Justicia, verdad y convivencia: Víctimas y presos en el escenario posterrorista del País Vasco
Por Antonio Rivera
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Este libro explora, a través del criterio experto de sus autores y autoras, el fondo de estas antagónicas demandas, cuestionando también los lugares comunes que ponen en entredicho la eficacia de la Justicia y del Estado de derecho, y desvelando las auténticas posibilidades judiciales y jurídicas hacia el objetivo buscado de una convivencia abierta y plural.
Antonio Rivera
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. Director del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda y directivo de la Fundación Fernando Buesa Blanco Fundazioa. Es investigador principal del grupo "Nacionalización, Estado y violencias políticas. Estudios desde la Historia Social". Ha sido investigador principal del proyecto Mineco VIOPOL ("Violencia política, memoria e identidad territorial") y de "Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco". Entre sus últimos títulos destaca la dirección de dos obras colectivas: Naturaleza muerta. Usos del pasado en Euskadi después del terrorismo (2018) y Nunca hubo dos bandos. Violencia política en el País Vasco 1975-2011 (2019). En 2021, publicó 20 de septiembre de 1973. El día en que ETA puso en jaque al régimen franquista. Ha publicado el volumen Historia de las derechas en España (2022).
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Justicia, verdad y convivencia - Antonio Rivera
INTRODUCCIÓN
PRESOS Y VÍCTIMAS DE ETA: NI IMPUNIDAD NI VENGANZA; NI IGNORANCIA NI OLVIDO
Antonio Rivera Blanco y Eduardo Mateo Santamaría
El final del terrorismo en el País Vasco no pasó por un acuerdo entre ETA y el Estado. A diferencia de otros procesos protagonizados por organizaciones violentas, el mecanismo de desmovilización, desarme y reinserción (DDR) no se planteó aquí. Ni hubo negociación ni, por tanto, se promulgó finalmente una amnistía formal o velada que olvidara los delitos cometidos y suspendiera las penas sentenciadas o pendientes, como fue el caso norirlandés. La derrota de la banda no tuvo paliativos, al punto de que su espacio social de sostén mantuvo insistentemente, al menos desde 2009, la necesidad de un proceso de negociación entre ETA y el Estado español que versase sobre la desmilitarización del país, la liberación de presos políticos, la vuelta de exiliados y un tratamiento justo y equitativo del conjunto de víctimas del conflicto
¹. En su extremo, este sector se refirió a un modelo vasco de desarme
consistente en la excepcionalidad de ser el único caso en el mundo en el que una organización armada estuvo dispuesta a ello y el Estado se negó
². La necesidad de representar una dualidad de poderes, dos partes en conflicto —Estado y ETA—, resultó finalmente fallida y, a pesar de las escenificaciones rituales en Bayona y otros lugares, quedó palmaria la realidad de un cese definitivo de la actividad armada
de carácter unilateral y resultado de la eficacia y firmeza del Estado de derecho
tras la ruptura de la negociación última en 2006 por parte de la organización terrorista³. A pesar de eso, la tesis de la negociación postrera que habría permitido al mundo político de ETA, la izquierda abertzale, regresar a la normalidad y a las instituciones una vez terminada la violencia sigue teniendo predicamento en sectores recalcitrantes de la derecha ideológica (la conocida como derrota del vencedor
)⁴.
Lo cierto es que los presos de ETA —169 cuando se escriben estas páginas, en abril de 2023— suponen, junto con los 379 casos de víctimas de esa organización que no se han resuelto judicialmente, las dos herencias vivas de aquellos años de violencia política. La primera de estas cuestiones nos enfrenta a una doble y contradictoria problemática. De una parte, el sector social que tradicionalmente apoyó a la banda —o el que se aplica a la causa de sus presos— ha establecido una clara secuencia de reivindicaciones y logros al respecto. Primero trataría de acabar con la anterior política de dispersión y alejamiento de penados, justificada por los sucesivos gobiernos y los partidos políticos desde mediados de los años ochenta para evitar el control por parte de la dirección de ETA del comportamiento y expresiones de sus activistas encarcelados. Desaparecida la organización, el Ejecutivo de Pedro Sánchez entendió que esa política perdía su sentido original y que se imponía progresivamente acabar con esta. En paralelo, el apoyo parlamentario que recibe de EH Bildu ha facilitado en estos años ese proceso, de tal manera que, en marzo de 2023, terminó definitivamente al no quedar ya ningún preso en cárceles que no estuvieran ubicadas en el País Vasco o en Navarra⁵.
El objetivo confesado de ese sector político es la liberación de todo el contingente de presos, para lo que combina la demanda de aplicación de medidas de acortamiento de condenas o de mejor cumplimiento de estas (terceros grados o similar) con una reivindicación finalista de excarcelación definitiva y total: la invocación del etxera (a casa
) en su progresiva semántica, ahora al país y luego a sus domicilios. Lo primero se trata de forzar denunciando una hipotética política de excepción
que limitaría los derechos de sus penados; lo segundo remite a un horizonte sin presos
, en boca de su máximo portavoz político (Arnaldo Otegi). Por supuesto, siguiendo una trayectoria histórica inalterada desde la transición, la aplicación gubernamental de la política que pone fin a la dispersión se considera en ese sector como una conquista
del pueblo⁶. Enfrente, la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) denunciaba al Gobierno por estar con los terroristas y no con sus víctimas
, y porque ahora comienza la campaña para que salgan libres (los presos)
⁷.
