlo, pero otro de los hombres le dio un empujón que le hizo caer al suelo. Vio cómo su marido se retorcía y cómo el hombre que le había clavado la bayoneta acercó el cañón de la pistola a la cabeza y disparó mientras soltaba una blasfemia. Sonó un estampido seco y el cuerpo de su marido sufrió dos o tres convulsiones, y quedó al final inmóvil, doblado como un perro muerto. El hombre que había matado a su marido se acercó hasta ella.

    —Tú ya no vales nada, porque si tuvieras unos años menos, sabrías lo que soy yo —dijo, y soltó una risotada antes de marcharse detrás de sus compañeros, que le esperaban en el coche.

    Doña Elvira perdió el conocimiento y lo recobró en la casa de su amiga Anita, que, al enterarse de lo que había ocurrido, acudió a socorrerla. El marido de Anita era profesor de Literatura en un instituto y estaba bastante considerado por los republicanos. Enseguida le dijeron lo sucedido en casa de Elvira, pero su mujer y él no pudieron hacer más que llevársela a casa y preparar los trámites legales para que enterraran al marido.

    —No, Manuel está bien. Le hemos dejado escondido en una embajada —dijo doña Ester a su cuñada.

    Estaban en el recibidor, una sala espaciosa, con un tresillo, un piano que tenía cerradas las tapas, varias sillas pegadas a la pared y dos o tres sillones ocupando las esquinas. Doña Elvira vestía de luto riguroso y estaba muy demacrada. Tendría cuarenta años, pero aparentaba más. En menos de dos meses había envejecido. No tenían hijos y casi siempre estaba acompañada de algún sobrino.

    Después del entierro de Luis, ella regresó a Madrid, donde habitualmente vivía. Junio y julio los pasaba en El Escorial, y agosto y parte de septiembre, en San Sebastián. Luis, su marido, era ingeniero industrial y dueño de una fábrica de motores de riego que tenía instalada en un pueblo de Guipúzcoa, adonde se desplazaba todas las semanas, unas veces en coche, un Cadillac o un Chrysler indistintamente, aunque si hacía mal tiempo viajaba en tren.

    —¡Y este niño!… ¡Lo que habrá padecido este niño! —decía doña Elvira acariciando a su sobrino. José María permanecía callado conteniendo el dolor y la rabia. Recordaba a su padre, la mirada que le echó cuando salían de la embajada, y a aquellos hombres que habían estado en su casa, que la habían asaltado para llevárselo a la fuerza y para matarlo; y apretaba los puños y se mordía los labios.

    Aquellas dos mujeres eran dos personas indefensas, pero reconocía que su madre se había comportado con mucha serenidad y valentía. Fue ella quien tomó todas las decisiones y quien, buscando entre los papeles que había en un armario, sacó las cédulas de identidad de ella y de su padre y cerca de dos mil pesetas que tenía escondidas entre las hojas de un libro de misa.

    Su padre era funcionario del Ministerio de Hacienda y el sueldo no daba para mucho. Él estudiaba sexto de bachillerato en un colegio que había cerca de su casa, en la calle de Guzmán el Bueno. Sí, era verdad que había visto a su padre hablar con otros compañeros y amigos de política. Lo que quería su padre era que los bancos no ganaran tanto, que las tierras estuvieran bien repartidas y que todos los chicos pudieran estudiar. Pero eso también lo decían otros hombres que no eran amigos ni compañeros y hasta lo había escuchado a un jesuita una vez que le llevaron a una conferencia en el aula del Instituto Cervantes.

    —Pasad, pasad —decía doña Elvira sin poder contener las lágrimas. Cuando comunicó a su cuñada Ester que habían asesinado a su hermano, doña Ester se acercó a verla. Otra cosa no podía hacer y estuvo acompañándola hasta que se dio cuenta de que su marido también corría peligro, porque también estaba perseguido. Y aunque llevaba muy dentro la pena por la muerte de su hermano, también sentía en lo más profundo el miedo a que su marido fuera asesinado. Y él y su hijo era lo que más quería en la vida.

    Aunque la diferencia social entre la familia de Luis y su cuñada y la de ella era grande, se veían con frecuencia. Por lo menos una vez al mes pasaba la tarde en la casa de Elvira, y un domingo sí y otro no, su hijo José María estaba invitado a comer en casa de su tío Luis. Eso al muchacho no le agradaba mucho, porque había que guardar muchas composturas en la mesa. Servía la comida un mayordomo con guante blanco y no se podía mojar el pan en las salsas ni intervenir en la conversación de los mayores; y cuando ya habían comido el postre, había que pedir permiso a la persona más anciana para levantarse de la mesa. Claro que todos estos inconvenientes quedaban compensados a media tarde cuando el tío Luis le entregaba un duro de propina y el chófer le daba una vuelta en el Chrysler, generalmente por el Retiro, y luego le dejaba a la puerta del cine Royalty, donde ponían películas de El Gordo y el Flaco (Stan Laurel y Oliver Hardy), de Pamplinas (Buster Keaton) y de Tarzán. Allá a las seis y media de la tarde, José María regresaba a casa muy contento y sin acordarse del protocolo que había tenido que padecer durante la comida.

