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Generalísimo: Las vidas de Francisco Franco, 1892-2020
Generalísimo: Las vidas de Francisco Franco, 1892-2020
Generalísimo: Las vidas de Francisco Franco, 1892-2020
Libro electrónico661 páginas13 horas

Generalísimo: Las vidas de Francisco Franco, 1892-2020

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Información de este libro electrónico

Paquito, Comandantín, Caudillo, Generalísimo, Su Excelencia el Jefe del Estado... Esas y otras denominaciones acompañaron a lo largo de toda su vida a Francisco Franco Bahamonde. Según sus biógrafos y propagandistas, el inmortal, heroico y providencial hombre enviado por Dios para salvar a España, el defensor de la patria, santificado hasta el punto de que, a su muerte, la gente le dejaría peticiones manuscritas de milagros en el ataúd. O, en su reverso tenebroso representado desde el antifranquismo, el ser tímido, reprimido y taimado, el cruel, traidor, déspota y despiadado Criminalísimo. Con este libro, Javier Rodrigo no pretende volver a reconstruir el periplo vital de Franco, sino recorrer su vida a partir de sus denominaciones: de cómo lo llamaron, y de cómo se autodenominó. El resultado es una reconstrucción a veces turbadora y siempre fascinante de los mitos adheridos a su biografía. Un recorrido desde el mito del guerrero tocado por Dios, inmortal e invencible, hasta la caricatura presente, convertido en carne de meme, pasando por su proyección narrativa como salvador de la patria, pacificador nacional, buen dictador, abuelo feliz, protodemócrata, hombre excepcional e irrepetible. Generalísimo habla de las vidas, reales o inventadas, del dictador. Pero, sobre todo, habla de nuestra historia y nuestro presente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2022
ISBN9788419075895
Generalísimo: Las vidas de Francisco Franco, 1892-2020

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    Generalísimo - Javier Rodrigo

    Índice

    Introducción. Los nombres de Franco

    1. Paquito

    Un gallego sonriente

    Dios querrá nuestro triunfo

    Patología y carencia

    Desastre e infancia

    2. Comandantín

    Como un lirio blanco en una charca

    A luchar, a vencer, a morir

    Obediencia debida

    Y su amor fue su Bandera

    Un nuevo ejército

    3. General

    Orden y disciplina

    Contra la revolución

    Miss Canarias 1936

    Muy difícil y muy sangriento

    4. Generalísimo

    Salir de la ratonera

    Nada ambicioné tanto en mi vida

    No hay Caudillo sin masa

    Un santo

    Rayo de la guerra

    Bisturí en carne que duele al propio cirujano

    5. Caudillo

    Solo ante el peligro

    Profeta de Europa

    Padre de la patria

    6. Su Excelencia...

    Ilustres visitantes

    El cabo de las tormentas

    El desarrollo como legitimidad

    Apoliticismo como política

    7. ...El Jefe del Estado

    Que veinticinco años no son nada

    Abuelo feliz

    Qué duro es morir

    Coda: Criminalísimo

    Muerte en el Valle

    Indeseado fantasma

    Francisco

    Notas

    Fuentes y bibliografía

    Agradecimientos

    Introducción

    Los nombres de Franco

    Su Excelencia, Caudillo, Generalísimo, Cerillita, Paca la Culona, Miss Canarias 36. Todas esas denominaciones hacen referencia a la misma persona: a Francisco Franco Bahamonde (1892-1975). El militar que más rápidamente ascendió a general en la Europa de su tiempo. El vencedor de una cruenta guerra civil entre 1936 y 1939, la más importante de las que tuvieron lugar en Europa entre 1918 y 1949. El jefe del Estado en España entre 1936 y 1975, título jamás revocado por ninguna norma o ley posterior. El que dio nombre al régimen contrarrevolucionario nacido en la guerra, perteneciente en sus orígenes a la familia de los fascismos europeos, evolucionado después –sin renunciar jamás a su legitimidad de origen, la Victoria– hacia un Estado autoritario-desarrollista de base fundamentalista católica, un sistema de poder unipersonal y providencialista, en última instancia gerontocrático, que solamente finalizó con su muerte y con la votación, tres años después, de una Constitución democrática en España.

    Generalísimo no pretende volver a reconstruir el periplo vital de Franco, sino recorrer su biografía a partir de sus denominaciones: de cómo lo llamaron, y de cómo se autodenominó. Este libro estudia la vida de Franco, pero también, y sobre todo, los mitos adheridos a su biografía, identificando sus orígenes y explorando sus largas o cortas vidas. No es pues una biografía, sino una metabiografía que analiza la vida y las representaciones biográficas del dictador, contextualizándolas en un marco historiográfico actual y ambicioso. Y propone, en última instancia, un viaje por los mitos sobre Franco, desde el del niño acomplejado hasta el del buen dictador, el Franco banal, familiar, austero, paternalista y patriota al que tan duro le pareció morir, con paradas por el Franco guerrero inmortal en Marruecos, el represor de Asturias, el golpista, el Generalísimo y el César invicto que libró a España de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, trajo el bienestar y preparó la democracia. Mitos a los que se suman las miradas críticas y las representaciones actuales de un Franco criminalísimo, traidor frío y calculador, criminal despiadado y detestable. Mi objetivo no es otro que tratar de comprender el lugar que ocupa el dictador en la historia reciente de España y de los españoles, a partir del análisis de cómo sus vidas, la real y la imaginada, se han proyectado sobre la sociedad.

    Franco se creó a partir de su biografía, siendo este, el biográfico franquiano, uno de los géneros de literatura política más importantes de la España del siglo XX. Este es posiblemente uno de los grandes descubrimientos de este libro, cómo la reconstrucción mitologizada de la vida de Franco se convirtió, hasta bien entrados los años de la consolidación de su dictadura, en una de las grandes fuentes para la construcción de su legitimidad. En tanto que clave de bóveda del régimen que encabezó, la representación de su figura y de su vida formaría parte de manera central e insoslayable del núcleo explicativo para comprender la naturaleza de su poder. Un poder excepcional –o mejor dicho: de excepción– donde la idea providencialista, el hecho de erigirse en el elegido de Dios para salvar y conducir a España, fue siempre la base simbólica para la construcción de su «mando natural» desde el momento en que hubo de ejercerlo, es decir, tanto en el tiempo del caudillaje militar coagulado el 1 de octubre de 1936 como en el del fascismo desplegado, y también (y hasta su muerte) en el del posfascismo autoritario-desarrollista de base fundamentalista católica. Este libro busca desentrañar cuánto de verdad y cuánto de mito tienen los grandes relatos sobre el Generalísimo desplegados desde antes de la guerra civil y, sobre todo, durante y después de la misma.

