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El mito Monroe. Causas y efectos de la doctrina Monroe: America para los americanos
El mito Monroe. Causas y efectos de la doctrina Monroe: America para los americanos
El mito Monroe. Causas y efectos de la doctrina Monroe: America para los americanos
Libro electrónico611 páginas9 horas

El mito Monroe. Causas y efectos de la doctrina Monroe: America para los americanos

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Con luces y sombras de sus causas y efectos geopolítios y geoestratégicos, el historiador Carlos Pereyra analizó en esta obra la célebre Doctrina Monroe, sintetizada en la frase "América para los americanos", elaborada por John Quincy Adams pero atribuida al presidente James Monroe en el año 1823, para advertir que cualquier intervención de los reinos europeos en América sería cosniderada un acto de agresión que requeriría la intervención de Estados Unidos. Dicha doctrina fue presentada por el presidente James Monroe durante su sexto discurso al Congreso sobre el Estado de la Unión. Mediante esta lecturaes más fácil comprender el complejo escenario geopolítico del hemisferio americano al término de las guerras de independencia y los vaivenes estratégicos de todo el planeta derivados de la conversión de Estados Unidos en potencia y la dinámica convulsa de Europa durante el siglo XIX. Texto fundamental para entener la ciencia geopolítica.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 jun 2018
ISBN9780463085431
El mito Monroe. Causas y efectos de la doctrina Monroe: America para los americanos
Autor

Carlos Pereyra

Carlos Hilario Pereyra Gómez (Saltillo, Coahuila 1871 - Madrid, España 1942) fue un abogado, diplomático, escritor e historiador mexicano. Su formación academica corresponde cronológicamente a la corriente positivista de finales del siglo XIX. Sin proponerselo muchas de sus obras son fuentes de valiosa información paa investigadores en temas de geopolítica, disciplina social que para esa época no existía en el ambiente académico como tal, sino como geografía política y geografía humana.

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    El mito Monroe. Causas y efectos de la doctrina Monroe - Carlos Pereyra

    El mito de Monroe

    (1783-1860)

    Carlos Pereira

    Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    ISBN: 9780463085431

    Smashwords Inc

    ÍNDICE

    PRIMERA PARTE LOS ANTECEDENTES GEOGRÁFICOS

    La Florida y la Luisiana

    Los tratados de paz

    El puerto de Nueva Orleáns

    El adiós de Washington

    El conflicto con Francia

    El tratado de San Lorenzo el Real

    Retrocesión de la Luisiana

    El pleito de las Floridas

    Lewis, Clark y Aaron Burr

    La anexión de la Florida occidental

    La Florida oriental y la guerra de 1812

    La independencia de los pueblos hispanoamericanos y la cuestión de la Florida

    El tratado de 1819

    La costa del Océano Pacífico

    La invasión rusa

    Cuba y Tejas en la política de los Estados Unidos con las nuevas repúblicas americanas

    SEGUNDA PARTE EL HEMISFERIO DE LA LIBERTAD (1823-1828)

    El sistema europeo

    De Maipo a Tarapico

    La rivalidad angloamericana

    De las Cabezas de San Juan al Trocadero

    El problema planteado por los independientes

    Los designios de la Santa Alianza

    Las declaraciones concordantes

    El Memorándum Canning-Polignac

    Consultas y discusiones

    El estado patético de Monroe

    El Mensaje de Monroe

    El texto del Mensaje

    Los componentes del Mensaje

    El mito de Monroe

    La diplomacia sin el mito

    El Congreso de Panamá

    La Gran Bretaña y el Congreso de Panamá

    La ilusión y la desilusión anfictiónica de Panamá

    Los Estados Unidos y el Congreso de Panamá,

    El Mensaje de Monroe y el Congreso de Panamá.

    Las instrucciones de Clay

    El epílogo de Tacubaya,

    TERCERA PARTE

    EL DESTINO MANIFIESTO (1828-1860)

    Los tres componentes del mito

    Un cuadro sinóptico del Destino Manifiesto

    La anexión de Tejas y el pleito del Oregón

    Paz con la Gran Bretaña y guerra con Méjico

    El primer Mensaje monroísta de Polk

    El caso de Yucatán

    El oportunismo en la aplicación de la Doctrina

    La significación de los casos negativos

    La cuestión antillana

    Las cuestiones ístmicas

    El Tratado Mallarino-Bidlack

    PRIMERA PARTE

    LOS ANTECEDENTES GEOGRÁFICOS

    LA FLORIDA Y LA LUISIANA

    Nadie se dará cuenta exacta de lo que fue el Mensaje enviado al Congreso por el presidente Monroe, el 2 de diciembre de 1823, sin el conocimiento de las cuestiones internacionales que preocupaban a los gobernantes de los Estados Unidos en aquel tiempo. No basta mencionar ocasionalmente los temas, pues aun después de esto, las palabras de Monroe son indescifrables.

    Hay que acudir a los orígenes de la formación territorial de los Estados Unidos, y estudiar los problemas planteados veinte años antes de que Inglaterra reconociera la independencia de sus colonias americanas, si queremos entender un texto que ha venido a ser objeto de tantas discusiones.

    En 1763, al terminar la Guerra de Siete Años, Francia perdió el Canadá y una pequeña parte de la Luisiana, que entregó a Inglaterra. Además, se desprendió voluntariamente de todo el resto de la Luisiana, que era un territorio inmenso, dándoselo a España.

    Por lo que respecta al Canadá, poco tendré que decir, y lo haré llegado el momento. Pero como la cesión de las dos porciones del territorio luisianés, hechas, respectivamente, a Inglaterra y a España, son el punto inicial de donde arranca la política involucrada en el Mensaje de Monroe, habrá que explicar detenidamente estas enajenaciones.

    España, unida a Francia, o, más bien, subordinada a ella, como veremos adelante, había sufrido, entre otros reveses, el de ver la Habana en poder de Inglaterra, y para rescatar esta importantísima plaza, llave de todos sus dominios americanos, dio la península de la Florida al vencedor. El territorio cedido por España a Inglaterra llegaba en el golfo de Méjico hasta el río Perdido, límite de la Florida con la Luisiana.

