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Qué hacer con un pasado sucio
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Libro electrónico397 páginas6 horas

Qué hacer con un pasado sucio

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José Álvarez Junco reflexiona en este libro sobre el peso de los pasados traumáticos en las sociedades humanas (guerras civiles, genocidios, dictaduras), su posible utilización política y su manipulación al servicio de objetivos actuales. Aunque su foco es la guerra civil española y el primer franquismo, los compara con la Alemania nazi, el Chile de Pinochet, la Colombia de guerrilleros y paramilitares o la Sudáfrica del apartheid, entre otros casos. El libro se desarrolla en tres niveles: la construcción de la imagen colectiva, la narración histórica y el rastreo de lo que queda de aquel trauma. Desde la primera perspectiva, recuerda cuál era la complaciente y autocompasiva imagen que los españoles se habían construido sobre sí mismos en las décadas o siglos anteriores y cómo integraron en ella aquellos brutales hechos, sobre todo en las interpretaciones elaboradas por sus intelectuales de mayor prestigio. Desde la segunda, narra lo que pasó en España, el origen de la crisis política de los años treinta, el desarrollo de los acontecimientos durante la misma, la dura represión de los años cuarenta, la evolución posterior de la dictadura y su superación durante la Transición. El tercer aspecto versa sobre qué hacer tras aquel trauma, qué políticas se han tomado en relación con las víctimas, y cuáles se podrían implantar para superarlo de una vez, si tal cosa es posible. El debate sobre la conveniencia de recordar u olvidar es inagotable y el autor no defiende aquí una respuesta tajante. Desde su larga experiencia como historiador y adoptando siempre una mirada distanciada y una perspectiva internacional, se plantea su complejidad y la conveniencia de evitar explicaciones sencillas y maniqueas para favorecer la convivencia social.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 may 2022
ISBN9788419075284
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    Qué hacer con un pasado sucio - José Álvarez Junco

    José Álvarez Junco

    es catedrático emérito de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido investigador o profesor visitante en diversas universidades extranjeras, entre ellas Oxford y la Sorbona de París. De 1992 a 2000 ocupó la cátedra Príncipe de Asturias del Departamento de Historia de la Universidad de Tufts (Boston, Massachusetts), y dirigió el Seminario de Estudios Ibéricos del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Harvard. Entre 2004 y 2008 fue director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y consejero nato de Estado.

    Sus publicaciones han versado sobre historia política, social y cultural española de los siglos XIX y XX. Entre ellas destacan La ideología política del anarquismo español, 1868-1910 (Siglo XXI, 1976); El Emperador del Paralelo. Alejandro Lerroux y la demagogia populista (Alianza Editorial, 1990); Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Taurus, 2001), por la que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2002 y el Premio Fastenrath de la Real Academia Española, en 2003; Las historias de España. Visiones del pasado y construcción de identidad, con Gregorio de la Fuente Monge, Carolyn P. Boyd y Edward Baker (Crítica y Marcial Pons, 2013) y El relato nacional. Historia de la historia de España (Taurus, 2017), con Gregorio de la Fuente Monge. En Galaxia Gutenberg ha publicado Dioses útiles. Naciones y nacionalismos (2016) y dirigido la edición, junto a Adrian Shubert, del libro colectivo Nueva historia de la España contemporánea, 1808-2018 (2018). Es colaborador habitual del diario El País.

    José Álvarez Junco reflexiona en este libro sobre el peso de los pasados traumáticos en las sociedades humanas (guerras civiles, genocidios, dictaduras), su posible utilización política y su manipulación al servicio de objetivos actuales. Aunque su foco es la guerra civil española y el primer franquismo, los compara con la Alemania nazi, el Chile de Pinochet, la Colombia de guerrilleros y paramilitares o la Sudáfrica del apartheid, entre otros casos.