    Tratar sobre Franco no es una tarea sencilla. Sobre todo, cuando hay que lidiar con la propaganda y la construcción en positivo del personaje y de su mito, pero se es consciente de sus sombras. O más que sombras, de los abismos de terror –también del terror cotidiano, diario, ambiental– que forman parte de toda esa porción del relato que no está delante, pero que existe, tapada por las cortinas de la hagiografía y la banalización. Escribir sobre Franco es hacerlo no solamente acerca del líder victorioso sobre el que muchos españoles proyectaron sus ideales e identidades, sus afectos y sus esperanzas, sino también sobre la persona que encabezó y venció una guerra civil terrible que acabó o truncó la vida de cientos de miles de personas, que se situó como líder máximo, «líder natural» como lo llamarán muchos en este libro, de un paraestado primero y un Estado después, España, su España, en el que se ejecutó con o sin defensa explícita a decenas de miles de seres humanos, se impuso una política de ocupación territorial de largo recorrido basada en la explotación colectiva del enemigo común, que estableció mecanismos de internamiento judicial y extrajudicial masivos, que usó mano de obra forzada de mujeres y hombres por igual (pero diferenciados por la inferioridad reconocida de ellas frente a ellos), que desplegó una guerra irregular sin cuartel contra la resistencia armada y contra miles de civiles que la apoyaban o toleraban en diferentes grados, que aprobó y sostuvo con determinación la existencia de una parte de la ciudadanía transterrada, refugiada, desplazada forzosamente fuera de las fronteras del país. Un hombre que después de cumplida esa tarea de limpiar España y redimir a los españoles, consagró su vida a ser la clave de bóveda de un régimen político fundamentalista y autoritario-desarrollista donde fueron norma de Estado la falta de empatía hacia el vencido y la exclusión social, política, económica y cultural del no perteneciente a la comunidad nacional.¹

    Ese es, en última instancia, el personaje principal de este libro, y para conocerlo nos acercaremos a él a través, como decía, del análisis de sus biografías escritas, radiadas, impresas. En una pura especulación, podríamos pensar que aquí se va a analizar la idea que el dictador pudo llegar a tener de sí mismo. Me gusta creer que he podido reconstruir cómo Franco se imaginó a través de sus biógrafos, aunque esta es, obviamente, una mera conjetura. Como se ha podido saber gracias al largo proceso judicial y político que ha reintegrado a la titularidad pública el Pazo de Meirás (Sada, A Coruña), al menos en la escasa biblioteca personal –seguramente menguada por años de transportes familiares– de la residencia veraniega de los Franco no se conservan biografías, más allá de unos cuantos libros de compromiso, de caza o de pesca.² Con todo, a mi juicio es bastante probable que las conociese, e incluso que sí las leyese, al menos las escritas por personas cercanas como Joaquín Arrarás o José Millán-Astray. Como ha dicho en muchas ocasiones Paul Preston, una de las características más peculiares de Franco, y que creo es extensible a buena parte de los autócratas contemporáneos independientemente de su inteligencia o estupidez, es que se creía su propia propaganda. De ser así, Franco creyó (y alimentó con sus propias declaraciones y omisiones) que estaba tocado por el dedo de Dios (que desvió la bala que le hirió en el vientre o que, en ocasiones, le proporcionaba paréntesis vitales para dedicarlos a su formación intelectual) a fin de conseguir la destrucción implacable de los enemigos de España. Que estaba predestinado para el poder. Que era un líder invencible, un guerrero profesional y vencedor sobrenatural. Que libró a España del comunismo y de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Que fue, pacificador y austero, el artífice de la modernización económica y del bienestar de los españoles, cuyo régimen les permitió prosperar en paz y concordia. Que restauró la monarquía. Y que, en suma, su misión en el mundo era velar por sus compatriotas, la gran familia de los españoles de la que era padre, el pater familias. Un Franco investido por una autoridad sobrenatural, epítome e hipóstasis de España, portavoz y brazo ejecutor de la voluntad divina elevado por los suyos para cumplir con un destino superior. Y, a la vez, uno más entre sus compatriotas, a los que abarcaría en su último suspiro en un gigantesco abrazo final de despedida.

    Seguramente, a Franco le resultaría complicado abstraerse de la corte de aduladores que lo rodeaban, que escribían sobre él mitos, fabulaciones, fantasías y deformaciones de la realidad. No sabemos si se creía los elogios y exageraciones de su corte de panegiristas (o por decirlo con una bella palabra del castellano, de lameculos), el concierto de alabanzas de los Millán-Astray o Luis de Galinsoga, o si aprobaba su exaltación biográfica, también en clave religiosa, en las ondas de Radio Nacional de España. Algo habría cuando en 1943 Ángel Pérez Rodrigo escribió que, «a pesar de todas sus maravillosas cualidades y del alto puesto que ocupa, ni la admiración continuada de que es objeto, ni los continuos éxitos logrados en todos los sectores y ambientes en que ha vivido y triunfado, no existe en él vanidad ni orgullo».³ Tampoco conocemos si pudo estar interesado en las biografías críticas publicadas fuera de España, que lo mostraban, en un negativo de esa imagen de perfección y bondad, como un dictador mediocre, temerario, criminal, cuco, taimado, ambicioso, cruel y triste. Así lo señala uno de sus biógrafos, que muestra a Franco preocupado por lo que los demás pudieran decir de él, especialmente aquellos que vivieron a su lado los hechos cruciales de su vida, por lo que durante años «leyó con fruición las memorias de sus contemporáneos publicadas en el exilio y trató de confiscar las que pensaba que le podían perjudicar».⁴ Pero todo eso es virtualmente indemostrable.