    Pero ya anteriormente Francia se había desprendido de La Luisiana cediéndola a España por el tratado secreto del 3 de noviembre de 1762, que no fue público sino hasta 1764, y que tuvo ejecución sino hasta 1769.

    Al concluirse la paz, en febrero de 1763, Francia cedió a Inglaterra una parte de la Luisiana, que por lo tanto no pasó a España con este gran territorio. La parte cedida a Inglaterra es la que está situada al oriente del río Misisipi, pero sin llegar hasta las desembocaduras, pues la frontera seguía la línea del río Iberville, del lago Maurepas, del Pontchartrain y del Borgne.

    La isla de Nueva Orleans quedaba, pues, dentro del territorio cedido a España y fuera del que adquirió Inglaterra. Pero como Inglaterra podía navegar por los lagos de Maurepas, Pontchartrain y Borgne, y como las comunicaciones utilizaban el cauce del río Iberville hasta el Misisipi, Inglaterra tenía el derecho de aprovechamiento de esta gran vía fluvial, enlazada al golfo de Méjico por el río Iberville y por los lagos.

    Inglaterra se encontraba en posesión de una línea de costa extendida ininterrumpidamente desde el Misisipi hasta las tierras boreales del mar de Baffin.

    Al quedar bajo la soberanía británica el territorio español de la Florida y el francés de la Luisiana oriental, se hizo por la potencia adquirente una nueva división geográfica. La Luisiana oriental pasó a ser Florida occidental. Pero Inglaterra alteró los límites de sus dos Floridas y asignó destino especial a una parte de ellas.

    Según Real decreto del 7 de octubre de 1763, la América inglesa se dividía así:

    I. Quebec. —II. Florida oriental. —III. Florida occidental. —IV. Granada (Antillas); y —V. Territorio Indio, entre los montes Alleghanies o Apalaches y el río Misisipi.

    En este último territorio, llamado también País del Illinois, no podía efectuarse apropiación privada ni establecimiento de colonia alguna sin licencia especial de la corona.

    Por una ley de 1774 se designó el río Apalachicola como frontera entre la Florida occidental y la oriental. El límite por el norte llegaba hasta el paralelo 31°; pero el de la Florida occidental se fijó en la línea de 32° 28', tomando como punto de partida la desembocadura del río Yazoo.

    Al declarar su independencia, las Trece Colonias lo hacían sin pretensión al territorio del Canadá ni a los de las Floridas. Pero el territorio indio, o sea la faja extendida entre los montes Apalaches y el río Misisipi, formaba para ellos una parte de los nuevos Estados.

    Por lo que respecta al Canadá, su actitud era franca. El artículo 11 de la Confederación y Perpetua Unión de los Estados, firmada el 9 de julio de 1778, prevenía que el Canadá fuera recibido como miembro de dicha Confederación, con todos los derechos y ventajas de los demás Estados; pero que no podría admitirse a ninguna otra colonia, sin que nueve Estados consintiesen en su admisión.

    Si las colonias hubieran procedido aisladamente a hacer su independencia, tal vez habrían entrado desde luego en conflicto con España. No fue así por las alianzas que favorecían el movimiento. Una de ellas era la del tratado los norteamericanos ajustaron con el gobierno francés, el 6 de febrero de 1778, y otra la que concluyó España con Francia, el 12 de abril de 1779, obligándose a no dejar las armas sino cuando la independencia de los Estados Unidos fuese reconocida por el soberano de la Gran Bretaña.

    Para mayor corona del error cometido por España, no le quedó ni la excusa de la lealtad a Francia ni el mérito de una actitud arrogante respecto de Inglaterra.

    La conducta del gobierno español ha sido juzgada con severidad por los ingleses, por los nacionales y aun por los mismos insurrectos.

    El almirante e historiador norteamericano Frenen Ensor Ghadwick dice que España .propuso su alianza a la Gran Bretaña, y que, rechazada, hizo la declaración de guerra del 3 de mayo de 1779 (...she made propasáis of alliance with England, but this being refuscd, she declared war...)

    Y afirma, además, que España obró más como suplicante para implorar favores (a suppliant for favors) que como amigo que, desenvainando la espada, tomaba parte en una gran lucha, pues a la vez que el gobernador de Cuba, D. Diego Joseph Navarro, reclamaba por la captura que unos corsarios habían hecho de barcos españoles, pedía en julio de 1779 que los americanos se encargasen de la toma de San Agustín de la Florida, para que fuese restituida a España, y para que algunas de las fuerzas enemigas se retirasen de Pensacola y Mobila. (The Relations of the United States and Spain, págs. 16 y 17.)

    Don José Godoy, príncipe de la Paz, el aventurero favorito de Carlos IV, se expresa con la misma acritud:

    Vino entre tanto un día en que la insurrección ganó a un pueblo en el Norte de la América, y un ministro francés, el conde de Vergennes, alto y gran diplomático, por la triste gloria de contrariar y humillar a la Inglaterra, se movió a amparar la rebelión de aquel pueblo, le dio armas, le dio dinero y le dio consejos a escondidas.

    Después trató con él de igual a igual, y la monarquía francesa se declaró su aliada. La Inglaterra salió al encuentro, se encendió la guerra, y la Francia, escasa de medios para triunfar en esta lucha, e impotente ella sola para haber de seguirla, volvió los ojos a la España y le pidió asistencia.

    ¿Cuál fue en el caso la conducta del ministro de un rey de España, cuyos dominios no tenían casi fin en los dos hemisferios de la América, donde ardía la sedición y se formaba una república linde a linde con el imperio mejicano? El ministro español adoptó el error de la Francia.

    De esta justa recriminación sería en vano pretender salvar al conde de Floridablanca, alegando que la corte de España no reconoció la independencia americana hasta el fin de la guerra. ¡Más qué importó tardarse en esto, uniéndose a la Francia y debelando a la Inglaterra! Un año que empleó el gabinete de Madrid ofreciendo y fingiendo los oficios de mediador entre la Francia y la Gran Bretaña, fue empleado en armar potentemente para entrar en la lucha si la Inglaterra no aceptaba las bases de la mediación que proponía la España.

