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Memoria latente: Una comunidad enfrentada por el desafío de los derechos humanos en Chile
Memoria latente: Una comunidad enfrentada por el desafío de los derechos humanos en Chile
Memoria latente: Una comunidad enfrentada por el desafío de los derechos humanos en Chile
Libro electrónico426 páginas6 horas

Memoria latente: Una comunidad enfrentada por el desafío de los derechos humanos en Chile

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Un lejano y largo país llamado Chile fue el destino para una generación de inmigrantes y refugiados judíos que anhelaban encontrar un mundo mejor. Muchos llevaban consigo una historia de marginalización y persecución arraigada en el interior de su ser. A partir de septiembre de 1973, cuando algunos de esos mismos refugiados, sus hijos o nietos, fueron víctimas del terrorismo de Estado, la institucionalidad judía enfrentó una encrucijada moral. Memoria latente releva los nexos entre la identidad judía y la memoria histórica, en el marco de los desafíos enfrentados por la colectividad ante los atropellos a los derechos fundamentales cometidos en Chile durante la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet. Da cuenta también de procesos de reconocimiento y reencuentro comunitario, al retomar rutas de memoria y justicia trazadas desde la experiencia judía hacia todo lugar que emerge desde situaciones límites.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento21 mar 2017
ISBN9789560007933
Memoria latente: Una comunidad enfrentada por el desafío de los derechos humanos en Chile

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    Memoria latente - Maxine Lowy

    Maxine Lowy

    Memoria latente

    Una comunidad enfrentada por el desafío

    de los derechos humanos en Chile

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2016

    ISBN Impreso: 978-956-00-0793-3

    ISBN Digital: 978-956-00-0912-8

    Todas las publicaciones del área de

    Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones

    han sido sometidas a referato externo.

    Imagen de portada: Pintura «Re-Habitar» del artista Carlos Lizama

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Por su valioso aporte a este libro, agradezco:

    A todas las personas que confiaron

    en este proyecto para dar voz a sus historias.

    En especial, a Hanni Grunpeter y Gunter Seelmann, matrimonio y compañeros, quienes ejemplifican una antigua corriente judía que trasciende su propia historia, para encauzarla hacia un profundo compromiso con la justicia y los desposeídos de la humanidad. Sus historias forman una línea conductora de este libro, y ellos aportaron ideas, leyeron textos y animaron a que este proyecto saliera adelante.

    A Ivonne Szasz por sus importantes observaciones y orientación.

    A las editoras, sobre todo, Elena Águila, por llevar el libro a puerto seguro.

    Presentación

    «Pertenecemos al pueblo más perseguido de la tierra; por eso tenemos que estar con los perseguidos de hoy».

    Durante mi niñez y adolescencia, esta enseñanza casi textual de mi padre fue prácticamente la suma total de mi conocimiento de lo que significaba ser judía. Años después, fui agregando otros elementos a esa identidad, pero en los primeros 18 años de mi vida, un sentido de responsabilidad social que se desprendía de una historia de persecución, constituyeron su eje principal. Mi padre, profesor e investigador botánico neoyorquino y mi madre, argentina especializada en literatura hispanoamericana, actuaban coherentes con esta visión, lo que influyó sustancialmente en mi desarrollo personal. El círculo de sus amistades era como ellos: judíos progresistas del norte.

    Todos ellos fueron trasplantados al «sur profundo» de los Estados Unidos específicamente a la ciudad de Baton Rouge, estado de Luisiana donde nació esta autora– a fines de los años 50. Varios participaron en el inicio del movimiento por los derechos civiles de los afro-americanos al igual que destacados dirigentes judíos en otras partes del sur. Judíos y activistas en el sur racista donde predominaba el fundamentalismo religioso, constituíamos una familia distinta a los vecinos. Sentirme «diferente» formaba parte de mi nebulosa identidad como judía.

    Si bien los estadounidenses de origen judío se destacaron en su adherencia a la causa de los derechos civiles, cabe resaltar que eran más bien los judíos del norte del país los que abogaban con energía contra la discriminación racial. Las comunidades judías locales, en su mayoría, no se pronunciaban en contra del rechazo tajante hacia la integración racial por parte de la mayoría de la población blanca. Un grupo reducido de rabinos sureños, quienes representaban sólo al 10 por ciento de los 200.000 judíos del Sur, se alinearon con la causa de los derechos civiles¹.

