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Doy por soñado todo lo vivido: Memorias sin censura
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Libro electrónico432 páginas6 horas

Doy por soñado todo lo vivido: Memorias sin censura

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"Patricio Manns es uno los creadores más grandes que Chile le haya ofrecido al mundo y su obra deslumbrante abarcó todo y está inscrita en lo más hondo, intransable y puro del corazón del pueblo que él amó más allá de lo expresable. Su voz infinita, sus canciones, sus relatos, su enorme poesía, resuenan hoy con más fuerza que nunca y son más necesarios que nunca. Amigo entrañable: tu lucha continúa y continuará siempre hasta que Chile sea digno del sueño que tú soñaste". Raúl Zurita, Premio Nacional de Literatura.

"Ahora es tiempo de reflexión. Llegó el momento de hacer las cosas que uno prometió. Yo en eso estoy ahora. Prometí mi biografía y, además, un análisis social de toda una época en Chile, pues tengo 84 años. Recorrer estos años de la historia de Chile vista por mis ojos. Lo que yo viví. He tenido la suerte de estar en un montón de cosas históricas que me correspondieron. Estoy hondamente orgulloso de mi nombre, de mis acciones, e, incluso, de mis errores, porque fueron cometidos con buena intención. He tratado de vivir respetando y ayudando al prójimo, por eso el pueblo de Chile me devolvió una inmensa mano en el tristísimo septiembre de 2020, cuando Alejandra, mi luminosa compañera de más de cuarenta años, decidió separarse de mí para siempre, mal aconsejada por la muerte". Patricio Manns (1937-2021)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 dic 2023
ISBN9789564150611
Doy por soñado todo lo vivido: Memorias sin censura

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    Doy por soñado todo lo vivido - Patricio Manns

    Manns, Patricio

    Doy por soñado todo lo vivido

    Memorias sin censura

    Santiago, Chile: Catalonia, 2023

    320 p. 15x23 cm

    ISBN: 978-956-415-060-4

    ISBN digital: 978-956-415-061-1

    AUTOBIOGRAFÍA

    CH 920

    Diseño de portada: Amalia Ruiz Jeria

    Imagen de portada y fotografías interiores: Archivo de la Fundación Patricio Manns

    Corrector de textos: Hugo Rojas Miño

    Diagramación interior: Salgó Ltda.

    Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

    Colaboración periodística y editorial: Rodrigo Lara Serrano

    Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl).

    Primera edición: noviembre, 2023

    ISBN: 978-956-415-060-4

    ISBN digital: 978-956-415-061-1

    RPI: trámite 7wtlp9 (6/11/2023)

    © Patricio Manns, 2020

    © Editorial Catalonia Ltda., 2023

    Santa Isabel 1235, Providencia

    Santiago de Chile

    www.catalonia.cl - @catalonialibros

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Doy por ganado todo lo perdido

    Y por ya recibido todo lo esperado

    Y por vivido todo lo soñado

    Y por soñado todo lo vivido

    JUAN GUZMÁN CRUCHAGA

    Poeta chileno

    Premio Nacional de Literatura 1962

    Índice

    Presentación del editor

    Presentación de estas memorias

    I.

    Infancia y adolescencia

    II.

    Juventud y primeros oficios

    III.

    Artista famoso, compromiso político y el Golpe

    IV.

    Exilio, renacimiento y retorno

    V.

    Fuentes usadas en este libro

    VI.

    Anexos

    Presentación del editor

    Estas memorias de Patricio Manns que tenemos el privilegio de editar tienen una historia que requiere explicación. Comenzó su escritura sin una línea cronológica, como suele suceder, haciendo pequeños capítulos de episodios en la medida en que le iban aflorando. Luego de la muerte de su compañera de vida, Alejandra Lastra, Patricio sintió que tenía el deber de terminarlas y emprendió un trabajo más sistemático y continuo, compatibilizándolo con los cuidados de su propia enfermedad y muchos compromisos artísticos. Y en esa actividad febril lo encontró la muerte. Con su característico espíritu vital daba por descontado que el tiempo le alcanzaría para ponerle punto final a sus memorias. Lamentablemente no fue así y estas quedaron inconclusas. Cada vez que tuvimos oportunidad de abordar el tema del punto final de sus memorias, nos recordaba los numerosos registros de sus vivencias que se encontraban diseminados en libros, medios escritos, programas de radio y de televisión. En buena medida nos marcó una ruta para completar estas memorias, más allá de su voluntad de concluirlas, si el destino ordenaba un camino distinto. Pero, en ese contexto, lo que más le preocupaba a Patricio era que su libro respondiera cabalmente a ese subtítulo que él mismo se encargó de definir, con carácter de innegociable: Memorias sin censura.