    ¿Qué pedía la Inglaterra? La perfecta neutralidad de la Francia y de la España en la lucha de las colonias con su metrópoli. ¿Qué propuso el conde de Floridablanca? Una tregua de veinte y cinco años en que fuesen comprendidas las colonias. ¿Semejante modo de mediar no era por ventura pactar en favor de los pueblos rebelados?

    A lo menos la Francia se mostró sincera desde su principio, declarándose por las colonias; pero el ministro español, protestando de su imparcialidad y proponiendo tal tregua como base de, la mediación, quiso vender como un favor a la Inglaterra la suspensión de su dominio y sus derechos sobre las colonias rebeladas, durante veinte y cinco años, es decir, todo el tiempo y mucho más del que era necesario para afirmar la independencia de éstas.

    La torpeza que censura Godoy no justifica la acusación formulada por Chadwick; pero queda el gobierno español con la nota de una duplicidad que era el resultado de su indecisión, como satélite, incapaz de seguir la política de los propios intereses.

    La corte de España envió a la de Inglaterra un negociador, que fue el marqués de Almodóvar, con dos pliegos de instrucciones: las unas ostensibles y las otras secretas.

    En las ostensibles se decía:

    Es innegable que después de la rendición del general Burgoyne (17 de octubre de 1777) se habló con desacato en las dos cámaras del parlamento inglés, contra la Francia y aun contra la casa de Borbón; que dentro y fuera de las mismas cámaras se echó la voz de que convendría reconciliarse con las colonias y aliarse con ellas contra la misma Francia y la España; que sobre el fundamento de estos discursos ofreció el ministro inglés, milord North, presentar a las cámaras un plan de reconciliación con las colonias; que al mismo tiempo se hacían en los puertos de Inglaterra extraordinarios armamentos marítimos, los cuales no parecían necesarios para la continuación de la guerra con los insurgentes, y, finalmente, que se insultaba al pabellón español y al francés, haciéndose varias presas sin motivo justificado.

    Las instrucciones reservadas lo eran para Francia y aun para el ministro de España en esa corte. Nadie debía enterarse de su contenido, cuya parte esencial aparece en los siguientes párrafos:

    Del contexto de la instrucción ostensible deduciréis que su objeto es endulzar o suavizar cuanto se pueda, sin afectación, la irritación de la corte de Londres hacia la Francia, hacer ver a la Inglaterra las pocas ventajas y aun los peligros de la guerra que haya emprendido o emprendiere, y buscar oportunidad que en cualquier acomodo o ajuste intervenga nuestra mediación según las disposiciones que habéis oído, tanto de nuestra boca como de la de nuestros ministros. Este es, en efecto, el espíritu de la instrucción; pero para su ejecución conviene tengáis presentes reservadamente varias particularidades que os deben servir de gobierno.

    El ministerio inglés os tentará para destruir o debilitar nuestra unión con la Francia; pero además de lo que sobre este nimio se os previene en la instrucción ostensible, procuraréis para con él en dos máximas fundamentales y explicaros conforme a ellas.

    Primera: que haremos cuanto cupiere en nuestro arbitrio para conservar la amistad de la Inglaterra y aún para aumentarla y estrecharla, con tal que hallemos en aquella corona igual correspondencia y sinceras disposiciones para cimentarla.

    Segunda: que todo debe ser sin perjuicio de nuestra amistad con la Francia y de los vínculos que nos unen con dicha potencia, en aquella parte en que justa y honestamente estuviéremos obligados.

    Sobre estos dos ejes deben girar vuestras negociaciones. Para dio será conveniente insinuar al ministerio inglés, directamente por segunda mano, la gran fortuna que tiene de hallar en nosotros unas disposiciones tan pacíficas, equitativas y amigables, puesto que en el estado de poder marítimo en que no hallamos, si uniésemos nuestras fuerzas a las de la Francia, podría haber llegado el caso de la ruina de la Inglaterra y de recobrar nosotros muchos derechos, deshaciendo también varios agravios que nos ha causado y continúa causándonos la corte de Londres.

    ...El mediador, romo pensamiento propio, sugeriría que las provincias americanas formasen otras tantas repúblicas bajo la protección británica. Estos pactos podrían ser garantizados por España y aun por Francia.

    El marqués de Almodóvar llegó a Londres en julio de 1778. Después de varias tentativas de avenimiento, que no dieron resultado, presentó un proyecto de pacificación, verdadero ultimátum, con estas tres bases: 1a Tregua de veinticinco años entre Inglaterra y las colonias, para que se ajustara la paz definitiva y concordaran las pretensiones de los gobiernos británico y francés. 2a Tregua con Francia, comprendiendo en ella a las colonias. 3a Tregua indefinida con las colonias y Francia.

    Ya dije cómo en abril de 1779, los plenipotenciarios de Francia y España concluyeron el pacto de alianza contra Inglaterra y lo que esa convención encerraba por lo que res-pecta a los Estados Unidos.

    El artículo 4° decía textualmente:

    El rey cristianísimo, en exacta ejecución de sus empeños contraídos con los Estados Unidos de la América Septentrional, ha propuesto y solicitado que S. M. C., desde el día en que declare la guerra a la Inglaterra, reconozca la independencia soberana de dichos Estados, y que ofrezca no deponer las armas hasta que sea reconocida aquella independencia por el rey de la Gran Bretaña, haciendo este punto la base esencial de todas las negociaciones de paz que se puedan entablar después. El rey católico ha deseado y desea complacer al cristianísimo su sobrino, y procurar a los Estados Unidos todas las ventajas a que aspiran y puedan obtenerse.

    Pero no habiendo hasta ahora celebrado con ellos S. M. C. tratado alguno en que se arreglen sus intereses recíprocos, se reserva ejecutarlo y capitular entonces todo lo que tenga relación a la citada independencia. Y desde luego promete el rey católico no arreglar, concluir ni aun mediar para tratado o ajuste alguno con dichos Estados, o relativamente a ellos, sin participarlo al rey cristianísimo, y sin concertar todo lo que tenga conexión con el expresado punto de independencia.

