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La impotencia democrática: Sobre la crisis política de España
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La impotencia democrática: Sobre la crisis política de España
Libro electrónico220 páginas2 horas

La impotencia democrática: Sobre la crisis política de España

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España sufre una crisis política grave. Todos los indicadores políticos de opinión pública (satisfacción con la democracia, confianza en las instituciones, apoyo a la Unión Europea, valoración del Gobierno y la oposición, etc.) están en mínimos históricos. Además, los escándalos de corrupción contribuyen al deterioro de la situación. Son muchos quienes piensan que el problema es de orden institucional y que se arreglará, por tanto, mediante reformas institucionales, cambiando el sistema electoral, la regulación de los partidos o la estructura territorial del Estado. El problema de las explicaciones institucionales es que otros países europeos, con instituciones distintas, sufren problemas políticos muy parecidos a los de España. Por eso, en este libro se defiende una visión distinta. La crisis política tiene que ver sobre todo con la impotencia democrática del poder político ante los problemas de la economía. Los ciudadanos perciben que hay injusticias graves en el reparto de los sacrificios económicos. Sin embargo, los gobiernos, cada vez más limitados por instituciones no electas (como el Banco Central Europeo), no tienen capacidad para corregir dichas injusticias. Así, el porvenir político que dibuja la crisis es el de un régimen liberal y tecnocrático, con formas residuales de democracia (a nivel local o regional en todo caso), en el que las libertades y los derechos fundamentales estarán garantizados gracias al Estado de derecho, pero en el que no habrá autogobierno político.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 may 2020
ISBN9788490979358
La impotencia democrática: Sobre la crisis política de España
Autor

Ignacio Sánchez-Cuenca

Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Anteriormente ha sido profesor en la Universidad Complutense, la Universidad Pompeu Fabra y la Universidad de Salamanca. Ha publicado numerosos artículos académicos en revistas internacionales y es autor de más de una decena de libros, los últimos de los cuales son Las raíces históricas del terrorismo revolucionario (Catarata, 2021), La izquierda. Fin de (un) ciclo (Catarata, 2019), La confusión nacional (Catarata, 2018), La desfachatez intelectual (Catarata, 2016) y Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia (Alianza, 2014).

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    La impotencia democrática - Ignacio Sánchez-Cuenca

    Introducción

    La crisis política española y sus causas

    1

    La crisis económica, a veces llamada la Gran Recesión, co­­menzó en el otoño de 2008. En aquellos momentos era impensable que en 2014 tuviéramos niveles de paro por encima del 25%, jóvenes españoles con formación yéndose al extranjero a buscarse la vida, una tasa de crecimiento anémica, la Administración y el Estado de bienestar en proceso de desguace, una deuda pública cercana al 100% del PIB y el mayor nivel de desigualdad de la Unión Europea. También era difícil imaginar que la clase política y, sobre todo, los dos grandes partidos, iban a ser rechazados por buena parte de la ciudadanía. Para un segmento mayoritario de la opinión pública, los bancos pueden tener un alto grado de responsabilidad en el desencadenamiento de la crisis, pero son los políticos quienes no son capaces de sacarnos del agujero en el que estamos sumidos. Este juicio es tanto más llamativo cuanto que en marzo de 2008, en las elecciones generales celebradas justo antes de la crisis, el PSOE y el PP obtuvieron entre ambos el 83,8% del voto válido, el máximo de nuestra historia democrática reciente. En aquel año, la opinión pública española era una de las que más alta valoración tenía de los partidos políticos en las encuestas europeas, y era también una de las más satisfechas con su democracia.

