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Memorias de la lucha campesina
Memorias de la lucha campesina
Memorias de la lucha campesina
Libro electrónico362 páginas5 horas

Memorias de la lucha campesina

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A través de las memorias de quien fuera un joven militante de izquierda, que movido por valores de justicia social se une a la lucha por la recuperación de tierras del pueblo mapuche hacia la década del 60 y 70, se reconstituye el clima socio-político del periodo de Allende. En un estilo que se vale de sus propias representaciones sociales y vacilaciones ideológicas, Bastías hace un esfuerzo de autenticidad y desmitificación de los estereotipos clásicos de los militantes y nos muestra las creencias que caracterizaron a los revolucionarios de la época.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
Memorias de la lucha campesina

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    Memorias de la lucha campesina - Julián Bastías Rebolledo

    Julián Bastías Rebolledo

    Memorias de la lucha campesina

    Cristiano, mestizo y tomador de fundo

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2009

    ISBN: 978-956-00-0012-5

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    A mi Madre Leopoldina Rebolledo Figueroa.

    A mis tíos Lusbenia y Arturo Rebolledo.

    A mi hermano Benjamín Bastías y a mi primo

    Orlando Ramírez Rebolledo que iniciaron la cadena que permitió proteger mi vida.

    A Christine Batime, a sus padres Jean y Joanne Batime,

    que con su afecto familiar y apoyo incondicional en Francia,

    lograron mantener mi motivación de continuar escribiendo.

    Introducción

    En junio de 1982, recibimos aquí en París a don Edgardo Enríquez, padre de Miguel Enríquez. Comimos en el Barrio San Michel. Éramos un grupo de ex alumnos de la Universidad de Concepción y algunos miristas. En una de las conversaciones que pude establecer con él, le pregunté si me concedería algunas entrevistas en otros de sus viajes para así poder grabar y escribir algo sobre la infancia de Miguel. Con la afabilidad propia de él, me dijo que estaba disponible y que me daría sus próximas fechas de pasada por París. Sin embargo, agregó, si no sería más interesante grabar las opiniones de militantes y cuadros medios de toda la izquierda chilena. Se ha escrito suficiente ya sobre Miguel; no olvide, Julián, a los anónimos y a las gentes de base, que son los olvidados de la historia. Sus lúcidas palabras se convirtieron en órdenes para mí.

    Continué mi profesión de trabajador social en los barrios pobres de Normandía, al mismo tiempo que inicié estudios de Psicología Social con Moscovici, en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Hice cientoveinte entrevistas a revolucionarios latinoamericanos, de los cuales sesenta eran del MIR. En mis entrevistas había además campesinos, obreros y personas de todo medio social. Esto fue a fines de los años ochenta y comienzos de los noventa. Pude hacer algunas conferencias y artículos. Una compañera campesina me dijo: Ahora debe entrevistarse usted mismo, cuente lo que usted vivió, nos interesa también. Encontré que lo más accesible a mis capacidades era tratar de contar relatos verdaderos, en los que yo había sido actor y testigo. Tratando de hacerlo, descubrí que rememorando, volvían a mi cabeza muchos hechos, hasta en los más mínimos detalles.

    De este modo, motivado y ayudado por amigos, reconstituí una buena parte de los acontecimientos de la lucha campesina en los que yo participé, desde la segunda mitad de los años sesenta hasta 1973. Espero no ofender a los actores ni a sus familiares. Mi única intención es aproximarme lo máximo a la verdad con el fin de que sea útil y entendible para las nuevas generaciones.

    El objetivo de este libro es relatar el encuentro entre jóvenes chilenos y un sector del pueblo mapuche, que en los años ’60 y ’70 dieron una lucha común por la recuperación de la tierra usurpada y por el proceso de la Reforma Agraria. Estos relatos no pretenden describir la complejidad de factores objetivos como lo harían sociólogos o historiadores, sino que más bien el accionar de personas movidas por sus valores de justicia social. La totalidad de los hechos son verdaderos, por muy inverosímiles que parezcan algunos de ellos. Solamente se han hecho modificaciones necesarias para proteger lugares, personas y familias.

