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Breve historia de Estados Unidos
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Libro electrónico319 páginas6 horas

Breve historia de Estados Unidos

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Estados Unidos se ha definido siempre como un caso excepcional, un primer experimento político que muchas naciones han imitado antes o después. Su vasta superficie y el aumento constante y acelerado de su población condicionaron desde sus inicios los modos de vida de sus habitantes y configuraron su identidad como coloso demográfico y país inmigrante. El credo de la libertad, la fórmula que los Padres Fundadores encontraron para dotar de unidad y coherencia al país fue, a la larga, exitosa: Estados Unidos es la democracia más longeva del planeta y su escueta Constitución la más veterana. La tensión entre el gobierno federal y el autogobierno de los estados y los municipios, e incluso el conflicto entre Norte y Sur en el siglo XIX, se han logrado superar siempre en favor de la unión, gracias al aglutinante de un fuerte patriotismo. Y un marcado providencialismo: el de una nación elegida para guiar al mundo por la senda de los valores americanos. Esta fe, unida a su extraordinario poder en el siglo XX y su irradiación sobre el resto del mundo, ha sido y es imán de innumerables atracciones y rechazos. Carlos Sanz ha concebido una lograda obra de síntesis que nos permite aproximarnos sin estereotipos a la historia de un país diverso, desde las primeras colonizaciones a los cambios sociales de las últimas décadas y a la reciente reconfiguración del escenario geopolítico actual.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 mar 2022
ISBN9788413524153
Breve historia de Estados Unidos
Autor

Carlos Sanz Díaz

Profesor titular en la Universidad Complutense de Madrid y profesor de la Escuela Diplomática. Ha sido investigador visitante de las universidades de Harvard, Bonn, Libre de Berlín y del Centro de Historia del Tiempo Presente de Potsdam. Sus investigaciones se han centrado principalmente en la política exterior de la España contemporánea y las relaciones hispanoalemanas después de 1945. Investigador principal del proyecto “España y Portugal ante la segunda ampliación de las Comunidades Europeas: un estudio comparado, 1974-1986”.

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    Breve historia de Estados Unidos - Carlos Sanz Díaz

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    Carlos Sanz Díaz

    Profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y profesor de Historia de las Relaciones Internacionales en la Escuela Diplomática. Su investigación se ha centrado en la historia de las relaciones internacionales, la política exterior de la España contemporánea y las migra­­ciones internacionales en el siglo XX. Ha sido investigador visitante en la Universidad de Harvard, en la Universidad de Bonn, en la Freie Universität Berlin y en el Zentrum für Zeithistorische Forschung Potsdam. Sus publicaciones más recientes incluyen Historia de las relaciones internacionales (2018), La Gran Guerra en la España de Alfonso XIII (ed., 2019) y La Guerra Fría. Una historia inacabada (en prensa).

    Carlos Sanz Díaz

    Breve historia de Estados Unidos

    colección investigación y debate

    Serie Estudios norteamericanos

    ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA: Washington cruzando el Delaware, 1851, Emanuel Leutze, The Metropolitan

    Museum of Art.

    © Carlos Sanz Díaz, 2022

    © INSTITUTO UNIVERSITARIO DE INVESTIGACIÓN EN ESTUDIOS NORTEAMERICANOS BENJAMIN FRANKLIN, 2022

    UNIVERSIDAD DE ALCALÁ

    CALLE DE LA TRINIDAD, 1

    28801 ALCALÁ DE HENARES (MADRID)

    TEL. 91 885 52 54

    WWW.INSTITUTOFRANKLIN.NET

    © Los libros de la Catarata, 2022

    Fuencarral, 70

    28004 Madrid

    Tel. 91 532 20 77

    www.catarata.org

    Breve historia de Estados Unidos

    isbne: 978-84-1352-415-3

    ISBN: 978-84-1352-379-8

    DEPÓSITO LEGAL: M-2.537-2022

    thema: NH/1KBB

    impreso por artes gráficas coyve

    este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.

    Prólogo

    Este libro pretende proporcionar al lector una síntesis general y accesible de la historia de los Estados Unidos de América en un reducido número de páginas, lo que constituye a la vez un desafío y un estímulo. Por una parte, exige centrarse en lo esencial e identificar las pautas y temas más importantes de la historia de un país que, pese a ser una nación joven, posee un pasado complejo y sembrado de controversias. Por otra parte, requiere plantearse desde el horizonte del presente —única forma en que puede conocerse el pasado— qué historia de Estados Unidos es relevante para el lector actual, quiénes son sus protagonistas y desde qué posición nos acercamos a sus experiencias. Estas preguntas han interpelado a cada generación de estadounidenses y a quienes se han acercado a su historia, lo mismo en los tiempos fundacionales de la República que en los momentos actuales, entrecruzados de guerras de historia y de conflictos de memoria.

