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De Carranco a Carrán: Las Tomas que cambiaron la historia
De Carranco a Carrán: Las Tomas que cambiaron la historia
De Carranco a Carrán: Las Tomas que cambiaron la historia
Libro electrónico325 páginas11 horas

De Carranco a Carrán: Las Tomas que cambiaron la historia

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Es una historia como tantas otras vividas por los trabajadores y los pobres de este país durante las décadas del 60 y del 70, que se sitúa en la zona cordillerana de la provincia de Valdivia, en el corazón de lo que se convirtió en el Complejo Forestal y Maderero de Panguipulli. En sus páginas se recogen los sinsabores y el desamparo de los habitantes de lugares apartados, de explotaciones ignoradas y el modo en que estos trabajadores despiertan a la lucha por una vida más digna y justa. Es la historia de un pueblo explotado que se rebela contra la injusticia y comienza a ser artífice de su propio destino.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
De Carranco a Carrán: Las Tomas que cambiaron la historia

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    De Carranco a Carrán - José Bravo Aguilera

    Agradecimientos

    A todos los compañeros y amigos, por la valiosa cooperación y ayuda que me brindaron a lo largo de tantos años de lucha social y contra la dictadura. No voy a nombrar a nadie para no olvidar a nadie, pero creo tener la suerte de que todos aquellos a quienes tengo que dar las gracias por estar vivo sabrán que estoy pensando en ellos cuando escribo estas líneas.

    Mis agradecimientos a todos los jóvenes, compañeros y amigos que me instaron a escribir estos recuerdos cada vez que teníamos oportunidad de conversar y compartir sobre la lucha y sobre la vida. Especiales gracias a mi compadre Compadre, al Moi, a Claudia, al finado Marcelo, a Hurón, a Óscar, a Armando, a Amelia, y a todos aquellos que en distintos momentos y de distintas maneras me ayudaron a organizar los recuerdos y me empujaron a concretar esta idea loca. Y muy especialmente a mi compañera Raquel y a su madre Violeta, a mis hermanos, sobrinos y familiares, por su comprensión y paciencia.

    Carta esquemática del Complejo Forestal y Maderero Panguipulli

    De Carranco a Carrán

    Me acuerdo de que el Pepe y el Polé marchaban a la cabeza de la multitud. Éramos más de un centenar de trabajadores que nos dirigíamos a concretar la toma. En este caso se trataba de que nos apoderáramos de todas las propiedades del fundo y de todas las secciones de la fábrica. De modo que nuestro destino no era la casa patronal, sino la casa de administración desde donde los Echavarry ejercían el dominio de sus potestades, que se extendían a todo lo ancho de la montaña en esta región de la Cordillera de Los Andes.

    Yo también iba adelante. Caminaba detrás de Pepe y Polé, que tranqueaban a zancadas grandes, largas, graficando la prisa por hacer historia. Pepe lucía un paletó y sombrero; la manta que acostumbraba usar la portaba doblada sobre los hombros. Polé llevaba parca y la cabeza descubierta, pero se veía un poco más alto que su amigo. Yo tranqueaba deprisa, siguiendo el ritmo de la marcha. No quería perderme detalles del momento que se avecinaba. El instante preciso de someter al odiado administrador, Jesús Ibáñez, era algo que esperaba hacía largo tiempo y no faltaría a ese célebre suceso por nada del mundo. Tenía mis razones para eso. Durante las últimas semanas había estado agitando a mis compañeros de trabajo para que sacudiéramos nuestros temores y emprendiéramos la lucha frontal contra los patrones; utilicé todo mi oficio y mis argumentos instando a que optáramos por la toma. Además, me sentía muy responsable de la suerte de todos los lugareños y su futuro. El tiempo de las decisiones había llegado. Miré hacia atrás y solo vi la inmensa polvareda que íbamos dejando a nuestro paso.