    La Primera Parte transcurre entre los años 66 y 69. Trata de los primeros contactos entre universitarios de Concepción y campesinos mapuches de Arauco, durante el gobierno de Eduardo Frei. Esas primeras experiencias expresan la inmadurez de una relación que no era aún política. Nuestras convicciones humanitarias descubrieron la miseria del pueblo mapuche y estos últimos escucharon con desconfianza y curiosidad nuestros ideales revolucionarios.

    La Segunda Parte data desde junio de 1969 hasta finales de los ’70 y describe la integración progresiva en Cautín de los primeros militantes miristas que llamábamos profesionales de la revolución. Nuestra convivencia permanente en las reducciones mapuches dio frutos rápidamente. En menos de un año habíamos redescubierto el sistema de usurpación de tierras, ante lo cual los compañeros mapuches nos propusieron las corridas de cerco como formas de lucha. En menos de 4 meses, justo antes de que asumiera Allende, habíamos logrado 40 corridas de cerco sin ningún herido por el lado del campesinado.

    La Tercera Parte, desde la elección de Allende hasta el Golpe Militar de 1973, relata la masificación de las corridas de cerco y el inicio de las tomas de fundos. El contexto de la Unidad Popular protegió nuestras movilizaciones, permitiendo así la llegada de nuevos actores sociales y políticos a nuestra lucha. De este modo, mapuches y chilenos se agrupan en organismos alternativos de poder popular con el fin de conducir el proceso de Reforma Agraria.

    Advertencia

    Es importante que el lector sea informado de que el autor en los diversos relatos es nombrado de diferentes maneras, por medidas de seguridad, por cultura partidaria y por costumbre de la relación fraternal que se dio entre militantes miristas estudiantes, militantes campesinos mapuches y chilenos del MCR y del MIR. De este modo, los nombres y sobrenombres son los siguientes:

    Horacio, nombre oficial político al interior del MIR (utilizado desde el periodo de Concepción).

    Julián, mi verdadero nombre es usado raramente, más bien por amigos, en el sector cristiano o simplemente en situaciones especiales.

    Enrique, nombre político utilizado en algunas regiones de la precordillera, como Cunco, Villarrica, Bío Bío.

    –Wuitranalhue (Huitranalhue), nombre puesto durante la preparación de la Primera Corrida de Cerco en Imperial por Chacha Quinchavil. Más bien utilizado por compañeros campesinos de la región costera.

    Huitra, disminutivo de Huitranalhue, utilizado más bien por camaradas mapuches mas íntimos o amigos.

    El relato de la Primera Corrida de Cerco, en todo su acontecer, es bien fidedigno a los hechos, debido a algunas notas que el autor tomó en esa época y que fueron conservadas. Sin embargo, algunos de los diálogos, a pesar del esfuerzo de autenticidad, fueron completados con los de la segunda Corrida de Cerco hecha en Lautaro (Vega Larga).

    El autor, habiendo participado en estas dos primeras Acciones Directas, por la similitud de ellas prefirió hacer una síntesis. No obstante, los personajes, el ambiente y la originalidad de esta primera acción fueron bien respetados.

    Parte I.

    Entre la Universidad de Concepción y Arauco

    La joven de Santiago

    Debo haber tenido veinte o veintiún años, cuando viví mis primeras experiencias de caminar solo por los campos de la región mapuche. Unos tres años más tarde yo sería profesional de la revolución, activista campesino, permanente del MIR, entregado todos los días a la lucha campesina. En ese entonces, por los años 1966-1967, yo era un estudiante mirista que aprovechaba los fines de semana y las vacaciones para conocer más la realidad de nuestro pueblo originario.