    Tampoco está claro si llegó a plantearse escribir sus memorias. Por ellas se interesó en 1964 el editor jefe de la editorial neoyorquina Doubleday & Company, Ken McCormick (responsable de las memorias de Dwight D. Eisenhower y Richard Nixon), quien pensaba que la «gran experiencia» del Caudillo había sido «expuesta de manera tendenciosa por otros testigos».⁵ En 1975 José Manuel Lara, director gerente a la sazón de la editorial Planeta, decía conocerlas y pretendía publicarlas.⁶ De su misteriosa existencia dio fe, una vez muerto, su hija Carmen. Sin embargo, de eso queda muy poco rastro, y no llega para afirmar si, efectivamente, Franco llegó a esbozar (como se dice) sus recuerdos, que quedarían inéditos. Pero sí se sabe, por ejemplo, que tuvo interés por conocer el plan provisional de algunas de sus biografías, como la de Brian Crozier, cuyo índice se puede encontrar entre sus papeles privados, y que es todo un anuncio de intenciones de narratividad histórica: según el plan de trabajo, la biografía constaría de un libro sobre el «telón de fondo histórico», otro sobre el período desde su infancia hasta la guerra civil (con un significativo «Exilio» en 1936 tachado y sustituido por «Destierro», en referencia a su envío a Canarias), otro sobre la guerra misma («Alzamiento. Dominación Roja. Cruzada. Relaciones con el Eje»), un cuarto sobre la Segunda Guerra Mundial (bien destacado: «Hendaya»), un quinto sobre la «Paz Española» («Aislamiento de España. Regreso de España a la esfera internacional. Progreso interno. Estabilización y modernización»), y un último libro: «Significado histórico del Caudillo». Y por fin, un listado de temas a discutir: la sanjurjada de 1932, la violencia en 1934, la «amenaza comunista durante la República», el «odio al comunismo», los «libros que más influyeron su pensamiento».⁷ El marco histórico aparece nítido, todos los nódulos contribuyen a la forja de los mitos de la biografía de Franco. Tanto, que la embajada española en Londres informaría con satisfacción del comentario sobre la obra en The Tablet: «no basta con triunfar en una guerra civil, como Grecia demuestra actualmente. Se necesita también a una persona extraordinaria para obtener sus frutos», y ese era el tema del «ponderado y preciso estudio» de Crozier.⁸ Quien, por cierto, también estaba, como yo, interesado en saber qué leía Franco. Si es que leía.

    Aparentemente, la lectura no era una práctica cultivada en su familia. Según el comandante de su yate, el capitán Meiras, el único libro que aparece en su camarote «es la Historia natural de Buffon, que le permite identificar los peces que pesca»,⁹ una opinión coincidente con la tipología de los libros encontrados en la residencia veraniega del Pazo de Meirás: libros de caza, pesca, regalos de legaciones diplomáticas, y aparentemente poco más. Sobre esta cuestión de las lecturas sabemos, porque lo comentó con su primo Francisco Franco Salgado-Araujo y es fácilmente identificable en los archivos de la fundación que lleva su nombre, que, en una residencia sin bibliotecas, le dedicó tiempo y aflicciones a la historia de la guerra civil de Hugh Thomas, crítica con su desempeño militar y político y que acabaría convirtiéndose en un clásico sobre la materia en su interpretación histórica liberal.¹⁰ Sin embargo, no sabemos si llegó a leer la obra o si se quedó en los informes que le preparaban sus ministros: en este caso concreto, Manuel Fraga Iribarne.

    Tampoco es tan importante. Más que la imagen que Franco, intelectual o bobo, lector voraz u ocasional que fuere pudiera tener de sí mismo, me interesa la que tuvieron los españoles de él. Lo cierto es que hay elementos de la biografía de Franco que son casi lugares comunes, pero no por conocimiento sino por sobreexposición. La vida de Franco, o mejor dicho, una determinada narrativa de su biografía, fue tan exageradamente explicada en medios propagandísticos, periodísticos o parahistoriográficos, desde Radio Nacional de España al NO-DO, desde las biografías oficiales hasta la prensa rosa, fue tan ineludible para cualquier persona nacida en España entre finales del siglo XIX y el último cuarto del XX, que acabaría calando en el conocimiento más o menos general, más o menos específico, más o menos estereotipado de la cultura contemporánea de los españoles. Su infancia y años formativos, sus últimas semanas de vida, pasando por su presencia en las guerras coloniales españolas en el norte de África, su papel contra la revolución socialista en 1934, su victoria en la guerra civil, su supuesta oposición a la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial o su agencia en la transformación económica bajo su mando serían algunos de los elementos a partir de los cuales se construyeron los valores centrales relacionados con su figura y con su poder. A partir de la construcción de su periplo vital se hablaría de su carácter infatigable (la «lucecita del Pardo»), su cercanía a la divinidad (el dedo de Dios que le guía y salva), su naturaleza bondadosa de devoto cristiano y abuelo. También, de caracteres personales como su trato distante, frío y ausente, su carácter asexuado o amanerado (con no menos ecos sensacionalistas de castidad forzosa, impotencia u homosexualidad), la escasez de su cultura, su aprendida y nunca escondida falta de empatía y hasta crueldad con sus enemigos, su supuestamente desmesurada ambición.

    Todos estos elementos de la biografía del Caudillo constituyen el cemento para la construcción social de una imagen de Franco abiertamente estereotipada, pero recurrente y sólida, fundamental para comprender la importancia de su figura en la contemporaneidad española y aprehender tanto la ferviente adhesión a su figura por una parte sustancial de la población española como la aversión en otra no menos sustancial porción de los españoles. De su dictadura emanan valores como autoridad, comunidad nacional, familia, seguridad, orden, nacionalismo de Estado, desarrollo, bienestar, pero también violencia, falta de libertades, persecución política, represión, pacatería, incultura, provincialismo. Sobre su titular se proyectan los estereotipos de heroico, familiar, austero, paternalista, patriota, pero también pío, aburrido, insensible, cruel, autoritario. De ver cómo se presentan esos valores en sus biografías va también este libro, y de cómo los pudieron percibir, qué Franco pudieron conocer los españoles del siglo pasado y del actual. Pese a no tratar sobre actitudes sociales y políticas, tema sobre el que disponemos de una amplia y fructífera bibliografía,¹¹ uno de los principales desafíos de este Generalísimo ha sido construir una historia cercana a la multiplicidad y complejidad de la figura tanto pública como íntima del dictador, más allá de una mirada vertical (construcción simbólica del liderazgo carismático, propaganda) bien estudiada ya en la historiografía.