    Como editores también hemos procurado ser fieles a ese precepto y la mejor forma de conseguirlo ha sido volcar en estas páginas la voz de Patricio expresada en distintas fuentes abiertas, orales y escritas, para complementar las líneas de tiempo que lo requerían. El lector puede estar seguro de que cada una las páginas que siguen han sido escritas por el autor para estas memorias o escritas por él mismo para otros libros en los que intervino desde una perspectiva autobiográfica, o bien las dijo en las numerosas entrevistas de medios de comunicación que siempre se interesaron por saber detalles de su apasionante vida. Todas esas fuentes complementarias se detallan al final del libro.

    Patricio Manns nos dejó el compromiso de editar sus memorias. Creemos que hemos cumplido con esa responsabilidad y su voluntad final, haciendo el trabajo enmarcado únicamente en su voz genuina. Solo en el apéndice final hay datos informativos sobre su obra.

    En esta tarea es preciso agradecer a la Fundación Patricio Manns, especialmente a su hija Liselotte, quien la preside, por sus aportes en las fuentes y fotografías. Es necesario también destacar y agradecer el trabajo de edición a cargo del periodista y escritor Rodrigo Lara Serrano, por el rigor y compromiso puestos en todo momento de la tarea. Para Editorial Catalonia es un gran orgullo haber incorporado al catálogo lo más destacado de la producción literaria de Patricio Manns y ahora poner a disposición de sus lectores sus memorias. Estamos seguros de que este recorrido de una vida excepcional de un hombre de talentos múltiples, que lo hicieron brillar donde tuvo ocasión de hacerlo, y cruzado por un compromiso social que se destila en cada paso de su vida constituye un valioso legado al patrimonio cultural de Chile.

    Arturo Infante Reñasco

    Director Editorial

    Presentación de estas memorias

    Ahora es tiempo de reflexión y de hacer. Llegó el momento de hacer las cosas que uno prometió. Yo en eso estoy ahora. Prometí mi biografía y, además, un análisis social de toda una época en Chile, pues tengo 84 años. Recorrer estos años de la historia de Chile vista por mis ojos. Lo que yo viví. He tenido la suerte de estar en un montón de cosas históricas que me correspondieron. He estado en el terremoto del 60 en Chile, que fue terrible. He estado al pie de La Moneda, al frente de la puerta de Morandé 80, cuando mataron a Salvador Allende. Historia pura. He hice giras de Arica a Punta Arenas con Salvador Allende; como periodista, no como cantante. Lo conocí profundamente, lo admiro profundamente: soy Allendista hasta los huesos. Creo que es un gran, gran estadista. No es lo que todos creen en Chile. Eso lo voy a decir acá en el libro. Mi libro es de combate, no le paso la mano en el lomo a nadie.

    Soy un hombre de emociones profundas y de certezas bien construidas. Una vez mi padre trazó una raya en el suelo y me dijo: Manns, cuando se traspasa un límite, ya no hay más límite.

    Ese es mi lema. Y vaya que hay que tener un valor ciego, no ya para cruzar un límite, sino que para no cruzarlo. Esa es la razón por la cual no necesito dioses ni padres putativos para que protejan mi vivir.

    Mi madre me echó al mundo más puro que un soplo de su aliento y así he procurado mantenerme, aun cuando a veces mi propia pureza me duela hasta lo indecible.