    El 28 de mayo se ordenó al marqués de Almodóvar que pidiese sus pasaportes y entregase una declaración de España a Inglaterra.

    La obra de la inconsciencia no podía haber sido más completa. Iniciada la guerra desde junio, la Gran Bretaña no cesó un instante de hacer tentativas en Madrid para romper la alianza franco-española, empleando hasta el talismán de la restitución de Gibraltar y ofreciendo ligarse con España. Nada pudo conseguirse, porque el abandono de Gibraltar, que era la idea fija de España, encerraba para la Gran Bretaña uno de esos puntos dogmáticos que ningún gobierno se atreve a discutir ante la opinión pública nacional.

    Teniendo como segura la victoria de su causa, los norteamericanos empezaron desde luego a procurar todas las ventajas derivadas de la posesión del territorio indio.

    John Jay fue a España como negociador. Las instrucciones que le dio el congreso de Filadelfia, con fecha del 29 de septiembre de 1779, indicaban que gestionase la adhesión de Su Majestad Católica al tratado de alianza de 1778 entre Francia y las colonias. Si la corte de Madrid accedía, el congreso estaba dispuesto a garantizar las Floridas, siempre que España concediese la libre navegación del río Misisipi, uno o más puertos en la desembocadura la traslación de la línea divisoria desde los 32° 28' hasta el paralelo de los 31°. Además, se solicitaba de España un préstamo de cinco millones de duros, con el interés del seis por ciento.

    Estos puntos constituían un ultimátum. Es la palabra que emplean las instrucciones.

    El negociador, por su parte, opinaba que hallándose ya España en guerra con la Gran Bretaña, no debería comprarse su adhesión de un modo que implicase sumisión servil.

    Según los informes de Carmichael, vocero, suplente y secretario de Jay en Madrid, España tenía la disposición más favorable para los Estados Unidos, pero no quería otorgar a potencia alguna la libre navegación del río Misisipi.

    El congreso de Filadelfia se hizo cargo de la conveniencia de moderar sus demandas, y con fecha del 15 de febrero de 1781 daba instrucciones en este sentido a su negociador. El día 23 de septiembre del mismo año, Jay presentaba, original y autógrafo, un pliego de proposiciones para un tratado.

    Entre esas proposiciones hay una, la sexta, por la que los Estarlos Unidos abandonaban a su católica majestad la navegación del río Misisipi, desde el grado 31 de latitud norte, es decir, desde el punto en quo se apartaba do los Estados Unidos, hasta el Océano. Se obligaban asimismo a no hacer uso de ese derecho ni a procurarlo.

    Las observaciones o comentarios en que se da la razón del abandono son éstas:

    —La impresión producida en los Estados Unidos por la magnanimidad que reviste la conducta de su majestad hacia ellos.

    —La asistencia que esperan recibir por las futuras manifestaciones de esa magnanimidad.

    —La profunda llaga que una alianza con monarca tan poderoso causaría en las esperanzas y esfuerzos del enemigo.

    —La fuerte ayuda que esa alianza prestaría a la independencia de los Estados.

    —La influencia favorable que el ejemplo de tal rey produciría sobre la conducta de oí rus naciones, así como las grandes, numerosas, extensas y benéficas consecuencias que resultarían en este interesante momento de la noble y resuelta participación de su majestad en favor de ellos.

    —Todo ha conspirado para decidir al congreso, el cual hace en favor de su majestad esta oferta de abandono del goce futuro de un privilegio territorial, perteneciente a la nación, privilegio cuya importancia para los ciudadanos sólo puede estimarse por el valor que atribuyen a los amistosos sentimientos de su majestad.

    Por esta propuesta, los listados Unidos ofrecen hacer la renuncia de todas las ventajas y conveniencias que la naturaleza ha otorgado al país ribereño de las partes superiores, privándose de exportar sus productos y de recibir los de otros países por esa vía única, y reduciendo por lo tanto de un modo considerable el valor de aquel país, retardando su colonización y disminuyendo los beneficios que los Estados Unidos podrían obtener de su cultivo.

    Mr. Jay estima como su deber confesar francamente que la dificultad de reconciliar esta medida con los sentimientos de los ciudadanos a quienes representa, ha aparecido con toda su gravedad a los ojos del congreso, y que sólo la han adoptado poniendo en el otro platillo de la balanza la gratitud debida a su majestad católica, así como las grandes ventajas de todo género que los Estados Unidos derivarán del acto de reconocimiento y del generoso apoyo de su independencia por la monarquía española, cuando las vicisitudes, peligros y dificultades de una guerra calamitosa con una nación fuerte, obstinada y vengativa, hace la amistad y la declarada protección de su majestad católica interesante de un modo muy especial.

    Dictada, pues, la oferta aquí contenida por estas expectativas y esta combinación de circunstancias, necesariamente se limitará por la duración que ellas tengan, y, por consecuencia, si la aceptación de nuestros planes, junio con la propuesta alianza, se pospusiera hasta la paz general, los Estados Unidos dejarían de considerarse ligados por cualesquiera proposiciones u ofertas que yo hiciese ahora en nombre de ellos.

    Tampoco puede omitir Mr. Jay una mención de las esperanzas y expectativas del congreso, fiado en que la generosidad y la grandeza del espíritu de su majestad le inspirará que alivie cuanto sea posible las desventajas en que esta propuesta coloca a los Estados Unidos, concediéndoles, un puerto libre bajo ciertas restricciones en aquellos parajes, o con algunas otras manifestaciones de su liberalidad y justicia, que le darán nuevos títulos para el afecto y adhesión de los Estados Unidos.

    Para hacer todavía más precaria esa amistad, la comprometió frecuentemente y acabó por destruirla una cuestión de apremios pecuniarios. El congreso de los Estados Unidos esperaba que España le prestaría cuatro millones de pesos, y desde luego se empezó a girar contra Jay, poniéndolo en situación muy embarazosa.