    No es una tarea para nada sencilla. Dejando al margen los estudios biográficos de la historiografía, la sobreabundancia de los estereotipos en positivo es abrumadora, frente a quienes han tratado de contraponerlos con análisis críticos y relativizaciones de las exageraciones mitopoéticas. Es igualmente cierto que esa tendencia se ha revertido claramente con el paso de los años desde la muerte del dictador. Con la profesionalización de la historiografía (y, sobre todo, con la aparición de la gran biografía canónica, la de Paul Preston de 1993) tanto el mito de Franco como la piñata creada por el antifranquismo fueron sustituidas, al menos en las biografías publicadas, por una mirada progresivamente complejizadora. Con filias y fobias, por supuesto. Toda la historia es historia del propio presente, y todas las revisiones del pasado –sobre todo cuando tienen que ver con una figura como Franco y un tiempo, la España de la República, la guerra, la dictadura y la democracia– son siempre análisis vinculados al hic y el nunc de quienes las escriben. Nuestra mirada se ancla en la dialéctica entre pasado y presente. Pero, a diferencia de la propaganda, la historiografía no puede renunciar al conocimiento sólido de la tradición, sin el cual ningún riesgo epistémico es aceptable y toda sofisticación analítica se queda en fuegos artificiales. Ni puede, claro está, mirar hacia otro lado cuando lo que se analiza contradice los propios sesgos y las propias opiniones. Ese ha sido uno de los grandes retos de los biógrafos, no de los propagandistas, de Franco. También lo ha sido de este libro.

    A diferencia de quienes han trabajado los debates alrededor de las biografías públicas de Benito Mussolini y Adolf Hitler, aquí he tenido que afrontar una mayor duración vital del personaje. Además, me he planteado un análisis abiertamente contemporáneo. Es decir, que no tiene un límite cronológico cerrado con la muerte de su protagonista, sino que trata de adentrarse en la maraña de relatos públicos y políticos que trascendieron su desaparición. Pese a plantear un índice muy convencional en un libro de historia (se inicia en lo más lejano en el tiempo y se acaba con lo más cercano), la arquitectura de este libro es más temática que cronológica. Aborda cómo los propagandistas primero, y los historiadores después, han tratado los grandes elementos que constituyen el mito de Franco en España a través de sus biografías. En este libro aparecerán, cual juego de espejos cambiante entre narrativas, usos públicos y políticos, episodios de la vida del dictador: por un lado, su personalidad pública y la construcción biográfica de su infancia y período formativo (capítulo 1). Por otro, la imagen pública del Franco militar, primero en Marruecos (lugar donde según algunos autores «nació» la leyenda del soldado invencible, recto, justo, cruel y despiadado) y luego en Asturias (capítulo 2), y el Franco contrarrevolucionario y golpista de la Segunda República (capítulo 3). A continuación, y con especial relevancia, la creación del relato capital en la biografía política de Franco: los años centrales para la construcción de su biografía pública y de su mito, la guerra civil española (1936-1939) y su posguerra (1939-1949), en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, en los capítulos 4 y 5. Más adelante, me acerco a las metamorfosis de su imagen pública durante la larga dictadura que encarnó y a cuyo régimen dio nombre hasta su muerte en 1975 (capítulos 6 y 7). Y por fin, en la coda final, al espacio simbólico que ha ocupado Franco tras su muerte y hasta la actualidad.

    Soy consciente de los desequilibrios propios de un índice como el planteado. De los problemas metodológicos, éticos y estéticos de incluir un capítulo, aunque sea breve, sobre la vida post mortem del Caudillo. O de lo complejo que resulta un análisis de la personalidad de Franco en el que debe romperse, por fuerza, la línea cronológica, asidero siempre recurrente del historiador, y donde no todos los períodos vitales ocupan espacios equitativos. Con todo, creo en primer lugar, y a modo de perogrullada, que hay períodos de la biografía de todas las personas que condensan más elementos determinantes de su periplo vital que otros. Que, en el caso de Franco, estos se sitúan en los años de profesión militar, en Marruecos, en la España republicana, en la de la guerra y la posguerra. Que así lo vieron, o lo quisieron ver, la enorme mayoría de sus biógrafos, oficiales o no, aduladores o críticos, en largos libros o en cortas alocuciones radiadas. Y, además, que el mismo Franco se encargó de ubicar en esos años, los que irían de 1907 (año de ingreso en la academia de Toledo) a 1949, el eje gravitacional de su propia vida.

    Según Alberto Reig Tapia, Franco se jubiló en 1953.¹² Yo no estoy de acuerdo: con la desfascistización del régimen, la normalización en el marco de las relaciones internacionales y la paulatina consolidación del Estado fundamentalista católico autoritario-desarrollista, Franco se jubiló, a lo sumo, de algunos de sus menesteres. Pero en otros siguió plenamente en activo. Por ejemplo, en su trabajo como objeto simbólico y como hipóstasis de España. Franco sería un hombre y, a su vez, un concepto, una metáfora. Así se oiría en un documento sonoro de Radio Nacional de España emitido un mes antes de su muerte: «Franco ha sido como el espacio dentro del cual se han desarrollado la política y en muchos aspectos la vida en general»¹³ a lo largo de su larga existencia. Y eso es, en sí mismo, también un elemento generador de mitos, adheridos a los del militar victorioso y salvador de la patria: el del buen gobernante, el del cristiano timonel, el del abuelo amoroso, y en última instancia el de la mala muerte, por alargada y sufriente.

