Democracia, participación y partidos
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Octavio Rodríguez Araujo
Octavio Rodríguez Araujo es doctor en ciencia política, profesor emérito de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), investigador nacional (nivel III) y miembro de la Academia Mexicana de Ciencias. Es también colaborador de La Jornada. Entre sus libros más recientes destacan Izquierdas e izquierdismo. De la Primera Internacional a Porto Alegre (2002), Derechas y ultraderechas en el mundo (2004), ambos traducidos al francés y el primero también al portugués, y México, ¿un nuevo régimen político? (coordinador, 2009). En esta misma editorial: México en vilo (2ª edición aumentada, 2008), Tabaco: mentiras y exageraciones (2009), La Iglesia contra México (coordinador, 2010), Poder y elecciones en México (2012, con la colaboración de Gibrán Ramírez Reyes), Derechas y ultraderechas en México (2013), Las izquierdas en México (2015) y tres novelas: La organización (2006), El asesino es el mayordomo (2007) y Entre pasiones y extravíos (2012). Con su libro Democracia, participación y partidos (2016) celebra 75 años de vida y 50 de antigüedad en la UNAM.
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Democracia, participación y partidos - Octavio Rodríguez Araujo
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INTRODUCCIÓN
Me interesa debatir dos hipótesis coincidentes sobre la importancia de los partidos políticos en su desarrollo a lo largo de la historia en relación con la participación electoral y a su papel para fortalecer la democracia en América Latina y en México en particular. Estas dos hipótesis, con variantes, son esgrimidas en la actualidad incluso por ciudadanos comunes no pertrechados con las herramientas de la ciencia política.
Dichas hipótesis se han aceptado en general sin haberse demostrado cabalmente, no en todos los países. El afamado politólogo irlandés Peter Mair (1951-2011), especialista en política comparativa, principalmente en partidos políticos y sistemas de partidos, insistió en varios de sus análisis, referidos sobre todo a Europa occidental, que la indiferencia a la política, a la democracia y a los partidos ha aumentado en los años recientes.¹
Latinobarómetro, por otro lado, ha intentado demostrar lo mismo para América Latina y, además, que la representación en la esfera del Estado también ha perdido simpatías, como lo expresa claramente —señala— la participación social al margen de las instituciones pese a que dicha participación carezca de articulación y permanencia.²
Aunque la influencia política e ideológica de Europa y de Estados Unidos en América Latina no ha sido determinante, es claro que ha existido, en tanto que de África, Asia y Oceanía no se ha percibido en ningún sentido. Por esta razón me detendré en el examen de Europa (sobre todo occidental), en Estados Unidos y en América Latina (con un cierto énfasis en México). La democracia asumida en la región latinoamericana, con las peculiaridades propias de cada país, proviene tanto de Estados Unidos como de algunos de los países europeos más influyentes en la materia.³ Algo muy semejante se puede decir sobre los partidos políticos y las formas de Estado (regímenes políticos) desarrollados y adoptadas, respectivamente, en la región. En la actualidad y desde hace muchos años la democracia representativa ha sido la fórmula más acabada y aceptada por la mayoría de los regímenes políticos existentes en el llamado mundo occidental. Que haya perdido defensores no permite afirmar que esté en crisis, aunque hay ciertas evidencias de su declive. Algunas propuestas alternativas que conocemos se reducen a viejas y nuevas utopías (fallidas o improbables)⁴ o a microcosmos sociales/ étnicos en comunidades específicas que resolvieron modificar sus formas de representación por otras de tipo autogestionario (por ejemplo en algunos municipios de Chiapas, México, bajo control del Ejército Zapatista de Liberación Nacional).
Schattschneider decía que la democracia moderna sin partidos sería impensable.⁵ No puedo afirmar que siempre haya sido así ni que igual será en el futuro, pero esa tesis tiene demostración en la historia de las democracias modernas⁶ y, concretamente, en Estados Unidos que fue el país en que se basó el autor. ¿Fueron o son los partidos los que hacen la democracia o ésta la que hace los partidos? Depende: no hay una respuesta única ni en el tiempo ni en el espacio. Sin embargo, los partidos sólo han podido nacer y desarrollarse cuando las condiciones políticas (de régimen político o de gobierno) los han permitido, normalmente con ciertos grados (suficientes, diría) de democracia.⁷ De aquí que no sea aventurado decir que cuando la democracia entra en crisis (de alguna manera y en cierto grado), los partidos también. ¿Y si los que hacen crisis son los partidos, afectan por igual a la democracia o a la forma de gobierno? Podría ser, pero no sería un fenómeno generalizado. Más bien lo que puede observarse a lo largo de la historia de los recientes 140 años es que una crisis (o cambios sustanciales) en el régimen político tiende a afectar a los partidos que nacieron a su sombra, fortaleciendo a unos y debilitando a otros.