    Desde sus orígenes como primer experimento político moderno, Estados Unidos se ha concebido a la vez como un caso excepcional, un mundo aparte que no se podía medir con los criterios que rigen para las demás naciones, y como un modelo que todos imitarían antes o después. La causa de Norteamérica es en gran medida la causa de toda la humanidad, proclamaba en 1776 Thomas Paine en El sentido común. Esta frase adquiriría un significado nuevo, muy diferente del que compartirían los Padres Fundadores, a lo largo del siglo XX y sobre todo de 1945, cuando el poder estadounidense se desplegó por todos los rincones del planeta. La historia de Estados Unidos se ha entremezclado desde entonces con la de gran parte de la población en las cuatro esquinas del globo. Todos estamos familiarizados con muchos de los hitos y figuras más famosas de la mitología nacional estadounidense a través del cine y la televisión, de la literatura y el cómic, de la música popular y los videojuegos. En mayor o menor medida, buena parte de la humanidad percibe también la penetración económica, política, cultural o militar de la superpotencia americana. Las escenas de la guerra de Secesión, la conquista del Oeste, el desembarco de Normandía, el primer Día de Acción de Gracias, la llegada del primer astronauta a la Luna, o la figura de héroes nacionales como George Washington y Abraham Lincoln son iconos culturales tan reconocibles a escala global como la bandera de las barras y estrellas o el símbolo del dólar. Cuando la historia de un país nos es tan aparentemente familiar, recuperar el sentido de la extrañeza y de la novedad es un primer paso para avanzar en su comprensión, sustituyendo el estereotipo por la complejidad.

    Esta tensión entre lo ajeno y lo familiar configura la historia de Estados Unidos desde sus orígenes, cuando en tiempos coloniales los pobladores llegados de Europa trasladaron sus formas de vida a lo que ellos veían como un Nuevo Mundo. Allí la fusión entre lo viejo y lo nuevo, entre lo importado y lo autóctono, lo conocido y lo radicalmente diferente y experimental dio lugar a una síntesis originalmente americana. Con la conquista de su independencia, Estados Unidos completó la construcción de su excepcionalidad, basada en la forma republicana de gobierno en una era de monarquías y en la orientación al ideal democrático, aquel que Abraham Lincoln sintetizaría en Gettysburg en 1863 bajo la fórmula de el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

    Fueron varios, como veremos, los factores que confluyeron para originar en Estados Unidos una cultura política netamente diferente de la de sus raíces europeas. En las próximas páginas nos centraremos en la interacción de aspectos políticos, económicos, sociales y culturales en la historia estadounidense. Ello no debe hacernos olvidar un factor que resultaba evidente para los contemporáneos y que moldeó el carácter de la nación tanto como los elementos anteriormente mencionados: la inmensa magnitud del territorio en el que se desplegó la historia colectiva de los norteamericanos.

    Con 24 millones de kilómetros cuadrados, el continente norteamericano duplica con creces la extensión de la vieja Europa. Incluso si tomamos solo el territorio de los actuales Estados Unidos de América, que alcanzó su tamaño actual en 1959 con la incorporación de Hawái, sus 9,8 millones de kilómetros cuadrados igualan la extensión del continente europeo (10,1 millones de kilómetros cuadrados, de los que el 40 por ciento corresponde a la Rusia europea). Tercer país del mundo por superficie en la actualidad, tras Rusia y Canadá, Estados Unidos desafió desde su nacimiento el ámbito acostumbrado de las entidades políticas europeas: las Trece Colonias que proclamaron su independencia en 1776 sumaban una superficie de 1,1 millones de kilómetros cuadrados —el doble de la extensa Francia, por ejemplo— que se proyectaban hacia el oeste a partir de una línea costera atlántica, de Massachusetts en el norte a Georgia en el sur, de 1.600 kilómetros, equivalente a la distancia de Londres a Lisboa.