    En compañía de otros camaradas o simplemente estudiantes, amigos interesados en la cuestión mapuche, se daban reflexiones espontáneas, a veces sorprendentes, pero siempre interesantes. A los veinte años, como miembro de algún partido, se vivía una interacción de veracidad con nuestro entorno. Éramos más auténticos y sensibles. No poníamos barreras a la transparencia. Nos formamos en los otros. El diálogo era permeable y esencial. De este modo, los pocos compañeros de la Universidad de Concepción que solidarizábamos con nuestro pueblo aborigen, adheríamos a valores y a una cierta vida comunitaria que nos pertenecía. En este sentido, algunas cosas que yo discutía en este grupo, no le interesaban al Partido y, del mismo modo, mis amigos indigenistas no tenían ninguna curiosidad por puntos de vista políticos o doctrinarios del MIR.

    En nuestras salidas con algunos miristas e indigenistas se producía una convivencia que nos permitía a todos aprender de los mapuches durante nuestra estadía en las reducciones. Los lazos de fraternidad que cultivábamos parecía que nos protegían de una realidad desconocida, y hacían más llevaderas nuestras críticas y autocríticas. Cualquier signo de racismo lo denunciábamos abiertamente, como también todo exceso de paternalismo o romanticismo.

    Cada uno de nosotros creía interpretar mejor las diversas expresiones culturales de los mapuches. Compartiendo sus chozas nos hablábamos cuchicheando antes de quedarnos dormidos: ¿Por qué no le aceptaste la frazada a la señora?, Le hablaste muy golpeado al niño, "Que no observes demasiado porque parecís antropólogo". Yéndonos por los caminos al otro día, sin los testigos mapuches, continuábamos con nuestras críticas y autocríticas. Nos decíamos más claramente lo que debimos haber dicho o hecho:

    Debiste haber aceptado otro pedazo de tortilla, si te la ofrecían de tan buenas maneras.

    ¿Pero no te diste cuenta de que los niños todavía tenían hambre?

    "No debiste hablar tan largo de política, estoy seguro de que no te entendían nada, aquí no estái en el foro universitario".

    En una de las comunidades alrededor de Didaico o Tremulemu, nos ocurrió una vez que estando muy cansados nos acostamos antes que los dueños de casa; ellos se quedaron conversando alrededor del fuego. No podíamos quedarnos dormidos, queriendo escuchar lo que decían. Como si se hubieran dado cuenta de nuestro interés, se pusieron a conversar en mapudungun. Ofendidos, hablamos en inglés, diciéndonos poesías del liceo. Lo importante era hacerles creer que nosotros también teníamos secretos que decirnos. Nos entraba una risa nerviosa de verlos intrigados e incapaces de entender.

    Solo al otro día pudimos reírnos de nosotros mismos y del ridículo que habíamos hecho infantilizándonos de tal manera.

    Todo eso eran recuerdos recientes que me acompañaban en mi caminata solitaria de atardecer.

    Midiendo mis fuerzas, con la oscuridad que caía y la distancia que me quedaba para llegar a las comunidades, decidí pasar la noche en la próxima casa que encontrara. Luego de haber identificado una, me acerqué por el sendero que conducía a ella; yo sabía que los perros no me hacían nada, a menudo la gente se sorprendía. Quizás porque yo cultivaba una confianza en mí mismo, todos los días me hacía una autorreflexión: andas haciendo el bien, no puede pasarte nada. Cada vez era el mismo diálogo con los colonos que rodeaban las comunidades:

    Usted no le teme a los perros, ellos lo sienten. ¿Qué anda haciendo por aquí?

    Rápidamente, después de identificarme, les hablaba de nuestro grupo Ayllu, de sus objetivos, de cómo lo habíamos fundado, de los esfuerzos que hacíamos los fines de semana tratando de compartir y ayudar a los mapuches. A veces también les hablaba de nuestra comunidad cristiana que vivía en una población callampa ocupándose de alcohólicos y que otra parte de la parroquia se preparaba para ir a Puerto Saavedra, también en comunidad. Todo eso era tema de conversación donde yo llegaba.

    Cuando volvía a la universidad luego de mis salidas, mis camaradas miristas me preguntaban por densidad de la población, tipo de árboles, bosques, alturas, colinas, ríos, pueblos, retenes, si había conejos o arbustos comestibles al interior de los bosques. De algo había que alimentarse si hacíamos la guerrilla.