    De su creación y expresión biográfica trata Generalísimo. Este libro, decía antes, puede bien considerarse la primera metabiografía de Franco pues, principalmente, en él reconstruyo su biografía a partir de los trazos más destacados por sus propagandistas y hagiógrafos, pero también por sus críticos. Si he elegido este formato de libros y no otros de naturaleza más inmediata (los periódicos, los discursos políticos, los tuits, los foros de internet) como fuente principal de información ha sido, primero, porque las biografías constituyen un formato sólido, conocido y reconocible en historiografía. Segundo, porque ofrecen mucha mayor complejidad analítica que otras fuentes más volátiles e inmediatas, además de un abanico cronológico-temático más amplio. También, en tercer lugar, porque todas ellas son en sí mismas construcciones valorativas e interpretativas, cambiantes y contingentes: como podrá comprobarse, uso biografías desde los años treinta hasta los inicios del actual siglo, y también entre estas últimas abundan, dentro de un marco historiográfico, toda una batería fácilmente reconocible de prejuicios positivos o negativos. Además, en cuarto lugar, porque su ubicación en la línea temporal nos ofrece también datos interesantes. Hoy se publican pocas biografías de Franco, a diferencia de lo que ocurría en los años cincuenta o en los setenta, tras la muerte del dictador, o en 1992, alrededor del centenario de su nacimiento. Y eso es reflejo tanto de lo asentado que se encuentra el conocimiento de su periplo vital como de la menguante centralidad que ocupa su figura en el ágora pública.

    Con todo, la versatilidad de la figura del Franco sigue generando hoy grandes controversias en la esfera pública, difuminando los contornos de sus características como político, gobernante, militar o ser humano. O sabio benefactor o cruel represor, o político mediocre o gran estadista, o general nunca derrotado o pésimo estratega militar, la figura del Caudillo sigue aún rodeada de exageraciones, bulos, mitos y distorsiones propagandísticas. Aquí no voy a proporcionar respuestas. No aspiro a tanto. En este libro planteo más bien un caleidoscopio guiado por una serie de preguntas como profesional de la historiografía. No se trata de un juego intelectual ni de un divertimento privado: detrás de esas interpretaciones se hallan, por un lado, las cosmovisiones populares sobre el dictador y su dictadura, vivas y fuertes durante los cuarenta años que duró, y aún identificables en la actualidad. Y por otro, se encuentran las bases culturales sobre las que se apoyaron formas de movilización y políticas estatales, que determinaron a su vez cuestiones capitales de la historia reciente española (y no solo) como, por ejemplo, la forma de liderazgo carismático de Franco, el significado de conceptos y procesos históricos como el fascismo, el caudillaje o el fundamentalismo religioso de base providencialista, la larga duración de su régimen político o su sucesión en la jefatura del Estado. No son cuestiones precisamente baladíes.

    Hay mucho de reflexión personal en este libro, pero también en cierta medida lo hay de reflexiones compartidas. No pretendo ser portavoz de nadie, más allá de mis propias visiones e interpretaciones. Pero es cierto que, aunque son ya varias las generaciones de historiadores, admirables todos ellos, que se han acercado a la figura de Franco y han desmenuzado su biografía (Bartolomé Bennassar era de los veinte, Stanley Payne nació en los treinta, Paul Preston, Javier Tusell, Juan Pablo Fusi, Ángel Viñas y Alberto Reig Tapia en los cuarenta, Justo Serna en los cincuenta, Enrique Moradiellos, Francisco Sevillano y Antonio Cazorla en los sesenta), la mía, la de los nacidos en la segunda mitad de los años setenta, después de muerto el Caudillo, aún no lo ha hecho. Mi generación ha estudiado con profusión el franquismo, pero no a Franco. Sin ir más lejos, mi propia trayectoria como historiador siempre giraba a su alrededor, pero no trataba sobre él. El dictador era una elipsis, los sujetos eran otros. Sin embargo, su apellido, convertido en adjetivo, iba poblando mis trabajos. Campos de concentración franquistas; violencia franquista; retaguardia franquista; guerra de ocupación franquista. Siempre Franco, pero más como paisaje que como protagonista: no un nombre, sino un adjetivo. Hasta este libro.

    Elevado sobre el pavés. Místico. Guardián de las reliquias de los santos españoles, como la de la mano incorrupta de santa Teresa de Jesús, de la que no se separaba en sus viajes y con la que dormía todas las noches.¹ Sobrenatural, hasta el punto de que, a su muerte, la gente le dejaría peticiones manuscritas de milagros en el ataúd. Según Salvador Dalí, un santo. Tocado por Dios. Excepcional. Único. O como dirían los altos mandos retirados del ejército cuyos chats se filtraron en 2020: Irrepetible. De ahí el título de este libro. Dictadores y autócratas hubo muchos en los siglos XIX y XX en todo el mundo. También caudillos militares, algunos incluso coetáneos. Pero en España, nadie más que Franco fue Generalísimo. Sin más prolegómenos, esta es mi mirada sobre la historia, los mitos y la biografía, real o imaginaria, de Francisco Franco Bahamonde.

    1. Encontrada durante la ocupación de Málaga en febrero de 1937 entre los objetos personales requisados al coronel republicano José Villalba Rubio. Villalba fue el jefe del asedio de Huesca en 1936 y responsable del ejército del sur republicano, más tarde comandante militar de Gerona encargado de la retirada de las tropas republicanas a Francia: toda una sucesión de fracasos. Casado con la hija del capitán general Francisco Gómez-Jordana (director de la Junta Técnica del Estado) e hijo del general José Villalba Riquelme, que había sido profesor y mentor de Franco en la academia de Toledo y ministro de la Guerra fundador de la Legión en 1920, vivió en el exilio hasta su regreso a España y rehabilitación en los años cincuenta. Las malas lenguas hablan de que no se sumó a la sublevación de 1936 por diferencias monetarias con Emilio Mola.