    El libro se desarrolla en tres niveles: la construcción de la imagen colectiva, la narración histórica y el rastreo de lo que queda de aquel trauma. Desde la primera perspectiva, recuerda cuál era la complaciente y autocompasiva imagen que los españoles se habían construido sobre sí mismos en las décadas o siglos anteriores y cómo integraron en ella aquellos brutales hechos, sobre todo en las interpretaciones elaboradas por sus intelectuales de mayor prestigio. Desde la segunda, narra lo que pasó en España, el origen de la crisis política de los años treinta, el desarrollo de los acontecimientos durante la misma, la dura represión de los años cuarenta, la evolución posterior de la dictadura y su superación durante la Transición. El tercer aspecto versa sobre qué hacer tras aquel trauma, qué políticas se han tomado en relación con las víctimas, y cuáles se podrían implantar para superarlo de una vez, si tal cosa es posible.

    El debate sobre la conveniencia de recordar u olvidar es inagotable y el autor no defiende aquí una respuesta tajante. Desde su larga experiencia como historiador y adoptando siempre una mirada distanciada y una perspectiva internacional, se plantea su complejidad y la conveniencia de evitar explicaciones sencillas y maniqueas para favorecer la convivencia social.

    Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

    Edición al cuidado de María Cifuentes

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: mayo de 2022

    © José Álvarez Junco, 2022

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2022

    Imagen de portada: © Estudio Pep Carrió, 2022

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-19075-28-4

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    A mis nietos Jaime, Josete, Nacho,

    Martín, Pablo, María, Gala y Jimena.

    Que no viváis nada como aquello.

    Que seáis razonables, si lo vivís.

    Y justos; pero no justicieros.

    Índice

    Introducción

    Agradecimientos

    Capítulo 1. De qué estamos hablando: historia, conmemoración, mito

    Capítulo 2. El gran relato heredado. La autoimagen española hacia 1898

    Capítulo 3. Desastre y regeneración

    Capítulo 4. El trauma

    Capítulo 5. La dictadura nacionalcatólica

    Capítulo 6. Otros pasados difíciles de digerir

    Capítulo 7. La Transición política española

    Capítulo 8. Medidas reparadoras

    Capítulo 9. Las dudas sobre el éxito

    Capítulo 10. Memoria colectiva, memoria histórica, justicia transicional

    Capítulo 11. Qué queda por hacer

    Capítulo 12. Reflexiones finales

    Notas

    Introducción

    El tema de este libro no es fácil de explicar en pocas palabras. Aunque la mayor parte de sus páginas, si se piensa bien, giran alrededor de un episodio central: la guerra civil española de 1936-1939. No se trata, sin embargo, de un intento de narrarla una vez más, ni de reinterpretarla, ni mucho menos de rectificarla o de buscar revancha. Es, más bien, una reflexión sobre ella, un deseo de comprender cómo la vivieron sus protagonistas y la explicaron los intelectuales más influyentes del momento, un rastreo de las heridas que aún puedan quedar y alguna sugerencia sobre cómo ayudar a cerrarlas.

    Todo esto, escrito por alguien que no es exactamente un especialista en aquel hecho histórico. Pese a haber publicado ya muchas páginas, más de las debidas, sobre la cultura política contemporánea española, no hay entre ellas ningún estudio serio sobre la guerra civil. Lo cual no quiere decir que no haya rondado mi cabeza desde hace muchos años. Porque no sólo es lo más grave que ha ocurrido en este país, que es el mío, a lo largo de varios siglos, sino que tuvo lugar poco antes de que yo naciera, mis padres la vivieron y yo crecí en el régimen que surgió de ella.

    Como cualquier español de mi edad, puedo contar docenas de historias relacionadas con la guerra. Absurdas y crueles casi todas, ejemplares algunas. Al abuelo de uno de mis mejores amigos lo mataron los llamados «rojos», no por haberse significado en política, sino porque tenía tierras –no gran cosa– y porque iba los domingos a misa. El que, al revés, no iba a misa, sino que se cambiaba de acera cuando veía venir al cura, era el tío Joaquín, de quien mi padre decía que era muy buena persona y que jugaba mucho con él, que era niño; al tío Joaquín le fusilaron en Badajoz los que él hubiera llamado «fascistas». En el pueblo en el que yo crecí, donde decían que no había habido guerra, porque desde el primer día fueron territorio «nacional», hubo veintinueve fusilados, algo más de uno por cada cien habitantes, y varios de sus cuerpos siguen aún perdidos por el campo. En el pueblo de al lado, sin embargo, cuando llegaron los falangistas y pidieron la lista de los rojos al párroco, don Basilio –a quien recuerdo muy bien, bajito, gordo, socarrón–, este se irguió desde su metro cincuenta de estatura y les contestó: «aquí el más rojo soy yo, ¡fuera del pueblo!». Y allí no hubo muertos.