    En una entrevista realizada en 1958, el reverendo Martin Luther King comentó, «Los organismos judíos nacionales nos han apoyado mucho, pero la dirigencia judía local permanece en silencio. Los judíos de Montgomery (Alabama) repiten que no es un problema judío. Yo estoy de acuerdo que no es un problema judío pero sí es una lucha entre las fuerzas de la justicia y de la injusticia. Quiero que se unan a nosotros al lado de la justicia»².

    Durante siglos el judío había sido «el otro», marginado y aislado en guetos en Europa. Un mecanismo adoptado por las comunidades judías para mitigar su condición insegura y precaria se resumía en la expresión del idioma yiddish «sha-shtil». Esta se podría traducir como «cállense y no se metan». Temerosos de las repercusiones negativas para la colectividad judía, optaban por no involucrarse u opinar sobre los asuntos del país y mantener el statu quo social.

    En Chile, el golpe cívico-militar de 1973 agudizó la tensión y enfrentamiento entre las corrientes progresistas y conservadoras de la sociedad chilena en su conjunto, una dicotomía existente también entre la colectividad judía. Los estamentos más visibles de la colectividad judía aplaudieron el golpe militar, algunos por la persistencia de los antiguos temores; otros, por proteger a sus intereses económicos. Paralelamente, obviaron las arbitrariedades, las persecuciones y el sufrimiento de tantos chilenos. Cuando personas de origen judío fueron detenidas, salvo notables excepciones, escondieron esos hechos bajo un manto de silencio. Ante sus ojos, aquellas personas progresistas y de izquierda se habían convertido en «otros», y no se preocuparon por ellos.

    A las personas de la comunidad que sufrieron las políticas represivas de la dictadura, más allá de las privaciones físicas y psicológicas, aún les duele el silencio y la complicidad.

    En la tradición judía, cuando uno comete una ofensa hacia otra persona, siempre existe la posibilidad de hacer teshuva, de reencontrarse. No obstante, sólo es posible pasando, primero, por reconocer el daño causado; segundo, por hacer justicia; y, tercero, por reparar el daño. La ruta para la restauración de confianza, tanto de la colectividad judía como de la sociedad chilena en general, fue trazada con posterioridad al genocidio nazi, y refleja estos tres pilares.

    El punto de partida para tal proceso necesariamente debe ser el reconocimiento de una historia y origen comunes, como también el respeto hacia diferentes formas de abordar la identidad judía.

    Una zona latente de la memoria histórica, intrínseca a la tradición judía, se irá activando a medida que se instala un mandato ético en la consciencia, de no aceptación a ninguna clase de acto de crueldad hacia ningún ser humano, aunque sea diferente a uno. Esta memoria latente es el repositorio de la capacidad asociativa de formar puentes empáticos que se identifican con el sufrimiento del otro.

    Esta investigación releva los nexos entre la identidad judía y su memoria histórica latente, en el marco de los desafíos enfrentados por la colectividad ante los atropellos a los derechos fundamentales cometidos en Chile durante la dictadura militar de Augusto Pinochet. Da cuenta también de incipientes procesos de reconocimiento y reencuentro comunitarios, al retomar rutas de memoria y justicia trazadas desde la experiencia judía hacia todo país que emerge desde una situación límite.

    Al asumir esa «memoria latente», se espera que futuras generaciones, conscientes de su historia particular y de las dimensiones universales de ésta, no dudarán en permanecer, en las palabras anteriormente citadas de Martin Luther King, «al lado de la justicia».

    Maxine Lowy

    1 Melissa Fay Greene, The Temple Bombing (Random House, 1996), 180.

    2 Ibíd.

    Prólogo

    En 1978 el escritor francés Georges Perec y el cineasta Robert Bober visitaron Ellis Island, en Nueva York, lugar de ingreso a fines del siglo XIX y comienzos del XX de las grandes oleadas migratorias que inundaron tierras norteamericanas entre 1892 y 1940. Se calcula que por Ellis Island, puerta de entrada o clausura al sueño americano y de una vida libre de persecuciones religiosas, políticas o raciales, pasaron cerca de 12 millones de seres humanos llevando maletas, sacos y algunos bienes personales que les ayudarían a instalarse en el nuevo territorio. Los había turcos, italianos, irlandeses, alemanes, rusos y polacos. Cientos de miles eran judíos, pero preferían declarar sus identidades según el país de procedencia. Era una medida precautoria. Las autoridades portuarias de Manhattan habían designado a Ellis Island como sitio de revisión y coladero de los recién llegados antes de permitirles el ingreso, y era mejor proclamar un origen nacional antes que una identidad comunitaria, religiosa o secular, que haría torcer el gesto a los oficiales de aduana. Nadie en su sano juicio hubiese pensado en declararse miembro de la diáspora judía europea al tocar tierra norteamericana. Y sin embargo, cientos de miles de ellos eran justamente eso: turcos, italianos, irlandeses, alemanes, rusos y polacos de una identidad errante que se confundía con la desesperada necesidad de sus compañeros de viaje por abandonarlo todo y abrazar la promesa de un mejor destino. Para ellos, para todos, Ellis Island era la posibilidad siempre precaria pero real de convertirse en otros sin dejar de ser ellos mismos.