    Estoy hondamente orgulloso de mi nombre, de mis acciones, e, incluso, de mis errores, porque fueron cometidos con buena intención. He tratado de vivir respetando y ayudando al prójimo, por eso el pueblo de Chile me devolvió una inmensa mano en el tristísimo septiembre de 2020, cuando Alejandra, mi luminosa compañera de más de cuarenta años, decidió separarse de mí para siempre, mal aconsejada por la muerte. Hoy estiro mi mano y me doy cuenta de que ya no está a mi lado, la cama está vacía. Es lo que yo llamo una verdadera tragedia. La imagen de verla morir no se borra de mi memoria. Sin poder ni siquiera ir a su funeral y mirando el techo del matasanos, pensaba en mi destino feroz y fatal. Pero al mismo tiempo, y como la muerte no va conmigo, llegó mi hija: al regresar a casa me encuentro con Liselotte, quien me ha cuidado con especial dedicación hasta el día de hoy, y así ha conseguido darme un día más de vida. Ella se quedó a vivir conmigo, haciéndose cargo de mí y de mi casa, renunciando a su vida.

    I. Infancia y adolescencia

    NACIMIENTO EN NACIMIENTO

    En Nacimiento

    Brillaba el sol

    Los ojos que me miraron

    Por mí ya no brillan más

    Paloma de greda oscura

    Murió en mis manos

    Al anidar.

    El andariego

    Me dieron la luz al pie de las altas murallas del fuerte de Nacimiento; no al interior del fuerte, sino fuera, en una pequeña casa cuya puerta daba al camino que trepaba hasta la fortaleza, y cuyo patio daba a un río, el Malleco, que –¡ojo con esto!– apenas doscientos metros más allá se funde con las aguas del Bío-Bío. Es ahí que este se ensancha e inicia sus postreros recovecos y meandros antes de fundirse con el mar. Esta conjunción de dos ríos –Bío-Bío y Malleco– confirió antiguamente a Nacimiento el nombre de Confluencia, pero nacimiento se refiere al mismo fenómeno de junta de las aguas. Por lo tanto, no he nacido ni en el campo ni en la ciudad, sino que a la vera de un camino solitario que sube hasta la antigua fortaleza española desde la cual se inició el asedio de Arauco. Pero la fortaleza se halla ahí mismo, sobre mi casa, sobre mi cuna de mimbre, sobre mi almohada. Mi madre era a la sazón maestra rural, y esa constituye su primera designación. Mi padre, quien, como técnico agrícola, no podía ejercer sin separarse de Jersey (mi madre), decidió reciclarse en el magisterio (la Enseñanza Primaria) a fin de permanecer juntos. La única casa disponible era propiedad del doctor Osiris Molina, quien la cedió por un modesto alquiler. A Osiris lo encontré en el curso de un viaje por Europa, en 1967, y me narró entonces los pormenores de la llegada de mis padres al fuerte y las circunstancias de mi propio nacimiento, pues fue él quien ejerció de partero.

    Más arriba de la cervecería se hallaba la Escuela. Jersey enseñó allí. Como en Nacimiento se había detenido la vida, los alumnos provenían ahora del llano y sus padres trabajaban lejos, detrás de la estación ferroviaria, en Industrias Forestales, una empresa papelera inventada por Julio Durán Neumann.

    Fue así como he nacido en la mismísima puerta de La Frontera, en una casa vieja y pequeña que se desmoronó después, cuyo patio era un río ensangrentado por la Historia, al pie de un fuerte sin fuerzas y de un pueblo apenas habitado por los espíritus de la raza fundadora. Por ello, tengo viva conciencia de haber nacido, al mismo tiempo, en el centro de un campo de batalla. Mirando los muros derruidos del fuerte, desde el lugar que ocupó mi pasajera casa natal, he soñado la reconstitución de los combates seculares, he entrevisto el desplomarse de las escalas repletas de guerreros desnudos. Los soldados defensores caían al río y morían por agua a causa del peso de sus armaduras y, sobre todo, de la corrosión de sus certezas. He podido escuchar el gemido de las alabardas entrando en carne india y el escupitajo de fuego de las espingardas barriendo la veloz destreza de los atacantes paridos por las sombras de los faldeos de Nahuelbuta. He reconocido el fulgor y el silbido de los lazos atrapando las galeras españolas y vaciando a los caballos de sus jinetes. He calculado la vehemencia de los juramentos, la bronca opacidad de los estertores. He descifrado el grado de dolor en cada grito y la honda catadura que confiere el silencio a las heridas mortales. He reescuchado el sonido del violador penetrando en la violada, he rememorado la sangre congregándose como un único meandro criollo, arremolinándose en reemplazo del río que fue el patio de mi casa en el suceso de la infancia. Por todas estas cosas estoy seguro de que me parieron en uno de los más célebres brocales del sombrío pozo donde se ahoga y renace la historia de Indoamérica. Al nacer, yo estaba mirando para adentro.