    En mi caso, mi primer atisbo de la guerra me llegó a través de Remedios, una mujer joven de grandes ojos tristes, vestida siempre de negro, que venía a casa a lavar y se pasaba horas arrodillada, en el patio, restregando la ropa contra el tablero ondulado; me impresionaban las yemas de sus dedos, arrugadas como garbancitos por el agua fría. Ella fue la que en algún momento me susurró, medio a escondidas, que los falangistas no eran tan buenos como me contaban, que también habían hecho cosas... Hubo chicas a las que cortaron el pelo al cero, seguía, les dieron aceite de ricino o las desnudaban, ya sabes. No, yo no sabía, tenía seis o siete años. Mi madre me añadió que Remedios era de familia de sindicalistas –cuántas palabras nuevas– y le habían matado a un hermano cuando la guerra. Remedios se casó por poderes con un novio que estaba en Francia; mi padre le ayudó con el papeleo y yo aprendí aquello de «por poderes». Al poco de casarse, Remedios se marchó también a Francia. Alguien me dijo, en una visita al pueblo, unos sesenta años después, que acababa de morir allí. Nunca había regresado, ni yo volví a verla.

    Todo era misterioso, como emanado de un gran agujero negro, porque a los mayores no les gustaba hablar de estas cosas. Siempre me intrigó y, sin embargo, nunca lo investigué en serio. Algún amigo, a quien respeté y quise mucho, y que aparecerá más de una vez en estas páginas, me lo preguntó un día: «¿Y tú por qué no has escrito nunca sobre la guerra? En tu libro sobre el anarquismo te quedaste en 1910; en el de Alejandro Lerroux te limitaste a su juventud radical, dejando de lado su papel en la Segunda República; en tu Mater Dolorosa estudiaste sólo el nacionalismo español del siglo XIX, cuando en la guerra el nacionalismo fue crucial…».

    «Es que soy demasiado pesado, detallista», le contesté, «me acabo quedando en la introducción, apenas llego al primer capítulo; pero lo que siempre he querido entender ha sido la guerra civil». Y era cierto. Sobre los anarquistas, que por entonces creía lo más interesante, lo más romántico y original, que había producido el país, quería explicar lo que habían hecho en la guerra, que me parecía coherente con sus principios, aunque también violento y poco oportuno. Pero empecé por su ideología política, su visión del mundo, y nunca sobrepasé el siglo XIX. Con Lerroux, también me sedujo el fogoso demagogo que fue de joven y no tuve tiempo para pensar en aquel político conservador de los años treinta, a quien votaba el ciudadano medio, que quería ver progresar el país y menor peso clerical y militar, pero que tampoco soportaba el desorden. En el caso del nacionalismo, empecé por lo que creí que eran sus etapas de surgimiento y desarrollo inicial; y, una vez más, apenas entré en el siglo XX.

    Ahora, por fin, me lanzo a escribir sobre la guerra. No ya como investigación, porque este trabajo no ofrece nada nuevo sobre ningún aspecto o período de aquel conflicto, ni tampoco como visión de conjunto. Es una obra menos ambiciosa, pero, a la vez, lo es más. Porque se trata de una reflexión global, compleja, que recorre, u oscila entre, al menos tres terrenos: la narración histórica, la construcción de la imagen colectiva y el rastreo de lo que queda de aquel trauma.

    El primero de estos aspectos, el descriptivo, recuerda lo que pasó en España, cómo se llegó a la gran crisis política de los años treinta, cómo se desarrollaron los hechos antes, durante y después de la misma, en qué consistió la dictadura de 1939-1975 y cómo se salió de ella durante la Transición. Todo, por supuesto, de forma muy sintética, porque lo contrario sería enciclopédico y este libro quiere ser abarcable.