    Poco más de una hora antes había comenzado la reunión del sindicato donde se acordó esta radical decisión. Los miembros del sindicato participantes de la reunión, así como los dirigentes, estuvimos en la posición de tomar en nuestras manos la industria y los predios. No todos los trabajadores participaban de la reunión. Muchos se encontraban laborando en alguna de las cuatro secciones de la fábrica y en los campos y bosques; a las reuniones venían solo delegados de las secciones que no podían detener la producción y de los predios más lejanos. Los patrones no permitían parar las faenas para las reuniones sindicales, pero ya no se atrevían a impedir que salieran los delegados a participar en las asambleas, fueran estas ordinarias o extraordinarias. En este caso se trataba de una asamblea extraordinaria, citada para un lunes de diciembre a las diez y media de la mañana. De todos los asistentes ese día, la inmensa mayoría estuvimos por realizar la toma. Sobraban las razones para tal resolución pero, a la hora de las definiciones, tres de esas razones cobraban la importancia mayor. Una, teníamos a nuestro alcance la posibilidad única de decidir por nosotros mismos nuestros destinos como personas, como trabajadores y como habitantes de las montañas; esta era una oportunidad extraordinaria que no podíamos dejar escapar de las manos. Dos, agreguémosle a eso que, en el país, hacía poco más de un mes había asumido en el gobierno el presidente Salvador Allende, quien tendría que gobernar a favor de los pobres, desposeídos y explotados como lo éramos nosotros. Y tres, por último, en un hecho no menor, los campesinos del vecino fundo Carranco habían dado, una vez más, el ejemplo, tomándose el predio y reclamaban nuestro apoyo. Pepe había venido desde Carranco a exigir la solidaridad de Neltume con los trabajadores de Carranco que ya llevaban casi un mes con el fundo en su poder.

    –Carranco no se devuelve. Si ahora nos tomamos Neltume será en forma definitiva. Esto no es un juego –había dicho Pepe–. De esto depende el destino de los campesinos y trabajadores. No vamos a retroceder un palmo de lo avanzado.

    Hacía poco habíamos terminado una huelga en la fábrica, pero el temor ante la prepotencia y poder de los patrones no terminaba de desvanecerse. La asamblea pidió que los compañeros del MIR allí presentes, Pepe y Polé, nos asistieran en la ejecución de la toma. Los aludidos manifestaron su conformidad y disposición para ayudar en lo que decidiéramos. El acuerdo de toma fue ratificado con una ovación. Salimos del local de reuniones del sindicato plenos de euforia. A mí me embargaba una excitación muy fuerte y una gran dosis de incertidumbre. La expectación sobre lo que iba a ocurrir en lo inmediato me emocionaba, pero lo que pudiera deparar el futuro me provocaba una profunda inquietud.

    El portero de las oficinas de la administración intentó una vana oposición basada en la formalidad de su puesto. La decidida actitud e intimidante presencia de la muchedumbre, junto a las palabras poco amistosas de Polé, terminaron de convencerlo. Abrió las puertas sin poder disimular su nerviosismo y temor.

    –No te preocupís, güevón –le dije en tono eufórico–. De aquí pa delante vamos a mandar nosotros, así que tu pega está asegurada.

    Entramos a las oficinas como Pedro por su casa. Nadie osó detenernos ni decirnos nada. La mayoría de los trabajadores se quedó en las afueras por el simple hecho de que adentro no cabíamos todos. A las cuidadas instalaciones entramos solo un par de decenas, que copamos el espacio destinado a las diversas funciones administrativas. Ya adentro, Pepe y Polé avanzaron raudos hacia la oficina principal; unos cuantos más los seguíamos de cerca. Los empleados se quedaron perplejos en sus puestos de trabajo o en lo que estuvieran haciendo. Algunos se animaron a saludar a los que les resultaban conocidos entre los invasores. Los más buscaban con los ojos a Mario Fuentealba, el delegado de ellos ante el sindicato, para que les diera una explicación. Mario entró de los últimos, se subió a una silla y les habló fuerte y claro.

    –Todo está bien compañeros. Se trata solamente de que nos vamos a tomar la fábrica y el fundo. Está todo bien, pero de ahora en adelante dependerá de ustedes cómo nos vaya.

    A todo eso, Pepe y Polé habían invadido la oficina del administrador, el coño Jesús Ibáñez. El resto mirábamos exaltados la escena a través del ventanal que separaba al agrio regente de sus subordinados inmediatos. A través de esa vidriera él, con su sola presencia allí, hasta ese entonces controlaba y sometía a los empleados, dominio que prolongaba como irremediable radiación sobre los operarios de la fábrica y labriegos de los predios. Ahora, esa misma vidriera servía para observar su caída. Por primera vez me sentí asistiendo a una obra de teatro en primera fila.

    –Mira, Jesús –le dijo Polé desde su impresionante estatura y con ese vozarrón pausado que le caracterizaba–, venimos a quitarte el fundo, la fábrica, los vehículos, las bodegas, o sea, todo lo que esté bajo tus dominios. Así que pórtate bien y entrégame las llaves y los libros. A partir de este momento pasan a ser propiedad de los trabajadores.