    Mis camaradas cristianos se interesaban sobre todo por las condiciones de vida de la gente, si los niños comían bien, si hacia frío o no al interior de las chozas, la salud, etc.

    Yo veía que mis compañeros de la parroquia universitaria que se acercaban al MIR o a posiciones de ruptura con el régimen dominante, se daban el tiempo de descubrir a los autores marxistas, las estrategias o tácticas militares. Con mucho dolor trataban de entender, como yo, la necesidad de la violencia revolucionaria. Por el contrario, para mis camaradas marxistas puros y duros del MIR, cuando nosotros los cristianos expresábamos la miseria y sufrimiento de nuestro pueblo demostrando nuestra propia sensibilidad y solidaridad, éramos considerados como reformistas o poco políticos. Toda lucha social era secundaria en ese momento para el MIR; era valiosa si se podía convertir en un tránsito a una lucha armada que se veía inevitable, pero no se sabía cómo.

    En nuestro mundo cristiano, que se preparaba también para una probable aguda lucha de clases, se decía que si el pueblo iba, nosotros íbamos. Había que radicalizarse con nuestro pueblo. Él era el único Señor de la historia, como diría Germán Cortés, sacerdote asesinado durante la dictadura.

    De esta manera, en muchos lugares de acción y reflexión social se estaba gestando lo que pocos años después sería cristianos por el socialismo.

    Éramos pequeños embriones de lo que sería después una reflexión y práctica más profunda referenciada por la Teología de la Liberación y en lo social por Paulo Freire. Mientras se debatía aún en la universidad si Dios existía o no, nosotros decíamos que el compromiso cristiano o revolucionario se daba compartiendo y luchando con los más pobres.

    Así de simples eran mis reflexiones cuando llegué donde esa familia de colonos descendientes de italianos. Respiraba profundamente, preparándome para soportar los prejuicios que escuchaba en todo colono, que eran siempre los mismos. Todos sus análisis empezaban con el se dice que, se cuenta que, parece que, introduciendo una serie de prejuicios, mentiras, mitos, que se pelean todos los días entre ellos, que son flojos y borrachos, que hacen brujerías en sus ceremonias, que es gente que no toma leche, que no quieren integrarse a la sociedad chilena y cuando se les construyen lindas casas, siguen haciendo fuego en el salón como en las rucas, etc. Yo no dejaba pasar una, refutando y explicando amablemente los errores y las insidias de tales cuentos, algo quedaría, me decía yo, siempre algo queda. Cómo iban a tomar leche, les decía yo, si no tienen ni una vaca, y si la tuvieran se la comerían antes que se muriera de hambre, porque no hay suficiente pasto, porque para que haya pasto hay que tener suficiente tierra, etc. Todo era refutable y había que tener paciencia, siempre se repetían las mismas canciones.

    Los colonos me salieron al paso sin desconfianza. No había ningún rasgo en ellos de un probable cruzamiento o mestizaje, todos eran rubios y de ojos claros. Medianamente pobres, acogedores, se expresaban con dificultad y con respeto mutuo, adultos y niños parecían felices. Sin embargo, había en ellos el racismo de los que están muy cerca del peligro de la diferencia.

    Luego del preámbulo necesario, de observación mutua, de intercambio de palabras, de confianza mínima lograda por ambos lados, me propuse impedir que me contaran todas sus representaciones sobre los mapuches para no pasar un mal rato y para poder dormir bien. Para ello suscité el interés por el barrio universitario, por la belleza de la ciudad penquista, etc. Desgraciadamente, la pregunta inevitable llega siempre: ¿Qué anda haciendo por aquí, joven, en este lugar perdido?

    Desde que comenzaba a explicarles los objetivos de nuestro grupo Ayllu, se empezaban a reír y al mismo tiempo me pedían disculpas por reírse, agregando que era una pérdida de tiempo y que ellos conocían bien a los mapuches:

    Le podemos asegurar, joven, que estos no van a cambiar nunca, nuestros padres y abuelos por acá siempre tuvieron conflictos con ellos. Es verdad que algunos son serviciales –me decía el señor– hay un mapuchito que pasa a menudo a cortarnos la leña por un plato de comida.

