El monte Sión es una colina baja y ancha situada en el lado sur de la tres veces santa Jerusalén. Aunque su ubicación física ha cambiado a lo largo de la historia, su condición de símbolo de la ciudad y del conjunto de Israel, en cuanto tierra prometida que Yavé concedió al pueblo judío, se remonta a los textos bíblicos y ha permanecido hasta el día de hoy. De acuerdo con la tradición, sobre el monte Sión se construyó el Segundo Templo y allí está enterrado el rey David. Etimológicamente, Sión significa fortaleza.
Durante siglos, la diáspora judía, siempre maltratada y perseguida, soñó con volver a ese monte, más como una metáfora de alcanzar la redención como pueblo, vinculada a la llegada del Mesías, que como retorno físico a la tierra de los ancestros. “El año que viene, en Jerusalén”, se han dicho, a modo de saludo, muchos hebreos desde tiempos del Imperio romano. Pero no fue hasta el siglo xix, como movimiento genuinamente europeo, cuando parte del mundo judío se planteó la opción real de volver y asentarse en las tierras de Palestina, al entender que esa era la única vía posible de emancipación frente a la hostilidad incesante del entorno.
Emancipación e integración
Para explicar el sionismo como movimiento político moderno, cabe remontarse a la compleja adaptación de los judíos a la Europa nacida tras la Ilustración y la Revolución francesa. Exceptuando el caso de la península ibérica –de donde fueron expulsados en 1492–, los judíos vivían diseminados– y urbanas. El 85% de los 3,2 millones de judíos del planeta vivían en el Viejo Continente; solo unos cuarenta y cinco mil, en tierras palestinas.