    Para ello he procurado resumir lo que se sabe, sin innovaciones, pero con la información más amplia y fiable que he podido reunir. Los especialistas encontrarán, en esta parte narrativa, inexactitudes, simplificaciones, insuficiencia de fuentes… No es eso lo que me preocupa; es inevitable en un libro de síntesis. Lo que me dolería sería que encontraran que mis datos están escorados en uno u otro sentido, que esconden deformaciones, conscientes o inconscientes, que prejuzgan el resultado. Porque a la precisión quisiera añadir el mayor equilibrio del que soy capaz. Equilibrio, sospechoso término, como ecuanimidad o imparcialidad, que ya estará haciendo sonar las alarmas de algunos. Con él quiero decir sin previa toma de partido; lo que no significa equidistancia o asepsia, como espero demostrar; parto de la base de que había una legalidad constituida, que era la República, problemática pero no ilegítima, y que quienes conspiraron contra ella y organizaron el golpe militar que fracasó parcialmente fueron los responsables de la guerra.

    El segundo nivel en el que se mueve esta obra se refiere a cómo vivieron los españoles aquellos hechos y cuáles fueron las interpretaciones que les proporcionaron sus intelectuales de mayor prestigio, en especial los historiadores; es decir, cómo se integró un hecho tan excepcional, tan brutal, en la imagen –complaciente, pero también autocompasiva– que habían construido sobre sí mismos en las décadas o los siglos anteriores. Es un terreno que conozco mejor, para el que incluso repito ideas ya expuestas en alguna publicación previa sobre la formación y el desarrollo de la historia de España.

    El tercer aspecto versa sobre qué hacer tras aquel trauma, qué políticas se han adoptado en relación con las víctimas, y cuáles se podrían adoptar, para superarlo de una vez, si tal cosa es posible. El propio título del libro se refiere a esta vertiente. Es la parte más original, quizás, lo cual no quiere decir que sea pionera, porque existe toda una literatura especializada sobre el asunto que ni siquiera puedo presumir de conocer a fondo; de nuevo, espero que esta carencia se compense con la visión global en que se inserta todo. De lo que, desde luego, soy consciente es de que con ello entro en un terreno radicalmente distinto a los anteriores. No es ya pensar sobre el pasado, ni explicar cómo lo vieron en su momento, sino intentar influir sobre el presente. Lo que introduce una tensión, que recorre estas páginas, entre el supuesto análisis objetivo, distanciado, de un problema pretérito, y la intervención, la oferta de propuestas prácticas, para el día de hoy.

    El conjunto es excesivo para un solo autor, y desborda, desde luego, el campo que se supone propio de un historiador. Porque, para plantearse algo tan amplio, además de ser historiador haría falta ser politólogo, jurista e incluso sociólogo, antropólogo, quién sabe si analista de literatura o aspirante a político...

    Dada la ambición de la obra, sólo cabe presentarla como un ensayo. No es lo que firmaría un experto en este fenómeno concreto, familiarizado con todas las fuentes y las propuestas interpretativas sobre el mismo. Es una reflexión, repito, firmada por alguien que ha trabajado sobre tantos temas que rozan a este, y que, sin perder por completo el rigor del experto, tiene una edad y una experiencia que le permiten atreverse a integrar sus diversas conclusiones en una visión de conjunto.

    El historiador, por otra parte –y permítanme que matice así, antes de exponerlas, algunas de las cosas que defiendo en el texto–, al haber dedicado más tiempo y mayores esfuerzos que la mayoría de sus conciudadanos al conocimiento del pasado, puede comparar la situación actual con otras anteriores, insertarla en un recorrido de largo alcance del propio país. Relativiza, de esta manera, lo que narra, lo ve con mayor distancia de la que tienen los que lo viven de forma inmediata. Si a ello le añade una visión razonada y convincente, puede aspirar a ser una voz pública, una especie de –y perdonen la petulancia– conciencia colectiva que reflexiona sobre la marcha de su sociedad en términos globales.