    Las enormes distancias del gigante americano plantearon un desafío práctico a sus primeros habitantes y modelaron de muchas maneras sus formas de vida. Estados Unidos no solo era un país extenso y de enorme potencial: también estaba en constate expansión. El caballo, la diligencia, y más tarde el ferrocarril y el telégrafo, permitieron el avance de colonos de origen europeo hacia una frontera siempre ampliada en dirección oeste, en pos de un destino manifiesto proclamado en los años cruciales de la expansión nacional. El país acabó alcanzando una extensión continental, de mar a mar brillante como se canta en el himno America the Beautiful, abarcando desde los montes Apalaches al este a las Montañas Rocosas y las cordilleras del Pacífico al oeste, comprendiendo la Sierra Nevada y la cordillera de las Cascadas. Entre estas cordilleras, y ocupando el centro del país, se extendían las amplias llanuras interiores, las tierras del bisonte y del caballo, entre los Grandes Lagos y la vía marítima del San Lorenzo, al norte, y el golfo de México y el río Grande (o Bravo), al sur, incluyendo la cuenca del río Misisipi.

    La diversidad de climas y paisajes está en el origen de diferencias regionales que tienen una base tanto física como social y cultural, y que dieron lugar a los numerosos cinturones en que se suele dividir el país, desde el cinturón del algodón (cotton belt) y el cinturón bíblico (Bible belt) en el sur, al cinturón del óxido (rust belt) en las regiones industriales en torno a los Grandes Lagos, pasando por el cinturón del sol (sun belt) que se extiende desde California hasta Texas y Florida. Sin embargo, ninguna de estas diferenciaciones regionales marcaría tanto la historia del país como la división básica entre el Norte y el Sur, cuyo fundamento estaba en la relación con la institución de la esclavitud.

    A la expansión geográfica le acompañó un aumento constante y acelerado de población, que configuró la identidad de Estados Unidos como país de inmigrantes e hizo de él un gigante también en términos demográficos: con 335 millones de habitantes, hoy es el tercer Estado más poblado del planeta, si bien a gran distancia de China e India. Ante la llegada constante de población foránea, cada nueva generación ha debido contestar a la pregunta de qué es ser estadounidense y en qué términos se define la nación. Desde sus orígenes, el credo nacional es el de una nación plural y abierta a todo el mundo: el crisol de culturas (melting pot) capaz de amalgamar a personas venidas de todas partes dándoles una nueva identidad, la del pueblo americano (en puridad, estadounidense). Ahora bien, la historia que el país se contó a sí mismo durante generaciones sobre sus propios orígenes poco o nada decía sobre el papel subordinado que, en esta nación, se reservó a los pueblos nativos americanos, arrojados a los márgenes geográficos y sociales del país. Tampoco ocupaban un lugar destacado en la narrativa al uso ni en la vida cívica las minorías no blancas, los miembros de religiones no protestantes o las mujeres, puesto que la constitución política estadounidense había sido creada por y para los varones blancos, anglosajones y protestantes. Hoy, sin embargo, la historia de Estados Unidos no puede escribirse sin tener en cuenta el papel de estos grupos sociales en la construcción de la nación ni sin contemplar la complejidad de la sociedad americana bajo el prisma de la multiculturalidad y de las distinciones étnicas, culturales, sociales y de género.

    La fórmula política que los Padres Fundadores encontraron para dotar de coherencia y unidad a una población tan variada en un espacio tan extenso fue tan original como, a la larga, exitosa. No en vano, Estados Unidos es la democracia más antigua del planeta y su escueta Constitución la más veterana. Su identidad nacional quedó fundada sobre el credo de la libertad para el pueblo estadounidense que, en la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, excluía en mayor o menor medida, sin embargo, a esclavos, mujeres y americanos nativos. La solemne afirmación inaugural de que los hombres son creados libres e iguales y de que están dotados de derechos inalienables entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad estaba, por ello, asentada en un potencial de conflicto. Por ello, el lema nacional E pluribus unum, de muchos, uno, que en origen aludía a la reunión de las Trece Colonias en Estados Unidos, hoy en día se lee sobre todo en clave de la integración de las minorías llegadas al país por la inmigración.

    También por ello, el país ha reconfigurado su identidad en un sentido que cada vez abarcaba más, a través de etapas críticas de expansión de la nación. Este proceso arrancó con la propia fundación de Estados Unidos con la guerra de Independencia de 1776-1783 y la Constitución de 1787; avanzó con la configuración del sistema político como democracia de masas en la década de 1830; se amplió con la abolición de la esclavitud en la guerra de Secesión de 1861-1865; culminó con la lucha por los movimientos civiles a partir de la segunda mitad del siglo XX, y llega hasta el siglo XXI con movimientos como Black Lives Matter. Soy una chica negra flaca, descendiente de esclavos, criada por una madre soltera, recitó la joven poeta Amanda Gorman en la toma de posesión del presidente Joe Biden, en enero de 2021. Dos semanas antes, la bandera de los Estados Confederados, símbolo de la supremacía blanca sobre las minorías raciales, ondeaba a manos de los seguidores del presidente Trump que asaltaron el asalto el Capitolio. Los conflictos de historia y de memoria que forman parte del debate público de la nación desde sus orígenes volvían a resurgir y con ellos la pregunta central: ¿qué significa ser estadounidense?