    1

    Paquito

    Él es el Caudillo que nos ha llevado a la victoria. Como es muy valiente y muy bueno, quiere mucho a los niños españoles. Vosotros, al levantaros y al acostaros, tenéis que rezar todos los días una oración muy corta que diga: «Dios mío, yo quiero mucho a España. Dios mío, yo quiero mucho al Generalísimo Franco».¹

    Fuerza sobrenatural, dinamismo arrollador, resistencia indomable, sonrisa conquistadora, poder generoso, bondad universal. A nadie puede resultarle extraño que el recorrido biográfico de Franco esté plagado de hipérboles, exageraciones y metáforas. Algunas son increíblemente gruesas, como las propias de la propaganda de los años treinta y cuarenta, e incluso las de las décadas posteriores, que, si bien algo más prudentes, seguían en muchos casos las trazas de adulación y cuasisacralización propias de las construcciones mitopoéticas de la guerra y la posguerra. En ambos casos, y también en el presente, mucho de lo que de Franco ha existido y existe aún hoy en los debates públicos tiene un fuerte vínculo con sus rasgos personales. No con lo que Franco hizo, sino con cómo era. O, al menos, con una imagen estereotipada y elíptica (en el sentido de que casi nunca describía sus máculas, si acaso las contemporizaba) desarrollada por medios públicos y privados, biografías incluidas, hasta su muerte y también más allá.

    No ha de sorprender pues que arranque este libro con una mirada a varias características centrales que han destacado siempre en el imaginario público y en las biografías del dictador a la hora de presentar al Franco «como hombre», en palabras de su amigo y compañero de armas José Millán-Astray. Aspectos que, al igual que veremos en otras partes de este libro, mutarán en sus formas de manera radical y consecuente con los diferentes contextos políticos en España: por un lado, su aspecto físico y cualidades morales. Por otro, sus aspiraciones vitales, frustraciones y supuestos traumas, que habrían marcado según muchos biógrafos su periplo vital de manera irremediable. Vamos a observar, pues, a Franco como persona, y posiblemente se trate de uno de los elementos, el personal, que más variará con el tiempo, al estar ligado no a consideraciones más o menos objetivables, sino a apreciaciones subjetivas y valoraciones de índole moral. De manera decreciente eso sí, la presencia de rasgos como la sonrisa o la mirada del Generalísimo se mezclan en la elaboración de su perfil con su espiritualidad, capacidad para el trabajo y trascendencia humana.

    De hecho, resulta interesante observar cómo muchas de estas elaboraciones biográficas atienden a las características físicas (posiblemente el aspecto más difícil de exaltar), morales, religiosas y vitales del dictador, mezclándolas y situándolas en el mismo plano. A mi juicio se trata de una estrategia, perfectamente legítima, de construcción de la figura del líder carismático como un ente sobrenatural, lo cual en cierto modo se puede entender y que tendría un reverso igualmente comprensible en su execración también física y moral por la literatura antifranquista y, en consecuencia, por algunos de sus biógrafos. En este terreno no resulta fácil mantenerse en un plano de equidad: mientras que quienes rinden cuentas con Franco lo presentan con rasgos execrables, las exaltaciones de la propaganda se adentran en la cursilería hasta lindar con lo ridículo. Hay cosas que se pueden aceptar sin mayores dificultades. Franco fue sin duda un devoto cristiano, posiblemente un padre y esposo ejemplar, un dechado de rectitud y austeridad, y tal vez, aunque sobre esto hayan surgido muchas dudas en tiempos recientes (carecía de estudios de Estado Mayor y sus decisiones tácticas son al menos discutibles), un excelente militar. Pero es difícil decir, salvo con la mirada cegada por el amor, que en algún momento de su vida Franco fuese bello. Otra cosa es que no serlo le sirviese de acicate para la vida. En comparación con sus hermanos Ramón y Nicolás (que, aparentemente, debían de ser más guapos para el biógrafo italiano Gian Piero Dell’Acqua), Franco, según parece, «se lamentaba de su poco atractivo y de no tener ante sí un futuro glorioso. Estas frustraciones minaron su espíritu».² Toda su biografía habría sido, para sus cantores más aduladores, un constante sobreesfuerzo en busca de la superación. Veamos a partir de qué materiales.

    UN GALLEGO SONRIENTE

    Sobre esta cuestión ha corrido mucha tinta. Mucha de la literatura biográfica contemporánea sobre Franco, y también de la que trata sobre su régimen, se apoya sobre una imagen del dictador acomplejado, feo, gordo, de voz aflautada, amanerado, melifluo, de manos pequeñas, mirada triste y escasa gracia personal. Alrededor de los supuestos complejos del dictador, apoyados en una infancia infeliz como se verá más adelante, se han creado, de hecho, arquitecturas interpretativas que recorren toda su biografía de principio a fin. No hay más que ver este capítulo. El complejo por el padre alcohólico que abandona la familia. El complejo por su escaso tamaño, por su pronta alopecia, por su incipiente obesidad, por su escaso éxito entre las mujeres. El complejo por carecer del carisma de Hitler o la virilidad excesiva de Mussolini. Podría parecer que toda la vida de Franco fue una sucesión de complejos que habrían marcado sus decisiones y cuya superación sería la clave de lectura de algunos de sus rasgos personales, como el retraimiento, la exaltación de la camaradería militar, una marcada egolatría o un desprecio explícito por sus enemigos y adversarios.

    Como reconociendo de manera implícita las dificultades que, supuestamente, la genética y la vida habían interpuesto entre el héroe y su destino áureo, la literatura contemporánea sobre el nacimiento del mito de Franco mostrará exactamente lo contrario: la exaltación de sus posiblemente escasas virtudes estéticas y su uso a modo de ejemplo de las características verdaderamente importantes, las morales. El corpus biográfico de los años treinta, es decir, el publicado durante la guerra civil, es realmente escaso y limitado en forma y fondo. Pero en todo él hallamos esa exaltación limitada de cuanto de bello podía tener el recientemente nombrado Generalísimo. Sobre todo, su sonrisa. Esa «sonrisa inteligente, apenas insinuada, de discreción suma, de serenidad y confianza, esa sonrisa que ilumina el rostro viril y anima el gesto afable».³ Esa sonrisa que atemperaba a las masas, como cuando, abucheado a su llegada a Canarias en 1936, «momento difícil que [...] afrontó con su sangre fría imperturbable», el futuro Caudillo, «sonriente, [...] saludó con la mano a la multitud, y, de entre aquellas gentes, antes hostiles, brotan gritos de júbilo y aclamaciones entusiastas».⁴ Elevando el listón de lo cursi: la sonrisa «a flor de los labios, una sonrisa que disimulaba todas las heridas del corazón» con la que «supo sufrir, con todos sus compañeros de armas, los vejámenes de la República de Manuel Azaña».⁵ Como parte de sus, en palabras de Ferran Gallego, ridiculeces de incensario, Ernesto Giménez Caballero, Gecé, destacará que «FRANCO [sic] es la sonrisa». Una sonrisa de ternura paternal y maternal a la vez: para él, Franco era padre y madre de la patria:⁶