    Jay pedía fondos al gobierno de Madrid, y éste los daba; pero cuando Jay los recibía, ya no eran suficientes. O bien se le ofrecía, en vez de dinero, una garantía de pago. A veces, el gobierno proporcionaba un prestamista que acudiendo en auxilio de Jay, le salvaba de momento, para convertirse después en acreedor exigente. Jay estuvo en alguna ocasión con angustia por falta de 333 dólares. Desesperado, acudió al ministro de Francia, y éste a su vez negociaba con el gabinete de Madrid. Jay recibió, entre otras partidas: 17.892 pesos el día 1° de enero de 1781; '37.000,, del 18 de febrero al 6 de marzo; 9.000, el 14 de abril; 14.000, el 9 de mayo.

    En la correspondencia hay cuentas de un vestuario que se compra en Cádiz, datos de letras protestadas, favores y exigencias de Gabarrús, intervenciones de Gardoqui, palabras amistosas, ofrecimientos de garantía y silencios prolongados de Floridablanca.

    Un billete que el comisionado del congreso dirigió a este ministro de su majestad, el 14 de marzo de 1782, da luz acerca del calvario que fue para Jay su estancia en Madrid.

    Señor:

    Hoy, a prima tarde, se me han presentado para su pago letras por una cantidad considerable. Los tenedores de ellas han ofrecido aguardar hasta mañana para una respuesta positiva y final, vuestra excelencia está enteramente al tanto de todo lo que yo podría decir sobre esta materia, y, por lo tanto, no creo necesario multiplicar observaciones acerca de ella. No tengo razones para esperar ayuda de Francia, y solicito de vuestra excelencia el favor de que me informe explícitamente si puedo lisonjearme con algún socorro de parte de la interposición amistosa de su majestad, y la cuantía que haya de tener.

    Dos días después se hicieron los protestos. Las cantidades insolutas montaban a menos de veinticinco mil libras esterlinas. Jay acudió al ministro de Francia, y le dijo que en último resultado aquellas peripecias habían resultado benéficas para los norteamericanos, pues gracias a ellas podían conservar el Misisipi (this might save us the Mississippi).

    Franklin acababa de contratar un empréstito por seis millones de libras. En carta de 16 de marzo, es decir, del mismo día de los protestos de Madrid, Franklin escribía a Jay que no siendo ya necesaria su permanencia en la corte de España, se trasladase a París, para su salud o para su recreo.

    Por otra parte, se hablaba insistentemente de la paz, y Jay era indispensable para que diese sus consejos. Floridablanca no creía tal cosa, y sospechaba que había otras razones para la ausencia de Jay: No deja de ser bastante notable —decía— que justamente en el primer caso en que hemos negado dinero, se verifique la partida de este-sujeto con el pretexto dicho...

    Ya Franklin explicaba el hecho, por su parte, con frase despectiva:

    "España ha tardado cuatro años en pensar si debe tratar con nosotros., Démosle cuarenta, y entre tanto, atendamos a nuestros negocios."

    Esto abría la lucha entre los Estados Unidos y España.

    Don Pedro Abarca de Bolea, conde de Aranda, embajador de España en la corte de Francia, veía llegar un conflicto que él había anticipado con mirada profunda.

    En carta escrita a Grimaldi, el 13 de enero de 1777, le decía:

    Cuatro Potencias europeas dominaban el continente de América:

    1a, la Española, en lo que posee;

    2a, la Francia en el Canadá que perdió;

    3a, la Inglaterra en las colonias septentrionales que se han separado; y

    4a, Portugal en su Brasil, que lo ha duplicado insensiblemente con sus usurpaciones a la España.

    Mientras durase esta división, las miras de la España se debían dirigir a la conservación de lo suyo, procurando el equilibrio de los otros competidores, y aun valiéndose indiferentemente de cada uno de ellos para contener al que se desmandase.

    Pero ya muda el sistema y son indispensables otras reflexiones.

    La España va a quedar mano a mano con otra potencia sola, en todo lo que es tierra firme de la América septentrional. ¡Y qué Potencia! Una estable y territorial, que ya ha invocado el nombre patricio de América, con dos millones y medio de habitantes, descendientes de europeos, que, según las reglas que toman para su propagación, duplicará sus vivientes cada veinticinco o treinta años, y en cincuenta o sesenta puede llegar a ocho o diez millones de ellos, mayormente que de Europa mismo continuará la emigración con el atractivo que ofrecerán las leyes de aquel nuevo dominio.

    Para la conservación de sus propias posesiones de América, a fin de distraerlas del ejemplo de las colonias inglesas, desahuciadas de su apoyo, y a fin de impedir a éstas el socorrerlas, importa a la España el asegurarse de aquel nuevo dominio por medio de un tratado solemne, y cogiéndole en el momento de sus urgencias, con el mérito de sacarlo de ellas.

    Si antes del levantamiento de las colonias hubiese sido de la elección de España el que sucediese o no, habría habido sin duda poderosas razones para dudarlo, porque, en fin, es cuestionable la diferencia de tener por vecino a Estado consistente en propiedad, o que fuesen provincias de una corona distante, o un Estado que si aumentaba como colonia, lo hacía con mayor lentitud y (que) desprendido del vasallaje y entregado a su progreso, va a multiplicar rápidamente los medios de su auge.

    Dos años después, en abril de 1779, Aranda escribía que España hacía bien a iodos, menos a sí misma, pues concurría a la formación de aquel nuevo imperio como si mediasen mil leguas de mar entre sus posesiones y el territorio de las colonias.

    Floridablanca expresaba también la imprudencia de esta política, en términos muy exactos, el 20 de octubre de 1781; pero no salía del razonamiento sofístico con que justificaba una conducta de sumisión a Francia:

    El rey tiene varios reparos políticos para no pasar con sus fuerzas de mar y tierra a los territorios y costas de las colonias. Todos los vencería S. M. por consideración, y dar gusto al rey cristianísimo, su sobrino; pero el de la inconsecuencia y mal ejemplo que el rey daría para sus propios súbditos revoltosos del Perú, Río de la Plata y Nuevo Reino de Granada, es absolutamente invencible, sin faltar a lo que S. M. debe a las más estrechas obligaciones de su soberanía.