    Ibáñez se puso pálido. Sentado tras su escritorio miraba atónito lo que sucedía a su alrededor y no acertaba a comprender qué estaba pasando. Su rostro regordete había perdido su habitual tono semi colorado. De su robusta envergadura física –era un tipo casi gordo– sobresalía su cabeza grande, medio calva y de pelo corto.

    –Ustedes no pueden hacer eso, hombre –balbució el viejo Ibáñez, denunciando su origen hispano con su manera zeteada de hablar, en donde las eses sonaban como zetas. Pareció recuperarse un poco y querer demostrar su habitual altivez, poniéndose de pie. Emergió amenazante su figura enorme y maciza, de espaldas anchas y manos grandes, más alto y fornido que sus intempestivos visitantes. Aun así, me pareció ridículo e insignificante tratando de imponerse desde su mediocridad. Pero volvió a palidecer al fijarse en los cintos de sus atacantes que lucían sendos revólveres–. ¿Pero quiénes son ustedes?¿Cómo se atreven? Aquí no pueden hacer nada –chilló, algo confundido. Me lo imaginé meándose y cagándose encima cuando el Pepe se le acercó con cara de pocos amigos.

    –No seas necio, Jesús Ibáñez: ya lo hicimos. ¿O no ves esa cantidad de hombres que ya han ocupado tus oficinas? Parece que no entendiste al compañero. Esto es una toma, no una broma. ¡Las llaves y los libros! –exclamó Pepe, dando un golpe de puño sobre la mesa que hizo que Ibáñez diera un brinco y se sentara con cara de compungido–. Desde este minuto el fundo y la fábrica pasan a manos de los trabajadores. Déjate de güeviar y obedece al compañero –terminó el Pepe.

    El administrador se paró casi de inmediato y se dirigió a un aparador apoyado en el muro. De allí extrajo varios manojos de llaves y libros que fue depositando en el escritorio. Miré el reloj de la pared y marcaba las 12:07 horas. Hacía unos minutos había sonado el pito que indicaba la hora de pausa para ir a hacer el almuerzo, pero nadie lo escuchó o nadie quiso hacerle caso. Ibáñez allá adentro no paraba de hablar pero ya ninguno de nosotros le daba mayor importancia. Pepe le había garantizado la integridad de él, de su familia y de todos aquellos que Ibáñez señalara como sus protegidos; lo que estaba claro es que no habría violencia y ningún mandamás saldría dañado. Pepe salió de la oficina para asegurarse de que así fuera.

    –Compañero Jacinto –dijo, dirigiéndose a mí–. Tú y Félix encárguense de formar un grupo de seguridad y hacer que se respeten los acuerdos de la asamblea de no ocasionar desmanes, no caer en excesos, ni agredir a nadie.

    –Sí, compañero –atiné a responder con voz recia, pero me salió una flautita vergonzante de voz y solo ahí me di cuenta de que tenía la garganta reseca. Traté de disimular el bochorno con un carraspeo exagerado y fuera de lugar.

    Pepe volvió a la oficina principal, llevándose a Mario Fuentealba, a algunos dirigentes sindicales y a empleados de la administración. Les va a leer la cartilla, pensé.

    El destituido administrador parecía querer eternizar el trámite de entrega; se puso latero explicando la utilidad de cada una de las llaves y la función de cada uno de los libros. Ibáñez daba demasiadas muestras de no querer desprenderse de aquellos símbolos de poder. A mí me daba la impresión de que Ibáñez tenía la esperanza de que todo aquello no durara demasiado, a lo más un par de días. Él pretendía que en esa corta ausencia el orden de todas las cosas, su orden, siguiera siendo respetado y rigiendo el destino del imperio de los Echavarry.

    Salí a cumplir lo que se me había ordenado, pensando que talvez este era el suceso más importante que me había tocado en suerte vivir en mis dieciocho años de vida. Y no es que hasta entonces mi existencia hubiera sido una taza de leche o haya tenido un devenir aburrido; pero esto era distinto, por su connotación humana y social para los habitantes de Neltume y sus alrededores. La toma estaba consumada y había llegado la hora de las formalidades: la entrega de los dominios, el aviso a las autoridades sobre la decisión de los trabajadores y la organización de las tareas de la toma. En esos días iniciales cualquier lugareño de estas montañas podía soñar con el futuro glorioso que alcanzamos a forjar, pero ninguno de nosotros podía prever el destino funesto que después tuvo toda aquella osadía.