    No estamos conformes con los retratos que pintan a FRANCO [sic]: serio, cejijunto, grave, doctoral. Como para darle un aire mussoliniano o hitleriano [...] La sonrisa de FRANCO [sic] ha conquistado España. Y nos ha conquistado a todo el pueblo.

    Buen timonel de la «dulce sonrisa siempre a flor de labios», una «sonrisa gentil y natural que es resplandor de un alma sana», la de Melilla, Annual, la de Xauen y Alhucemas, la de Tetuán y Toledo, la del 1 de octubre, sonrisa que es «saludo a la vida, desprecio a la adversidad, aroma de optimismo, rúbrica de victoria», sonrisa universal «como la mirada acerada y fiera de Mussolini o el ceño de Hitler», que conoce toda España, «la liberada y la roja», escribiría Joaquín Arrarás en 1937: la sonrisa de Franco «ilumina en su nuevo camino a la España renaciente, mártir y gloriosa».⁸ Mismo año, misma opinión: «La gravedad del silencio, en el rostro de Franco, se traduce en sonrisa. Los españoles le han confiado sus esperanzas y, viéndole sonreír, se sienten tranquilos» porque le saben «valiente, pero cauto, como buen administrador de la sangre y la vida de sus soldados [...] Su mismo nombre da confianza», de tal modo que «los que de él esperan, mantienen embridadas las naturales impaciencias, pues conocen que la táctica del Generalísimo, si irresistible, nunca fue atropellada».⁹

    Como diría Amando de Miguel, hay que hacer un gran esfuerzo propagandístico para tratar de vender la imagen de un Franco bello, animoso y sonriente. Su representación icónica más frecuente es la de una figura callada y melancólica, triste incluso.¹⁰ Así se refleja en los acercamientos biográficos más claramente apoyados en los estereotipos de naturaleza simbólica y psicológica más recurrentes. Para el antiguo jefe falangista tarraconense José María Fontana Tarrats, Franco fue «un hombre grave y lleno de compostura, incapaz de carcajada o hilaridad. Básicamente serio, si bien utilizara una sonrisa distante, hija más de una innata cortesía, que ni siquiera llegaba a la amabilidad».¹¹ Franco, para el psiquiatra Enrique González Duro, «sufría mucho, pero lo aguantaba bien. No se reía fácilmente, más bien sonreía débilmente».¹²

    Que la bondad de Franco se reflejase «en su sonrisa y su frente ancha [...] reveladora de una inteligencia poco común»;¹³ que su «sonrisa ancha de hombre seguro de sí [que] sabe ser condescendiente y asequible»;¹⁴ que su boca sonriente fuese «saludo a la vida [...] aroma de optimismo, rúbrica de victoria [...] Sonrisa de Franco que ilumina en su nuevo camino a la España renaciente, mártir y gloriosa»;¹⁵ que su sonrisa, en suma, fuese el reflejo de un «espíritu bueno por temperamento, de una intachable vida privada»¹⁶ nos pone, de hecho, en la pista de dos de las características centrales de las construcciones biográficas de Franco en la guerra y la posguerra, con ecos mucho tiempo después. Por un lado, el encubrimiento de los rasgos menos idealizables del biografiado, fuese en el plano de lo físico o en el de sus acciones. Por otro, una muy mal disimulada cursilería, plagada, las más de las veces, de una ridícula adulación proyectada a cualquier aspecto destacable de su figura.

    Así, Franco «sonríe como estos cielos que le vieron nacer y que, si no destellan sol, irisan luminosidad». Por si no era suficiente empalago:

    es decir, que no ríen con estrépito, sino que plegan [sic] la sonrisa de sus velos diáfanos para entoldar la luz tenuemente, y, con la dulzura de estas aguas rialeñas, verdes y dóciles, sin peñascales bravos, pero hondas, muy hondas; y de estos campos sin alardes polícromos, ni jardines galanos, pero, con laureles, mirtos y madreselvas, plantas todas como para servir de corona a los mejores, como para enguirnaldar cañones después de apagado el eco de sus voces triunfadoras.¹⁷

    El lenguaje es barroco. Las referencias metafóricas, de un lirismo cursi y vacío. Que el Caudillo sonriese como los cielos de Galicia no está, empero, exento de carga semántica. Que lo gallego formase parte consustancial de su persona en el terreno de lo espiritual sería algo destacado por la mayoría de sus biógrafos, también en el terreno de la historiografía profesional. La clave detrás de los estereotipos geográficos no es que funcionen o no, es que sean reconocibles sin mucha reflexión. Que sustituyan el pensamiento complejo por el lugar común, pero pareciendo que existe toda una cosmovisión basada en la experiencia y la sabiduría popular y ejemplarizante. Son el equivalente geográfico a los refranes, el punto más bajo de lo que puede considerarse conocimiento. En el caso de Franco, aparecerá con recurrencia su supuesto carácter gallego. Y no solo en los textos más antiguos: también, y mucho, en los más recientes, como si haber nacido en la esquina noroccidental de España hubiese determinado su biografía de manera irreversible, convirtiéndolo en político de ideas «sumarias, estrictamente conformes al credo de su ambiente». En un hombre, en suma, con un «sentido innato de la retranca gallega», impasible, reflexivo, calculador, pero con suficiente agresividad como para cambiar flaquezas en fuerza, sin el «don de la palabra», controlado hasta el exceso, un ser «seco cuyas emociones reprimidas están condenadas a sonar falso y a no parecer más que hipócrita sensiblería».¹⁸