    Los malignos que seducen a los pueblos alborotados no distinguen, ni éstos saben distinguir, entre las agresiones que pueden hacerse al enemigo, como auxiliar de la Francia, y el socorro que parece darse a unos pueblos que han buscado la independencia, y aunque se va debelando a los inquietadores del reposo público en aquellos provincias (de la América del Sur), es preciso todavía usar de gran tino y circunspección con ellas, y de bastantes fuerzas.

    Si la Francia quisiera pasar con sus fuerzas marítimas y terrestres a sostener la guerra de las colonias, acabada la de Jamaica, y que las fuerzas españolas pasen a San Agustín de la Florida, a Halifax y Terranova, según la posibilidad y proporción que hallaren los generales, dará el rey arbitrios y facultades a los suyos para ello, esperando que los de Francia tendrán las mismas para concertarse, y que podrán suministrar a las de España las noticias y personas prácticas que necesiten para obrar con conocimiento de las costas, mares y territorios de Halifax y Terranova.

    Esta era una excusa para hacer a medias lo que, aunque ya públicamente, según la expresión del conde de Aranda, se había estado haciendo desde el principio bajo mano y a cencerros tapados. Inglaterra quedaba con el agravio, las colonias servidas y no satisfechas, Francia poco halagada y España con una nueva rivalidad que ella fomentaba de un modo activo.

    Los norteamericanos emplearon la tentación de la Florida como el medio de persuasión para que España ajustase con ellos un tratado, según queda dicho, y les concediese todas las ventajas: cooperación militar, dinero y Misisipi. Sus palabras eran: garantizar la Florida. ¿Esto significaba que la conquistarían para España o que no se la arrebatarían a España?

    El 9 de mayo de 1781, D. Bernardo de Gálvez se apoderaba de Pensacola, y el 2 de enero de 1782, San José, en el lago Michigan, se entregaba a don Eugenio Purre. Gálvez había procedido con actividad, extendiendo sus posiciones en la margen izquierda del Misisipi. Todo esto preocupaba al congreso de Filadelfia, puesto que con tales ventajas, España tenía títulos propios en las negociaciones de paz.

    No sólo era reconquistadora de la Florida sino conquistadora del Noroeste, cuya posesión anhelaban los Estados Unidos.

    El ya citado almirante norteamericano Chadwick, historiador de las relaciones entre España y los Estados Unidos, afirma que España y su aliada Francia se oponían a todo sentimiento amplio y generoso. Las dos potencias hubieran visto con gusto a los Estados Unidos dentro del in-franqueable cerco de los Apalaches.

    Peace negotiations began with both France and her Spanish ally, secretly and actively opposed to the broad and generous treatment of the United States by Spain. Both allies would gladly have seen the United States hemmed in by the Alleghanies, and both lent their efforts to this.

    Para examinar el punto, empezaré por las reveladoras entrevistas que tuvieron el conde de Aranda, embajador de España en París, y los agentes americanos. El día 3 de agosto de 1782, a las diez de la mañana, se presentó Mr. Jay. El conde de Aranda le puso de manifiesto dos atlas de la América septentrional, traducciones francesa y holandesa de la obra de Mitchel. Jay pedía cartas más minuciosas.

    El conde de Aranda le ofreció que las mostraría más adelante, pues de pronto no hacían falta para discutir la cuestión en términos generales, sin pararse en cien leguas más o menos. De todos modos, la línea caería en países bárbaros, que cada parte domesticaría por su lado, para que fuesen barreras tranquilas.

    No carece de interés la conferencia, cuyos pormenores conserva el Diario del conde:

    Habiendo convenido en lo general de esta expresión, pregunté a Jay por dónde tiraría su línea divisoria, y diciéndome que por una separación convenida con el río Misisipi, puso su dedo en el origen, y fue bajando casi hasta la Nueva Orleans.

    Preguntándole yo entonces si su idea era quitarnos la Florida occidental que, sobre ser nuestra antiguamente, habíamos reconquistado de los ingleses, respondióme que como las colonias se subrogaban en los derechos de Inglaterra y ésta tenía aquellos límites reconocidos, no se les podían negar los mismos, desde el origen del Misisipi hasta donde empezase el verdadero límite de la Florida occidental; pero luego le rebatí su proposición, por su misma razón, diciéndole que habiendo reconquistado la España la Florida, por cuya consideración se habían establecido los límites de todo el Misisipi en el tratado de París, la España se había subrogado por su reconquista de la provincia en los derechos de dicho tratado.

    Recargóme con que las provincias en sus establecimientos de la corona británica tenían en sus Chartres o diplomas indefinida la extensión por su espalda, y que la parte del Misisipi que no fuese antigua demarcación de la Florida no pertenecía a la reconquista de la España, sino a la Inglaterra, y en su defecto a las colonias sus representantes.

    Dijele que aquella imaginaria extensión acordada por la corona británica a sus establecimientos daba igual derecho a cualquiera otro príncipe en los espacios imaginarios, y podría la España tirar sus visuales desde la Luisiana y la costa de la Florida, por ambos flancos, a subir entre dos líneas paralelas hasta el país del norte más incógnito y congelado, en cuya forma se cruzarían las líneas, y los mapas se reducirían a cuadrados lineares, con igual derecho para cada uno: que más probable era que el que tenía la boca del río Misisipi y su curso inferior por largo trecho tuviese derecho a remontarlo como suyo siempre, y, por fin, que se dejase de tales pretensiones por las líneas indefinidas de los mapas ingleses, pues aun aquel mismo que yo le presentaba, las tenía, y no había yo considerado jamás que aquello supusiese nada.

    Que el terreno habitado y poseído por las colonias, resultaba del mismo mapa y de los provinciales particulares, que a su tiempo tendríamos presente, que todo lo que veíamos fuera de la línea magistral de límites de las colonias era país de bárbaros, al cual era igual el derecho de nuestras dos partes, o igual la sinrazón de quererlo; en cuyo supuesto nos acordamos en atribuírnoslo por puntos indelebles, y después cada uno vestiría como pudiese aquel cuerpo desnudo.