    Que la historia de Estados Unidos haya sido conflictiva no quiere decir que no esté dotada de identidad y coherencia. La unión ha prevalecido siempre sobre las tensiones entre el Gobierno federal y el autogobierno de los estados y los municipios, e incluso sobre la tensión que dividió al Norte y el Sur, al coste de una guerra civil que todavía hoy en día es el conflicto más sangriento de todos los que ha vivido el país. Se ha señalado muchas veces que, como nación joven y formada por gentes de orígenes muy diversos, el país desarrolló pronto, para compensar, un fuerte patriotismo que actuó como aglutinante. Este patriotismo se basa en una mitología nacional fundada en símbolos como la bandera, a la que se rinde homenaje con devoción y a la que se canta en el himno Barras y estrellas (The Star-Spangled Banner);las numerosas festividades de significado histórico, cívico y patriótico, como el Día de Martin Luther King, el Día de los Presidentes (coincidente con el día de nacimiento de George Washington), el Día de Conmemoración de los Caídos (Memorial Day), Juneteenth (que conmemora el fin de la esclavitud), el Día de la Independencia, el Día de la Raza (Columbus Day o Día de Colón), el Día de los Veteranos y el Día de Acción de Gracias; o figuras como el del minuteman, el miliciano de la guerra de Independencia preparado para movilizarse de inmediato (o al minuto), que fijó el ideal marcial del ciudadano dispuesto a luchar en todo momento por la libertad. Se ha señalado también que a la coherencia interna de la sociedad estadounidense ha contribuido el papel articulador de la religión, sin que ninguna confesión ni ningún credo tenga reconocimiento estatal ni ejerza un poder público reconocido. Las numerosas comunidades religiosas locales han dado, desde los orígenes de Estados Unidos, sentido de pertenencia y solidaridad a poblaciones recién llegadas desde muy lejos, y las ideas y lenguaje específicamente protestante impregnan fuertemente la cultura política del país desde sus orígenes a nuestros días.

    Este componente moral y religioso forma parte del sentido de excepcionalismo que ha acompañado la vida política estadounidense a lo largo de buena parte de su historia. Estados Unidos se ha entendido a sí mismo como una nación elegida por la Providencia para guiar al mundo por la senda de los valores americanos, que serían a la vez excepcionales y universales. Esta fe, unida a la extraordinaria concentración del poder del país en el siglo XX, el siglo estadounidense, y su irradiación sobre el resto del mundo hace que, por una parte, su historia se haya presentado como un caso único y aparte, y por otra, que su devenir se entremezcle íntimamente con el del resto del planeta. El reto para el historiador es dar cuenta tanto de lo específico como de lo común de la historia de Estados Unidos, una nación entre naciones, inmersa en dinámicas globales desde sus orígenes a la actualidad.

    Una obra de síntesis como esta no habría podido escribirse sin el trabajo de legiones de historiadores que han producido una bibliografía muy extensa y de gran calidad. El lector que desee profundizar en ella encontrará al final de la obra una selección de títulos y autores. Para evitar hacer farragosa la lectura, se ha renunciado a las notas a pie de página y a las referencias bibliográficas en el texto. La extensión de una obra de este tipo, por otra parte, exige sacrificar el detalle y la atención que merecerían un gran número de cuestiones en favor de la concreción y la selección de lo que el autor considera más relevante y significativo. Confío que en el proceso ni la complejidad ni la inteligibilidad hayan resultado seriamente dañadas. En todo caso, la historia no es un museo de antigüedades sino un saber en construcción y espero que estas páginas y las referencias adicionales que las acompañan animen al lector a continuar indagando por sí mismo y a establecer su propio diálogo con la vasta y fascinante historia estadounidense.