    Por gallego, escribiría el abogado falangista (y también gallego) Luis Moure-Mariño, «debe de ser Franco un hombre sereno, reflexivo, dotado de una voluntad tenacísima para el logro de sus propósitos y de una intuición que no ha de ser vulgar».¹⁹ Nunca excitado, «de una gran serenidad, que se manifestaba hasta en los momentos más críticos, y en el trato con él se traslucía un gran sentido de humanidad y de cordialidad».²⁰ Sereno, reflexivo, pero también ardoroso, pues ya en su infancia el «pueblo y el espíritu ferrolano», el sentir de ese Ferrol al que acabaría dando apellido para su rebautizo (pues fue Ferrol del Caudillo desde 1938 hasta 1982), ese «pueblo digno, activo y heroico, sufrido y febrilmente amante de España», de «barcos de guerra, aromatizado de heroísmos y grandezas», hizo sentir en Franco hervir su alma, sentir las «ansias de entregarse al mar y a España» sin miedo a la tragedia, a la que estaría familiarizado, ni a la muerte «por una causa grande, por un ideal digno y elevado, en una palabra, por la Patria».²¹

    De sonrisa celta, vinculado, pues, con «aquellos ancestrales invasores de las costas», los «primeros inyectables en el alma gallega de sus virtudes más notorias: la permanencia del esfuerzo, la convicción en la victoria, la seguridad del logro de todos sus intentos», Franco, «el Reconquistador»,

    como gallego que es, tiene el Generalísimo el ímpetu sin estridencias, el empaque sin soberbias, la fortaleza sin alardes, fuerte, tenaz y seguro, que en el complejo del espíritu galaico pervive y persevera. Por eso, porque el légamo aborigen persiste, y le infunde la poderosa sabia [sic] del tronco remoto de que es brote a través de una perduranza secular.²²

    Para Joan Llarch,²³ Franco «guardaba silencio y –como gallego que era– jamás dejaba que sus palabras le comprometieran», pues «este talento muy gallego, de decir y no decir, de reservar su libre arbitrio hasta el último momento», era una manera «de situarse por encima de las cábalas y los líos» al servicio de «una ambición de poder y de una ciencia de la autoridad realmente notorias».²⁴ De hecho, el mismo Philippe Nourry, pese a describir a Galicia entera como «soñadora, nostálgica y apasionada a su manera», se verá en la obligación de aclarar que «resumir a un hombre en los trazos que se presten generalmente al genio de su provincia, no tiene mucho más sentido que explicar su carácter por su signo astrológico».²⁵ Esto último, pese a no haber leído aún a José María Fontana Tarrats y su análisis astrológico de Franco, que se completaría –cómo no– con el geográfico: Franco habría sido «hombre espartano. Y lo fue, en contra de su jocunda naturaleza galaica, hebrea y rechoncha: puro esfuerzo», a lo que añadirá: «no fue un bromista. Pero, sin embargo, en el fondo de su ser bullía una cierta, y fina, zumba galaica».²⁶ Tan destacado fue por unos y por otros que un auténtico fan de Franco como Ricardo de la Cierva, en uno de sus muchos acercamientos a la historia y la figura del Caudillo, se vería en la obligación de salir en defensa del dictador niño, de «carácter retraído [...] voz atiplada y carácter gallego», pues sería injusto pensar que ese ser «gallego y por los cuatro costados», ese haber nacido «en esta región atrasada [Galicia] y en esta ciudad estancada» significase por fuerza una infancia desgraciada, aislamiento ni retraimiento.²⁷

    Creo que es una conclusión fácil de compartir, aunque cuesta entender sin aludir a los tópicos geográficos a qué se refiere con lo de ser gallego al máximo de la galleguidad. Con todo, son cuestiones presentes hasta el final de sus días. Entre los diferentes «pensadores» que opinarían sobre Franco para Radio Nacional de España (RNE) unas semanas antes de su muerte se incluirían las opiniones críticas de Salvador de Madariaga, que trataría a Franco como muy gallego, siendo «el gallego el único europeo que le gana al inglés en el número de cosas que lleva en la cabeza simultáneamente». O las de Rafael Benítez Claros, para quien «precisamente porque las cualidades del gallego son comunitarias y sociales, pueden ser especialmente eficaces en lo político». A saber, «la blandura de tono, la distensión de carácter», el «remanso racial, aquel sosiego» que Franco combinaba con la «suavidad extrema, bajo la cual subsiste una decisión inquebrantable», la «penetración sagaz de los hombres y de los problemas» y, por fin, una «desconcertante calma frente a las situaciones y una capacidad inagotable de espera para la maduración y la resolución final de las mismas».²⁸ Para José María Pemán, «con ser y no poder ser otra cosa que profundamente español, lo ha sido a través de su Galicia natal».²⁹

    A juzgar por la mayoría de los perfiles biográficos, ese supuesto carácter galaico tan extremo se vincularía al esfuerzo, la convicción, el ímpetu. Sin alardes ni estridencias, con unos «valores raciales» propios, según Fontana Tarrats mezcla de «ingrediente hebraico» con la «particularidad galaica de su nascencia y familia», lo que lo hacía un perfecto «aldeano gallego», de idéntico «realismo humilde y tozudo», bien informado, desconfiado, astuto, de buen sentido de la orientación, buen conocedor del «ser humano, con sus fallas y carencias», lo que le permitía «aceptar a los hombres sin demasiadas esperanzas y con un sano pesimismo, pero sin inútiles quejas». Nada de maquiavelismos: para el dirigente falangista quien quiera conocer a Franco hará bien «en rastrear las características del aldeano gallego».³⁰ Eso, a pesar de lo complicado que resulta encontrar vestigios de arraigo a la tierra natal, más allá de la afición por veranear en el Pazo de Meirás. Ni tan siquiera existen evidencias de que usase la lengua gallega, aparte de alguna referencia puntual a si la hablaba en sus reuniones con António de Oliveira Salazar, o el comentario del fotógrafo coruñés Juan Cancelo San Juan, a quien Franco le habría dicho, al ver la máquina de magnesio que usaba: «hay que modernizarse, eh, tes que mercar unha máquina

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