Por lo anterior, si los regímenes políticos están en crisis o tienden a ésta, los partidos también, como bien puede observarse con el surgimiento de nuevas formaciones partidarias en sustitución de las viejas o tradicionales (al menos como tendencias). La cuestión crucial es si estos nuevos partidos son capaces, no sólo de tomar el poder, sino de cambiar desde éste la correlación de fuerzas dominante por otras condiciones en las que las mayorías puedan realmente mejorar su situación.⁸ ¿Un partido o coalición de partidos puede cambiar desde el poder gubernamental el régimen político de un país? Sí, pero si se trata de un régimen excluyente en lo fundamental de las clases o sectores dominantes será una forma desviada de Estado que, por lo mismo, corre riesgos de sucumbir ante la potencia de los poderes fácticos existentes tanto dentro como fuera de ese país y revertir, por lo mismo, las reformas que se hayan llevado a cabo. Es pertinente destacar, sin embargo, tres gobiernos que bien consideraríamos excepcionales al lograr cambiar el régimen político de sus respectivos países durante un periodo que todavía no podemos llamar breve, afectando no pocos intereses económicos nacionales y extranjeros: el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, el de Rafael Correa en Ecuador y el de Evo Morales en Bolivia. El más estable de los tres ha sido el boliviano. A los tres se les ubica bajo el ambiguo concepto de Socialismo del Siglo XXI
que rigurosamente no es tal. Lo que por el momento importa subrayar es que, pese a las amenazas que han sufrido de los poderes fácticos dominantes, tanto nacionales como extranjeros (incluido un fallido golpe de Estado contra Chávez en abril de 2002), los tres regímenes se han mantenido con Chávez-Madu- ro de 1999 a la fecha (este último en crisis al haber perdido en 2015 la mayoría parlamentaria), con Correa cuyo tercer mandato terminará en 2017 y con Morales de 2006 a 2020. En todos los casos dichos presidentes han sido ratificados por medio de elecciones (condición de la democracia en sentido liberal), y han reformado sustancialmente la Constitución de sus respectivos países, pero en el referéndum boliviano llevado a cabo el 21 de febrero de 2016, con el objeto de cambiar el artículo 168 constitucional para que Morales pudiera reelegirse todavía más después de 2020, ganó el no, lo que puede interpretarse como una ligera pérdida de confianza en él y en su partido (Movimiento al Socialismo). Dije ligera
porque el resultado fue de 51.3 por ciento por el no y 48.7 por ciento por el sí y, además, porque la oposición al presidente no está unida salvo por la negativa a su reelección.
Un régimen político puede corresponder clara y abiertamente a la lógica y a la esencia del Estado o puede ser una forma desviada de éste, para usar una expresión de Salama. Una forma desviada de la existencia del Estado capitalista se da —explica el autor— cuando el régimen político se apoya más en grandes movimientos de masas que en las clases dominantes (el énfasis en cursivas es deliberado). Y si ocurre se trata de una contradicción que sólo se resuelve por la negación de uno de sus términos, como ocurrió en Chile durante el gobierno de Allende: el golpe de Estado fue, en palabras de Salama, para garantizar la necesidad objetiva de la reproducción del capital y de la relación social subyacente.⁹ En México, después de la revolución de 1910, se instauró un régimen populista autoritario con fuerte intervención estatal. Dicho régimen, más en el discurso que en la realidad, se mantuvo hasta mediados de los setenta del siglo pasado. El Partido Revolucionario Institucional (PRI), con dos denominaciones distintas antes de 1946, fue un partido surgido directamente del régimen posrevolucionario, creado desde éste como complemento del gobierno en turno. Cuando el gobierno dejó de ser, incluso en el discurso, populista y defensor del intervencionismo estatal, la vieja burocracia fue sustituida por una tecnocracia liberal (en realidad neoliberal), menos nacionalista que sus antecesores y, desde luego, contraria al populismo y al intervencionismo estatal para regular la economía. Un nuevo régimen estaba surgiendo a partir de gobiernos tecnocráticos favorables a la globalización y al neoliberalismo. Cuando este nuevo régimen se consolidó (con Salinas de Gortari como presidente), el PRI perdió su rumbo ideológico y sus dirigentes y afiliados aceptaron, con excepciones, la hegemonía de la tecnocracia neoliberal, modificándose en su antigua tradición que le venía de nacimiento. Se trata de un ejemplo claro de que la crisis de un régimen político (y su conversión en otro) provoca la crisis de un partido, sobre todo de uno surgido a su sombra. Al nuevo PRI le llevó más de 20 años superar su declinación electoral que incluyó la pérdida de la presidencia del país en dos ocasiones después de haberla mantenido desde 1929.¹⁰ Ya volveré sobre esto mucho más adelante.