    Madrid, diciembre de 2021

    Capítulo 1

    Orígenes

    El territorio de los actuales Estados Unidos de América ha estado poblado por el ser humano desde hace al menos 15.000 años. De este lapso solo conocemos por fuentes históricas poco más que los últimos 500 años, de los que la mitad corresponden a la existencia de Estados Unidos como nación. La historia de este país se escribe por tanto a partir de la llegada de los primeros navegantes, colonos y conquistadores europeos a lo que para ellos era un Nuevo Mundo. Sin embargo, el continente americano de ninguna manera estaba vacío o deshabitado, y las expediciones de los navegantes portugueses, españoles, franceses, ingleses y holandeses en los siglos XV y XVI tampoco fueron el primer encuentro entre dos mundos que experimentaba el con­­tinente americano.

    Los primeros habitantes de Norteamérica llegaron en oleadas migratorias sucesivas procedentes de Siberia oriental a través del estrecho de Bering, una lengua de tierra que por entonces unía Eurasia con Alaska. Se trataba de grupos pequeños de unos centenares de cazadores recolectores que, inicialmente, vieron detenido su avance por los gigantescos glaciares que cubrían el norte del continente americano. Con el tiempo lograron salvar este obstáculo, por la costa o través de algún corredor terrestre, y se expandieron a gran velocidad hacia el sur y el este, donde encontraron mejores condiciones climáticas y recursos abundantes, lo que les permitió poblar todas las Américas en muy poco tiempo, de Alaska a Tierra de Fuego.

    A medida que se establecían en más y más territorios, estos pobladores, ya nativos americanos, desarrollaron sociedades tan diversas como los paisajes y climas que habitaron, con lenguas, culturas, religiones y formas de vida muy diferenciadas en una enorme área de escala continental. En el sur de Norteamérica y en América Central y del Sur florecieron grandes civilizaciones urbanas que controlaban extensos territorios con una organización social compleja, como los mayas, los aztecas y los incas. En la América del Norte, la geografía, el clima y los recursos disponibles hicieron que las sociedades nativas se organizaran en grupos más pequeños y dispersos por el territorio. Las inmensas distancias y la escasa densidad dieron lugar con el paso del tiempo a una gran diversidad étnica de los pueblos nativos, expresada en las 375 lenguas que se estima que se hablaban en toda Norteamérica antes de la llegada de los europeos.

    Algunas civilizaciones habían nacido, florecido y desaparecido por completo mucho antes de que Cristóbal Colón pusiera pie por primera vez en las Américas. La agricultura comenzó a practicarse hace unos 4.500 años en el este de Norteamérica, donde el terreno era fértil, los ríos abundantes y las condiciones climáticas favorables. El maíz, la judía, la calabaza y el algodón se cultivaban allí hace al menos 3.500 años. En la actual Arizona y más hacia el sur, en el desierto de Sonora, el pueblo hohokam construyó un extenso sistema de canales de irrigación entre los años 900 y 1400 de nuestra era. También en los territorios áridos del sudoeste, en los actuales estados de Colorado, Utah, Arizona y Nuevo México, se desarrolló entre el 850 y el 1250 d.C. la civilización de los anasazi, quienes conocieron la cerámica, el tejido y la irrigación. A estos se les supone antepasados de los indios pueblo de Nuevo México, como se llama a todas las culturas nativas americanas que, como los hopi, los zuñi y otros grupos, construyeron dichos pueblos o conjuntos de viviendas características, construidas con barro y piedra y con habitaciones a varios niveles cubiertas por techos de vigas. En la confluencia de los ríos Misisipi y Misuri prosperó entre el año 900 y el 1450 d.C. una civilización avanzada cuyos miembros practicaron la agricultura, la pesca y el comercio, y construyeron gigantescos montículos rituales en la ciudad-Estado de Cahokia, cerca del actual San Luis, en Misuri. Unos 20.000 habitantes llegaron a vivir en esta metrópoli y su sistema de sitios, extendidos a lo ancho de 12 kilómetros cuadrados, que quedaron deshabitados un siglo antes de la llegada de los europeos.

