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Vidas truncadas: Historias de violencia en la España de 1936
Vidas truncadas: Historias de violencia en la España de 1936
Vidas truncadas: Historias de violencia en la España de 1936
Libro electrónico835 páginas9 horas

Vidas truncadas: Historias de violencia en la España de 1936

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La política española en la primera mitad de 1936 es uno de los temas más atractivos y polémicos del debate entre los historiadores sobre el contexto del golpe de Estado y el inicio de la guerra civil. Hasta ahora se ha insistido en la disputa entre partidos e ideologías. También se ha especulado mucho sobre el alcance de la violencia política. Pero no se ha tenido en cuenta que aquélla es, sobre todo, una historia de individuos y vivencias personales ricas en matices y en la que aparecen no pocas contradicciones. De eso se ocupa este libro, de personas, lugares y experiencias concretos. Los nombres de los protagonistas, sus ideas y sus acciones, sus relaciones sociales y laborales, su implicación en la actividad política o sus anhelos y sus miedos. Este libro no cuenta "los orígenes de la guerra" de la forma clásica. Lo que hace es narrar desde abajo, identificando algunos de los protagonistas y sus circunstancias, para explicar cómo se transitó desde un período tan complejo, apasionante y convulso como el de la primavera de 1936 hasta otro de guerra abierta en el verano de ese mismo año. Estamos ante una perspectiva crucial para analizar y comprender cómo se embarcó el país en una confrontación bélica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 mar 2021
ISBN9788418526626
Vidas truncadas: Historias de violencia en la España de 1936

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    Vidas truncadas - Fernando del Rey

    Manuel Álvarez Tardío es catedrático de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Rey Juan Carlos. Experto en la vida política del siglo XX, sus estudios sobre la Segunda República española han contribuido a una profunda renovación de la historia de ese período. Entre otras publicaciones, es autor de Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (2002), que fue Premio Nicolás Pérez Serrano; El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (2005); y la biografía de José María Gil-Robles. Un conservador en la República (2016). En 2017 publicó, en colaboración con Roberto Villa, el libro que ha cambiado por completo nuestra perspectiva sobre las elecciones anteriores a la guerra civil: 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, con más de seis ediciones y un impacto sobresaliente. Ha codirigido varios libros, destacando Políticas del odio (2016), un análisis de la violencia y la crisis de la democracia en la Europa de entreguerras; y más recientemente, junto con Javier Redondo, Podemos. Cuando lo nuevo se hace viejo (2019).

    Fernando del Rey es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en historia de Europa y España en el siglo XX, sus líneas de investigación se han ajustado al estudio de la acción política del mundo empresarial, las relaciones entre política y economía, el conservadurismo autoritario y la violencia política. En los últimos años ha centrado su mirada en la Segunda República española, convirtiéndose en uno de los especialistas más activos y renovadores en este campo. Entre sus publicaciones sobresalen los siguientes libros: Propietarios y patronos (1992), La defensa armada contra la revolución (1995), El poder de los empresarios (2002, escrito con Mercedes Cabrera), Paisanos en lucha (2008) y Retaguardia roja, publicado por Galaxia Gutenberg en 2019, por el que ha recibido el Premio Nacional de Historia 2020. También ha sido animador de obras colectivas que han alcanzado un importante impacto historiográfico y mediático. Entre ellas, cabe destacar el volumen Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española (2011) y, en codirección con Manuel Álvarez Tardío, The Spanish Second Republic Revisited. From Democratic Hopes to Civil War, 1931-1936 (2011) y Políticas del odio. Violencia y crisis de las democracias en el mundo de entreguerras (2017).

    La política española en la primera mitad de 1936 es uno de los temas más atractivos y polémicos del debate entre los historiadores sobre el contexto del golpe de Estado y el inicio de la guerra civil. Hasta ahora se ha insistido en la disputa entre partidos e ideologías. También se ha especulado mucho sobre el alcance de la violencia política. Pero no se ha tenido en cuenta que aquélla es, sobre todo, una historia de individuos y vivencias personales ricas en matices y en la que aparecen no pocas contradicciones. De eso se ocupa este libro, de personas, lugares y experiencias concretos. Los nombres de los protagonistas, sus ideas y sus acciones, sus relaciones sociales y laborales, su implicación en la actividad política o sus anhelos y sus miedos.

    Este libro no cuenta «los orígenes de la guerra» de la forma clásica. Lo que hace es narrar desde abajo, identificando algunos de los protagonistas y sus circunstancias, para explicar cómo se transitó desde un período tan complejo, apasionante y convulso como el de la primavera de 1936 hasta otro de guerra abierta en el verano de ese mismo año. Estamos ante una perspectiva crucial para analizar y comprender cómo se embarcó el país en una confrontación bélica.

    Este libro está financiado por: Ministerio de Ciencia e Innovación-Agencia Estatal de Investigación y FEDER. Proyecto con referencia HAR2015-65115-P (MINECO/FEDER)

    Edición al cuidado de María Cifuentes

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: marzo de 2021

    © Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, 2021

    © de los textos: sus autores, 2021

    De las imágenes 15 (inf.), 19, 20 y 54:

    © Alfonso, Carlos Sáenz de Tejada, VEGAP, Barcelona, 2021

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2021

    Imagen de portada:

    Niño con bandera en la manifestación

    del Primero de Mayo de 1936.

    © Biblioteca Nacional de España

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-18526-62-6

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Índice

    Nota sobre los autores

    Abreviaturas y acrónimos

    Introducción

    1. DE VECINOS A ENEMIGOS

    Años de orden

    Nunca podremos olvidar

    Un choque esperado

    Huelga, detenciones y hogueras

    Celebraciones de mayo

    Desobediencia militar

    En poder de «las fuerzas leales»

    Cuentas pendientes

    2. MÁRTIRES DEL DEBER

    El sacrificio del agente de Investigación

    ¡Al Congreso! ¡Al Congreso!

    Del motín al magnicidio

    Dos entierros, dos policías, dos bandos

    3. MORIR VITOREANDO A ESPAÑA

    Fracaso en Madrid

    Dos africanistas muy diferentes

    Incómodos en la República

    Fuera de juego

    Enfrentados en el tribunal

    4. CRUZAR EL RUBICÓN POR EL EBRO

    El desbordamiento

    ¿Balsa de aceite?

    Un capitán y varios piratas

    Cuando el río suena…

    Un represar interminable

    5. ANATOMÍA DE UN RADICAL

    Un joven bolchevique que se hizo socialista

    Agitador profesional

    El oportunista

    Cambio de amigos

    El zorro, guardián del gallinero

    Abjurando de su pasado

    El final

    6. «CAYÓ EN MADRID MIRANDO A ROMA»

    Sin libertad no hay patria

    Comprometido con Octubre

    Comandante de batallón

    Un «mártir de la juventud»

    Entre la memoria y la Historia

    7. BAJO EL SIGNO DE LA REVOLUCIÓN

    La ambición de un adolescente

    En prisión

    Juicio I

    Clandestinidad

    Juicio II

    Veredicto y ejecución

    ¿Culpable de todos los cargos?

    8. CAPTURA Y MUERTE DE UN LÍDER AGRARIO

    Patrón de patronos

    Diputado en Cortes

    La quiebra del terruño

    El golpe y la violencia en la calle

    De Madrid al cementerio

    Epílogo

    Fuentes y bibliografía

    Notas

    Nota sobre los autores

    Manuel Álvarez Tardío es catedrático de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Rey Juan Carlos. Experto en la vida política del siglo XX, entre otras publicaciones, es autor de Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (2002); El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (2005); y la biografía de José María Gil-Robles. Un conservador en la República (2017). En 2017 publicó, en colaboración con Roberto Villa, 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular. Ha codirigido varios libros colectivos, destacando The Spanish Second Republic Revisited (2011), Políticas del odio (2016) y, junto con Javier Redondo, Podemos. Cuando lo nuevo se hace viejo (2019).