La discusión política en los recientes años (y con la que no necesariamente coincido) ha girado en torno de la transición política o, más a la moda después del fracaso de las dictaduras militares, la transición democrática, tomando en cuenta que para el neoliberalismo se han dado cambios sustanciales en las relaciones Estado, régimen político, gobierno y sociedad, y por lo tanto en las organizaciones de ésta y, desde luego, en las ideologías que sutilmente, desde el poder y sus medios, se han querido cambiar, con bastante éxito –debe decirse—. El siguiente esquema da una idea general de estas transformaciones:
images/img-16-1.jpgi] Los gobiernos de los países dependientes (no hegemónicos mundialmente) tienen que ser fuertes en el interior, pero son relativamente débiles en el concierto mundial precisamente por su dependencia a las grandes potencias y al gran capital trasnacional. Algunos autores perciben a los Estados nacionales (en realidad gobiernos) como autoridades locales del sistema mundial, pues —se argumenta— no pueden más afectar los niveles de la actividad económica o el empleo en sus propios territorios ya que éstos son dictados por las necesidades del capital internacional. El papel de los gobiernos es como el de las municipalidades: proveer la infraestructura y los bienes públicos que los hombres de negocios necesitan a los más bajos costos. Véanse R.B. Reich, The work of nations, Nueva York, Vintage Books, 1992, Paul Hirst y Grahame Thompson, Globalization in question (The international economy and the possibilities of governance), Londres, Polity Press, 1996.
ii] Con la excepción de Estados Unidos y de países donde predomina el modelo norteamericano de partidos.
De este esquema se deduce que para imponer los cambios necesarios para el desarrollo del modelo neoliberal en la llamada globalización económica, al poder le conviene que la participación de la sociedad se dé en el campo de las instituciones partidarias y en una lógica de democracia de elites donde éstas dominen la política, con independencia de que sean de oposición. Y en efecto, tanto en México como en muchos otros países los grupos en el poder, los gobernantes y sus publicistas han querido (y en buena medida lo han logrado) inducir a la sociedad a la aceptación de que la transición democrática es: a) transformación de un régimen autoritario en uno democrático; b) la democracia es elección libre de representantes; c) existencia de por lo menos dos partidos competitivos, y d) la superación
de formas corporativas y clasistas de organización social a favor de formas individualizadas y no clasistas (plurales) de ésta.