    Pero otros pueden ser bien violentos, decía la señora dándonos la espalda delante de una gran cocina de fierro, friéndome dos huevos con color.

    Fuera del racismo, me parecía envidiar la modestia e ingenuidad de esos chilenos, con una vida familiar rica e intensa, aunque probablemente reducida solo a ellos. ¿Cómo hacer una vida social más amplia, dadas las enormes distancias?

    Mientras cada uno de ellos me advertía que era mejor devolverse, que era muy peligroso entrar a las reducciones, que eran extraños e imprevisibles, que no se les podía dar confianza, yo pensaba: Parecen felices viendo tan poca gente en un rincón de Arauco tan aislado. Y yo, ¿soy feliz viviendo en una gran ciudad? Con un gran acceso a la cultura, me iba poco a poco escapando de ella, de las posibilidades profesionales y de la realización personal que me daba. De vez en cuando yo afirmaba con un mmm y mi mirada se paseaba entre la paila, los dueños de casa y una estatuilla de San Sebastián de treinta centímetros con una flecha pintada, colocada sobre una caja metálica de galletas marca McKay y un paño que la cubría, dándole un aspecto de altar al mismo tiempo. Los dos niños y el perro no despegaban la vista de mí, siguiendo cada uno de mis gestos. Después de una agüita caliente para bajar la comida, me hablaban en tercera persona:

    –Si el joven se quiere acostar, debe estar cansado, le hicimos una cama en la pieza de los niños.

    Mientras trataba de dormirme, mis especulaciones existenciales continuaban asediándome. ¿Quién es más libre y feliz? ¿Ellos, cuyo horizonte es el cerco de sus tierras y algunas colinas? ¿O yo, que no tenía cerco y mis colinas se transformaban cada día más en montañas inaccesibles?

    Los niños cuchicheaban y parecían observarme y reírse un poco.Estarían acostumbrados a dormir cada uno en su cama; con mi llegada, les cambió la comodidad.

    Empecé a preparar en mi mente el día de mañana, los contactos que tenía, mis objetivos a lograr, los métodos a emplear, etc. Avanzaba poco debido a que me dejaba invadir por otras preocupaciones. Qué fácil, me había imaginado yo desde los libros y la universidad, la unidad de todos los campesinos pobres. Pasando ahora de un lado a otro, entre colonos chilenos y mapuches chilenos, veía la enorme distancia, el enorme trabajo para acercarlos, para que se comprendieran; tenían condiciones de vida semejantes, me decía yo. Entonces, ¿por qué no podrían obtener en el futuro próximo una misma conciencia política? Cada vez que pasaba la noche donde colonos, trataba de tocar el tema de la unidad. ¿Por qué no arrendar una máquina trilladora en común, o un tractor o formar una cooperativa? Algunos me respondían que si no eran unidos entre ellos, no se podría negociar, que son muy diferentes, etc. Mi desafío, mi objetivo al día siguiente, a la comunidad donde iba, era proponer un esbozo de federación de pequeños propietarios mapuches, para hacer avanzar la unidad por localidades o regiones.

    Al día siguiente, al partir, como en los buenos westerns americanos, estaban todos en la puerta del jardín diciéndome adiós con la mano. El perro me acompañó bien lejos; tuve que enojarme para que me dejara.

    Alejándome de la familia de colonos, seguía con la idea de la unidad y me parecía que Lenin había dicho que todo nivel superior de unidad se daría casi siempre por el agente exterior, portador de una teoría, de una nueva forma de agruparse.

    Dialogando conmigo mismo mientras buscaba la continuación de un sendero, me respondía que Marx diría que una idea solo es correcta cuando corresponde a los intereses y necesidades del pueblo.

    En ese sentido les iba a proponer algo necesario y útil para ellos: federándose iban a tener más medios para trabajar la tierra, tener créditos más importantes, etc.