    Fernando del Rey Reguillo es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en la historia política del siglo XX, entre sus publicaciones sobresalen los siguientes libros escritos como autor único o coautor: La Cámara de Comercio e Industria de Madrid, 1887-1987 (1988); Propietarios y patronos (1992); La defensa armada contra la revolución (1995); El poder de los empresarios (2002); Paisanos en lucha (2008) y Retaguardia roja (2019). También ha dirigido o codirigido diversas obras colectivas. Entre ellas destacan Palabras como puños (2011), The Spanish Second Republic Revisited (2011) y Políticas del odio (2017).

    José Luis Ledesma Vera enseña Historia de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid. Sus investigaciones han girado alrededor de la violencia durante la guerra civil y su posguerra, con una atención particular en la zona republicana, y de la dimensión comparada de las violencias revolucionarias. Es autor de Los días de llamas de la revolución: violencia y política en la retaguardia republicana de Zaragoza durante la guerra civil (2004), coautor de Violencia roja y azul. España 1936-1945 (2010), así como director de La Guerra Civil en Aragón (2006, 12 vols.) y coeditor de Culturas y políticas de la violencia. España siglo XX (2005).

    Roberto Muñoz Bolaños es profesor de Ciencias Sociales en las universidades Francisco de Vitoria y Camilo José Cela. Especialista en historia militar de España en el siglo XX, es autor de 23-F. Los golpes de Estado (2015), Guernica, una nueva historia: las claves que no se han contado (2017), Las conspiraciones del 36: Militares y civiles contra el Frente Popular (2019), El 23-F y los otros golpes de Estado de la Transición (2021) y de una edición crítica de la obra de Ramiro Ledesma Ramos, ¿Fascismo en España? (2013).

    José Antonio Parejo Fernández es profesor titular de Historia del Pensamiento Político y Social en la Universidad de Sevilla. Sus investigaciones se han centrado en la historia política y la violencia del período de entreguerras. Entre sus publicaciones, destacan los siguientes libros: La Falange en la Sierra Norte de Sevilla (2004), Las piezas perdidas de la Falange: el Sur de España (2008) y Señoritos, Jornaleros y Falangistas (2008). También es coautor de Políticas del odio (2017) y Podemos. Cuando lo nuevo se hace viejo (2019).

    Sandra Souto Kustrín es científica titular en el Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y profesora asociada en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Autora de Y ¿Madrid? ¿Qué hace Madrid?. Movimiento revolucionario y acción colectiva (1933-1936) (2004) y Paso a la juventud. Movilización democrática, estalinismo y revolución en la República Española (2013), ha editado también diversos números monográficos para revistas de gran prestigio, como Hispania o Spagna Contemporanea.

    Nigel Townson es profesor titular en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Es autor o editor de numerosos libros, tales como La República que no pudo ser: la política de centro en España (1931-1936) (2002), ¿Es España diferente? Una mirada comparativa (siglos XIX y XX) (2010), Social Movements and the Spanish Transition (2017) y The Penguin History of Modern Spain, 1898-2020 (2021).

    Sergio Vaquero Martínez es colaborador del Departamento de Historia, Teorías y Geografía Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, y profesor tutor del Centro Asociado a la UNED de Elche. Especializado en el mantenimiento del orden público y el control policial de la protesta en la Segunda República, ha publicado diversos artículos en las revistas Espacio, Tiempo y Forma, Ler História , Historia y Política e Hispania, así como un capítulo en el volumen Polícia(s) e segurança pública: história e perspetivas contemporâneas, coordinado por María Fernanda Rollo y otros.

    Abreviaturas y acrónimos

    (a): alias

    AABI: Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales

    AARD: Archivo Amaro Rosal Díaz

    AASM: Archivo Agrupación Socialista de Madrid

    AC: Acción Católica

    ADGGC: Archivo de la Dirección General de la Guardia Civil

    AGA: Archivo General de la Administración

    AGHD: Archivo General Histórico de la Defensa

    AGMA: Archivo General Militar de Ávila

    AGMS: Archivo General Militar de Segovia

    AGMI: Archivo General del Ministerio del Interior

    AH: Archivo Histórico (Fundación Pablo Iglesias)

    AHFAM-FAMM: Archivo Histórico Fundación Antonio Maura, Fondo Antonio Maura Montaner

    AHMAH: Archivo Histórico Municipal de Alcalá de Henares

    AHN: Archivo Histórico Nacional

    AHPCR: Archivo Histórico Provincial de Ciudad Real

    AHPZ: Archivo Histórico Provincial de Zaragoza

    AHTMS: Archivo Histórico Territorial Militar de Sevilla

    AJA: Alianza Juvenil Antifascista

    AJTMZ: Archivo del Juzgado Togado Militar 32 de Zaragoza

    AMC: Archivo Municipal de Caspe

    AMLS: Archivo Municipal de La Solana

    AMTL: Archivo Manuel Tagüeña Lacorte

    AP: Acción Popular

    AS: Archivo Sanjurjo

    AUN-FFC: Archivo de la Universidad de Navarra, Fondo Fal Conde

    carp.: carpeta

    CDMH: Centro Documental de la Memoria Histórica

    CEDA: Confederación Española de Derechas Autónomas

    CEPA: Confederación Española Patronal Agrícola

    CG: Causa General

    CMMF: Colección Mariano Mayordomo Fernández

    CNT: Confederación Nacional del Trabajo

    CPIP: Comité Provincial de Investigación Pública

    DGS: Dirección General de Seguridad

    DSC: Diario de Sesiones de las Cortes

    exp.: expediente

    f.: folio

    FAI: Federación Anarquista Ibérica

    ff.: folios

    FC: Fondos Contemporáneos

    FE: Falange Española

    FETTE: Federación Española de Trabajadores de la Tierra

    FJS: Federación de Juventudes Socialistas

    FPI: Fundación Pablo Iglesias

    FUE: Federación Universitaria Escolar

    IISG: Internationaal Instituut voor Sociale Geschiedenis (Ámsterdam)

    IJC: Internacional Juvenil Comunista

    IJS: Internacional Juvenil Socialista

    IOS: Internacional Obrera Socialista

    IR: Izquierda Republicana

    JAP: Juventudes de Acción Popular

    JONS: Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista

    JSU: Juventudes Socialistas Unificadas

    l: libro

    leg.: legajo

    LSD: Libro de Salida de Documentos

    LED: Libro de Entrada de Documentos

    MAOC: Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas

    NA/FO: National Archives/Foreign Office (Londres)

    PAE: Partido Agrario Español

    PCE: Partido Comunista de España

    PCI: Partido Comunista Italiano

    PRR: Partido Republicano Radical

    PSI: Partido Socialista Italiano

    PSOE: Partido Socialista Obrero Español

    RE: Renovación Española

    SDPC: Sesiones de la Diputación Permanente de Cortes

    sig.: signatura

    SIM: Servicio de Información Militar

    TERMC: Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo

    UGT: Unión General de Trabajadores

    UJCE: Unión de Juventudes Comunistas de España

    UME: Unión Militar Española

    UMRA: Unión Militar Republicana Antifascista

    UNFC: Unión Nacional de Funcionarios Civiles

    UR: Unión Republicana

    Introducción

    Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey

    A mediados de mayo de 1936 un nuevo gobierno de la izquierda republicana se hizo cargo de la dirección del país. Semanas antes las Cortes habían votado la destitución del presidente de la República española, Niceto Alcalá-Zamora, y, tras un período de interinidad con el presidente de las Cortes al frente, Manuel Azaña fue elegido para la más alta magistratura del Estado. Atrás quedaban ya las elecciones generales de febrero, aunque la vuelta al poder de la izquierda republicana había sido todo menos calmada.