    Como señala la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz, en 1492 Norteamérica estaba ocupada por una red de naciones indígenas. El ecosistema de cada región determinó las formas de vida de las distintas naciones y tribus de nativos americanos, pueblos originarios que mantuvieron durante siglos redes comerciales extensas y relaciones diplomáticas, y que ocasionalmente guerreaban unos contra otros. En el sudoeste del actual Estados Unidos, los españoles entraron en contacto muy pronto con los navajo, nómadas llegados desde el Canadá en el siglo XIII, y los apache, dedicados a la pesca, la caza y la agricultura. Entre Texas y Florida se asentaban distintos pueblos isleños conectados con poblaciones del golfo de México y el Caribe. Entre la región de los Grandes Lagos y el río San Lorenzo al norte y las Carolinas al sur se establecieron diversas naciones originarias, entre ellas la Confederación Iroquesa o Liga de las Cinco Naciones (después Seis), una organización política de tribus aliadas, cada una compuesta por varios clanes, creada algo después del año 1450, que mantuvo estrechas relaciones con los europeos durante los siglos siguientes. En la región de las extensas praderas de Norteamérica central y más al oeste, en las Grandes Llanuras, prosperaron numerosos pueblos que vivían de la agricultura y de la caza de los inmensos rebaños de búfalo o bisonte americano, como los siux lakota y dakota, los cheyenne y arapajó de las zonas más septentrionales, y los ponca, los pawnee, los osage y los kiowa más al sur. Otras tribus de menor tamaño, como los shoshone, habitaban los áridos territorios de la Gran Cuenca, entre la Sierra Nevada y las Montañas Rocosas. En las costas del Atlántico y del Pacífico diferentes naciones originarias basaron su sustento en la pesca, la caza y la agricultura, como los pueblos navegantes y pescadores de salmón de la costa oeste que tallaban monumentales tótems de madera que representaban animales sagrados y seres sobrenaturales.

    Todos estos pueblos vivieron durante milenios ajenos a toda influencia externa, mientras que los europeos, por su parte, ignoraban la existencia de un inmenso continente entre Europa y Asia. La primera presencia demostrada de europeos en América data de hace mil años, cuando navegantes vikingos arribaron desde Islandia y Groenlandia a las costas del norte de Terranova, a un territorio que el explorador Leif Eriksson llamó Vinland. Allí su hermano Thorvald fue presumiblemente el primer europeo en contactar con nativos americanos, aun sin saber que se encontraba en un continente distinto. Estos vikingos, un grupo de unas cien personas quizá, se establecieron durante solamente cinco o diez años antes de abandonar estas tierras, en el yacimiento de L’Anse aux Meadows, en la actual Canadá, y de su breve presencia, que no tuvo continuidad ni aportó intercambios significativos; solo quedó durante siglos el legendario recuerdo de Vinland en las sagas nórdicas.

    El impacto de la llegada de los españoles fue incomparablemente mayor y más profundo. El navegante Cristóbal Colón abrió el camino al arribar el 12 de octubre de 1492 a las costas de Guanahaní, que él llamó San Salvador, en el archipiélago de las Bahamas. Fue en su segundo viaje cuando puso pie en el territorio que hoy puede considerarse estadounidense al llegar a Puerto Rico, territorio no asociado que pasó de manos españolas a Estados Unidos en 1898. Las expediciones colombinas dieron a los Reyes Católicos y sus sucesores inmensas posesiones y riquezas en lo que al comienzo pensaban que eran las Indias (de ahí la denominación que recibieron los nuevos súbditos). Sería un cosmógrafo y navegante florentino nacionalizado castellano que trabajaba en la Casa de Contratación de Sevilla, Américo Vespucio, quien llegó años después a la conclusión de que se trataba de un continente completamente nuevo y desconocido, un Nuevo Mundo que recibiría el nombre de América a partir de 1507.

    La presencia de españoles en tierras continentales data de 1513, cuando Juan Ponce de León dirigió la expedición a la Florida y se convirtió con ello en el primer europeo en pisar tierra firme del actual Estados Unidos. Poco después, en 1519-1521, Hernán Cortés conquistaría México. Son numerosos los territorios de América del Norte a los que los españoles fueron los primeros en llegar buscando riquezas, metales preciosos e imperios como los que habían encontrado más al sur, o en pos de ciudades legendarias repletas de tesoros que nunca aparecieron. Alvar Núñez Cabeza de Vaca formó parte de una nueva expedición a la Florida en 1528; Antonio de Mendoza incursionó en el actual Nuevo México en 1538-1539; Francisco Vázquez de Coronado y Fernando de Alarcón recorrieron el suroeste del actual Estados Unidos en 1540, y Hernando de Soto exploró el sudeste hasta las estribaciones meridionales de los Apalaches entre 1539 y 1642. Fueron también españoles los primeros europeos en avistar el Gran Cañón del Colorado, en llegar al río Misisipi y en arribar a las costas de Alaska. Del mismo modo, es de fundación española la ciudad de San Agustín, en Florida, la más antigua de Estados Unidos, establecida en 1565 y habitada ininterrumpidamente desde entonces. Entre 1601 y 1605, Juan

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