    Da vértigo echar la vista atrás y comprobar lo mucho que ha cambiado el país. En 2008 España era todavía un país admirado internacionalmente. Estábamos viviendo un ciclo de crecimiento económico muy prolongado, iniciado en 1994, que nos llevó a superar a Italia en renta per cápita y a aproximarnos a Francia. Habíamos fortalecido la red de infraestructuras, con inversiones masivas en autovías, trenes de alta velocidad, puertos y aeropuertos. Nuestro país era una potencia mundial en energías renovables. Algunas de nuestras grandes empresas tuvieron una expansión internacional impresionante. A partir de 2004, con la formación de un gobierno del PSOE, se inició un periodo de crecimiento enorme del gasto público en I+D. Por lo demás, la deuda pública llegó a estar por debajo del 40%, en cifras muy inferiores a las de la media europea, y el Estado tuvo superávit fiscal por primera vez en democracia. España se puso a la vanguardia en materia de derechos civiles y sociales. Fuimos uno de los primeros países en aprobar una ley de matrimonio homosexual. El país recibió, entre 1990 y 2010, cinco millones de inmigrantes, que venían atraídos por la prosperidad sin fin, y consiguió integrarlos, de una u otra forma, evitando el surgimiento de movimientos xenófobos. El paro bajó del 10%. Los españoles cosechaban grandes éxitos internacionales en deportes, cine, gastronomía, literatura e incluso en ciencia. En fin, el país iba como un cohete.

    El 24 de septiembre de 2012, el New York Times publicaba una crónica sobre la vuelta del hambre a España, acompa­­ñado por un reportaje fotográfico escalofriante con el título de Hambre y austeridad en España. Ese mismo periódico, el más influyente del mundo, colocaba en su portada el 4 de mayo de 2013 una historia sobre La Muela, un municipio de 5.000 habitantes a menos de 25 kilómetros de Zaragoza. La periodista Suzanne Daley eligió La Muela como muestra de todo lo que había ido mal en España. La alcaldesa de la localidad, María Victoria Pinilla, su marido, su hijo, un concejal y 16 técnicos y empresarios fueron detenidos en 2009, en la llamada Operación Molinos. Pinilla y su familia habían amasado una fortuna de más de 20 millones de euros en una gestión disparatada de especulación urbanística. El caso llamó la atención de la periodista norteamericana por los excesos que se cometieron: la corporación municipal de La Muela se embarcó en proyectos faraónicos como la construcción de una plaza de toros cubierta, un centro deportivo con capacidad para 25.000 espectadores, un aviario y dos museos, uno sobre el aceite y otro sobre el viento. Alguno pensará que hay algo de justicia poética en la decisión de la alcaldesa de dedicar un museo al viento.

    ¿Cómo reconciliar las dos Españas de estos últimos años, la que quería comerse el mundo y la que hoy es incapaz de consensuar un proyecto de futuro? Hemos pasado de una etapa de euforia a otra de depresión, de una fase de extroversión orgullosa a otra de introversión vergonzante y melancólica.

    Una forma muy tentadora de encajar ambas percepciones del país pasa por concluir que la fase de crecimiento fue un espejismo, una pompa de jabón que tenía que explotar. España, según esta tesis, ha despertado del ensueño y se ha dado de bruces con la realidad. Y se ha encontrado con que nada aprovechable queda de todo aquello. Urbanizaciones fantasma, aeropuertos sin uso y trenes de alta velocidad que atraviesan el país sin apenas pasajeros: ese es el desangelado legado de los años del dinero fácil. Este tipo de análisis ha dado lugar a un resurgimiento del regeneracionismo de factura noventayochista. Lo que la crisis ha dejado al descubierto, según esta visión, son caracteres nacionales que nos impiden tener las instituciones y las economías de los países europeos avanzados: una ilustración insuficiente, el cainismo hispánico, la primacía de los particularismos, una pesada herencia católica, el desprecio a la legalidad, etc. Se trata de explicaciones que recurren a la cultura y a la moralidad para dar cuenta de nuestro desgraciado presente. Su manifestación más emblemática es el reciente libro de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, que ha cosechado gran éxito de público y crítica¹. Una característica general de este tipo de enfoques es su profundo provincianismo, en el sentido de que se abren y se cierran con España, sin pararse a considerar, ni por un momento, que otros países, con sociedades e instituciones muy distintas de las nuestras, están sin embargo sufriendo dificultades parecidas a las que tenemos aquí.