    En aquel tiempo el lugar no era más que un caserío. Ahora esto no se parece a como era antes. Es como si el lugar hubiera perdido la esencia que le dio vida. Y eso por ahí es cierto, porque su esencia estaba dada por su gente. Lo que quiero significar es que la gente que habitó en los albores de este pueblito y bregó en estos parajes ya no está por aquí. Los pocos que sobreviven es como si no estuvieran, porque ya no son los mismos de antaño; en algún momento sus vidas fueron quebrantadas por la crueldad humana. El resto, la gran mayoría, fue desalojado de sus viviendas, expulsado de sus tierras y obligado a emigrar hacia pueblos extraños y destinos inciertos. No tuvieron ni tiempo para sepultar a sus muertos, ni para empezar a buscar a sus parientes desaparecidos, ni para ir a visitar a sus presos. Fueron a parar allá, al llano hostil, y en ciudades inhóspitas debieron comenzar todo de nuevo. Muchos de ellos terminaron de consumir lo poco que les quedaba de vida tratando de hacer lo que aquí no alcanzaron. Otros, los más jóvenes, debimos vivir con la carga de la pesadumbre por el pasado y la angustia de la frustración por el futuro. Uno de estos últimos fui yo y no puedo decir que haya superado todo eso; más bien, sigo siendo tan solo un sobreviviente.

    No quisiera presentarles un panorama lúgubre pero, de regreso en este lugar donde ustedes me han pedido que venga, es difícil no ver todo esto con los ojos de la nostalgia. Yo no quería venir y tenía mis razones. Y estando ahora aquí, esas razones no dejan de tener un gran peso. No por nada pasaron 33 años sin volver a poner pie ni mirada en estos montes, desde que debí abandonarlos obligado por las circunstancias y empujado por la porfía de vivir. En el medio, la vida me ha tratado con dureza, pero no me quejo; solo lo menciono para que sepan que así ha sido.

    2

    Pero ya les digo, esto no se parece a lo que era antes. En aquellos años este lugar no era más que un gran fundo montañoso, con un caserío en la planicie junto al camino y una gran fábrica en medio del caserío. O talvez era al revés y el caserío se desparramaba en torno a la fábrica; pero así ya estaba dibujado el mapa del pueblo cuando yo nací.

    El fundo y la fábrica eran propiedad de los Echavarry y se extendía a ambos lados del río Fuy, desde el lago Pirihueico hasta el lago Neltume, llegando por un lado hasta los faldeos del volcán Choshuenco y por el otro hasta la cordillera de Lipinza. Los Echavarry vivían en Santiago, por acá se dejaban ver una o dos veces al año. Eso de que se dejaban ver es un decir, porque en realidad uno no los veía. Se sabía que andaban los patrones porque la noticia de su presencia se propagaba muchos días antes de que llegaran. Aquí en el fundo tenían un administrador que se ocupaba de todo con celo de capataz. Él se encargaba de que los amos fueran temidos por todos los inquilinos, incluidos los de los fundos vecinos y comarcas cercanas. Previo a cada llegada de los Echavarry, el regente recorría los cerros y predios revisando que todo estuviera en orden: potreros limpios, cercos levantados, animales marcados, casas barridas, árboles talados, maderas aserradas y la fábrica trabajando a todo vapor.

    Lo singular de la vida en estas montañas estaba dado por la existencia de la fábrica. Esta llegó como consecuencia del aumento indiscriminado de la explotación forestal que antaño no tenía ningún límite legal ni contrapeso social. Pero hubo una época aún anterior que se perdió en alguna parte de la historia.

    Antiguamente por aquí era puro bosque virgen, bosque nativo, selva montañosa. Territorio indígena sin discusión, aunque habitado por mapuche y huincas pobres, los llamados colonos. La mayoría de los habitantes originarios de estas montañas por ambos lados de la cordillera eran pueblo mapuche; pero también se encontraban las reducciones, que eran zonas donde habían sido relocalizados los indígenas derrotados y desalojados de las tierras de cultivo del llano central. Las reducciones surgieron después de la campaña de exterminio sobre los mapuche conocida como Pacificación de la Araucanía. Esta campaña fue llevada a cabo por el Estado chileno en la segunda mitad del siglo XIX para apoderarse del territorio conocido como la región de La Frontera, al sur del río Bío-Bío; los mapuche fueron masacrados, despojados de las tierras productivas y reducidos en zonas inhóspitas de ambas cordilleras, de Los Andes y de La Costa.