    ¿Qué es la vida? La vida es un concepto brumoso, contenido entre las palabras aparecer y desaparecer. En mi circunstancia, la cosa (aparecer en Nacimiento) fue más o menos así: Mi padre, Gonzalo Manns Ihl, era un joven ingeniero agrónomo que administraba fundos en los alrededores del villorrio de Nacimiento. A la sazón, vivían en esta comarca unos mil habitantes, consagrados a las más dispares actividades. Por ejemplo, unos fabricaban el aguardiente, extrayéndolo del tercer orujo, lo cual era motivo de inusitado orgullo comarcano, y otros lo bebían a pierna suelta, sin ocuparse jamás de qué orujo estaban bebiendo. Lo mismo ocurría con las siembras de trigo y de lentejas, de la producción de la leche y el vino, y algunas cosas más que podemos imaginar fácilmente.

    Dos ríos contribuían a la pasmosa fertilidad de aquellos campos. El Bío-Bío y el Vergara. El primero venía de los contrafuertes cordilleranos de los Andes, naciendo de dos lagunas: Galletué e Icalma.

    Nacimiento tenía este nombre porque de la conjunción de los dos ríos nace el gran Bío-Bío, que desemboca algunos kilómetros más lejos, en la ciudad de Concepción, con una boca de dos kilómetros de ancho.

    Como señalé, Nacimiento se llamó Confluencia por el mismo motivo. El pueblo está construido en una colina aplanada que domina los ríos, y la calle principal (no recuerdo que hubiera otra calle) caía directamente sobre el famoso fuerte de Nacimiento, construido en el siglo XVI.

    Este fuerte marcaba el comienzo del territorio llamado La Frontera, que, ocupando casi todo el sur de Chile, remataba en las aguas turbulentas del río Toltén.

    En la orilla izquierda del Bío-Bío, casi debajo del fuerte, estaba la casa en que nací, construida sobre una pequeña lengua de arena. Mi padre, cuando ya empecé a comprender algunas cosas, me decía con acento marcial: Sácate la gorra, Manns, porque el río Bío-Bío es el patio de tu casa.

    ¡No conocía la chichita con que se estaba curando!

    Los inviernos eran relativamente bestiales en Nacimiento. Un año, cuando ya estaba hecho un hombre, me fui a visitar la casa, pero se la había llevado una brusca crecida del rio. Un par de años más tarde, otra brusca crecida se llevó el puente peatonal que servía para cruzar el río y alcanzar el fuerte y mi casa. En nuestra alborotada infancia, los mayores nos tiraban monedas (de poco valor, por cierto), y del parapeto del puente nos lanzábamos desde once metros de altura al río, y llegábamos al fondo, otros once metros, para buscarlas. Así nos convertimos en buenos nadadores y eximios saltadores. (Varios años más tarde, tuve la ocasión de lanzarme a las aguas, desde una altura de treinta metros, con un par de antorchas encendidas, junto a otros grandes saltadores, en México, en un lugar cerca de Acapulco).

    Antes de los dos años, nos trasladamos (desde Nacimiento) a un lugar llamado Santo Domingo, cerca de Valdivia. De allí nos fuimos a Quitaluto, en los cerros que circundan la bahía de Corral.

    ANTEPASADOS

    ‘Ta llegando gente al baile

    Desde el norte y de la Europa

    Desde el norte y de la Europa

    recién se larga este siglo

    recién se cabrió el hispano

    Y ya llega gente al baile.

    ’Ta llegando gente al baile

    Ciertas ramas de mi familia paterna han conservado el idioma. No fue el caso de mi padre, que solo habla castellano. Estos Manns de 1852 se consagraron a la tierra, primero en forma precaria y abnegada. Poco a poco se integraron, como otros tantos colonos, a las tristemente historiadas rapiñas de las tierras indias.