    Las sesiones parlamentarias reflejaban bien una confrontación partidista cuya intensidad no dejaba de crecer. A la vista de una censura que mantenía controlada la prensa y la radio, especialmente en las grandes ciudades y en buena parte de las capitales de provincia, las Cortes eran un oasis donde fluía sin cortapisas la libertad de opinión. Claro que aquél no era un contexto donde se desarrollaba sin más el debate político propio de un sistema democrático. Las opiniones no sólo iban cargadas de hechos y razones, mejor o peor fundados, más o menos exagerados, también abundaban las amenazas y las descalificaciones. La Cámara desvelaba una intensidad, e incluso agresividad, tanto retórica como física, que permitía a las derechas y al centro sortear los esfuerzos de Gobernación para impedir, censura mediante, que la opinión conociera los detalles y el alcance de los numerosos conflictos que estaban enrareciendo la política nacional y minando el pluralismo político. La percepción de una supuesta e irremediable división del país en dos bandos radicalmente enfrentados crecía a ojos de muchos ciudadanos de a pie sin que las autoridades, especialmente las locales, parecieran firmemente dispuestas a impedirlo. Y aun cuando eso no podía ocultar las señales de que la política nacional, pese a los discursos de odio y los enfrentamientos violentos, no sólo no se polarizaba sino que se fragmentaba: el pacto del Frente Popular estaba rompiéndose en muchos ámbitos locales; los conflictos, a veces violentos, entre sectores sindicales de las izquierdas eran un hecho indiscutible, por ejemplo en Málaga y en Madrid; por no hablar de la profunda división interna de los cuadros dirigentes del Partido Socialista o las diferencias más que notables dentro de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), el partido mayoritario en la derecha católica, sobre la estrategia a seguir en el nuevo contexto postelectoral.

    No obstante, y por paradójico que parezca, la imagen creada por el sistema electoral, según la cual España estaba perfectamente dividida en dos bloques enfrentados en un juego de suma cero, cuya convivencia se hacía cada vez más y más difícil, no se atemperaba. Quienes mantenían las posiciones más extremas apelaban a una lógica binaria que avanzaba en la política parlamentaria con igual intensidad que en muchas calles del país: revolución o contrarrevolución, fascismo o República, marxismo o antimarxismo, España o antiEspaña. La radicalización era en parte un instrumento de la propaganda, el fruto de la retórica sostenida por los sectores extremistas interesados en despeñar al país por el camino de una violencia insoslayable. Pero era también el resultado de un duro día a día, del grave deterioro de la convivencia política a nivel local, algo que se podía palpar en cientos y cientos de pueblos y ciudades en los que se achicaban drásticamente los espacios de libertad para los perdedores de febrero.

    En esa situación, algunos pronosticaban un futuro cercano cargado de violencia, donde sólo quedaría espacio para uno de los dos bandos. Otros, sin embargo, confiaban en que la «recuperación» de la República, si bien había despertado venganzas y excesos, éstos remitirían con el tiempo y aquella se acabaría imponiendo a medida que el programa del Frente Popular se fuera cumpliendo y las masas dieran rienda suelta a sus anhelos emancipadores. Y unos pocos, con más buena voluntad que capacidad de influir en las relaciones entre el Gobierno, los socialistas y la oposición conservadora, se esforzaban por llamar al entendimiento y la moderación. Mientras, el Ejecutivo navegaba por aguas turbulentas que sabía que lo desgastaban. Atrapado en la disyuntiva entre mantener la seguridad jurídica y enfrentarse al desafío al Estado de derecho planteado por sus socios de la izquierda obrera, era cada vez más consciente de sus limitaciones y de las inquietantes consecuencias del comportamiento arbitrario de miles de responsables políticos locales. Por no hablar de las contradicciones que acechaban a un rumbo político en el que se predicaba la libertad y los derechos democráticos, pero que no se acompañaba de medidas drásticas para asegurar que se cumplieran por igual por todos los españoles con independencia de su significado político.

    Nada de esto prejuzgaba un final determinado. La partida de la consolidación de una democracia republicana frágil seguía jugándose, aunque en condiciones más sombrías de lo esperado y con varios sectores, a izquierda y derecha, deseando que llegara la oportunidad para suprimir la competencia para siempre. Al fin y al cabo, algunos de los jugadores se habían travestido de árbitros y no había, siempre y en todo lugar, garantías de que las reglas se cumplieran lo más imparcialmente posible. Desde la perspectiva de los perdedores de febrero, la situación se deterioraba rápidamente, con graves consecuencias que experimentaban muy de cerca y que afectaban plenamente a su desempeño político en el ámbito local y provincial, pero también a su vida civil, a sus actividades económicas y laborales, a las relaciones con sus vecinos y a la situación de sus familias. Para los ganadores, sin embargo, se vivían días de euforia y cambio profundo que, al menos para algunos, permitirían que la victoria del Frente Popular fuera irreversible y que nunca más volviera a «perderse» la República. Porque, como no se cansaban de repetir en los mítines Largo Caballero u otros líderes obreristas, las derechas nunca volverían a recuperar el poder ni a ejercer responsabilidades de gobierno. No obstante, también estas últimas eran conscientes de que la aceleración de los acontecimientos podía conducir a lugares no deseados.

    Pero, ¿quiénes eran esos ganadores y perdedores? Porque lo que habitualmente se llaman las izquierdas y las derechas, más allá de las siglas y de las organizaciones partidistas, se nutrían de individuos concretos. Los dirigentes locales y provinciales, los afiliados y los simpatizantes, los sindicalistas y los patronos, los muy activos líderes y militantes juveniles, todos tenían nombres y apellidos, padres y familias, ocupaciones profesionales, creencias, simpatías y animadversiones políticas, y hasta una idea, por simple que fuera, del bien y del mal. Tenían también vecinos y paisanos con los que relacionarse, un entorno cercano en el que crecer, manteniendo o cambiando su propio destino, aceptando o rechazando las tradiciones y las instituciones que se habían encontrado. No eran piezas de ningún engranaje o identidad colectiva que los mantuviera presos, sujetos a un corsé de hierro, aunque no fueran ajenos a la educación que habían recibido y a las pautas de comportamiento que replicaban o modificaban. No actuaban siguiendo un manual de instrucciones ni respondían mecánicamente a los dictados de una fuerza motriz externa. Habían nacido en un contexto familiar, social e institucional concreto, pero no estaban determinados por un futuro escrito de antemano. Dentro de muchos y variados límites, pero podían ejercer una autonomía responsable que les enfrentaba a consecuencias diversas, a éxitos y fracasos, a la felicidad o la desgracia, o, simplemente, a una natural, cambiante e imprevisible mezcla de todas ellas.

    La historia de la vida política española durante el año de 1936 no es sólo la de una confrontación de partidos o ideologías más o menos homogéneos y estructurados. Es también algo que no siempre se ha tenido suficientemente en cuenta: una historia de individuos y vivencias personales ricas en matices y contradicciones. De eso se ocupa este libro, de personas, lugares y experiencias concretas. Porque hubo protagonistas en aquella evolución compleja en la que la tensión y la violencia extrema arrinconaron progresivamente la discrepancia ordenada y el conflicto regulado, hasta lograr que algunos –⁠pocos, pero movilizados e influyentes⁠– tomaran decisiones que precipitaron una guerra civil de la que pocos pudieron o quisieron escapar.