    Los colonos, por su parte, eran gentes que por alguna miseria heredada habían llegado buscando un espacio para vivir y compartir la tierra en los escasos valles y contrafuertes cordilleranos. Muchos llegaban subsidiados por el Estado para ocupar franjas del territorio en que el gobierno central de turno decidía que debían sentar presencia, o soberanía, como le llaman; los colonos adquirían legalmente el terreno, por asignación o por compra y, dependiendo de cómo les fuera, algunos seguían creciendo y comprando porciones de tierra del fisco. En todo caso, nunca pasaron de ser pequeños propietarios y son contados con los dedos los casos de colonos que crecieron hasta medianos propietarios.

    Pero no pasó mucho tiempo para que los mapuche y colonos pobres fueran siendo despojados de sus tierras por la voracidad de los poderosos; esta cuestión se hizo visible y notoria desde fines del siglo XIX y comienzos del XX. La llegada del ferrocarril a Panguipulli abrió el apetito de los ricos. La montaña se les ofrecía al frente, tan solo surcando el lago, con su fuente inmensa de riqueza. Los barcos vapores, que con celeridad de rapiña fueron llevados hasta los lagos Panguipulli y Pirihueico, posibilitaron que se abriera una senda hasta lo más profundo de la selva. La senda ferroviaria y lacustre trajo consigo todos los males y las pocas bondades de la civilización.

    De manera lenta pero irreversible la montaña fue siendo desmenuzada en fundos delimitados a su antojo por los usurpadores que, cual conquistadores, se adueñaban de las tierras indígenas y de tierras del Estado. No actuaban solos, pues siempre contaron con la complicidad de los gobiernos de turno y el apoyo de policías y jueces, quienes se encargaron de blindar a los potentados con una total y absoluta impunidad. Por si hiciera falta, los invasores recibían de buena gana la bendición de los curas quienes, a cambio de la profesión de fe que se reflejara en su alcancía y la construcción de alguna capilla, no trepidaban en justificar cualquier barbarismo. Los depredadores, ungidos con el título de dueños y contando con la gracia del obispo, sometían a inquilinaje a los habitantes originales; aquellos que no se doblegaban eran obligados a abandonar las tierras debiendo buscar refugio en las altas montañas, en parajes remotos todavía no reclamados en propiedad por nadie.

    De la mano de la apropiación de las tierras y montes por parte de los ambiciosos mercaderes llegó la explotación maderera. Primero arrasaron con los bosques de las tierras bajas, planas, dando lugar a estas planicies que ahora se observan; incluida esta donde después apareció Neltume. Cuando se agotaron los bosques de las tierras planas comenzó a explotarse el monte. Las sierras cordilleranas se plagaron de aserraderos, los bosques milenarios fueron siendo talados sin misericordia, los patrones se fueron haciendo más ricos y la vida en estas montañas cambió de rumbo para siempre.

    Así fue también como emergió el fundo Neltume. Aquí en el fundo se levantó el caserío, el poblado, en medio de este paraje maravilloso. Enclavado en esta extensa y angosta planicie verde el villorrio pareciera ocultarse en las alturas de la montaña. Quien venga por vez primera no se imagina cuánto hay que subir y subir desde el pueblo de Panguipulli, bordeando toda la extensión del lago, tan solo para llegar a un nuevo punto de partida para seguir subiendo. Solo después de rodear y rebasar el volcán Choshuenco uno se encuentra con esta franja de tierra plana. Esta hermosa meseta provoca que uno se sienta demasiado pequeño. Flanqueada por el norte por esas impresionantes montañas verdes rebosantes de flora nativa, por el sur, la meseta termina con el abrupto serpentear del torrentoso Fuy. El río Fuy es el desagüe del lago Pirihueico y tan solo quince kilómetros más abajo desemboca en el lago Panguipulli; en su corto y encajonado recorrido se las arregla para descender una centena de metros y provocar brincos y saltos, tan hermosos como el impresionante salto de Huilo-Huilo. Por la ribera opuesta del Fuy se yergue de nuevo la cordillera indómita y la selva exuberante. Pareciera que aquí uno está metido en un alto hoyo verde; es como si fuera un volcán verde y la meseta en que se ubica el poblado asemeja ser un cráter abierto hacia el cielo.