    ¿Qué hacen allí Perec y Bober? ¿Por qué han ido en peregrinación hasta un lugar habitado desde hace mucho sólo por el óxido y las ratas, convertido ahora en museo y sitio histórico luego de décadas de olvido? Al principio Perec no lo sabe con exactitud. Tampoco su amigo Bober, que filma los atracaderos musgosos y las galerías mudas en busca de alguna pista. Ambos, Perec y Bober, son judíos. El primero ha perdido a su familia en el Holocausto, mientras que Bober conserva la foto de un tío abuelo que atravesó el Atlántico y llegó a Ellis Island sólo para ser devuelto a Europa luego de ser declarado inadmisible. Entonces Perec saca su libreta de notas y apunta lo que le parece evidente sobre ese pequeñísimo pedazo de tierra: «Lo que yo, Georges Perec, he venido a interrogar aquí, es la errancia, la dispersión, la diáspora. Ellis Island es para mí el vínculo mismo con el exilio, es decir el lugar de la ausencia de lugar, el no-lugar, el ninguna-parte».

    Para el escritor, Ellis Island adquiere la fuerza de una evidencia, aunque sea una evidencia mediocre, pero que resalta una condición que debe ser pronunciada de inmediato antes de que escape y se disimule entre los pliegues de la asimilación: es un judío. Sí, es la palabra que corresponde, y no otra. Pero, ¿qué es ser judío y qué significa ser judío para Perec, un escritor no precisamente sectario ni mesiánico ni narcisista, sino más bien todo lo contrario? En 1914, Kafka se hacía la misma pregunta. ¿Qué tengo yo en común con los judíos, escribió en una entrada de su Diario, cuando apenas tengo algo en común conmigo mismo? Y sin embargo, sabemos todo lo que contiene ese oxímoron de Kafka para la identidad judía del no-judío. Por si fuera necesario, Perec lo aclara en otro pasaje de sus notas de Ellis Island: «No sé con precisión lo que significa ser judío, lo que me hace ser judío. Podría haber nacido, al igual que primos lejanos o cercanos, en Haifa, en Baltimore, en Vancouver. Podría haber sido argentino, australiano, inglés o sueco, pero en el abanico más o menos ilimitado de estos posibles, una sola cosa me ha sido especialmente negada: la de nacer en el país de mis ancestros, en Lubartow o en Varsovia, y la de crecer en la continuidad de una tradición, de una lengua, de una comunidad. En alguna parte de mí mismo, soy extranjero en relación a algo de mi ser; en alguna parte, soy diferente, pero no diferente respecto a los otros, sino diferente de mí mismo y de los míos».

    Esta negación, iba a escribir esta fractura de origen, circula y está presente al modo de una sutil filigrana, casi innombrable por secreta, en el libro de Maxine Lowy sobre los judíos en Chile y los desafíos que supone para esta comunidad la violación de los derechos humanos en el país durante los años de dictadura. No se trata de un alegato particularizado, ni mucho menos. Lowy cita y narra documentadamente historias de migración de los Klein, los Mller, los Arón, los Lawner –todos ellos víctimas directas de la represión que se abatió sobre el conjunto de los chilenos a partir de 1973– formando parte de una sociedad que se empeñaba en ampliar la participación política de los ciudadanos, promoviendo los ideales de igualdad y justicia social para los sectores tradicionalmente más postergados. Nada de raro que en esta épica colectiva, los miembros más politizados de la comunidad judía en Chile se comprometieran activamente en los esfuerzos de cambio que comenzaron a soplar con fuerza durante la segunda mitad del siglo pasado. Para ellos nunca fue cuestión de prescindencia en la tierra de acogida, y menos de encierro en los ritos de observancia religiosa: asumieron la militancia en las filas de la izquierda como una extensión de la condición de judíos, no como una superación de la misma. El libro de Lowy lo establece con claridad, sin evadir las cuestiones más espinudas que surgieron de este compromiso: ya fuera ante los miembros de la comunidad que recelaba de ellos antes la posibilidad de un brote antisemita por parte del socialismo chileno, ya ante los propios compañeros de ruta que percibían el carácter conservador y ensimismado, mayoritariamente de derecha, de los judíos en Chile. Memoria latente es, en este sentido, impecable en su investigación de lo que significó para esta delgada franja de judíos progresistas el golpe de 1973: para ellos, los hijos y nietos de los Klein, los Svigilsky, los Müller y los Arón llegados del otro lado del mar en busca de «asilo contra la opresión», Chile se convertiría al cabo de medio siglo en un nuevo Egipto del cual habrían de salir huyendo, y esto en el mejor de los casos.