Democracia, como se ha querido entender desde la ideología dominante, es en el sentido liberal del término; y de ninguna manera se ha querido aceptar, desde esa perspectiva, que éste tiene que ver con un modo de vida y con la justicia social, más allá de un régimen político y de estatutos jurídicos que en la práctica no se cumplen. Por lo tanto, se ha pretendido reafirmar la teoría de la representación de matriz liberal, pese a que bien se sabe que en los hechos sólo ha servido para el fortalecimiento de elites económicas y políticas que con más frecuencia de la que se quisiera enajenan la voluntad ciudadana a sus interpretaciones en nombre de ésta. Con leyes elaboradas por estas elites, que aunque sean de oposición comparten los privilegios de pertenecer a ellas, se determinan las reglas de juego para la participación política de la sociedad, obligándola a actuar (legalmente) en el reducido campo de los partidos políticos que, para poder ser competitivos, han abandonado todo tipo de posiciones excluyentes (como es el caso de las ideologías clasistas y de cambios radicales), y que suelen abusar de la teoría de la representación para hacer valer el peso de los cuerpos directivos y sus intereses sobre la voluntad democrática de quienes militan desde la base en los partidos. De aquí que, en la lógica de que los individuos deben reivindicar en los hechos su libertad de participación y no ser víctimas —como antes— de la inscripción corporativa y coactiva a proyectos político-partidarios (además de que se debe respetar la pluralidad característica de la sociedad), las formas clasistas de organización son vistas no sólo como obsolescencias del siglo pasado, sino como formas de manipulación del poder sobre la sociedad (como en realidad fue), sin darse cuenta de que la individualización es, ahora, la mejor fórmula de manipulación en el neoliberalismo, tanto en los centros de trabajo como en los cuestionamientos al statu quo y en las manifestaciones de descontento.¹¹
El debate en torno de la transición política, que no es nuevo, se ha centrado con muy pocas excepciones en la cuestión electoral, es decir en la esfera de los partidos y en la lucha por el gobierno, y no en la lucha por cambios sustanciales en el sistema capitalista, en lo que significa la globalización y cómo afecta a países como el nuestro, y sin cuestionar las características distintivas de las sociedades de nuestro tiempo, como dando por supuesto que éstas deben ser como son.¹² Las viejas estrategias revolucionarias que se planteaban —al menos en la teoría— la toma del poder para destruir no sólo al capitalismo, sino al Estado que le ha servido de defensa con todos los aparatos de dominación con que cuenta, son vistas ahora como cosa del pasado, cuyos resultados —se dice con razón— fueron modelos totalitarios como la Unión Soviética. Así lo que ahora se propone, incluso desde cierta izquierda que se reivindica como radical, es la conquista del gobierno para desde ahí, en el mejor de los casos, conseguir para el capitalismo una cara más amable donde la democracia (entendida como electoral) sea el marco envolvente de la sociedad y de la relación de ésta con el poder.
Tal vez esa sea la tendencia y la gran duda es que se pueda lograr un cambio deseable tan solo para mitigar los efectos más perniciosos del neoliberalismo sobre la sociedad. Los beneficiarios del neoliberalismo no parecen dispuestos a ceder en sus privilegios, como se está demostrando en América Latina en aquellos países donde sus elites y los intereses del capital trasnacional han intentado (y logrado en algunos casos) revertir los regímenes no neoliberales para reimplantar los que convienen a sus posesiones e inversiones —por ahora haciendo uso de las reglas del juego democrático que impulsaron o aceptaron en la lógica de las llamadas transiciones a la democracia contra las dictaduras. Quizás esta dialéctica de avances y retrocesos (sin cambios realmente sustanciales) sea una de las razones por las que los gobiernos y los partidos parecen haber perdido el crédito que tuvieron en el pasado o, en términos de Mair, una de las razones por las que la indiferencia a la política, a la democracia y a los partidos ha aumentado en los años recientes
(en la mayoría de los países aquí contemplados y no en todos, me permito agregar).
***
Los siguientes capítulos, espero, nos darán elementos para entender mejor la relación entre democracia, representación política, participación y partidos, siendo éstos, en su evolución, los que constituyen el tema de mi mayor interés.
1 Véanse Peter Mair, Gobernar el vacío. El proceso de vaciado de las democracias occidentales
, New Left Review en español, núm. 42, enero-febrero de 2007; Democracy Beyond Parties
, CSD Working Papers, Center for the Study of Democracy-University of California, 2005, y Gobernando el vacío. Banalización de la democracia occidental, Madrid, Alianza Editorial, 2015. Este fenómeno se ha dado también en prácticamente todos los países de Europa oriental, no estudiados por Mair, pero no ha sido tan claro en Noruega (de 2005 a la fecha), Suecia (de 2006 a la fecha), Luxemburgo (de 2004 a la fecha) y Reino Unido (de 2005 a la fecha).
2Véase Informe Latinobarómetro, 2015. En extenso:
3 En México, probablemente por influencia de Estados Unidos, se adoptó desde mediados del siglo
XIX
, además del federalismo, la elección indirecta de gobernantes y legisladores. Todavía en la elección de Francisco I. Madero (1911) el sufragio fue indirecto. Con la Ley Electoral del 6