Los más de trescientos casos de víctimas mortales de ETA sin resolver judicialmente —un cuarenta y cuatro por ciento del total— alimentan un proceso reivindicativo entre parte del asociacionismo de ese carácter que opera como justa y antitética complementariedad de lo que acabamos de describir. La reivindicación, en este caso, es que el sistema judicial —y, por ende, el ejecutivo y el legislativo, que aprueban y desarrollan las normas necesarias para capacitar al tercer poder del Estado— pueda abordar estas causas o bien sorteando su límite de prescripción en el tiempo o bien auspiciando una verdad sobre los hechos que no tenga que ser necesariamente la judicial. El primero de los argumentos, el que se presenta como el más ambicioso y radical, trataría de adjudicar a los crímenes de ETA la condición de lesa humanidad, con lo que la prescripción temporal no tendría sentido al no aplicarse en esos casos⁸. En esa misma línea y lógica, incluso se cuestiona la virtualidad de la Ley de Amnistía de 1977 respecto a estos crímenes —parte de los no resueltos son anteriores a esa fecha: 66 asesinatos—, lo que reproduce una constante en torno a aquella histórica ley: desde espacios extremos contrapuestos se rechaza su operatividad al cabo de casi medio siglo y se pretende su suspensión para ser aplicada solo a los victimarios del otro bando
(franquistas o etarras); en las dos invocaciones el argumento justificativo es la naturaleza extrema de los crímenes, la lesa humanidad imprescriptible⁹.
Pero se maneja también otra posibilidad que todavía no ha proporcionado réditos: el derecho a saber, esto es, el de separar la verdad judicial del conocimiento de lo ocurrido en esos casos todavía opacos para las familias de las víctimas y para la sociedad. Sin necesidad de revisar las garantías de cumplimiento de penas o sin que sirva para iniciar nuevos procesos judiciales en causas ya prescritas, se valora la posibilidad de que los antiguos activistas de ETA informen voluntariamente de los pormenores que conozcan de esos crímenes no esclarecidos. La norma española anima a los convictos a dar cuenta de ello, pero no opera como condición sine qua non para conseguir mejoras en su situación penitenciaria. Se apelaría, en este aspecto, a un gesto de humanidad por su parte, para que las familias de las víctimas pudieran recibir una información que consolara el dolor que provoca ahora la ignorancia de lo ocurrido con sus deudos. Pero este es un ámbito, como se ha dicho, que no ha producido resultados prácticos, ni siquiera entre presos afectos a programas avanzados como la conocida como vía Nanclares
. Incluso se discute sobre la sinceridad de la fórmula de arrepentimiento requerida para mejorar la condición de los penados, sobre si esta no hace sino responder a un formulario banal que se reproduce entre los miembros presos de la antigua banda o si no hay manera posible judicialmente de saber de qué se trata. De cualquier modo, parece que todavía impera el sentido político del pasado de ETA y la no renuncia de sus activistas al significado que tuvo su acción. En ese marco se inserta un arrepentimiento fingido o poco sincero y, lo que es más importante, su no colaboración con una verdad no judicial que contribuyera a terminar definitivamente con el dolor producido. La omertà (ley del silencio
) que preside todo, hay que decirlo, no afecta solo a lo que no hacen los presos de la última ETA
, sino que es común a todos los antiguos activistas que renunciaron a la violencia a comienzos de los años ochenta —los políticos-militares— y que han dado muestras más que sobradas de su arrepentimiento y alejamiento de aquella práctica. Ninguno ha desvelado secretos que amenaza con llevarse el tiempo¹⁰. Un tema este de la verdad característico de estos procesos de violencia terrorista, como narró extraordinariamente Patrick Radden Keefe en su novela No digas nada (2019) para el caso norirlandés.
¿Cuál es la realidad y cuál la posibilidad de esa contradictoria demanda que afecta a presos y víctimas en este instante de posterrorismo? De eso tratan las siguientes páginas, de esclarecer una y otra cuestión, de despejar una serie contradictoria de lugares comunes reiterados que cuestionan la eficacia de la justicia y del Estado de derecho, tanto en lo referido a presos etarras como a derechos de las víctimas, y de ser rigurosos a la hora de especular acerca de las posibilidades para con unos y otras.