    Estas tierras magníficas fueron propiedad de los Echavarry, aunque ellos no fueron los dueños desde el inicio; recién alrededor del 1950 compraron el fundo a anteriores propietarios. Lo cierto es que el fundo está muy bien ubicado, pues por aquí pasa la ruta hacia Argentina por el paso Huahum, que allá por el siglo XIX era la única existente en estas provincias. Antes el camino solo llegaba hasta el pueblo de Panguipulli, allí se continuaba por vapor hasta Choshuenco, en la otra punta del lago. Desde ahí seguía como camino, pasaba por Neltume hasta Puerto Fuy, en el extremo oeste del lago Pirihueico, el que era cruzado por otro vapor. Ahora existe un camino, una ruta, por el borde norte del lago Panguipulli pero, hasta el día de hoy, el tramo del Pirihueico sigue siendo cursado por transbordadores hasta la frontera con Argentina.

    La riqueza del fundo, así como la importancia de la ruta internacional, fueron creciendo al mismo ritmo con que crecía la explotación maderera, una cosa trajo la otra y la explotación forestal significó también el poblamiento de estas comarcas. Las faenas en los montes requerían de abundante mano de obra que no alcanzaba a ser cubierta por el inquilinaje, ni por los campesinos colonos o mapuche de los alrededores. Fue así como fueron llegando hasta la cordillera trabajadores procedentes del llano. Venían desde Panguipulli, de Lanco, Malalhue y otros lugares. Llegaban desde pueblos, villorrios, campos, fundos, o de donde fuera que la pobreza los obligara a buscar trabajo donde lo hubiera. No eran grandes masas de gentes sino grupos reducidos que, en forma temporal o definitiva, fueron cambiando las características de la montaña. Muchos venían por la temporada y se quedaron para siempre, o al menos ya no quisieron volver a sus orígenes. Como ya dije, si algunos después partieron no fue por propia voluntad.

    De esa manera se fue creando el pueblo de Neltume. El fundo, desde algún momento de principios del siglo XX, se dedica exclusivamente a la explotación del bosque. La actividad crece al mismo ritmo que la voracidad o avaricia de los patrones y, como ustedes bien saben, esta suele no tener límites. La madera siguió saliendo por toneladas y toneladas de metros cúbicos, en camiones, carretas y colosos hasta los embarcaderos de los vapores, en estos cruzaban el lago y luego seguían por ferrocarril desde Panguipulli. Los patrones se fueron haciendo más ricos, de modo que ya no resultó suficiente la venta de la madera trozada o en bruto y se dio paso a la elaboración de la madera. El aserradero original, ubicado en la planicie, creció y se multiplicó por las montañas. Las instalaciones fueron ampliadas con maquinaria de barraca industrial y de una manera empírica e inequívoca fue armándose la fábrica de terciados y prensados. Para los lugareños y comarcas cercanas era la famosa Fábrica de Neltume en torno a la cual empezó a girar la vida, la subsistencia y la muerte de los habitantes de la montaña y de los allegados venidos de lugares remotos, atraídos por el llamado del cobre verde o por el llanto de la sabia.

    Casi a la par con el crecimiento del poblado se formó y se forjó mi familia en estos parajes.

    3

    Mis padres fueron parte de esos inmigrantes que llegaron por aquí buscando trabajo. Mi padre, don José de la Rosa, llegó a Choshuenco el año 1926, cuando él recién cumplía los veintiún años y la producción maderera estaba entrando en su etapa de mayor explotación en estos montes.

    Don José procedía de los campos de Santa Fe, una localidad cercana a la ciudad de Los Ángeles. Allí su familia poseía una propiedad agrícola y bienes que eran el sustento del núcleo familiar. A raíz de una disputa con su padre, por razones que nunca quiso aclarar, abandonó la casa de sus progenitores y cogió el tren rumbo al sur. Ya se había propagado hacia el norte la noticia de que acá en la cordillera de la provincia de Valdivia el trabajo abundaba, pues se estaba destapando una mina verde en torno a la madera. Mi padre desembarcó en Lanco y ahí hizo transbordo hacia Panguipulli. En el barco vapor cruzó por primera vez el lago Panguipulli sin saber que se quedaría a vivir para siempre entre estos montes cordilleranos.

    A bordo del mismo transbordador llegaría a los pocos días lo que sería su primera fuente de trabajo. Un camión. Era el primer

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