    Las historias que cuenta este libro son apabullantes no sólo en un sentido episódico o como un muestrario de calamidades. También lo son en cuanto articulan la relevancia que tuvieron las víctimas judías para el desarrollo de una cultura nacional de derechos humanos. Primero que nada ante la propia comunidad, al develar las flagrantes contradicciones en que incurrieron sus representantes oficiales al apoyar a la Junta Militar, y segundo en relación con el impulso que esa misma cultura recibió mediante las redes de apoyo externo a las víctimas y denuncia de los atropellos del régimen. La secuencia de solidaridades, presiones y tensiones –algunas íntimas y otras públicas– abarca desde la Enmienda Kennedy en 1974, que prohibió a los Estados Unidos vender armas a Chile –convirtiendo a Israel, paradójicamente, en el principal proveedor– hasta el episodio televisivo de 2013, en el cual Ernesto Lejderman desnudó la complicidad del entonces Comandante en Jefe del Ejército, Emilio Cheyre, en el ocultamiento del asesinato de sus padres, Bernardo y María, ocurrido meses después del Golpe.

    Las pistas para una comprensión plural del judaísmo chileno están en la base de Memoria Latente, y sin exageración puede decirse que con este libro Maxine Lowy ha hecho su propio viaje a Ellis Island. Lo que ella ha venido a buscar y desenterrar aquí, en estas tierras de migrantes, bandidos de cuello blanco y abusadores de todo pelaje, son las huellas de una diáspora que sembró su propia historia en el destino de las víctimas judías de la dictadura. Primero negadas, luego universalmente reconocidas. ¿Qué podemos encontrar nosotros, los lectores? Aparte de muchos apellidos judíos, y de muchos judíos de todas las tendencias políticas imaginables, está la historia de una brasa y un cigarrillo, narrada por Igor Rosenmann en uno de los muchos momentos notables del texto. Comunista y judío, o viceversa, Rosenmann pintaba murales con la Ramona Parra en tiempos de la UP, cuando se unió a ellos el pintor Roberto Matta para cubrir los muros del Mapocho. Sin conocer para nada su arte, Rosenmann preguntó a Matta qué tipo de pintura hacía. «¿Ves ese cigarrillo que está a medio apagar? –indicó Matta, señalado una colilla en el suelo–. Yo pinto lo que está adentro de esa bracita que le queda al cigarrillo». Rosenmann nunca más lo olvidó. No mucho tiempo después lo recordaría vivamente, mientras lo interrogaban con la vista vendada en el centro de detención de Cuatro Álamos. «¡Así que soy judío conchetumadre!» se excitó de pronto su torturador. Sí, soy judío, dijo Rosenmann. O no dijo nada, se calló o gritó como lo hacen todos los torturados. Pero para sobrevivir pensó en lo que está adentro de lo que está dentro, en que la sala de interrogatorio era el cigarrillo, y que el golpe que venía era la brasa, y que él estaba adentro de lo que está dentro, y que eso era maravilloso, porque era indestructible, en cierto sentido, ser judío.

    Roberto Brodsky

    I

    Historia común y divergencia

    Capítulo I

    Éxodo

    1. Mitzraim, ese lugar estrecho

    Estructuras monumentales, espléndidos palacios y templos, obeliscos y estatuas colosales concebidos por Ramsés II se erguían por todo el delta del Nilo. Obras públicas de tal proporción y extensión exigían la producción ininterrumpida de ladrillos, argamasa y otros materiales de construcción, además de mano de obra abundante.