    A su marido tampoco le gustaban mucho las visitas a casa de su cuñada Elvira, que era muy remilgada y cuidaba mucho las palabras y estaba siempre contando las visitas o las limosnas que hacía a los pobres, a quienes les llevaba garbanzos, azúcar y aceite. Y también alguna prenda de abrigo, sobre todo bufandas de lana que ella misma confeccionaba. Su marido le decía que no comprendía cómo su hermano se había casado con una mujer tan simple, que estaba constantemente suspirando y quejándose de que la vida fuera tan triste. Su hermano Luis era un hombre de acción, enérgico, que había hecho la carrera con bastante sacrificio, que se había costeado los estudios dando clases a otros compañeros que disfrutaban de una elevada posición económica. Ester y Luis eran hijos de un empleado que llevaba la contabilidad de una joyería de la Plaza Mayor, y malamente pudieron hacer los primeros estudios. Ella conoció a Manuel una tarde, en el paseo de Recoletos. Se vieron y enseguida les entró el flechazo, pero no pudieron hablarse hasta pasadas algunas semanas. Ester siempre iba acompañada de su tía Margarita y era imposible acercarse a ella y que hablaran alguna palabra. Por fin, una tarde, la tía Margarita tuvo que ir al servicio y la dejó sola sentada en un banco del paseo. Bastaron unos minutos para que él le declarara su amor y juntos convinieran verse a la salida del colegio. Manuel acudía puntual y daban un paseo muy corto, que a ellos les parecía que apenas duraba unos segundos. Por fin, Manuel ganó unas oposiciones al Ministerio de Hacienda y formalizaron las relaciones. Se casaron un día de mayo del año veintiuno. Manuel nunca hablaba de política en su casa y aceptaba las cosas como venían. Pero, a partir de la proclamación de la República, cambió de parecer y a los pocos meses se mostraba agitado y hasta exteriorizaba las protestas a la hora de la comida. Ella callaba y le parecía que todo aquello no podía terminar bien, aunque aceptaba sumisamente lo que decía su marido.

    Su hermano Luis terminó la carrera y aquel día fue de gozo en su casa. Sus padres mostraban el título de ingeniero y las personas que lo veían y lo tocaban, que eran como ellos, abrían los ojos de admiración, pero más de una vieja amiga vaticinaba que aquello no conduciría a nada bueno. «No es normal que el hijo de un empleado sea ingeniero. No sé dónde iremos a parar», comentó, porque los nombres de ingenieros que ella leía en los ecos de sociedad de ABC tenían apellidos que pertenecían a la alta sociedad. No había Fernández y Rodríguez y López a secas, sino que eran marqueses y duques y condes los que ejercían carrera tan brillante.

    Su hermano Luis conoció a Elvira en una fiesta que dieron los antiguos alumnos de la Escuela de Ingenieros en el hotel Ritz. Se casaron al poco tiempo, porque su hermano tenía prisa por salir de la casa donde vivían, un bajo interior en la calle de Martín de los Heros. Quería un piso con luz, alegre, sin humedad y que estuviera situado en un barrio de categoría social y elegante. Donde pudiera recibir a sus nuevos amigos, gentes importantes, y ofrecerles una copa de Jerez con holgura y sin que cada poco apareciera su madre que iba a la habitación «a buscar no sé qué cosa».

    A poco de casarse supieron que no podían tener hijos. Había buscado un piso en la calle de Serrano, en el barrio de Salamanca, que pagaba de renta ciento cincuenta pesetas al mes. Trabajó primero en una empresa privada, pero pronto se independizó y montó la fábrica de motores en Guipúzcoa. En poco más de cuatro años hizo una gran fortuna y a sus padres les daba todos los meses doscientas pesetas, aparte de los regalos que les hacía en los días de cumpleaños. A ella, a Ester, también le hacía obsequios y, desde que había nacido José María, le pagaba el colegio y lo invitaba a comer y al cine y le daba propinas. Los padres estaban muy contentos y sentían una gran felicidad y mucho orgullo de poder decir que tenían un hijo ingeniero, que vivía en la calle de Serrano. «Un vecino suyo es ministro», decían, y las amigas de la madre abrían la boca de admiración.