    Siendo realista en cuanto a las desavenencias entre colonos y mapuches, me parecía que la federación podría ampliarse después, extenderse y crear una conciencia unitaria de pueblo ligado a sus tradiciones de lucha. Me parecía menos utópico un objetivo indigenista como mecanismo de unificación que crear alianzas con los colonos, debido sobre todo al orgullo y al racismo de estos últimos. En todo caso, no me planteaba claramente aún sobre este tema al interior del MIR, ni al interior del grupo Ayllu.

    Mi posición se balanceaba de un lado para otro. El indigenismo al extremo me parecía apoteósico, romántico y quizás a muy largo plazo realizable si los mapuches lo llegaran a sentir como necesario. Por otro lado, me parecía lógico que se diera una unidad de los más pobres del campo, colonos y mapuches; teniendo las mismas necesidades tendrían que tener los mismos intereses. El asunto estaba ahí, los colonos no tenían conciencia de tener los mismos intereses.

    No veía bien entonces qué lucha de clases unitaria podría darse cuando a menudo los colonos que encontraba se identificaban con los grandes terratenientes, hablaban de ellos como buenos vecinos y como sus iguales. De los mapuches hablaban casi como de sus enemigos o de sus inferiores.

    Me solía encontrar con descendientes de franceses, italianos o alemanes que tenían el mismo apellido que el más grande latifundista de la región, incluso eran parientes directos, primos, tíos, etc. Ellos mismos decían: Nosotros somos los Wagner o los Duval pobres, pero somos de la misma familia.

    Los compañeros del MIR no sabían que yo andaba en la región de Arauco. Había hablado de mi salida solo a algunos amigos del grupo Ayllu; a Pancho de la parroquia universitaria y a mi hermano Orlando. Nada dije a los camaradas de mi Partido porque iban a reírse debido al contacto que llevaba: unas jóvenes mapuches que participaban en Santiago en una asociación de empleadas domésticas. El contacto me lo había dado otra joven mapuche ya casada e instalada en Concepción. La había conocido en la asociación de empleadas domésticas organizada por el MOC, movimiento de obreros cristianos, que funcionaba en la catedral de la Plaza de Armas de Concepción.

    Me decía que si algunas de esas jóvenes mapuches participaban en el MOC, a través de una asociación de empleadas domésticas, deberían tener un buen nivel de conciencia política. Si volvieran a menudo a la comunidad podrían ayudarme a organizarla. El padre de estas jóvenes era dirigente del comité de pequeños propietarios en su comunidad.

    Llevaba para este señor un esbozo de proyecto de federación de pequeños propietarios, y para los jóvenes, un esbozo de cómo crear una base de jóvenes miristas. Pensaba que esta base no importaría que funcionara a veces en Santiago y a veces en Arauco en el campo. Denme la entrada, decía yo; con mi capacidad de persuasión tengo que lograr mis objetivos. Con voluntad y coraje un mirista puede lograr todo.

    Para el asunto de federación, no veía ningún obstáculo. Había entendido que se debía evitar crear unidad, asociaciones, instituciones, federaciones para ser controlado por su partido; eso era para mí hacer política de nuevo tipo. Ese tomar en cuenta prioritariamente el interés de la gente, lo había utilizado en la primera asociación de cabinas universitarias y estaba bien avanzada ya la federación de hogares universitarios, que era la continuación más amplia de lo que había empezado en las cabinas. Y como no tenía ninguna aprensión respecto a la capacidad de comprensión de mi pueblo aborigen y mi proyecto era claro, ellos lo iban a digerir. Todo era transparente, no había magulla, tenía que dar resultado. Es verdad que en el bosquejo de federación mapuche de pequeños propietarios había reglamentos y estatutos que correspondían más bien a nuestra vida universitaria. En todo caso pueden modificarlo, me decía yo.

    Mi caminar por los campos era sinónimo de introspección permanente; en ese sentido nunca estuve solo. Uno lleva su familia, su barrio de infancia, sus camaradas más próximos, recuerdos personales que se cruzan con los más recientes, las últimas discusiones y desavenencias en el Partido, qué nos van a decir o no, cuál es nuestra estrategia, si es compatible o no la vía insurreccional con el foco guerrillero, etc.