    A esta visión panorámica en el tiempo he intentado añadir también otra en el espacio. En el caso de este libro, comparando la guerra española y el franquismo con la Alemania nazi, el Chile de Pinochet, la Colombia de la guerrilla y los paramilitares o la Sudáfrica del apartheid, entre otros casos. El conocimiento de lo que ocurrió en esos otros países permite entender mejor, en términos comparados, lo ocurrido en España. Y tranquilizar, espero, a quienes me leen o escuchan. Porque, para empezar, les hará caer en la cuenta de que los españoles no somos tan raros.

    Pondré un ejemplo sobre cuánta luz proporciona la distancia. Si un francés nos describe su país bajo la ocupación nazi de 1940-1944 como un pueblo unido a favor de la resistencia, con un Gobierno títere en Vichy respaldado sólo por cuatro traidores, cualquier español enterado le sonreirá con malicia y le recordará que Philippe Pétain no era tan impopular y que quien derrotó a los nazis fue Dwight D. Eisenhower. Ese mismo español puede que le describa, en cambio, la llamada guerra de la Independencia, de 1808-1814, como un levantamiento popular masivo contra los invasores napoleónicos; y el francés que sepa algo de historia le opondrá la misma sonrisa escéptica y le hará ver cuántas fuerzas vivas del país estaban con José I y que quien derrotó a sus mariscales fue el duque de Wellington. Entender la complejidad es más fácil cuando se piensa en ejemplos ajenos, cuyas luces y sombras aceptamos mejor porque no cuestionan nuestra imagen autocomplaciente. En cambio, es más difícil cuando hay algún tipo de intervención extranjera, como en los dos ejemplos anteriores, porque el nacionalismo simplifica el conflicto y expulsa el mal, sin más, al exterior.

    Reivindico, pues, el papel del historiador, o de este científico social que puede que esté idealizando, como intelectual público, como pedagogo, como voz reflexiva que expone y aclara, y quién sabe si allana algo el camino para resolver, hechos o períodos problemáticos.

    No me pasaré de la raya en esta idealización, de todos modos. Porque no voy a pretender que ese historiador/científico social sea un predicador, guiado sólo por su racionalidad y sus principios morales, situado fuera o por encima de los problemas que nublan la vista y el juicio de los demás; ni mucho menos alguien que oriente y sermonee a quienes tienen en sus manos la toma de decisiones políticas. Karl Mannheim o Julien Benda, en la primera mitad del siglo XX, presentaron así al intelectual, como situado por encima de los intereses y las pugnas diarias del ciudadano de a pie. Aquello fue tan poco convincente entonces como lo es ahora. El propio Julien Benda fue, al final, uno de tantos intelectuales cuyo «compromiso» en la lucha contra el fascismo le llevó a ocultar o disculpar los crímenes de Iósif Stalin.

    Esta propuesta de proyectar sobre el presente el conocimiento adquirido a través de los problemas del pasado obliga a distinguir, de nuevo, al menos tres niveles de discurso en este libro: el del historiador, que cuenta, lo mejor que puede, lo ocurrido; el de los partidarios de la «memoria», que reivindican los derechos de las víctimas; y el de los gobernantes, que deciden sobre las medidas de justicia o de política conmemorativa que deben adoptarse.

    De historia y memoria hablaré bastante a lo largo de las páginas que siguen. Pero adelanto que me siento más cómodo con el primero de estos términos, porque lo entiendo como basado en datos y apoyado en explicaciones racionales; aunque luego, como veremos, tenga sus recovecos. El de la memoria, histórica o colectiva, es un campo más emocional, y hasta su mera mención tiende a ponernos nerviosos a los intelectuales o pensadores políticos. Algún filósofo, como Reinhart Koselleck, ha fustigado iracundo la idea misma de «memoria colectiva» como invento ideológico al servicio del poder. A Émile Durkheim y Maurice Halbwachs, padres de esta idea, les llamó los creadores de la «Iglesia nacional republicana francesa».