    Los ganadores y los perdedores de febrero, los protagonistas de la primavera, los mismos que serían testigos durante la segunda parte del año de la extrema dureza y la miseria moral de una guerra entre vecinos, tenían nombres y apellidos. De ellos se habla en los capítulos de este libro, que trascienden las etiquetas y las generalizaciones para narrar las vidas y las circunstancias particulares en que los españoles pasaron de unas reñidas y polémicas elecciones a un repentino vuelco en el poder y, más tarde, a un deterioro brutal de la convivencia democrática, un golpe de Estado fracasado y finalmente a una guerra, con la experiencia desconocida y desoladora de una confrontación sangrienta que enfrentó a vecinos y viejos adversarios también en las retaguardias.

    Sí, nombres y apellidos que no siempre han tenido el protagonismo que merecían en el análisis del período, pero que resultan cruciales para analizar y comprender cómo evolucionó y hasta qué punto cambió la violencia política antes y después del golpe de Estado del 17 de julio y del comienzo de la guerra. Porque quienes denunciaban «el estado caótico y completa anarquía» después de las elecciones de febrero no eran sujetos anónimos que se movieran por simples percepciones que manipulaban sin más la realidad para crear un ambiente que allanara el camino a las conspiraciones golpistas, como tantas veces se ha repetido. Así lo hizo, por ejemplo, con esas mismas palabras entrecomilladas, Maximino Gómez, el presidente local del Partido Agrario de Zafra, en Badajoz, en una misiva enviada el 2 de mayo de 1936 a los señores José Martínez de Velasco y José María Cid, máximos responsables de su partido en la capital de la República. «Nos encontramos», les decía, en una «situación» similar en «la mayoría de los pueblos, por no decir todos, de esta desgraciada provincia». Se quejaba de graves perjuicios, todos ellos parecidos a los que esgrimían a lo largo y ancho de todo el país otros muchos como él: conservadores, liberales, republicanos del grupo de Alejandro Lerroux, e incluso republicanos de Unión Republicana y, por supuesto, algunos falangistas, que estaban escribiendo esos días a sus jefes nacionales y diputados para que trasladaran sus quejas a las Cortes o al ministro de la Gobernación. Maximino Gómez denunciaba la imposibilidad de «ejercer el derecho al sufragio» durante las elecciones a compromisarios para la elección del nuevo presidente de la República, por la existencia de agresiones realizadas con total impunidad por sus adversarios, «con el beneplácito de las autoridades» locales y con los guardias de Asalto asistiendo a las mismas como «meros observadores». Esgrimía también algo muy habitual esos días entre los lamentos de conservadores y liberales: las «rondas volantes nocturnas integradas por la juventud comunista y socialista en número de 10 a 12», que «apalean al elemento de derecha que sale de su casa», incluso con «agresiones en pleno día», sin que el alcalde de turno hiciera otra cosa que «lamentar el incidente».¹

    También tenían nombre y apellidos otros muchos simpatizantes, afiliados o cargos de la CEDA que escribieron a sus diputados en esas semanas con quejas parecidas o incluso más graves, por cuanto casi siempre se lamentaban de detenciones gubernativas arbitrarias y clausuras de sus locales, cuando no asaltos violentos a los mismos o la imposibilidad de continuar representando a sus electores en los plenos municipales. Como escribía el 7 de mayo un tal A. Barrio del Peral, militar retirado integrante de Acción Popular (AP) y residente en Cartagena, al diputado cedista Federico Salmón: «Aquí continúa clausurado todavía el local de AP».² Y lo estaba desde hacía más de un mes; como estaban también encarcelados, o lo habían estado por varios días, compañeros del partido. En el conjunto de España se contaron por miles los derechistas que, siquiera durante unas horas o días, pasaron por las prisiones durante aquellos meses sin motivos legalmente justificados, como demostraba su rápida puesta en libertad por orden judicial en la mayor parte de los casos.

    Pero los nombres y apellidos no eran sólo los de quienes transmitían los miedos y los lamentos de las filas conservadoras y liberales, por más que los testimonios de éstos, en el papel de víctimas en aquel contexto, fueran los más abundantes y los que, frecuentemente, aportaban datos concretos de las personas implicadas en sus relatos. También se pueden identificar los de afiliados o simpatizantes de los partidos obreros que, aunque con una perspectiva bien diferente a los anteriores, coincidían en reflejar una situación bastante anormal. Los socialistas de la localidad murciana de Albudeite escribían a primeros de junio al diputado de su partido, Amancio Muñoz –⁠aunque lo era por Badajoz y no por Murcia⁠–⁠, protestando por las «injusticias» cometidas contra «la clase trabajadora» cuyo inductor era, según ellos, «un monterilla apodado el Cananeo». Pero, sobre todo, denunciaban la existencia de una «guardia cívica fascista» que «recientemente» había detenido a un «obrero que ha sido objeto de malos tratos en los calabozos en los que estuvo encerrado».³

    Resulta tentador establecer una conexión causal unidireccional entre el aumento de la tensión interpartidista, los graves problemas de orden público, las represalias violentas durante esos meses de la primavera de 1936 y el desarrollo de los acontecimientos posteriores. Ésta fue, a veces, la posición fijada después por quienes vivieron la tragedia colectiva de la guerra. Sería deshonesto restar importancia a los argumentos que, en ese sentido, pudieron esgrimir aquellos, hubieran estado en uno u otro bando. Simplemente porque, desposeyendo a la guerra de unas causas previas, estaríamos privándola de un sentido histórico. Como pirueta intelectual puede resultar entretenida, pero el 17 de julio de 1936 no empezó un tiempo nuevo desde el vacío, por más que el golpe de Estado y la gestión gubernamental de su fracaso fueran determinantes para el estallido de la guerra. Todo cambió en pocas horas, entre la tarde del 17 y el 21 de julio, y lo hizo de forma radical, ciertamente. Pero ni el pasado reciente desapareció ni los protagonistas surgieron de la nada. Hubo un levantamiento militar con apoyos civiles que fracasó parcialmente y que fue seguido por una respuesta extraordinaria del Estado republicano, que optó por armar a las milicias de partidos y sindicatos para defenderse. Todo esto cambió de repente tanto los comportamientos individuales como las relaciones entre los ciudadanos y las autoridades; y lo hizo con consecuencias imprevisibles, propias de un estado de guerra. Pero no empezó sin más un tiempo nuevo; simplemente porque los protagonistas seguían siendo los mismos y cada cual llevaba su propia experiencia sobre sus espaldas. Aunque la guerra instaló precipitada y desordenadamente una nueva lógica binaria y amplificó la violencia hasta cotas inimaginables, la línea que marcaba las diferencias entre amigos y enemigos había sido trazada de antemano, al menos en los rasgos y las etiquetas que luego resultarían decisivas. Las razones, las pasiones y los odios que alimentaron esa lógica no habían surgido de repente, aunque el imperativo de amigo/enemigo propio de la guerra resultara brutalmente crucial. Eran el fruto de una pausada y peligrosa acumulación previa que en ese momento permitía dar rienda suelta a los comportamientos hasta entonces más o menos pautados por la razón del poder público y la legalidad.

    Nada de lo que pasó antes del 17 de julio provocó por sí solo una guerra civil; por la simple razón de que la historia no responde a una secuencia lógica de acontecimientos causales previsibles. Pero lo mismo podría decirse en un sentido contrario: nada de lo que pasó en los meses previos al 17 de julio fue ajeno al hecho de que hubiera un golpe de Estado, una respuesta fracasada de las autoridades vigentes y una guerra civil. Porque las armas no habían sido cargadas unas horas antes de que algunos españoles se lanzaran a quitarse la vida entre ellos. Las etiquetas que los identificaban y las pasiones y convicciones que los hacían moverse con determinación represiva y sangrienta venían de atrás. Y aunque resulta difícil saber cuántos y cómo lo hicieron, no hay duda de que algunas minorías se habían armado de antemano y estaban dispuestas a disputar una guerra para conseguir por esa vía lo que el marco de un pluralismo constitucionalizado no hacía posible, esto es, una España uniforme.