    Mi tatarabuelo paterno, Heinrich Karl Frederick Manns, oriundo de Armschwerdt, Hessen, pastor protestante, partió en el barco hamburgués Victoria, al mando del Capitán J. Meyer, el 11 de septiembre de 1852, acompañado de su mujer, Wilhemine Hospes, e hijos. La travesía duró tres meses, llegando a Corral, el puerto marítimo de Valdivia, el 12 de diciembre de 1852. Durante la navegación escribió una bitácora de viaje sumamente interesante. Describía con destreza paisajes maravillosos a sus ojos, pero en ningún momento se refirió a Dios o a su Iglesia. Poco después de instalarse en Valdivia, compró el fundo Chorocamayo, en la orilla izquierda del río Pichoy, y se instaló allí con su familia el 25 de febrero de 1853. Luego compra el fundo Chunimpa, en la orilla izquierda del río Cruces. Y que yo sepa, se dedicó a la cría de ganado y nunca fundó una iglesia.

    Mi bisabuelo paterno, Edouard Manns Hospes, sigue los pasos de su padre y se hace cargo del fundo Cullingüe, en la orilla derecha del río del mismo nombre. El centro de su actividad estaba en ese fundo, que está cerca de Valdivia y de San José de la Mariquina, donde aún hay restos de la familia Manns.

    Así se formó una casta de latifundistas dispersa por todo el territorio comprendido entre Cautín y Llanquihue. Naturalmente no todos demostraron vocación por la agricultura, pues no todos eran agricultores en su tierra de origen. Hay numerosos miembros de la familia que pertenecieron (o pertenecen) a las Fuerzas Armadas o a la marina mercante. Algunos de ellos, en el pasado, alcanzaron grados de almirante o de general, no pocos el de coronel, y una buena decena, el de capitán. En lo que respecta a mi familia directa, esta situación llegó solo hasta mi abuelo paterno, el viejo Carlos Manns Berkoff. Él fue dueño del fundo Cullingüe, y había echado allí las bases de una familia numerosa, constituida por doce hijos legítimos. Él estaba casado con María Ihl, la madre de mi padre. Pero ignoro por qué (desde un punto de vista psicológico) se fue hundiendo lentamente en los juegos de azar. Un día perdió absolutamente todo, el fundo a puertas cerradas. En aquella época mi padre estudiaba agricultura en Chillán para dedicarse un día a trabajar las tierras de Cullingüe, y de tal modo quedó arruinado aún antes de comenzar de verdad su vida. La misma suerte sufrieron los otros once hermanos y hermanas, y, en menor grado, otros cincuenta hermanastros que el viejo Carlos Manns fabricó a espaldas de la abuela María por toda la región valdiviana.

    Lo recuerdo vagamente (al abuelo Carlos), en Máfil, una estación ferroviaria y su caserío, cerca de Valdivia, fumando. Vivió un tiempo como allegado en casa de mis padres, al cabo de numerosas bancarrotas, el éxodo y matrimonio de sus ocho hijas y la muerte de la abuela, María Ihl. Me asaltan dos imágenes muy vagas: en una, me envía a la esquina a comprarle puros; en otra, permanece horas y horas ante un mapa de Europa extendido sobre la mesa. El mapa está cubierto de alfileres, algunos de cabeza verde y otros de cabeza roja. En ciertos momentos precisos del día, o al iniciarse la noche, escucha un aparato de radio, y mientras descifra las informaciones, va cambiando de lugar algunos de los alfileres. Eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Un día se marchó y nunca más volví a verlo. Hasta que una de las hermanas legítimas de mi padre reveló la verdad: hallándose Carlos Manns Berkoff en Valparaíso, apostó a que cruzaba nadando bajo cualquiera de los barcos surtos en la bahía. En Valdivia era célebre por proezas de este género. Pero entonces el Puerto le jugó una mala pasada, o, si se prefiere, la única, la definitiva, pues se arrojó a las aguas oscuras, impregnadas de aceite y de detritus podridos y no volvió a aparecer jamás. Mis versiones personales de su muerte cambiaban de año en año, según la situación de mis lecturas y las vicisitudes de mi desarrollo. Al comienzo fue el Kraken, de Julio Verne, el que lo atrapó; más tarde, un canto de sirenas; más tarde aún, un torpedo perdido que entró en el Puerto tras un combate con el pez espada que lo cegó. Hoy puedo imaginarlo enredado en las hélices y adivinarlo empujado por la densidad del agua que lo adhirió a la quilla. Pero como se ve, era un hombre de armas tomar, muy acorde con cierto tipo de personalidades que he encontrado más tarde en La Frontera. Algunos de estos hombres fueron bullentes, y otros hacían del silencio una cuestión de dignidad. Todos decididos, sin embargo, fumadores y bebedores, nostálgicos y secretos, malhumorados o plenos de reticencias. Cuando miraban, no estaban mirando un objeto o una persona: miraban hacia adentro de sí mismos, o muy detrás de sí mismos, como si lo verdaderamente buscado ya hubiera tenido lugar; como si miraran hacia lo perdido y no en dirección de lo por hallar. El viejo Carlos era de esos hierros.