Los límites extremos hoy en día de los presos etarras los constituirían la impunidad y la venganza. Sobre lo primero, es evidente la pretensión de la izquierda abertzale y de sus grupos especializados en la cuestión (Sare y Etxerat) de establecer el silogismo natural entre la ausencia de violencia y la ausencia de presos de esta. El terrorismo habría terminado como fase histórica, de manera que su consecuencia en términos de responsabilidades penales no tendría sentido en la actualidad. Cuando acaban los conflictos, la gente regresa a su casa
, declaraba el líder abertzale¹¹. Es un mantra que se reitera todavía con pudor, sin acudir a la palabra mágica-maldita de amnistía, pero que tomará forma expresa y desnuda en campañas futuras. Mientras tanto, se denuncia una supuesta política de excepción
aplicada a los penados que, según las organizaciones referidas, impide que el tercer grado penitenciario alcance a más de un centenar de presos y no a los 33 actuales¹². La consecución de esa demanda se relaciona por parte de sus promotores con la convivencia anhelada por el conjunto social vasco. Desde su punto de vista, a esta se llegaría finalmente con la liberación de los reos por terrorismo; lógicamente, las víctimas están en la inversa de esa lógica.
Pero el tema ya suscita sus controversias institucionales. Al menos una docena de presos de ETA ha tenido que regresar a prisión tras revocar la Audiencia Nacional resoluciones de tercer grado decididas por juntas de tratamiento penitenciario y avaladas por el Gobierno Vasco; una de las últimas afectaba a uno de los condenados por el asesinato de Fernando Buesa y Jorge Díez. La transferencia de la gestión de prisiones al Gobierno autonómico ha dado lugar a suspicacias en algunos ámbitos, que recelan de la voluntad de este por hacer cumplir las condenas de este tipo de penados, cuando en realidad sus decisiones están perfectamente estipuladas en sus posibilidades por la norma general; eso es precisamente lo que faculta a la Fiscalía y a la Audiencia Nacional a corregir algunas de ellas. Pero es claro un criterio encontrado entre unos y otros: la Audiencia Nacional aspira a ver expresiones de arrepentimiento y petición de perdón, mientras que en el País Vasco se aprecian los gestos formales o informales en esa dirección, sin someterse a la exigencia teórica del artículo 90 referido a los terceros grados. Igualmente, la exigencia de sincero arrepentimiento por parte del reo resulta muy subjetiva en su consideración y da lugar también a interpretaciones encontradas, y, mucho peor, susceptibles de recibir eco en unos medios de comunicación dados a la exageración en este tipo de asuntos. Es una cuestión importante porque esa sinceridad o no es la que se alega para suspender terceros grados¹³.
En todo caso, la Administración penitenciaria vasca se empeña en despejar las sospechas acerca de su compromiso con el Estado de derecho y con lo que exige la gestión de un espacio tan delicado como las cárceles cuando son exmiembros de ETA algunos de sus ocupantes¹⁴. En ese sentido, la referencia constante a modelos alternativos de justicia —fundamentalmente a la restaurativa— no ha sido bien recibida en diversos ámbitos y se interpreta como una fórmula más atenuada del cumplimiento de penas para aquellos. Diversos testimonios expertos e implicados tratan de explicar en este volumen la realidad de tan compleja cuestión.
En sentido contrario a esto, diversas iniciativas, como la asociación Dignidad y Justicia, han tratado de incorporar los atentados etarras cometidos entre 1990 y 2010 a la Convención Europea de Imprescriptibilidad de Crímenes contra la Humanidad y Crímenes de Guerra de 1974; es la norma que también mediatizaba, de alguna manera, la Ley de Amnistía de 1977¹⁵. Eso, y la posibilidad de encausar a los autores intelectuales de la banda en diferentes atentados —sobre la base de que sus ejecutores cumplían órdenes jerárquicas—, han abierto una nueva dimensión que se maneja con excesiva soltura en ámbitos políticos y mediáticos. Las posibilidades prácticas de semejante iniciativa quedan bien delimitadas en el contundente capítulo de Florencio Domínguez en este mismo libro. De cualquier forma, ilustran sobre la realidad de que, en este caso, desde la defensa genérica de las víctimas, el espacio judicial posterrorista está muy abierto y que posibles novedades legislativas o resoluciones judiciales podrían dar lugar a escenarios muy distintos a los presentes. Otro factor de incertidumbre en el que se refugian preventivamente quienes podrían arrojar alguna luz acerca de esos cientos de crímenes sin enjuiciar y, sobre todo, sin conocer en sus pormenores.
Ahí, en el derecho a la verdad, un derecho que nunca prescribe, se mueve otra dimensión del trinomio salvífico que afecta a las víctimas del terrorismo y a la sociedad atacada por él. Sin embargo, de la lectura del criterio experto de cuantos intervienen en este libro se desprende que estamos ante una opción voluntaria por parte de antiguos activistas de aquella organización, penados ahora o no. Nada hay en el terreno jurídico que les fuerce a dar a conocer lo que saben de lo ocurrido y que se ignora. En ese sentido, sí que se resiente una intención veraz de arrepentimiento por lo hecho si no se atiende la oportunidad de proporcionar esa luz. El sistema de reparación español no ha sido extremadamente exigente en ese punto y lo deriva, en última instancia, a la voluntad personal. Pero la ligazón de verdad, justicia y convivencia pasa inevitablemente por movimientos en esa dirección. De lo contrario, muchas víctimas permanecerán en una insatisfacción profunda que no acompañará procesos generosos para con los