    A partir de este discurso noventayochista sobre los males seculares de la patria, han surgido multitud de propuestas regeneracionistas: basta asomarse a las páginas de opinión de El País para encontrarse con ellas a diario. El formato se repite cansinamente: el autor comienza realizando un diagnóstico sombrío del estado de la nación para, a continuación, presentar una letanía de reformas que España tiene que acometer si quiere superar sus problemas². Hay que reformar la administración, hay que reformar la justicia, hay que reformar el sistema educativo, hay que reformar la estructura del Estado, hay que reformar el funcionamiento de los partidos, y así hasta el agotamiento. Muchos de los regeneracionistas parten de un relato común sobre las razones que nos han llevado hasta aquí. En síntesis, dicho relato es este: tras la muerte de Franco, las fuerzas políticas del régimen y de la oposición pactaron unas reglas de juego que favorecían la estabilidad de los gobiernos, según queda reflejado, entre otros aspectos, en el fuerte componente mayoritario de nuestro sistema electoral, que propicia un bipartidismo imperfecto, y en la naturaleza constructiva de la moción de censura, en la que el primer ministro solo cae si un candidato alternativo obtiene apoyos suficientes. La apuesta por la estabilidad suele explicarse como una reacción comprensible ante la fragilidad de los gobiernos que se formaron durante el periodo de la Segunda República. A causa del diseño constitucional de 1978, en España se consolidaron dos grandes partidos, que han tenido un poder enorme en el sistema. Esos partidos han ido colonizando nuevos territorios, lo que ha generado un elevado grado de politización de muchas instituciones del Estado, incluyendo los niveles superiores de la Administración, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial y muchos de los organismos reguladores, así como las cajas de ahorros. Todo ello ha favorecido prácticas corruptas, pues el sistema funciona con poca transparencia y no hay instrumentos adecuados de control de la acción de los partidos. Al mismo tiempo, el proceso de descentralización ha generado patologías similares en cada una de las 17 comunidades autónomas, con sus correspondientes elites regionales. La crisis económica, continúa el argumento, ha sacado a relucir las limitaciones de las instituciones nacionales y del Estado autonómico. Si a todo esto se suma la crisis de legitimidad del sistema, tal y como se manifiesta en la falta de confianza de los ciudadanos en las instituciones y los partidos, no queda más remedio que decretar el fin de una etapa.

    Llegados a este punto de inflexión (no otra cosa quiere decir el término crisis), son legión quienes optan por una refundación del régimen democrático de 1978. Tales empeños adoptan dos formas. En sus versiones más extremas, frecuentadas por el movimiento 15-M y por los partidos a la izquierda del PSOE, se concluye que nada tiene arreglo en el seno del régimen vigente, por lo que hay que poner el contador a cero, es decir, hay que ir a una situación constituyente en la que se definan unas nuevas reglas de juego que superen para siempre el régimen de la transición, el de la Constitución de 1978. En sus versiones más moderadas, la apuesta consiste en someter al país a un tratamiento de choque mediante reformas institucionales y económicas (las famosas reformas estructurales), siempre dentro del terreno de juego que define la Constitución, que debe ser modificada, pero de acuerdo con los procedimientos establecidos al efecto. Entre tales reformas institucionales se incluirían la del sistema electoral, la del funcionamiento interno y financiación de los partidos, la de la independencia de la justicia y la de la modernización de la Administración.

    En este libro soy más bien escéptico sobre muchas de las propuestas regeneracionistas. No es que no crea que la corrupción es un problema gravísimo de la democracia española: desde luego que lo es. Igualmente, estoy convencido de que hay margen para mejorar la racionalidad del sistema autonómico. Ahora bien, tiendo a desconfiar de las reformas institucionales que circulan en el debate público sobre la crisis por varias razones. En primer lugar, muchos de los análisis que he podido leer pecan del provincianismo al que me he referido antes con respecto al libro de Muñoz Molina: hacen una lectura exclusivamente española de los problemas políticos que quieren corregir, sin sacar consecuencias ni extraer lecciones de la experiencia comparada. Es crucial, sin embargo, y así voy a insistir una y otra vez en las siguientes páginas, entender que si otros países atraviesan problemas parecidos de insatisfacción con la democracia y desconfianza hacia los partidos, la causa no puede estar en lo que es específico de cada país, sino, más bien, en aquello en lo que son similares. Resulta imprescindible, para caracterizar con precisión nuestra crisis, elevar la vista más allá de nuestras fronteras. Con todo, el debate en España sigue siendo, en lo esencial, un debate introspectivo, con muy pocas referencias a lo que sucede en otros países europeos. Curiosamente, esto no sucede en los análisis económicos, pues todo el mundo da por supuesto que la evolución de las principales magnitudes económicas solo puede interpretarse a la luz de lo que sucede en el resto de Europa.