    El viejo (mi padre) sabía que debía hablarme de cosas que me sirvieran en el futuro. Entonces me contaba historias que sabía que me iban a interesar, de la familia, de cómo llegaron ellos de Hamburgo a Valdivia, de sus antepasados en 1851 y lo que hicieron ahí. Yo nunca conocí a mis abuelas, cuando tuve uso de razón y podía hablar ya habían muerto todas. Las viejas Manns y las viejas de Folliot, que eran del lado de mi madre, ella francesa y él alemán. Los ascendientes a los 35 años ya estaban sepultados. Después conocí las tumbas de ellos en Angol.

    Por parte de mi madre, las cosas son bien oscuras. Su padre, Félix Armand François de Folliot de Fierville, llegó a Chile procedente de Normandía. Nunca logré averiguar por qué vino a Chile y cuáles fueron los motivos de tan extravagante elección. Se sabe que tenía posesiones terrenas en Normandía y un muy buen pasar económico. Sin embargo, debió abandonar Francia. Al parecer, hizo escala en Barcelona, pues allí conoció a María Isabel Núñez, con quien se casó y emprendió el viaje al fin del mundo. Se instalaron en Villa Alemana donde, por razones que desconozco, él dio vida a una segunda familia. De esa segunda familia provienen los Jeria de Folliot. El general de Carabineros Rodolfo Jeria, quien fuera jefe superior de la institución, estaba casado con Violeta de Folliot, hermanastra de mi madre.

    Más tarde, mis abuelos se trasladaron a Angol, capital de la provincia de Malleco. Antes de morir mi abuelo, y habiendo fallecido María Isabel, las tres niñas del matrimonio fueron internadas en un colegio de monjas hasta su mayoría de edad. Mi madre se fue del convento y se matriculó en la Escuela Normal de Angol, donde egresó como profesora rural.

    En primer término, nuestra familia se desgajó de la familia originaria, aquella que conservó el apego y el contacto con los lejanos países de origen. En segundo lugar, en nuestra casa se perdió temprano la otra lengua, de manera que el proceso de chilenización fue absoluto. Pero conozco de cerca el caso de otras ramas de colonos de Valdivia que conservan hasta hoy un espíritu de gueto: se casan entre sí, tienen contactos permanentes con Europa, traen parientes cercanos y lejanos al país, un poco subrepticiamente, etc. Esta nostalgia ha llegado muy lejos: durante la Segunda Guerra, se enviaban ropas y alimentos a la Alemania nazi en barcos especialmente fletados por los armadores valdivianos Haverbeck-Skalweit, prescindiendo de la posición neutral de Chile en el momento del conflicto y de su posterior alianza con los enemigos de las potencias del Eje. Para nosotros fue una antigua elección la de integrarnos, y es lo que hicieron tanto la familia de mi padre como la de mi madre.

    En cuanto a mí, yo soy un poco la conciencia crítica de aquellos hijos de emigrantes, y en algunos libros (De noche sobre el rastro, Buenas noches los pastores, Francisco Coloane: el solidario narrador del fiordo, Actas del Alto Bío-Bío) he formulado reproches diversos de orden político, moral y cívico en su contra, incluyendo a aquellos que son parientes relativamente próximos. La rapiña de tierras me pareció desde siempre un acto cruel, prepotente, desmedido, infortunado e innecesario. El fascismo rastrero al que se afeccionan me golpea como una traición a los verdaderos intereses de la tierra que los acogió y los acoge todavía. Sobre todo, porque muchos –paradojalmente– huyeron de él en sus países y regiones de origen. En lugar de cultura, trabajo, progreso, de decididos empeños pedagógicos (tareas que por ejemplo asumió plenamente el abuelo Armando de Folliot, y que Jersey tomó más tarde en sus manos haciendo de tales principios una vocación de vida), ellos aportaron conspiraciones, transgresiones, racismo y una inconcebible prepotencia.