    A la vista había un asentamiento de extranjeros cuya rápida reproducción presentaba una amenaza a la estabilidad hegemónica de la decimonovena dinastía. Sagaz fue la decisión del rey-dios de someterlos a su programa de esclavitud estatal: le proporcionarían mano de obra para sus ambiciosos proyectos de construcción y, a la vez, el trabajo duro debilitaría a ese pueblo soberbio.

    Con este doble objetivo, los capataces tenían instrucciones de no escatimar sus látigos. El esclavo que dejaba caer un ladrillo, que se resbalaba en el fango mientras cavaba zanjas y diques para detener las inundaciones anuales del río, sentía caer el azote sobre su espalda. Hubo un tiempo en que se decretó la matanza de todos los recién nacidos masculinos de esa colonia de esclavos, pero el dictamen quedó sin efecto dado que las parteras que asistían a las mujeres hebreas se negaron a acatar la orden y a ser cómplices de un genocidio.

    De esa generación degradada surgió un líder carismático, Moisés, uno de los tantos bebés salvados del decreto de infanticidio, que persuadió a su pueblo a no soportar la situación en que se encontraba ni un día más. Serían el primer grupo de esclavos en la historia documentada de la humanidad en rebelarse en contra de sus amos.

    Serían también el primer eslabón de una cadena que se extendería hasta el infinito: la de los judíos errantes impulsados a emprender un éxodo en búsqueda de tierras más apacibles donde criar una nueva generación en libertad. Fueron extraños en una tierra extraña y, salvo lapsos breves, sus descendientes siempre lo serían.

    La opresión del pueblo hebreo y la manera en que logró su liberación constituyen la historia del Éxodo de Egipto, hito central en la formación de la identidad judía. Cada semana al bendecir el vino de shabat, los judíos religiosos recuerdan este acontecimiento. Durante ocho días de cada año, a través de la celebración de Pesaj, se vuelve a vivir la historia de un pueblo esclavizado que da su primer paso hacia convertirse en nación libre. Para los judíos no-religiosos que participan en el ritual, la repetición año tras año puede convertirse en una ética fundacional.

    Es una historia particular del judaísmo, pero es también una historia universal. Su mensaje profético de la posibilidad de transformar una sociedad en otra más justa no se dirige únicamente a los judíos, y tiene resonancia más allá del entorno religioso.

    Cada cierto tiempo, los historiadores bíblicos anuncian que han calculado con exactitud la fecha del Éxodo y que éste habría ocurrido con toda certeza en el año 1445 a. C. Los arqueólogos bíblicos, por su parte, declaran haber descubierto jeroglíficos que representarían la presencia de esclavos hebreos. Para los judíos, sin embargo, la historicidad del Éxodo tiene poca importancia. Mitzraim, la palabra hebrea para Egipto, desde una perspectiva metafórica, quiere decir «un lugar estrecho», es decir, cualquier lugar donde se vive con estrecheces.

    Cada generación tiene sus Egiptos. Y cualquiera sea el lugar que habitemos, puede ser Egipto. Pero al contrario del Egipto donde Moisés exige al monarca que deje ir a su pueblo, en los siglos subsiguientes serán pocas las instancias en las que los judíos exijan irse. Una y otra vez, serán simplemente expulsados o huirán sigilosos, sin dar aviso alguno, de España, Portugal, Inglaterra, Ucrania, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Alemania y Argentina.

    2. Atravesando fronteras prohibidas

    Cuenta una anécdota que, una vez, un oso se escapó de un circo. La policía ordenó matar al oso apenas apareciera. Al enterarse de la orden, un judío anunció a su vecino: «Me voy del pueblo. Apenas aparezca, van a disparar al oso».

    –«Pero, si no eres un oso», le responde el vecino. –«Es lo que dices tú. Pronto van a disparar contra algún judío. Solo después descubrirán que no es un oso»¹.

    La precariedad y el peligro en la vida cotidiana de los cuatro millones de judíos expulsados por los zares de sus aldeas y obligados, desde principios del siglo XIX, a vivir en una zona restringida que se extendía por más de 600.000 kilómetros cuadrados entre el Mar Báltico y el Mar Negro, fue materia de muchas historias que evocaban la risa nerviosa del reconocimiento²: «Si hay mucho sol, nosotros tenemos la culpa; si llueve mucho, también somos culpables», contaba una abuela a su nieto chileno para explicarle el ambiente sofocante que vivían en su pueblo cerca de la frontera entre Rusia y Ucrania.