    Al mismo tiempo que empezaba a reconocer el lugar que había divisado desde lejos una vez, me acordé de nuestro encargado militar, porque ya teníamos uno en esa época, quien me recordaba a menudo cuando nos cruzábamos en nuestro comité regional: No te olvides de mi encargo: cada vez que salgas al campo debes subirte a un cierto nivel para dibujar y describir el paisaje; no vamos a andar a última hora evaluando los lugares donde se puede hacer o no la guerrilla.

    Casi no hago mi deber cartográfico; me disponía a no hacerlo cuando me acordé de que Bauchi me decía siempre: Un mirista tiene que ser un cuadro completo, un cuadro político militar.

    Saqué mi cuaderno, encontré un lugar para sentarme y cumplí mi deber de aportar a la preparación de la guerrilla. Ya había estado preparándome en Nahuelbuta; el contraste era enorme con esta región, que era un peladero con tierra arcillosa que se desmoronaba por todos lados. La buena tierra y los buenos bosques se encontraban aún en las propiedades patronales. ¿Cuál era el sentido de hacerme describir la topografía de lugares donde ni la sobrevivencia normal de los campesinos actuales era posible? Había que darles confianza a los especialistas; leían más libros militares que nosotros, estaban relacionados directamente con Miguel y era probable que nos pidieran todo eso únicamente para formarnos mentalmente en lo militar. Una disciplina para recordarnos que lo político estará siempre, en última instancia, subordinado a lo militar. Probablemente para que no nos dejáramos embaucar por la reforma social. Para no olvidar que el enfrentamiento definitivo de clases será violento, cruel y militar. La técnica, la información, la preparación anticipada, serían parte de nuestras posibilidades de victoria.

    A veces pensaba que el efecto buscado por nuestros dirigentes de proyectar lo político hacia lo militar, que cada uno de nosotros, los cuadros medios, nos posesionáramos de tal actitud, daría el resultado contrario con tanto misterio y no decir claramente más cosas. Bauchi nos decía: Debemos aprender a pensar política-militarmente cada uno de nosotros y sobre todo los dirigentes y cuadros medios.

    –Y los militantes de base también –les completaba yo siempre.

    A lo que me respondían que yo era demasiado idealista e incapaz de pensar que había en toda organización una mayoría que tenía que aprender a someterse a una minoría más capaz, más preparada para dirigir. Era este tema una de las peleas que siempre volvían entre Bauchi y yo.

    Habiendo cumplido con mi deber militar, guardé bien mi cuaderno de apuntes castrenses en el fondo de mi mochila y me dediqué a mirar una de las casas de la familia mapuche que se me había indicado. La compañera del MOC de Concepción me había dicho:

    –Lo esperan, están al corriente de que usted llega; una de las hermanas estará allá.

    Era fácil distinguir el hogar de la familia que me esperaba. Cuando se tienen familiares trabajando en Santiago se exterioriza bien. Pequeña casa de madera y zinc en construcción, una choza típica, pegada a una pieza humilde que parecía ser la cocina. Para protegerse del agua y de la inundación, todas las chozas de la comunidad estaban construidas en las colinas.

    Una joven de poco más de veinte años salió a buscarme amablemente haciéndome pasar a la casa en construcción que ya estaba bien habitable en su interior. Completamente vestida a lo santiaguina pituca y disfrazada de rubia, se presentó diciéndome:

    –¿Cómo estás? ¿Qué te sirves? Ponte cómodo.

    Me presentó una variedad de bebidas de la ciudad, Bilz, Papaya, Pepsi.

    Mi padre fue a buscar Nescafé para ti –para usted (rectificaba casi silenciosamente)–: hay un despachito cercano.

    No andaba con minifalda, sino con un pantalón patas de elefante bien ajustado.

    –Soy la del medio de la familia y perdóname, todos me dicen que soy la más lanzada, me cuesta no tutear a la gente; si te molesta…

    –No

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