    MADRE Y PADRE

    Y sé que para hacer que mi voz naciera

    Fue preciso que alguna a mí me pariera

    Alguna fue mi madre –¡qué duda cabe!–

    Con su pecho de espuma y su canto de ave.

    El viaje

    Tantito antes de nacer

    De un sollozo de mi madre

    Mi padre perdió la tierra

    Y tuvo que arar el aire.

    Canción para construir una casa

    –Crecí en un hogar del que, creo, sería excesivo decir que era de izquierda o ultraizquierda, pero en un hogar de radicales. Ellos se definían como aguirrecerdistas. Los dos profesores y eran de la corriente de Pedro Aguirre Cerda. Después hubo varias corrientes más: Juan Antonio Ríos Morales, otro presidente radical, y Gabriel González Videla. Entonces el radicalismo estuvo haciendo enormes equilibrios entre la izquierda y la derecha en la época de Julio Durán Neumann en Temuco, que era un senador que se llevó al Partido Radical para la derecha. Bueno, mis padres decían que ellos eran aguirrecerdistas, y sospecho que por esa razón nosotros vivimos tantos años en las cordilleras. Desde donde vivíamos, veíamos las luces de Angol y Traiguén, y después pasé a estudiar a Traiguén. Lo que hacía mi madre era cumplir una función social, más allá de la educación en sí misma, que sí es una función social, porque ella se ocupaba de recoger a los chicos en situación irregular. Algunas eran niñas, por ejemplo, violadas por los padres; chicos que mendigaban para comer, que andaban vagando por los campos; ella creaba un internado entonces: les daba la casa, la alimentación, que ella conseguía con grandes dificultades y, después, la educación y los soltaba una vez que ya podían hacer el servicio militar, porque ya se hacían hombres y ahí escogían lo que querían ser. Quiero decir que podían ser militares u otra cosa, pero ya a los 18 o 20 años los dejaba solos, pero los había guiado. Niños de cinco a los 18 años de edad.

    Ese ejemplo de mi madre me marcó muchísimo, porque ella no hacía ningún secreto de esto: que la educación debe cumplir una función social. Pero, además, cuando ella se da cuenta de que empiezo a escribir, me inculcó muchas cosas: tenía una biblioteca notable con muchos poetas que son prácticamente desconocidos hoy día, pero todo el Siglo de Oro español y poetas de la guerra civil española. Había mucho en la casa. Mi madre salía una vez al año o cada dos años a hacer ciertos cursos de perfeccionamiento en otros países acerca de su trabajo, ya que en Chile era aún muy desconocido aquello de fundar escuelas rurales con internado y con alumnos muy particulares. En todo caso, ella siempre dijo que los más bandidos de todos éramos nosotros.

    Del mismo modo, tampoco podía hacer otra cosa que interesarme por la política, porque mi padre participaba activamente. Era candidato en las comunas donde vivíamos. Si bien mi madre era menos activa, una vez nos reunió a todos una noche de invierno, mientras los pumas pasaban afuera de nuestra casa aullando y dijo: ¿Hay aquí algún derechista? Si hay algún derechista, que se vaya inmediatamente. Claro, afuera estaban los pumas esperando, así que tuvimos que declararnos de izquierda nomás.

    A mi padre le encantaban las fiestas y cuando venía gente a visitarnos, se echaba la casa por la ventana, el vino corría a raudales, se mataba uno o dos corderos y sonaban los pianos y la guitarra. Era algo mágico. Mi padre fue alumno de piano de Armando Carrera, un notable compositor de jazz, hoy en día olvidado, pero que tiene una pequeña calle con su nombre en Santiago. Tocaba muchas piezas suyas. La más famosa es Antofagasta. Es un vals y comienza de este modo:

    Oh, dulce amor mío,

    Dancemos este vals,

    Y olvida las penurias

    Que solemos pasar.

    Es una lástima que ya no se toquen las obras de Carrera. Hay algunas muy hermosas y creo sinceramente que él introdujo el jazz en Chile.