    El propósito de este libro no es contar «los orígenes de la guerra civil» en sentido clásico, sino narrar desde abajo, identificando algunos de los protagonistas y sus lugares de residencia, cómo se transitó desde un período tan apasionante y convulso como el de la primavera de 1936 hasta otro de guerra abierta en el verano y el otoño de ese mismo año. No queremos explicar la violencia de la guerra apelando a una explicación simple de lo que pasó en los meses previos. Queremos mostrar, siguiendo a algunos protagonistas, qué continuidades y qué rupturas se produjeron en diversas situaciones. Y nuestra perspectiva es la de la microhistoria. Es, por tanto, una perspectiva inductiva, en tanto que pretende extraer enseñanzas que nos aproximen a algunas conclusiones generales a partir de la observación de hechos o casos particulares. Tal enfoque cuenta ya con una trayectoria solvente desde que, amén de otros pioneros, un puñado de historiadores modernistas italianos de los años setenta, saturados por el marxismo o el estructuralismo de la Escuela de los Annales, apostaron por los individuos de carne y hueso en sus indagaciones en el pasado. Personas muchas veces anónimas, por las que los historiadores habían pasado de largo, cuyas vidas podían aportar muchas claves para la comprensión de su época o sus sociedades.

    La microhistoria nos acerca a las vivencias de individuos concretos. Es lo que se ha pretendido aquí al aproximarnos a la historia de los años treinta en España a través de personas y universos pequeños que consideramos relevantes, aunque no alcanzaran una significación de vanguardia en la vida pública de aquel tiempo. A través del análisis de esas trayectorias desarrolladas en sus espacios vitales particulares, nos preguntamos sobre las continuidades y discontinuidades entre las secuencias violentas anteriores al golpe de Estado del 17 de julio y las que se desarrollaron inmediatamente después, tras su fracaso y el estallido de la guerra. Estamos convencidos de que la violencia desempeñó un papel crucial contra el adversario político una vez que comenzó la guerra. Pero también consideramos, a su vez, que esa violencia se alimentó en gran medida de las experiencias desarrolladas antes de que se materializase el conflicto bélico, durante la primavera de 1936, por supuesto, pero incluso más atrás, a lo largo de las distintas líneas de fractura que se fueron planteando cuando menos desde 1931 y especialmente a partir de la insurrección revolucionaria de octubre de 1934.

    Como en toda Europa durante el período de entreguerras, la violencia constituyó una dimensión fundamental para la comprensión de la política en el proceso de construcción de la democracia republicana española. A estas alturas, con el nivel de conocimientos adquiridos gracias al denodado esfuerzo de los investigadores en los últimos lustros, resulta difícil no asumir que la violencia política, en sus distintas manifestaciones (las insurrecciones anarquistas, el golpe del general Sanjurjo en agosto de 1932, la revolución socialista y nacionalista de octubre de 1934, el pistolerismo falangista, las insurrecciones agrarias, las huelgas, el pistolerismo sindical, las numerosas agresiones durante las campañas electorales, los atentados…), tuvo una presencia pública muy acusada a lo largo de toda la República. Esa realidad, conviene insistir en ello, no determinó necesariamente el estallido de la guerra civil en el verano de 1936, pero sin duda alimentó las tensiones, procesos, decisiones y desencuentros que condujeron a ese estallido. Por tanto, las raíces de la violencia desplegada a lo largo de la guerra eran profundas y trascendían el mero hecho del golpe militar y la respuesta que se le dio. Esa violencia cristalizó a partir de causas de hondo calado, sin duda, que se remontaban mucho más allá de la proclamación de la República. Pero, sobre todo, fueron factores coyunturales los que la explicaron. Factores que conectaban con la cultura política de las personas implicadas, sus opciones ideológicas conscientes, sus posiciones intransigentes y las experiencias de enfrentamiento que habían protagonizado a lo largo de los años previos al estallido de la guerra.

    Es importante insistir en que España no fue un país excepcional en este sentido, aunque su historia fuera, en muchos extremos, diferente a la de sus vecinos, incluso a algunos cercanos. La violencia política que se desarrolló antes y durante la guerra civil fue la expresión de problemas, tensiones ideológicas y desencuentros políticos extremos que, con desigual intensidad pero parecidos fundamentos, proliferaron a lo largo y ancho de toda Europa durante los años veinte y treinta. Todas esas dimensiones guardaron relación con la herencia y los conflictos no resueltos tras la experiencia de la Primera Guerra Mundial (litigios fronterizos, tensiones nacionalistas, indemnizaciones de guerra…); con el desafío de una democratización frustrada en la mayor parte de los países tras esa primavera de libertades que pareció alumbrar la Paz de París de 1919; con la larga sombra de la Revolución bolchevique y de la Tercera Internacional tras el triunfo de la dictadura de Lenin en Rusia, y con la irrupción de los fascismos y la proliferación de dictaduras militares autoritarias de signo conservador en la Europa mediterránea y oriental. El denominador común a todo ello vino dado por la crisis del parlamentarismo y el retroceso de los valores liberales y pluralistas, con el consiguiente derrumbe de los regímenes representativos por todo el continente.

    En definitiva, en España se vivió un proceso parecido, aunque con tiempos a veces diferentes y particularidades indiscutibles, en el que la democratización se reveló profundamente frágil porque, entre otros factores, los partidarios de utilizar el poder de las mayorías electorales como coartada para aplastar a las minorías y socavar el pluralismo fueron muy persistentes. Fue un proceso engañoso, en el que a veces las etiquetas de fascista o antifascista, revolucionario o contrarrevolucionario, impedían apreciar el profundo debilitamiento de los valores liberales sin los que no puede funcionar ninguna democracia constitucional. Un proceso en el que se socavó la democracia desde dentro, construyendo voluntades mayoritarias irresistibles y todopoderosas que negaban el pluralismo en nombre de banderas ideológicas diversas y atractivas promesas populistas. Un proceso, sin duda, en el que la violencia política tuvo un papel protagonista, no porque hiciera imposible la consolidación de la democracia, pero sí porque achicaba el espacio de los moderados y promovía una imagen deformada pero peligrosa de una polarización supuestamente irreversible.

    El libro está integrado por ocho estudios basados de forma exhaustiva en fuentes de primera mano. Con independencia de que cada capítulo se ajuste a la libertad expositiva de su respectivo autor, todos tienen en común la adopción de una perspectiva individual y desde abajo en la que se prioriza la atención sobre las acciones y vivencias de personas concretas, más o menos relevantes en la escena pública o completamente anónimas, pero todas ellas útiles para el desentrañamiento de tramas biográficas y colectivas por definición complejas. Así, con tales presupuestos metodológicos, es como el primer capítulo se adentra en un escenario local concreto, la Alcalá de Henares de la década de los treinta, entonces una agrovilla –⁠próxima a Madrid⁠– arquetipo de muchos poblachones castellanos de su tiempo. Nada que ver con la ciudad de casi 200.000 habitantes que es en la actualidad. Poco más que un pueblo grande, ciertamente, pero que se vio sujeto a una agitadísima tensión política en la primavera de 1936 en virtud de la intensa movilización de la izquierda obrera, el cerco al que se vieron sometidos los sectores conservadores y la presencia de una importante guarnición militar en la localidad. Tanta fue la tensión acumulada en esos meses que este caso estuvo a punto de desestabilizar al Gobierno de Santiago Casares Quiroga a mediados de mayo de 1936, al tiempo que nutrió el sentimiento de descontento e indefensión crecientes en los medios castrenses.