    Pero la memoria, como los mitos, los símbolos o las políticas conmemorativas, sintetiza emociones. Y, como todos estos campos, es necesaria para, en palabras de Oswald Spengler –que evocaba, a su vez, a Johann Wolfgang von Goethe–, entender la «infinitud fáustica» de los humanos. Es seguramente uno de los problemas del historiador o científico social puro, que, al moverse entre conceptos, se apoya en una racionalidad demasiado fría y se mueve con dificultad en el terreno de lo cultural, lo simbólico, lo emocional.

    Ernst Cassirer definió, sin embargo, al ser humano como «animal simbólico». Los símbolos son necesarios, entre otras cosas para relacionarnos con comunidades amplias; para construir esos demos de los que formamos parte y sin los cuales es imposible entender una democracia. Con lo cual, para la vida en libertad, un buen tratamiento simbólico puede que sea tan importante como, o más importante que, una explicación racional convincente.

    Pero lo simbólico, me dirán, tiene muchos inconvenientes. Es mudable, para empezar, gira cual veleta, según cambia el viento. En la España de la Transición, por ejemplo, la vencedora moral de la guerra civil, la que proporcionaba legitimidad al régimen que se estaba gestando, era la izquierda. Pero, con el nuevo siglo, la derecha se recuperó y algunos de los historiadores más leídos en las últimas décadas han exhibido un neofranquismo poco disfrazado. Giro que se ha debido, quizás, a una ausencia de política conmemorativa, o a una política que se ha visto como reivindicativa y puede haber dañado a la izquierda. Quizás habría que pensar en una «memoria» más reconciliadora e inclusiva.

    Por otra parte, estas políticas conmemorativas se centran siempre en las víctimas, y nadie discute que deba ser así. Pero, al homenajear a las víctimas, estamos adentrándonos en lo más emocional del pasado, lo que nos lleva al mundo del sentimiento, de ese romanticismo que tanto dificulta la comprensión de los problemas políticos. Algo de este tipo ocurre cuando se presume de que Madrid no cayó en noviembre de 1936 porque fue defendido por «el pueblo». ¿No sería mejor reconocer que si Madrid se defendió fue, precisamente, por lo contrario, porque la República dejó de lado la espontaneidad y, en lugar de una gran movilización popular, lo que logró fue organizar, al fin, un ejército? ¿No deberíamos, entonces, homenajear menos al pueblo y más a aquellos militares que fueron leales a la Constitución que habían jurado defender?

    Combinemos, pues, siempre el homenaje emocional con una dosis de racionalidad. Aun sabiendo que la racionalidad no cubre todos los terrenos, no satisface todas las angustias, al menos tiene, al revés que la emoción, mayor posibilidad de acercarse al consenso. Y el valor del consenso sobre un pasado tan conflictivo como una guerra civil es incalculable. Aunque la referencia al consenso nos obliga, de nuevo, a ser sinceros y reconocer que hoy siguen sin darse las condiciones adecuadas para lograrlo. No sólo por los insalvables abismos que separan a los principales partidos políticos desde hace ya décadas, sino por la diversidad de la sociedad, por la multiplicidad de recuerdos, por la muy distinta acogida que pueden suscitar las medidas compensatorias, por el diferente significado que tienen las mismas palabras en distintos contextos sociales.

    El historiador, volvamos a él para terminar, nunca debe intentar sustituir al político, como encargado de gestionar y resolver los problemas de la comunidad. Pero sí debe explicar lo ocurrido sin dejar de lado ninguno de los múltiples puntos de vista existentes, pensando en todos, intentando que todos se sientan incluidos en su relato; de esa manera, al menos, si no resuelve problemas del pasado, tampoco creará otros nuevos. Lo que no debe hacer es disfrazarse de historiador para ejercer de abogado. Su función no es defender causas, sino explicar lo ocurrido. Para lo que deberá evitar los maniqueísmos, los modelos sencillos y ejemplares del bien y del mal, de héroes y villanos. Con este tipo de historias, lo que se logra es fabricar tiranos, o admiradores de tiranos. Si se insiste, en cambio, una y otra vez, en lo complejo que ha sido todo, se ayuda a comprender también las complicaciones del presente, se fabrican ciudadanos tolerantes, capaces de convivir en paz con gente distinta a ellos, tanto política como culturalmente.