    Ahora estaban las dos cuñadas juntas. Una viuda y la otra en peligro de serlo. Las dos estaban desamparadas, aunque Elvira disponía de una fortuna y eso tranquilizaba bastante. Bien sabía Ester que el dinero resuelve todos los problemas. O la mayoría de ellos, porque pensaba qué sucedería si hubieran matado a Manuel. Se habrían quedado ella y José María en la calle, sin ninguna ayuda. Habría tenido que ponerse a trabajar. Ella, a coser por las casas, y su hijo, de botones o chico de los recados en una tienda. Sus padres habían muerto y su único medio de vida era su marido. De su cuñada solo podía esperar caridad, y esto le molestó de tal forma que a punto estuvo de marcharse. Pero se contuvo por su hijo.

    —Esta gentuza no dejará viva a ninguna persona decente —exclamó doña Elvira echándose nuevamente a llorar—. ¿Sabes por qué asesinaron a Luis?

    Doña Ester estaba muy poco enterada de las actividades de su hermano. No sabía si era bueno o malo, si trataba bien a la gente o era altivo y orgulloso. No es que fuera a admitir que, si no se portaba bien con los obreros, existiera justificación para matarlo. Pero lo cierto es que apenas conocía el carácter de Luis. Cuando empezó a ganar dinero con las clases que daba a sus compañeros ya hacía una vida un tanto independiente. Además, ella era chica y no le dejaban meter baza en las conversaciones que tenían sus padres y su hermano.

    —Pues lo ha matado un representante que teníamos en Madrid y que Luis le despidió porque se quedó con mil pesetas de más en una comisión. Así se ha vengado ese ladrón —dijo doña Elvira, que volvió a dejar correr las lágrimas—. Y, además, ha ido al hotelito de El Escorial y se ha llevado todo lo que teníamos. Mis joyas, mis vestidos, mi plata… todo, lo ha robado todo.

    Doña Ester pensó que lo peor era haber perdido al marido, pero no quiso enturbiar más el dolor de su cuñada, a la que intentó consolar inútilmente. Por fin, dejó de lagrimear y se cogieron del brazo.

    José María seguía silencioso pensando en el sufrimiento de aquellas dos mujeres. Él había intuido que algo tenía que suceder. Un día que había huelga general, iba con su padre por la plaza de la Moncloa y les sorprendió una manifestación. Llegaron los guardias y dispararon unos tiros al aire. Su padre le dio un empujón y lo arrojó al suelo al tiempo que él también se tumbaba. Vieron cómo los guardias pegaban con sus porras a los manifestantes, que gritaban «libertad para los presos políticos». Los soldados que hacían guardia a la puerta de la Cárcel Modelo formaron también y pusieron a punto sus armas de fuego, dispuestos a usarlas si alguno de los revoltosos se atrevía a dar un paso adelante. Los caballos de los guardias pisoteaban a los que gritaban, y muchos de ellos quedaron tendidos en el suelo dando gritos de dolor. Vinieron los de la Cruz Roja y se los llevaron en camilla. A otros los metieron en unos coches cerrados, pintados de negro y con rejillas a los lados.

    Los metían a empujones dándoles culatazos en los riñones. Cuando pasó todo el tumulto, su padre y él se levantaron, se limpiaron las ropas que se habían ensuciado de polvo y regresaron a casa. La madre, al verlos sudorosos y sucios, los regañó, pero cuando le explicaron lo que había sucedido, se abrazó a su marido y se echó a llorar. Al día siguiente, José María contó todo en el colegio y sus compañeros lo miraron con admiración. Ellos no salían de casa cuando se anunciaba una huelga. Sus padres se lo prohibían y se quedaban en casa jugando a la lotería y haciendo los deberes del colegio. A él, sin embargo, le gustaban esas revueltas callejeras. Aunque estuviera todo muy alborotado, su padre le dejaba que fuera a clase, y además, lo estimulaba a que se acostumbrara a afrontar las cosas y a resolver las situaciones por sí mismo, sin ayuda de nadie. Su madre, sin embargo, le esperaba impaciente y no se quedaba tranquila hasta que regresaba del colegio. Su padre, algunas veces, llegaba más tarde de lo que tenía por costumbre, y entonces su madre no hacía más que asomarse al balcón y ver si aparecía por la esquina de la calle. Y hasta que no lo veía no dejaba de ir y venir.

    Un día se sobresaltó mucho. Sus padres discutían en la habitación y esto le llenó de una gran tristeza. De puntillas se acercó para escuchar y supo que su padre llevaba una pistola y su madre lo había descubierto. Él decía que era para defenderse y ella replicaba que de quién, pero el padre no respondía. Por fin dejaron de hablar y él regresó a su cuarto y se metió en la cama. Tardó en dormirse

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