    Muy desestabilizadora y por completo anómala resultó también, sin duda, la intensa politización experimentada por los medios policiales durante aquellos meses previos a la guerra. La Policía gubernativa, como las fuerzas de seguridad en general, también se vieron directamente salpicadas por la imparable violencia y conflictividad vislumbradas por tantos pueblos y ciudades españolas en aquel período crucial. Aquí la mirada se ha focalizado en un escenario concreto, el de la capital, Madrid, corazón del Estado republicano especialmente golpeado por los enfrentamientos violentos, el pistolerismo de distinto signo y la protesta social, con lo que ello tuvo de efectos negativos para la imagen del Gobierno y las mismas fuerzas de orden público, minadas y debilitadas no sólo por los sucesos de la calle sino por acusadas tensiones internas. Tal secuencia se analiza en el capítulo segundo del libro.

    Bien es verdad que nada estuvo predeterminado de antemano ni aquel clima enrarecido de los meses previos había de desembocar necesariamente en una guerra civil. Pese a lo cual, resultaba obligado echar una mirada a los artífices de la conspiración dirigida a tumbar al Gobierno, que luego desembocó en el golpe de Estado frustrado que abrió las puertas de par en par a la guerra civil. A ello va dedicado el tercer capítulo, que ojea las trayectorias de dos de los principales partícipes en las tramas golpistas de aquella primavera, los generales Joaquín Fanjul Goñi y Rafael Villegas Montesinos. Estos personajes, principales responsables de la sublevación en Madrid, nos aparecen aquí llenos de dudas y contradicciones, cuando no corroídos por la cobardía y el miedo a sufrir las consecuencias del posible fracaso de su opción insurreccional.

    Más allá de las grandes ciudades, la violencia de 1936 transitó también por cauces y meandros rurales, con los alineamientos singulares de cada lugar. En el capítulo cuarto se estudia la localidad de Caspe, capital del Consejo de Aragón y escenario de una de las más brutales explosiones de violencia en aquel mes de julio. Este ejemplo ilustra bien que el parteaguas de la sublevación estuvo condicionado asimismo por factores locales y regionales, como el alcance de la fractura social y la atomización política de los años treinta. Pero también por la multiplicación de grupos armados que trajo consigo el golpe militar, los equilibrios entre actores locales y venidos de fuera, y los perfiles y actuaciones concretas de cada uno de ellos. Tampoco nada estuvo escrito aquí de antemano ni vino determinado únicamente por consignas llegadas de Madrid, Barcelona o Zaragoza. La vida comunitaria se vio cuarteada por múltiples fisuras: el asesinato un año antes de un exalcalde republicano, la ingesta de ponche y coñac de un capitán de la Guardia Civil en el momento indebido, el retraso de la llegada de una columna militar zaragozana, los ánimos de vindicta de un padre que lloraba a su hija y los milicianos castigados por un asedio de día y medio bajo un sol de justicia. Todo eso, que no era mera escenografía, conforma el puzle de esta historia que aún sigue apasionándonos, tal vez precisamente porque faltan piezas para completar el rompecabezas.

    Muy gráfica, atractiva y contradictoria resulta la aproximación biográfica que se plasma en el capítulo quinto sobre una figura tan controvertida como Agapito García Atadell, ese joven bolchevique de factura temprana que acabó desembocando en las filas del Partido Socialista, donde durante varios años ejerció, en su papel de político profesional, de agitador sindicalista y agente electoral. Para después, llegada la guerra, convertirse en un responsable destacado de las fuerzas de seguridad y, desde ahí, en un activo responsable de la represión en el Madrid de los primeros meses de la revolución. Curiosamente, sin embargo, y nunca se ha resaltado este aspecto, ese nauseabundo liderazgo no le privó de implicarse a fondo en salvar las vidas de algunos derechistas concretos en virtud de su proximidad vital y las raíces comunes que compartían en su patria chica. Todo ello antes de su famosa deserción del campo republicano para intentar llegar, con los bolsillos bien llenos, a un lugar seguro; objetivo que se vio truncado cuando la Policía franquista lo capturó echando abajo sus planes.

    No menos interesante resulta la trayectoria biográfica de un personaje como Fernando de Rosa abordada en el capítulo sexto. Éste fue un socialista italiano que aterrizó en España en plena Segunda República, siendo bien recibido por sus homólogos autóctonos, que rápidamente le brindaron apoyo y le permitieron actuar dentro de la organización. De Rosa había vivido ya una intensa juventud, tras pasar de las filas fascistas a las del PSI, para terminar atentando contra el heredero a la Corona italiana y ser condenado por ello a cinco años de prisión en Bélgica. Ya en España se implicó de lleno en los preparativos para la insurrección armada de los socialistas en Madrid capital; implicación que de nuevo le condujo hasta la cárcel y le valió una condena en firme. No obstante, como tantos otros protagonistas de acciones ilegales y violentas, quedó en libertad gracias a la amnistía aprobada tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. Lejos de cualquier autocrítica, De Rosa volvió rápidamente a lo que mejor sabía hacer, esto es, las actividades de organización de una milicia juvenil armada, para acabar dirigiendo uno de los batallones «Octubre» durante la guerra y caer muerto en el frente.

    El capítulo séptimo se dedica a la figura de Rafael Salazar Alonso, miembro del Partido Republicano Radical (PRR) de Alejandro Lerroux y uno de los más importantes titulares del Ministerio de la Gobernación en los decisivos meses previos a la revolución de octubre de 1934. Este estudio arroja luz sobre ese segmento del republicanismo pragmático y para entonces muy alejado de su antiguo radicalismo, sobre el que, salvo honrosas excepciones, la historiografía ha tendido a pasar de largo, como si la República de 1931 sólo encontrara su encarnación primigenia en lo que representaron Manuel Azaña y sus adláteres. Muy implicado en las políticas de orden público a su paso por el ministerio correspondiente, Salazar Alonso enseguida fue identificado por sus adversarios de la izquierda como uno de sus principales enemigos a batir, en tanto que impugnador consciente de sus aspiraciones revolucionarias, asimilándolo con las posiciones más duras de la extrema derecha. Ello da pistas sobre su trágico destino en el verano de 1936, a pesar de que no se encontraron pruebas de ningún tipo contra él que demostraran su complicidad directa en el golpe militar.

    El último capítulo del libro recorre la significativa trayectoria de un líder agrario de segunda fila que llegó a la política tarde y a una edad avanzada, año y medio después de proclamada la República: Andrés Maroto Rodríguez de Vera. Encumbrado por sus andanzas en la importante movilización patronal que se fraguó entonces, apenas pasado un año fue elegido diputado por la coalición de derechas en las elecciones generales de noviembre de 1933. Tras obtener el acta, terminó por recalar en el Partido Agrario Español (PAE), la formación de centroderecha con la que se sintió más identificado. Como representante en Cortes y como líder patronal, acumuló vivencias intensas que culminaron en su trágico final en septiembre de 1936. Las circunstancias que llevaron a su asesinato constituyen un ejemplo muy clarificador de las implicaciones, las claves y los protagonismos que conformaron la represión revolucionaria en la retaguardia republicana. Cuando entró en política en el otoño de 1932, Maroto difícilmente pudo imaginar cuál iba a ser apenas cuatro años después el desenlace de aquella decisión.