    En este territorio conocido como Pale of Settlement³, en muchas pequeñas aldeas llamadas shtetl, vivió la comunidad más extensa de judíos en la historia hasta ese momento. Los fundamentos para designar una zona para la residencia de los judíos provinieron de los reclamos de comerciantes de Moscú, quienes señalaban que la presencia de comerciantes judíos de Bielorrusia les hacía imposible competir. En 1804 una serie de leyes especificaron las provincias que les eran permitidas y la prohibición de que entraran a Kiev, Nikolaev y Sebastopol, ciudades que se hallaban dentro de esa zona. Las autoridades de Kiev realizaban allanamientos, oblavy (caza), buscando a los judíos que vivían ilegalmente en la ciudad, para devolverlos encadenados al Pale.

    La obra clásica Life is with People describe la inseguridad de la vida judía en estas aldeas, donde podían pasar largos períodos de tranquilidad social hasta producirse una imprevisible explosión de violencia:

    La mayoría de los judíos conocían por experiencia propia o por el relato de testigos de los pogromos [que] sus vecinos podrían de repente convertirse en saqueadores y asesinos. También sabían que al terminar el pogromo, estos mismos asesinos volvían a ser vecinos, clientes, comerciantes y las relaciones humanas volvían a la rutina anterior como si nada hubiese pasado. Nada había pasado, salvo que tu amigo, tu tío, tu hermana, o tu padre ahora estaban muertos⁴.

    Había cristianos que protegían a los judíos durante un pogromo y aquellos quienes aceptaban un soborno por apartar a las hordas. También existían algunas aldeas donde se mantuvieron siempre buenas relaciones con los vecinos cristianos.

    Impedidos del contacto con las corrientes de la sociedad y la cultura contemporáneas (según un censo de 1897, el 96,7% de los judíos en el Pale hablaba yiddish y solo el 1,3% hablaba ruso como lengua materna), se estimuló la creación de una vida judía autónoma, nutrida solo por fuentes judías⁵.

    El asesinato del zar de Rusia, Alejandro II, el 1° de marzo de 1881, ha sido descrito como «un momento cúlmine en la historia de los judíos tan decisivo como la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén en el año 70 a. C., o la expulsión de España por los Reyes Católicos en 1492»⁶. La muerte de Alejandro II y con ello el fin de una época pacífica para la vida comunitaria judía desencadenó ejecuciones en masa, destierros, persecuciones raciales y religiosas, pogromos llevados a cabo por grupos de bandidos mientras las autoridades hacían la vista gorda y, a veces, organizados por la policía misma.

    Estas circunstancias provocaron la primera gran oleada de judíos que partió hacia la goldene medina, las tierras doradas de oportunidad y libertad, Nueva York en Norte América y, Buenos Aires en el hemisferio del sur.

    El temido servicio militar que obligaba a varones judíos, niños de apenas 10 años y de ahí para arriba, a servir largos 10, 15 y hasta 25 años en el ejército del zar, también impulsó a las familias a enviar lejos a sus hijos.

    En el pueblo de Zlovota, a unos 100 kilómetros de Kiev, una ciudad prohibida para los judíos, nació Marcos Svigilsky. Vivía en una casa construida, ladrillo por ladrillo, por su madre, según lo que le contó a su nieta Perla Arón de Svigilsky. Cuando le llegó la orden de presentarse a una revisión médica previa a entrar al ejército, su madre elaboró una estrategia para eludir el servicio militar.

    «Su mamá lo tuvo tres días sin dejarlo dormir. Ella sentada en una silla y él en un pisito bajo, lo despertaba y despertaba. Cuando a él se le caía la cabeza, lo despertaba otra vez con el fin de que se debilitara y que la revisión médica dijera que no servía para el ejército», cuenta Perla Arón. La estrategia resultó. Se debilitó mucho y no lo aceptaron en el ejército. Poco después, Marcos Svigilsky y su primo Benjamin Slachevsky, fueron los primeros de la familia en embarcarse hacia el hemisferio del sur, llegando a las orillas del Río de la Plata en 1908⁷.

    Las imágenes de los que se quedaron permanecieron grabadas para siempre en la memoria de los que se fueron, dejando atrás las casas donde nacieron, las tumbas de los antepasados y una vida que nunca más volvería a ser.