    Mi padre tocaba jazz por oído. Él, como yo, no conoció jamás una nota musical. Para él, un La Bemol Mayor y un zapato eran la misma cosa.

    Mi madre tocaba y no importaba qué partitura le pusieran por delante. Sin problemas. Entonces tuve las dos vertientes. Y mi padre, a su vez, tenía una guitarra y cantaba canciones populares latinoamericanas: chacareras, gatos argentinos, sambas, boleros, valses. Entonces, en vez de formarme por la televisión o por la radio, que –por lo demás– dan muy poca música, al menos que valga la pena, yo observaba a mi padre cuando cantaba en las noches. Se tomaba su vaso de vino y empezaba a cantar, con lo que aprendí mucha canción latinoamericana, pero también aprendí mucha música selecta y aprendí mucha música de jazz. Que son las tres vertientes que ahora aplico a la composición de canciones.

    Mi padre daba clases de agricultura. Me parecía fascinante su modo de enseñar. Por ejemplo, comenzaba:

    –A ver, tú, Treinta Ganchos, ¿puedes sacar ciruelas de un nogal?

    –No, señor, son especies muy diferentes.

    –Bueno –decía mi padre–, vamos a ir al tiro al huerto para estudiar la cuestión.

    Mi padre se dirigía al ciruelo y cortaba cuidadosamente una rama.

    –Háganme un poco de barro y traigan un pedazo de tela seca y limpia.

    Luego, procedía a cortar una rama del nogal, cuidando que fuera del mismo tamaño que la del ciruelo. Unía ambas ramas, cubría el corte de barro y luego amarraba firmemente el todo tirando la tela y corcheteándola hasta estabilizarla.

    Los que volvían a clases el año siguiente se topaban a boca de jarro con el milagro consumado: el nogal producía deliciosas ciruelas de gran tamaño y bellamente coloreadas. Yo amaba esas clases, que tenían mucho de magia, y consideraba a mi padre un mago. Sin contar los milagros que hacía con las cartas de la baraja española.

    En esa parte, la cordillera define bien su clima, con cuatro estaciones muy marcadas. Pero siempre tuve la impresión de que ellas eran solamente dos: el invierno (granizo, lluvia, rayo, trueno, viento, nieve y relámpago) y el verano (que duraba también seis meses y nos llenaba los ojos de trigales, de parvas, de trilladoras, de morado vino bebido por los cosechadores, entre cantos nebulosos y nebulosas pendencias de fin de jornada). Entre los pendencieros ocasionales recuerdo de repente a Gonzalo, mi padre, golpeando rostros y cuerpos con ambos puños, el chamanto enredado en un cerco de alambres de púas y las grandes espuelas cubiertas de tierra y abrojos.

    Mi padre usaba, sobre una camisa a cuadros, una especie de chaleco corto y negro. A la cintura llevaba una faja, y sobre la faja un cinturón de cuero, del cual pendía al costado derecho un revólver Colt 45. El mismo de Búfalo Bill. En el colegio contábamos la historia, pero todo el liceo se reía de nosotros, considerándonos unos redomados embusteros. A menudo nos agarrábamos a charchazos por esta cuestión.

    Debo decir que desde niños mi padre nos obligó a pelear. Nos poníamos guantes con él y nos dábamos firme. Para infundirnos coraje decía:

    –Nunca un Manns ha perdido una pelea.

    Agregaba:

    –El que pega primero pega diez veces.

    En numerosas ocasiones lo vi pelear en ciertas fiestas campestres, y la verdad es que no le iba en zaga a Búfalo Bill. Nunca lo vi perder una pelea a puñetazos. Nadaba como un delfín y los fines de semana ensillaba su caballo para visitar a sus amigos en Capitán Pastene. Recuerdo algunos: Pastene Fulghieri, Renzo Baloqui, Benvenuto Nazzaro y la hermosa Constanza Norba. El camino era oscuro a causa de la selva que atravesaba, y los pumas iban y venían sin preocuparse por los viajeros.

    En cierta ocasión fuimos a pasar unos días a Tirúa, que distaba unos ochenta kilómetros de nuestra casa. Frente a Tirúa se encuentra la Isla Mocha, antiguo refugio de piratas y contrabandistas. Un río profundo y correntoso desemboca en Tirúa, y el conjunto de costas, isla y río constituyen el gran balneario

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