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    De vecinos a enemigos

    Manuel Álvarez Tardío

    AÑOS DE ORDEN

    Hacía bastante frío la tarde del miércoles 21 de noviembre de 1934 cuando un convoy entró en la estación de tren de Alcalá de Henares, una pequeña ciudad de 14.000 habitantes situada al noreste de Madrid, muy cerca del límite con la provincia de Guadalajara. Cientos de personas esperaban la llegada de los militares del regimiento número 2. Habían sido convocadas por la gestora que controlaba el ayuntamiento desde hacía pocas semanas, con su alcalde, Ángel del Campo López, al frente. Querían mostrar el apoyo de los alcalaínos a sus fuerzas armadas, esos «defensores del orden en nuestra patria, hermanos también de los que en Cataluña han defendido la unidad española».¹

    Pero había también otra Alcalá que no estuvo en la estación aquella noche porque no tenía motivos para celebrar nada. Eran quienes habían secundado el pasado 5 de octubre la huelga general decretada por la Unión General de Trabajadores (UGT). Ésta había sido inicialmente un éxito en cuanto a la suspensión de la actividad económica local, si bien pronto se convirtió en un episodio más de una huelga revolucionaria fracasada. En los días posteriores se cerró la Casa del Pueblo y se llevaron a cabo «algunas detenciones de dirigentes» sindicales, aunque buena parte de los detenidos fueron puestos en libertad poco después, con la excepción de los implicados en los tiroteos habidos en los alrededores del campo de aviación.²

    Con todo, la consecuencia más inmediata e importante del carácter insurreccional del paro fue la intervención del consistorio y el nombramiento de una gestora municipal. Los concejales socialistas y de la izquierda republicana habían controlado el gobierno municipal desde la proclamación de la República. No habían conquistado la mayoría el 12 de abril de 1931, pero la incomparecencia de los ocho concejales electos en las candidaturas monárquicas, así como otras bajas, les había permitido disfrutar de ella de facto y sostener, de este modo, a un alcalde de la izquierda republicana. Esto no había variado con motivo de la victoria del Partido Republicano Radical (PRR) y la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) en las elecciones generales de noviembre de 1933, ni tampoco durante los gobiernos anteriores a octubre de 1934. La intervención sólo se produjo tras la insurrección: el gobernador suspendió a los concejales socialistas e impuso una gestora controlada por republicanos radicales y prohombres del conservadurismo local.³

    El hecho de que el consistorio pasara a manos de un equipo identificado con la élite social de la ciudad, básicamente medianos y pequeños industriales y comerciantes, supuso un vuelco capital para la política local. Tres años y medio después de proclamada la República, lo que cambiaba la relación de fuerzas y la presencia de cada sector en los actos públicos era el fracaso de una insurrección y no unas elecciones. No sólo se producía la salida de los socialistas del consistorio, sino que algunos de los más conocidos apellidos de la ciudad, como el de los Rodríguez Salinas, propietarios de un almacén e impulsores de la CEDA local, recuperaban parte del poder perdido. En las manos del ayuntamiento estaban algunas cuestiones capitales como la gestión de una bolsa de contratación de desempleados. Conviene recordar, además, que quien controlara la alcaldía podía autorizar o denegar la celebración de actos públicos, así como utilizar parte de los escasos recursos municipales en beneficio de grupos y asociaciones que habían sido excluidos del reparto durante el primer bienio.

    Las izquierdas locales lo interpretaron como una derrota en toda regla y una vuelta de «los de siempre», una frustración más tras el fracaso del movimiento de octubre, amén de un vuelco en las desorbitadas expectativas de monopolio político que había generado el 14 de abril de 1931. El poder y la visibilidad logrados por los socialistas alcalaínos parecían estar en peligro; y no porque sus dirigentes fueran encarcelados por largo tiempo, sino por la vuelta de los católicos a la calle y la demostración de fuerza de un sector social hasta entonces arrinconado.

    Como se puso de manifiesto aquella noche del 21 de noviembre, cuando las tropas triunfantes desfilaron por la ciudad, las calles del año 1935 fueron territorio recobrado de republicanos centristas y de conservadores católicos, es decir, de los ganadores de las elecciones nacionales de 1933. Significativamente, el primer aniversario de la derrotada insurrección de octubre de 1934 se celebró en Alcalá por todo lo alto, con un gran desfile militar, en el que «la caballería, a pie, con casco y traje de gala», la «Aviación con traje de paño y gorra de plato» desfilaron por el centro de la localidad, bajo la mirada agradecida de la gestora municipal y con la presencia de la «plana mayor» de los regimientos alcalaínos en los balcones del ayuntamiento. En consonancia, Acción Popular (AP) experimentó un notable impulso en ese período, reforzando su organización en la ciudad durante la primavera de 1935.⁴ Dos diputados del partido de José María Gil-Robles fueron nombrados «hijos adoptivos» de la ciudad. Uno, Rafael Esparza, era convecino, pero además se reconocía así su labor «en defensa de los intereses locales», por haber logrado los recursos financieros necesarios para iniciar las obras de abastecimiento de agua, tan caras para remediar parcialmente el paro obrero local. Cuando Esparza y José María Hueso, el otro reconocido, acudieron a Alcalá para el homenaje, varios cientos de personas del conservadurismo local abarrotaban la sala de Plenos del ayuntamiento. Un Esparza «lleno de emoción» dirigió unas palabras a sus convecinos. Estaba pletórico por la fuerza que había adquirido el cedismo en la localidad complutense, una movilización que había desbordado a los monárquicos e incluso había logrado, poco a poco, debilitar a los lerrouxistas.⁵

    1. Vista de la zona centro de Alcalá de Henares en los años treinta, con la imagen de la Iglesia Magistral al fondo. A la izquierda, en la calle de San Felipe Neri, se aprecia la fachada lateral del convento del mismo nombre, incautado durante la guerra, y en el que se instaló uno de los principales centros de detención. Fuente: Estampa, 16.05.1936.

    2. Vista general de Alcalá de Henares a comienzos de los años treinta, probablemente tomada desde la torre de la Iglesia Magistral. Fuente: Estampa, 3.10.1931.

    Pero esta demostración de fuerza era, para la orilla izquierda, un síntoma más de la usurpación derechista de las instituciones republicanas. No en vano, AP era identificada por los socialistas como un partido no ya antirrepublicano, sino fascista. Para colmo, en pleno auge del conservadurismo, hasta se constituyeron formalmente una Juventudes locales de AP y, peor aún, hicieron de anfitrionas del Congreso Nacional de las Juventudes de Acción Popular (JAP) a mediados de diciembre de 1935. Los jóvenes socialistas se enfrentaban, pues, a otro problema, el de la competencia política. Un conocido suyo, Estanislao Loeches, había resultado elegido presidente de las JAP locales, esa organización que amenazaba con disputarles el monopolio que habían logrado preservar hasta octubre de 1934. Varios jóvenes de las familias conservadoras locales se sumaron a la iniciativa, como Luis Plaza, hijo de un barbero y futuro protagonista, como se verá, de uno de los sucesos más importantes de la primavera de 1936.