    Entre 1880 y 1914, dos millones de judíos emigraron a los Estados Unidos desde Europa del Este, desde Rusia, desde Pale of Settlement y desde regiones de Polonia bajo dominio ruso⁸. En los mismos años, otro millón de judíos rusos emigró a Argentina⁹.

    Con el amanecer de la Revolución de Octubre de 1917, se desmoronó el poder del zar, pero los bolcheviques tomaron el poder en una parte muy pequeña de Rusia, en el sector comprendido entre San Petersburgo y Moscú. En las aldeas de Ucrania, donde vivía la familia Lawner, próximas a la frontera con Polonia, se organizaron las llamadas Bandas Blancas. Aprovechando el vacío y el caos político, estos bandidos asaltaban las aldeas para robar todo lo que podían y llevarse los animales.

    En «Mis viejos», cuenta Miguel Lawner,

    […] eran granjeros modestos y humildes. Tuvieron que aprender a convivir con esto. Tenían un sistema de vigilia. Cuando se veía el polvo levantándose en el camino, sabían que venían estos bandoleros y se metían en subterráneos construidos bajo sus casas con ese propósito. Se fondeaban en los subterráneos; incluso bajaban a los animales, anestesiándolos para que no metieran bulla. Sentían como arriba los bandoleros destruían y golpeaban¹⁰.

    De esta manera la vida se les hizo cada vez más imposible. En 1921, después de haber pasado varios años de mucho sufrimiento, decidieron irse para siempre. Los diez hermanos Lawner, varios de ellos con sus esposas, y el padre y la madre, aunque no todos a la vez, partieron para América. Dos hermanos que se quedaron atrás, posteriormente se reunieron con la familia en Argentina.

    Cruzar el ancho Río Dniestre, que establecía la frontera entre Rusia y Polonia, era la primera etapa del éxodo de incontables miles de personas. Muchas veces en la historia de ese rincón del mundo, los 160 metros entre las dos orillas del Río Dniestre equivalían a la distancia entre la vida y la muerte. Así había sido en el pasado y lo volvería a ser cuando los Lawner ya estaban lejos y seguros en Chile. Seis años antes, el 25 junio del 1915, el cauce rápido del Dniestre no contuvo a las tropas prusianas que a la altura de la ciudad de Bukaszowice en Galicia (zona originalmente bajo el imperio de Austria que se extendía desde el oeste de Ucrania hasta Polonia central), cruzaron con sus cañones en la oscuridad por aguas que les llegaban hasta el pecho, para devastar a los rusos. Y el 25 julio de 1941, cerca de la aldea de Coslav, tropas rumanas cruzarían a un convoy de 25.000 judíos rumanos para entregárselos a los alemanes que ocupaban Ucrania¹¹.

    Pero la noche que cruzaron los Lawner, los acompañó el espíritu del gran místico de mediados del siglo XVIII, Baal Shem Tov («Maestro del Buen Nombre»), conocido por su generosidad legendaria. Se dice que una vez, de joven, Israel ben Eliezer, quien llegaría a ser conocido como Baal Shem Tov, usó su conocimiento cabalístico para atravesar el Río Dniestre. Arrojó su gartel, su cinturón de tela, sobre el agua, pronunció un nombre secreto de Dios y pudo cruzar, por encima del río, al otro lado. Todo el resto de su vida se arrepintió de haber utilizado el sagrado Nombre de Dios para su propia conveniencia.

    En la fría oscuridad de fines del año 1921, cuando los Lawner llegaron a las orillas del Dniestre, fue como si el gartel del Baal Shem Tov se transformara en la barcaza que transportó al grupo familiar a la orilla polaca, dejando al shetl atrás para siempre.

    Los nueve hermanos Lawner con sus respectivas familias empezaron su travesía a las orillas del Río Dniestre, y la continuaron en un barco que salió de Polonia, y ancló en Buenos Aires. En febrero de 1922, la familia se fue a Rosario. Habían llegado en pleno verano y encontraron insoportable el calor húmedo del clima semi-tropical porteño. «Mi mamá siempre contaba que se acostaban casi desnudos sobre la baldosa con objeto de poder dormir», cuenta Miguel Lawner¹².

    Al menor de los Lawner, el tío Samuel, todavía soltero, le pasaron un dato sobre el país que había al otro lado de la cordillera de los Andes. Cruzó la cordillera y regresó con su informe: «Chile es mejor. Se puede respirar y se puede hacer kishef, negocios». En pocos meses toda la familia emprendió la tercera y última parte de su odisea. Tomaron de nuevo sus maletas, cerraron tras de sí las puertas de otra casa y cruzaron la cordillera de los Andes con destino a Chile.