    No nos obstinemos, pues, en cerrar el debate sobre la guerra civil, sobre el franquismo, sobre la Transición. No intentemos llegar a un relato único, pactado entre todos, admisible por todos. Estos temas seguirán siempre abiertos a la investigación histórica. Lo único posible, y exigible hoy, es hablar de ellos con la mayor sinceridad, con la mayor documentación. Pero sabiendo que hay, y siempre habrá, muchas memorias, muchas versiones de la historia. No todas son igual de respetables, por supuesto, y algunas, abiertamente partidistas y perversas, deben ser rebatidas sin piedad. Pero hay que hacerse a la idea de que siempre habrá muchas, y muy variadas, que merecen ser escuchadas.

    Ahora debería detenerme, porque aquí termina la tarea del historiador. Aunque, repito, en este libro excedo este límite y me atrevo a sugerir soluciones. Lo que, de nuevo, me hace sentir incómodo. Para empezar, porque las medidas que se le ocurren a cualquiera son, ante todo, legales. Y eso no pone fin al asunto. Lo que las víctimas, o sus herederos, reclaman es otra cosa: es reconocimiento, admisión de culpabilidad. Algo que requeriría un cambio colectivo de actitud. Para lo cual ya no bastan ni el historiador ni el político; sería preciso un psicólogo o psiquiatra colectivo.

    Agradecimientos

    Estas páginas fueron leídas, al menos parcialmente, por amigos de confianza, como Fernando Alfayate, mi propio hermano Manolo, o Jorge M. Reverte, que ya no está entre nosotros. Julián Casanova, Fernando del Rey y Octavio Ruiz Manjón leyeron las páginas sobre la guerra civil; el capítulo 8 fue leído por Teresa Elorriaga, y el 11, por Fernando Martínez, que me ayudó a precisar conceptos y actualizar datos. Especialmente cuidadosa y crítica fue Paloma Aguilar, que me hizo repensarme el proyecto entero, me temo que sin lograr que lo rectificara tanto como debía. Una versión extractada del libro se debatió en el Seminario de Historia Santos Juliá, donde me aportaron ideas José Babiano, Hugo García, Javier Moreno, Javier Muñoz Soro, Pili Mera o Miguel Ángel Ruiz Carnicer; especialmente amplios fueron los comentarios de Marisa González de Oleaga y Antonio Cazorla. Otra lectura crítica se hizo en el seminario de historia que celebramos con José María Aranaz, Jesús Ceberio, Soledad Gallego, José Luis Ledesma, Meli Guardiola y José Andrés Rojo. A todos ellos les agradezco sus críticas y sugerencias, que me han sido muy útiles y he incorporado en la medida de lo posible. Agradezco también a Cuca Iglesias y Lucía Blasco los textos escolares que me pasaron sobre la guerra civil y el franquismo. Gracias a Gregorio de la Fuente Monge por permitirme repetir aquí algunas ideas expuestas en obras que hemos escrito y publicado juntos. Y a María Cifuentes, con quien, como siempre, ha sido un placer trabajar y de cuyas sugerencias he aprendido tanto.

    CAPÍTULO 1

    De qué estamos hablando:

    historia, conmemoración, mito

    Una de las manzanas preferidas por el diablo para envenenar las peleas entre los humanos son las palabras confusas. Pocas cosas dificultan más la comprensión de los problemas que los términos y discursos con significado distinto, o incluso opuesto, para los individuos o grupos envueltos en ellos. Y eso es lo que ocurre en el tema sobre el que versa este libro, que, al calor de los debates sobre los nacionalismos y las identidades colectivas o sobre las víctimas de conflictos de un pasado a veces muy lejano, han nacido y alcanzado gran fuerza vocablos de alta carga emocional, pero significado ambivalente: a unos les atraen como luminosos, a otros les repelen por amenazantes, pero ninguno logrará explicarnos con facilidad qué es lo que quiere decir con ellos.