    Estas y otras pláticas semejantes entretenían a los norteamericanos. Cuenta Aranda cómo un día se le presentaron Franklin, Dean y Lee, de los cuales el primero hablaba muy poco francés, el segundo mucho menos y el tercero nada, con lo que mediaron sus trabajos para entenderse.

    Más que el idioma, los apartaba el criterio. En una de las visitas que Jay hizo al conde, como éste le hablase de los servicios que España había prestado a las colonias, tanto por los socorros secretos dados cuanto por la declaración de la guerra, distrayendo las fuerzas del enemigo, respondió Jay bastante fríamente que sí, en algunas ayudas de cosías; pero en cuanto a la guerra dijo que en Madrid lo habían entretenido con que se ayudaría a las colonias con las armas de España, y a lo mejor se había visto que éstas se dedicaban a conquistar para sí la Florida, y esto en nada les había ayudado sobre Nueva York ni Garles Town... Despidióse manifestando, en sus pocas palabras habituales, que ya veía la cosa muy diferentemente que a su llegada, y desearía que su comisión pudiese tener un justo cumplimiento... (Juan F. Yela Utrilla: España ante la independencia de los Estados Unidos, Lérida, 1925.)

    Enterado de estos pormenores, el conde de Floridablanca reconocía en el interlocutor del conde de Aranda al agente cuyos "dos puntos redondos eran: reconozca la España la independencia; dénos la España dinero".

    El conde de Aranda, por su parte, resumía las instrucciones de Jay en una sola palabra, que el conde escribía de este modo: "Missisippi".

    Al abrirse las negociaciones, las potencias vencedoras de Inglaterra no sólo procedieron separadamente, sino divididas en dos campos: Francia y España contra los Estados Unidos. Inglaterra se hizo aliada de los Estados Unidos contra. España.

    Muriel, en el capítulo IX adicional de la obra de Coxe (Memoirs of the Kings of Spain of (he House of Bourbon), dice:

    Hacia e1 fin del reinado de Carlos III, la tormenta horrorosa que se movió en la Francia y trastornó aquella monarquía a pocos años de su muerte, tronaba ya con mucha fuerza. Para acelerar esta explosión funesta, había contribuido poderosamente su política.

    Remolcado por la imprevisión y ceguedad del gabinete francés, se había visto al rey de España declararse protector de los filósofos de la Pensilvania, y poner bajo el abrigo de sus armas los colonos sublevados de la Nueva Inglaterra. Consumada que había sido aquella falta, inconcebible en un monarca absoluto, y que por cima de esto era dueño del Nuevo Continente de la América, fue preciso expiarla.

    No dependía de la corona de España que las colonias anglosajonas fuesen independientes; pero de seguro su política era todo lo contrario de la que debió haber seguido.

    Harto lo decían las observaciones y las reticencias de sus ministros.

    LOS TRATADOS DE PAZ

    Apenas habrá escritor norteamericano que no reconozca la deuda de gratitud que su país contrajo con Inglaterra durante las negociaciones de paz. Ya vimos que, según Chadwick, la ocupación de Pensacola por Galvez había preocupado mucho al congreso de Filadelfia, pues daba a España un derecho sobre aquella región en las futuras negociaciones (a success which gave Congress mucho concern as giving Spain a claim to the región in the coming negotiations).

    El mismo historiador dice que al iniciarse las referidas negociaciones, Francia y su aliada España se oponían de un modo secreto y activo a una amplia y generosa actitud s Estados Unidos. Las dos potencias aliadas hubieran visto con satisfacción a los Estados Unidos sujetos por la barrera de los Alleghanies. Las dos se esforzaron por conseguirlo. (Both allies would gladly have seen the United States hemmed in by the Alleghanies, and both lent their effforts to it.)

    Finalmente, el historiador y almirante norteamericano pronuncia este juicio, un siglo después de los acontecimientos que narra:

    Ha llegado para los americanos (de los Estados Unidos) el momento de reconocer la magnanimidad —tomando la palabra en su acepción más amplia— con que procedió el ministerio inglés al hacer la paz de 1783. Los nombres de Shelburne, Oswald, Jay, Franklin y Adams nos hablan de hombres que asistieron a la separación de los destinos nacionales y que rigieron de un modo tan feliz los asuntos de las dos grandes ramas de la raza anglosajona en aquel período, crítico para ambas.

    Según Wharton, los dos negociadores ingleses y los tres americanos se inspiraban en consejos de Adam Smith y del Dr. Price, quienes indicaban como preferible para Inglaterra que la América del Norte llegase a ser una soberanía poderosa, gobernada por hombres de sangre inglesa, con todo el valle del Misisipi, antes que ver este fértil valle sometido a la paralizante dominación española y de que el pueblo americano de lengua inglesa se debilitase hasta el extremo de estar perpetuamente obligado a mantener una alianza con Francia. Bajo estos principios se negoció la paz de 1782 a 1783. (Introduction to Diplomatic Correspondence, página 328.)

    A su vez, el historiador inglés Lecky se expresa así:

    Es imposible no sentirse impresionado por la habilidad, la audacia y la buena fortuna que caracterizó la negociación americana. Los Estados Unidos obtuvieron cuanto pudieron pedir con una sombra de justificación, y mucho de lo que se les concedió lo fue en oposición a las dos grandes potencias con cuya ayuda habían triunfado. (England in the XVIII Century, V, página 199.)

    ¿Existía esa unión franco-española contra los norteamericanos?

    Se ha atribuido al ministro francés Vergennes una Memoria que contiene el proyecto de expansión de la Luisiana hasta los Apalaches o Alleghanies; pero está demostrado ya que este documento, publicado en 1802, no presenta huella de las ideas ni del estilo de Vergennes. Parece que fue fraguado posteriormente, para planes coloniales franceses de que luego hablaré. (Phillipps: The West in the Diplomacy of the American Revolution, pág. 30.—Citado por D. Pasquet: Histoire du peuple Américain, pág. 272.) Rayneval, secretario de Vergennes, redactó unas bases transaccionales, que llevan la fecha del 6 de septiembre de 1782, por las que se reservaban los territorios del oeste, situados entre el Ohio y el Misisipi. Estos territorios serían objeto de una negociación separada, en la que sólo tratarían Inglaterra y los Estados Unidos.