    3. Un iluminado sale al mundo

    Vilna, hoy capital de Lituania, era conocida como el Jerusalén de Europa oriental. En el siglo XIX fue un gran centro industrial judío que exportaba sus productos, dominando el mercado de los guantes y la ropa, a toda Rusia y también a Alemania. No solo fue un importantísimo núcleo comercial, era también el centro de la vida cultural judía de Europa occidental, de estudio de la Torá y de la Haskalá, el Iluminismo judío.

    Los que abrazaron la Haskalá creyeron que la educación occidental abriría el camino hacia una plena igualdad entre judíos y cristianos. Sólo al abrirse al conocimiento no-judío dejarían el aislamiento de los guetos, creyeron los maskilim, los «iluminados», contagiados por la efervescencia de los nuevos movimientos políticos e intelectuales de la Rusia del siglo XIX.

    En Vilna nació, en 1720, el sabio místico, Elías Ben Solomon. Según la leyenda, a los tres años conocía todas las escrituras sagradas de memoria y a los siete años dio su primer discurso público. En su adolescencia recorrió a pie, como mendigo, todas las comunidades de Europa, compartiendo su sabiduría. Varios años después, al regresar a Vilna, ya se le conocía como Gaón Jasid, el santo genio de Vilna. Creía que un judío estudioso sólo accede a la plena comprensión del Talmud si tiene conocimiento de temas seculares, como astronomía, matemática y botánica.

    En Vilna, ya anexada al Imperio Ruso, el 29 de diciembre de 1898, también nació Jacobo Pilowsky, hijo de una familia de grandes rabinos. No sabemos si su genealogía desciende del Gaón, pero sí comparte con él características sobresalientes, tanto en su disposición al estudio como en su liderazgo y vocación de servicio a la comunidad judía.

    Jacobo nació y creció en una época, otra más, de persistente ataques a los judíos de Vilna.

    Su hijo Jorin narra lo que le transmitió su padre:

    El abuelo y el tatarabuelo eran rabinos. Mi padre nació en un hogar muy religioso pero él rompió con eso y se hizo yidishista: un ferviente partidario de la cultura yidish y escritor en esa lengua que era el idioma que hablaban las masas populares judías de corriente laica. La revolución socialista de octubre impactó mucho toda esa región. La expectativa era que la Unión Soviética no sólo iba a resolver los problemas sociales, poner término a la explotación del hombre por el hombre, sino que también iba a poner término a toda forma de discriminación de los pueblos minoritarios¹³.

    Los judíos que se aferraron a la aurora revolucionaria, con la esperanza de que esta extinguiría el antisemitismo, se verían decepcionados. Las raíces del odio estaban tan arraigadas que la revolución no las borró.

    En el contexto de apremio, surgieron con fuerza sueños mesiánicos, y a principios del siglo XX Vilna se había convertido en el centro del movimiento sionista de Rusia y en la sede del Partido Sionista Obrero. Pero en 1941, fuerzas militares nazi apagarían para siempre la luz de Vilna.

    A aquellas alturas, Jacobo ya estaría seguro y desarrollándose en América Latina. Alrededor del año 1923, Jacobo, su esposa y su primer hijo de dos años, se habían unido al cauce de inmigrantes que cruzaban el Atlántico. Igual que la familia Lawner y los primos Svigilsky, llegaron primero a Argentina, trabajó como profesor de yidish, y, unos años después, se vinieron a Chile.

    4. Los «rectos» de Ulm y Contulmo

    Eran incontables los que morían en las ciudades medievales de Europa. Sus cuerpos yacían donde daban su último respiro hasta ser enterrados en fosas comunes. Ratas, probablemente transportadas a bordo de una nave mercante desde Mesina, Italia, introdujeron la peste bubónica en Europa en la cuarta década del siglo XIV¹⁴.

    Sobrevivientes de la peste negra estaban convencidos de que los causantes de la calamidad eran los judíos que envenenaban los pozos, a pesar de que la mortalidad de ellos por la misma causa no evidenciaba ningún grado de inmunidad. La creencia creó una histeria colectiva e incitó masacres y quemas masivas de judíos, tan amplias como la plaga misma, a pesar de que el papa Clemente VI condenó la violencia contra los judíos. En varios distritos de Alemania, donde surgieron pogromos con un fervor y una ferocidad notorios, a fines

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