    NUNCA PODREMOS OLVIDAR

    No hubo incidentes graves durante la campaña electoral de 1936 en Alcalá de Henares, aunque sí la misma intensa politización que en otros lugares del país. Pocas fueron «las columnas de la calle Mayor donde no hay colocada una octavilla anunciadora de mítines o reuniones electorales», señalaba un medio local. En cuanto al resultado, estuvo verdaderamente reñido. El votante de la izquierda obrera y republicana se mostró disciplinado y respaldó de forma casi idéntica a los tres candidatos socialistas y a los dos republicanos de la candidatura del Frente Popular por Madrid. Éstos cosecharon entre 2.249 y 2.297 votos, lo que se tradujo en la victoria con poco más del 50% de los votos totales. Sin embargo, los candidatos cedistas, coaligados con un monárquico de Renovación Española y otro gubernamental, es decir, portelista o centrista, prácticamente les igualaron en votos, logrando entre 2.246 y 2.277. Con razón, un periódico local tituló que «las fuerzas habían estado casi iguales». Si en 1933 los republicanos de Azaña en solitario no habían pasado de los seiscientos sufragios, ahora se beneficiaron del tirón electoral de los socialistas, verdadero bastión del voto frentepopulista en Alcalá. La CEDA, por su parte, mostraba una fortaleza notable para llevar tan poco tiempo organizada en la localidad. Esparza, el candidato cedista más vinculado a Alcalá, sobrepasó en votos a todos sus compañeros e incluso a los tres candidatos socialistas, quedando casi a la par de los candidatos azañistas.

    La «paz gris» de la jornada electoral –⁠así la calificó un diario santanderino de izquierdas⁠– desapareció de inmediato nada más cerrar los colegios, para sorpresa de la derecha católica local, muy confiada en que todos sabrían «respetar la opinión ajena». Como en la capital, fue cerrar los colegios, empezar a circular los primeros rumores de una victoria frentepopulista y llenarse las calles. Se produjeron concentraciones «muy nutridas» tanto el lunes 17 como el martes 18 de febrero. Y la Casa del Pueblo, que presidía Felipe Guillamas, un dirigente del obrerismo local que iba a tener bastante protagonismo durante la guerra, «sacó sus banderas» en señal de júbilo y animó esa movilización. Fue algo más que una demostración de entusiasmo y civismo. Como en tantas otras localidades del país, y para desesperación del Gobierno que presidía las elecciones, no tardaron en aparecer las coacciones y los episodios de violencia. Algunas gentes «ávidas de venganza», a decir de un medio local, aprovecharon la primera de las manifestaciones para dirigir a un grupo de participantes hacia el local de AP, mostrándose a las claras que algunos izquierdistas radicales tenían perfectamente identificados sus objetivos de antemano. Una vez allí, asaltaron y causaron graves destrozos en la sede de la derecha posibilista; aunque no lograron hacerse con la documentación, pues las fichas de los afiliados y demás habían sido escondidas poco antes, señal de que los ánimos, nada más iniciarse el recuento, no estaban muy calmados. No quedó ahí la violencia, porque los asaltantes se dirigieron luego, por toda la calle Mayor, a los comercios cuyos dueños tenían significación derechista o lerrouxista. Un objetivo estaba especialmente claro: los almacenes de uno de los integrantes de la Junta directiva de la AP alcalaína, aquel al que los diputados cedistas llamaban «Pepe Salinas». Los cristales y el cierre metálico de su establecimiento sufrieron las iras de unos asaltantes que, a juzgar por diversos testimonios, eran bastante jóvenes.

    Los dirigentes locales del Frente Popular no condenaron públicamente esas acciones. Probablemente porque no podían controlar las consecuencias de una polarización tan exacerbada, pero también porque estaban convencidos de que esos desórdenes constituían el desahogo de unas masas izquierdistas justamente ansiosas de venganza por la usurpación «fascista» de las instituciones republicanas durante el bienio radical-cedista. No obstante, esa temprana movilización y las coacciones que la acompañaron, tuvieron dos consecuencias inmediatas. Primero, el miedo se apoderó de los simpatizantes de las derechas y del lerrouxismo local, esto es, los mismos que habían ocupado la gestora municipal en los meses previos. Y segundo, algo más importante por sus consecuencias políticas: el bastón de mando del ayuntamiento pasó ipso facto a las manos de quienes lo habían controlado entre abril de 1931 y octubre de 1934; es decir, los concejales socialistas y de la izquierda republicana regresaron al consistorio y tomaron el poder. La gestora nombrada en 1934 fue cesada de inmediato, antes incluso de que terminara el recuento nacional y a la par del regreso fulgurante e imprevisto de Azaña al Gobierno en la tarde del miércoles 19 de febrero. Al igual que estaba sucediendo por todo el país, fue cambiar el Gobierno nacional y los poderes municipales en manos de radicales, cedistas y portelistas se hundieron ante la movilización y presión de sus contrarios.

    Cinco días después de las elecciones, el viernes 21, se celebró en el ayuntamiento alcalaíno la primera reunión del nuevo consejo de gobierno. Juan Antonio Cumplido, el alcalde de la izquierda republicana que había sido suspendido en octubre del 34, recuperó la presidencia. No obstante, no era su grupo político el que tenía la fuerza suficiente para gobernar en solitario. Ése era un poder que estaba en manos de la minoría socialista, presidida por Pedro Blas. Sin esta última, nadie podía aspirar a gobernar. Constituyó el único grupo homogéneo y disciplinado de concejales una vez que, a partir del cese de la gestora, los conservadores desaparecieron de la escena. De hecho, estos últimos no estuvieron presentes en la sesión de traspaso de poderes, lo que se puede ver como un claro indicio de que las coacciones callejeras de las horas previas, sumadas a las amenazas de depuración del «fascismo» durante la campaña electoral, habían alimentado el miedo entre los republicanos liberales y las derechas. Que el ambiente se había enrarecido rápidamente lo prueba, también, el hecho de que pocos días después de las votaciones empezaran las quejas de los comerciantes por una drástica disminución de las ventas en los comercios y bares del centro.¹⁰

    Lo ocurrido el día 21 de febrero no fue un relevo del equipo municipal sin más. Los concejales del Frente Popular estaban convencidos de que recuperaban algo que les había sido arrebatado de forma injusta y que les pertenecía. Significativamente, el nuevo alcalde advirtió en sus primeras palabras que pondría «de su parte todos cuantos medios pueda para que aquéllos [por los responsables de la gestora en los meses previos] no vuelvan a regentar el Ayuntamiento». Daba igual si desde abril de 1931 no se había consultado de nuevo a los alcalaínos para normalizar la vida política local, una vez que los concejales de significación monárquica habían desaparecido y los resultados de las elecciones generales de 1933 y 1936 indicaban que los vecinos estaban divididos casi a partes iguales entre las izquierdas y las derechas. Lo importante es que ellos encarnaban el espíritu de la democracia republicana de 1931 y la reacción, que les había expulsado del poder en octubre de 1934, había caído derrotada ese 16 de febrero. Así, en el mismo pleno en el que se produjo la vuelta de Cumplido, se presentaron también denuncias contra la gestora recién cesada. El concejal republicano García Isidro exigió responsabilidades por «las arbitrariedades y menosprecios» cometidos después de la huelga de octubre. Y el mismo alcalde protestó «con toda energía» por el modo en que las autoridades gubernativas habían suspendido la Corporación en 1934 y aseguró que «nunca podrá olvidar» la actuación del gobernador y de «otras personas que han estado actuando en el Municipio». No obstante, ninguno mencionó casos concretos de «arbitrariedades» ni aportó otro tipo de pruebas. Fue una denuncia genérica.¹¹

    En la diana del alcalde Cumplido estaban los integrantes de la Comisión Gestora saliente. Primero los derechistas, en su mayoría miembros de la dirección de AP, como Braulio Gallo Huidobro, Vicente Hernández Saldaña, Juan Gaviña Yarritu, Cayo del Campo Cuellar, Manuel López Linares o Alfonso Revilla. Pero también los dirigentes del Partido Republicano Radical de la localidad, especialmente el panadero Félix Postigo Elvira, que había ocupado el cargo de teniente de alcalde hasta el verano de 1935, momento en el que había abandonado el partido de Lerroux para afiliarse a la CEDA.

    El cambio del gobierno municipal tuvo consecuencias inmediatas. Las mencionadas denuncias, por genéricas

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