    Los que están al sur del Ohio se dividirían en dos zonas: la del noroeste, para los Estados Unidos; la del sudoeste, para España. Tales eran los términos de conciliación que Francia proponía para apresurar el fin de la contienda.

    Estas propuestas inquietaron vivamente a los delegados americanos, viendo que el Misisipi se les escapaba—dice Pasquet—, y su inquietud redobló cuando supieron que Rayneval había salido secretamente para Londres. En realidad, el viaje tenía otro objeto; pero ellos lo ignoraban y se creyeron traicionados. En lugar de Franklin, caduco y enfermo, Jay tomó a su cargo la dirección de las negociaciones, de acuerdo con su tercer, John Adams (como si Jay hubiese sido colega de sí mismo). Este último (Adams) no sentía la menor simpatía hacia los franceses, pueblo sin moralidad, y especialmente hacia Vergennes, con quien había tenido dificultades, resueltas desfavorablemente para Adams.

    También Jay desconfiaba de Vergennes; pero, sobre todo, detestaba profundamente a los españoles?, entre los cuales había sido representante de los Estados Unidos, y que le habían burlado con insolencia durante varios meses. Para evitar una traición por parte de Francia, Jay y Adams resolvieron tomar la delantera y tratar sin ella.

    Por odio a España, Jay llegó hasta el extremo de aconsejar a los ingleses que recuperasen la Florida y se comprometiesen, en un artículo secreto, a entregarles, si hacían esto, un territorio más extenso que el devuelto a los españoles.

    Los preliminares de paz entre los Estados Unidos e Inglaterra fueron firmados el 30 de noviembre de 1782, sin que Vergennes fuese consultado. Franklin se encargó de la tarea in-grata de hacérselo conocer, y de explicarle que los plenipotenciarios habían permanecido fieles a la alianza, puesto que los preliminares no tomarían carácter definitivo sino cuando Francia hubiese tratado por su parte. Vergennes protestó, pero perdonó, y hasta consintió en hacer un nuevo empréstito al congreso. Parece que no le costó sumo trabajo aceptar el fracaso de los españoles, una vez que éstos no podían hacerle responsable.

    Los escritores norteamericanos afirman que los agentes del congreso hicieron maravillas de habilidad. Ashley dice que casi todas las victorias se ganaron por los estadistas en Europa y no por los ejércitos en América. Pero Jay es el más elogiado, pues sus panegiristas aseguran que tomó la responsabilidad de apartarse de las instrucciones del congreso, por las cuales debían los agentes obrar de acuerdo con Francia. Sin embargo, Franklin tuvo parte del mérito, pues a él se debió que el negociador inglés fuese Richard Oswald, hombre dominado o fascinado por Franklin.

    Randolph Greenfield Adams hace todavía más importante el papel de Jay:

    Obrando por su propia iniciativa, Jay abrió pláticas con Shelburne, nombrado a la sazón primer ministro de Inglaterra. Como no podía inspirar a Franklin sospechas sobre las intenciones de su amada Francia, y como, por otra parte, las instrucciones del agente impedían que diese un paso tan atrevido, Jay tomó sobre sí la responsabilidad de obrar sin conocimiento de sus colegas (Adams y Franklin).

    Los intereses patrios debían sobreponerse a todo lo que Franklin hiciese por su amistad (hacia los franceses, perfectamente explicable, o por una equivocada idea de gratitud. Shelburne se vio de pronto frente a un enviado francés, Rayneval, que trabajaba contra los americanos, y otro de América, Jay, que trabajaba contra los franceses.

    No le desagradaba la perspectiva de la discordia entre sus numerosos enemigos en la mesa de las negociaciones, y estimuló el celo de Jay. El golpe decisivo fue que Adams, muy desconfiado de los franceses, como tenía que serlo por su conciencia puritana y en educación neoinglesa, apoyó a Jay en el propósito de la negociación separada con Inglaterra. Y así lo hicieron aquellos agentes, contra las instrucciones del Congreso. (The Foreign Policy of the United States, pág. 59.)

    El conde de Aranda no hablaba de Vergennes en términos de un entusiasmo excesivo. Le reconocía méritos como laborioso e inteligente.

    Pero en lo que es insustituible es en ñoñerías y tretas, tan geniales que aun en los asuntos más frívolos, más claros, más corrientes, no puede menos con su genio; de esto sacará V. E. que en viendo más gordos, no deja miserable trampilla que poner en juego. (Carta a Floridablanca, del 2 y 22 de enero de 1787. Conrote: La intervención de España en la independencia de los Estados Unidos.)

    De los otros ministros habla así el conde de Aranda: Nos miran peor que a chinos; nos quisieran chupar la sangre; no piensan sino en desprecio nuestro, y cuando aparentan lo contrario es para su negocio.

    Esto se escribe cuatro años después de las negociaciones; pero vale para el tiempo en que se efectuaban éstas.

    Ya hemos visto que los Preliminares de Paz fueron firmados a espaldas de Francia por los representantes de Inglaterra y los Estados Unidos, el 30 de noviembre de 1782. Francia y España firmaron a su vez los preliminares, en enero de 1783. El tratado de paz definitiva se concluyó el 3 de septiembre de ese mismo año.

    Francia obtuvo la ventaja negativa que buscaba: el debilitamiento de Inglaterra. No podía alcanzar un resultado positivo, puesto que la derrota naval de Saintes la reducía a un papel muy secundario como potencia marítima.

    España quedó dueña de las Floridas, esto es, del territorio así llamado y de la parte del territorio de la Luisiana que Inglaterra había adquirido en 1763. España era, por lo tanto, señora absoluta del golfo de Méjico, y, necesariamente, de la desembocadura del río Misisipi.

    Este hecho determinó una serie de conflictos entre los dos países, que se

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