    Comenzaremos, pues, estas páginas con una reflexión, y una propuesta inicial cuando sea posible, sobre el significado con que a continuación usaremos los términos.

    El punto de partida podría ser el contenido de la palabra «historia». La historia es lo que hacen los historiadores. Es decir, un saber académico dirigido al conocimiento del pasado basándose en datos probados con la máxima certeza posible e interpretados a partir de un esquema explicativo que quiere ser convincente. Así descrito, es un saber que se proclama científico; y no le faltan razones para hacerlo, siempre que no se adopte ante este adjetivo una actitud de beatería ni de veneración ciega, sino que se comprenda que la ciencia es un tipo de conocimiento limitado y transitorio, valioso sólo mientras no es superado por nuevos avances o descubrimientos.

    Situar a la historia entre las ciencias tampoco significa pretender ponerla al nivel de la química o la biología. En primer lugar, por la subjetividad y aleatoriedad que domina su recogida de datos. El historiador no puede seleccionar a su gusto toda la evidencia documental que cree útil para su objeto de investigación, sencillamente porque no ha sido descubierta aún, o incluso no lo será nunca, ya que el paso del tiempo la ha hecho desaparecer. Alguien escribió que el historiador no puede compararse al cocinero que va a la pescadería y selecciona con libertad las piezas que necesita para el plato que tiene previsto preparar ese día, sino que se parece más bien al pescador que sale al océano y que recoge lo que cae en sus redes; a veces, nada o casi nada; otras, algo azaroso e inesperado. Claro que el botín tampoco es totalmente aleatorio, pues no usa cualquier clase de cebo ni de redes, ni los lanza en cualquier zona del océano, sino que hace, en todos estos casos, lo que cree más adecuado para el tipo de presa que desea capturar.

    El segundo obstáculo con el que topa la historia, en su intento de equipararse con las ciencias duras, es la subjetividad de la interpretación. Un mismo vestigio puede significar cosas diferentes para los distintos historiadores. Lo cual añade al problema del carácter parcial de los datos otro sobre lo discutible de su significado.

    La tercera dificultad con que se encuentra el historiador es su imposibilidad de experimentar. Es lo que más tajantemente diferencia su tarea de la de un científico duro, que puede repetir un proceso añadiendo o eliminando elementos o factores para dilucidar cuál de ellos es el que causa el resultado final. Para los procesos históricos, el estudioso puede defender el carácter decisivo de un factor, por el que se inclinan él o su escuela, pero le resulta imposible repetir el proceso, añadiendo o eliminando aquel factor a voluntad, para demostrar así la solidez de su tesis. Lo más que puede hacer el historiador es comparar su caso con otros similares o paralelos, razonando de la manera que cree más persuasiva acerca del peso de los distintos ingredientes, para demostrar así su influencia sobre el resultado final. Pero la comparación no tiene la fuerza probatoria de la experimentación; y muchos incluso discutirán la posibilidad de comparar procesos que creerán sustancialmente distintos.

    Un cuarto y último obstáculo para que la historia pueda convertirse en una ciencia dura es la necesidad de usar artificios literarios al escribir el relato. No olvidemos que Theodor Mommsen, un historiador, fue un temprano premio Nobel de Literatura. Nos guste o no, la historia es una rama de la literatura. «Los escritores y los historiadores practicamos dos géneros asimétricos de ficción», decía Augusto Roa Bastos cuando le preguntaban sobre sus novelas históricas. La importancia del artificio literario es tal que algún historiador posmodernista ha defendido la pura y simple posibilidad de cambiar el final del relato.¹ Pero es un exceso. La historia es una construcción literaria, sí, pero constreñida por unos límites que no tiene la narrativa de ficción. En primer lugar, porque no es pura invención, sino que tiene que apoyarse en unos hechos establecidos a partir de una base documental contrastable. Y, en segundo, porque tiene que apoyarse en un esquema explicativo racional. Este último siempre será debatible, por supuesto, y ello es positivo porque no es posible, ni deseable, un relato único, como no lo es un pensamiento único. Pero es en todo caso un límite más, garantizado por la opinión de la

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