    En segundo lugar, buena parte de los problemas que sufre el país no depende tan solo, ni siquiera principalmente, de las reglas institucionales. Hay algo de ingenuo en la idea de que basta cambiar las reglas para que las personas modifiquen su comportamiento. La historia está llena de ejemplos de reformas institucionales que no tuvieron efecto alguno o que tuvieron efectos muy distintos a los previstos originalmente. Las patologías políticas españolas pueden proceder en parte de un mal diseño institucional, pero hay también otros factores, de naturaleza social, que se pasan por alto en las propuestas regeneracionistas. Por poner una ilustración que desarrollo en el capítulo 2, en el caso de la corrupción hay explicaciones institucionales, relativas al funcionamiento de los partidos y la politización de la Administración, pero hay también explicaciones sociales: sabemos que aquellos países cuyos ciudadanos tienen bajos niveles de información política tienden a desarrollar mayor corrupción. La información política de la gente, medida por ejemplo a través de la circulación de periódicos en la población, no es algo que pueda determinarse a golpe de BOE. El cambio en una variable como esta solo puede producirse de forma gradual, en el medio y largo plazo.

    En tercer lugar, es frecuente en las propuestas regeneracionistas encontrar un elemento de oportunismo político: se trata de aprovechar la crisis económica para justificar reformas institucionales que no guardan una relación clara con dicha crisis. Puesto que toda crisis es una oportunidad para el cambio, son muchos quienes en este contexto pretenden conseguir apoyos para moldear el país según sus principios ideológicos. Es como si en los malos momentos todo el mundo buscara arrimar el ascua a su sardina. De hecho, algunas de las reformas que se propugnan son perfectamente razonables, pero lo eran también hace diez años, cuando todavía no había llegado la crisis económica. Lo que resulta intelectualmente deshonesto es presentar las reformas políticas como la condición necesaria para superar la crisis. Quien desee que las reformas políticas se lleven a cabo debería justificar su posición con razones políticas, sin apelar de forma tramposa a las supuestas consecuencias milagrosas que tendrán sobre la economía.

    Finalmente, creo que los diagnósticos de los que parten los regeneracionistas, aun siendo correctos en buena medida, resultan insuficientes y parciales. Por una parte, llama la atención que rara vez presten atención a la dimensión distributiva de la crisis económica, perdiendo de vista que esta crisis tiene consecuencias muy distintas sobre los países y, dentro de cada país, sobre las distintas clases sociales. Por otra, debe recordarse que hay una dimensión específicamente europea en la crisis política. Uno de los problemas principales, si no el principal, es que la pertenencia al euro estrecha muchísimo el margen de maniobra de los gobiernos, lo cual no puede sino generar una enorme frustración en la ciudadanía. A mi juicio, la impotencia de los gobiernos en el área euro es una de las causas del descrédito de la política en estos tiempos. Y eso, me temo, es algo que no cabe arreglar mediante la clase de reformas que defienden los re­­generacionistas.

    2

    Frente a las lecturas regeneracionistas de la crisis, en este libro trato de ofrecer una interpretación distinta, que parte de un principio absolutamente obvio, pero que, sorprendentemente, suele pasarse por alto en muchos análisis: la crisis política está estrechamente ligada a la crisis económica. La naturaleza exacta de esa relación, no obstante, es muy compleja de analizar, pues los vínculos entre ambas crisis se dan a varios niveles. En el nivel más básico de todos, la gente rechaza la política tradicional por los malos resultados económicos. No hace falta suponer un razonamiento muy sofisticado por parte de los ciudadanos, en virtud del cual estos atribuyen una responsabilidad directa a los políticos por la tasa de paro y la ausencia de crecimiento económico: sencillamente, cuando la tasa de paro se dispara y hay tanta gente sin ningún horizonte laboral, cunde el desánimo y la irritación, que se canalizan hacia los políticos. Los ciudadanos, desde este punto de vista, no toleran que el paro se desborde, da igual si está en manos de los políticos o no solucionar el problema. Y lo mismo vale para el empobrecimiento de amplias capas de la población, los desahucios, la pobreza energética, la desnutrición infantil y otros problemas sociales que han surgido durante la crisis: todos ellos constituyen una razón muy poderosa para que el ciudadano se sienta fuertemente decepcionado con la

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