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Con viento a favor. Volumen I: Del Frente Popular a la Unidad Popular
Con viento a favor. Volumen I: Del Frente Popular a la Unidad Popular
Con viento a favor. Volumen I: Del Frente Popular a la Unidad Popular
Libro electrónico599 páginas13 horas

Con viento a favor. Volumen I: Del Frente Popular a la Unidad Popular

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Reconocido militante de la izquierda chilena, Jorge Arrate ha sido protagonista de procesos y coyunturas trascendentales para la historia de Chile en los últimos cincuenta años. El gobierno de la Unidad Popular, la nacionalización del cobre, el exilio, la solidaridad internacional, la reunificación del Partido Socialista, los primeros gobiernos de la Concertación, y su candidatura presidencial con el Partido Comunista, son algunos de los hitos que se reconstruyen en dos volúmenes de amena e intensa narración: el primero, enfocado en el período 1941-1973; el segundo, desde el Golpe de Estado hasta la actualidad.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento2 sept 2017
ISBN9789560009616
Con viento a favor. Volumen I: Del Frente Popular a la Unidad Popular

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    Con viento a favor. Volumen I - Jorge Arrate

    Jorge Arrate

    Con viento a favor

    Del Frente Popular a la Unidad Popular

    Volumen I

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICASOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2017

    ISBN obra completa: 978-956-00-0963-0

    ISBN impreso Vol 1: 978-956-00-0961-6

    ISBN obra completa digital: 978-956-00-0982-1

    ISBN digital Vol 1: 978-956-00-0983-8

    Motivo de portada: El pueblo festejando la asunción del mando presidencial

    de Pedro Aguirre Cerda, diciembre de 1938.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Primera parte

    El cerco agridulce de la niñez

    1. Derechos de autor

    Mi madre Aileen murió a los ciento un años, cuando no pudo sostener por más tiempo la frágil cuerda que la ligaba a la vida. O a lo mejor no quiso. Su mente todavía lúcida había alimentado un fuerte deseo por seguir viva; pero en sus semanas finales ese afán comenzó a extinguirse y ella declaró sentirse exhausta.

    Mi llegada al mundo, según decía, fue el instante más feliz de su existencia. Nunca lo puse en duda. Desde niño me parecieron naturales los privilegios que ese sentimiento me otorgaba. Pero debí compensar mis ventajas y acarrear mi carga, ya que siempre me sentí responsable de estar a la altura de lo que mi nacimiento había significado para Aileen. Por eso, cuando pienso en ella, en ocasiones la siento como una inclemente generadora de exigencias nunca explicitadas como tales pero que yo percibía ineludibles. Su matrimonio había sido tardío para los patrones de la época y su parto una epopeya. El hijo, el único hijo, sería su proyecto de perfección. El tiempo le revelaría las falencias de ese plan. Ya adulto me sorprendí a veces al sentir un mezquino regocijo ante la admisión que mi madre debió hacer de mis imperfecciones. Había algo descomedido en mi actitud, quizá un poco vengativo, pero envuelto siempre en la indulgente ternura recíproca que nos unía.

    En sus últimos años, liberada de sus ilusiones, Aileen acentuó la tendencia a observar más mis defectos que mis virtudes. Al menos así lo percibí yo y no puedo negar que me sentí herido. En los meses finales, aunque nunca perdió discernimiento, comenzó a confundirme con mi padre, a quien quiso con perseverancia pero con un amor crítico, y a nombrarme como «Juan». No era un desvarío sino una confusión motivada por mi semejanza física con mi progenitor. La curva de mi nariz es la suya, también mi frente, mi bigote. Mi andar es como el suyo y mi cabellera ha llegado a ser casi blanca, como la de él en sus años finales. Con el tiempo mi figura se ha aproximado más y más a la de Juan.

    Mi madre era acuciosa en el relato de sus dolencias. Con la intención de relajarla comencé a hablarle de las que me aquejaban. Éramos dos personas mayores que intercambian saberes medicinales. Pero mi estratagema fue un fracaso: para ella sus males continuaron siendo más intensos y graves que los míos. Aunque era razonable, el hijo resintió que su madre se desinteresara de él. Insensible ella, ya no compadecía mis dolores. Entonces experimenté algo así como un desamparo. Me di cuenta que estaba volcada hacia sí misma y que ya no fantaseaba más sobre mi vida y mi futuro.

    Hasta unas semanas antes de la elección presidencial de 1938 parecía difícil que el candidato del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda, venciera a Gustavo Ross. Una tercera postulación, la de Carlos Ibáñez, de pasado golpista y despótico, ocupaba un espacio sustancial entre la izquierda y la derecha. Uno de los soportes de su candidatura era el Movimiento Nacional Socialista de Chile que, con sus particularidades, se identificaba con la ideología de Hitler. Los «nacis» concibieron un plan para provocar un golpe de Estado e imponer a Ibáñez sin elecciones. El proyecto naufragó, Ibáñez fue a dar a la cárcel y más de sesenta jóvenes murieron acribillados por Carabineros al interior del edificio del Seguro Obrero. Fueron días de vértigo. El Presidente Alessandri asumió la responsabilidad política de la matanza, e Ibáñez y el líder del movimiento pro nazi lo repudiaron desde la cárcel y llamaron a votar contra la derecha en la elección de comienzos de octubre. Aguirre Cerda superó a Ross por poco más de tres mil votos.

    «Don Pedro», como lo llamaban con respeto sus partidarios, era un político ducho, con experiencia parlamentaria y ministerial. Fue un radical moderado, poco proclive a una alianza con la izquierda, legítimo producto de un sistema político que paulatinamente abría espacios a una clase media en ascenso que se expresaba de preferencia a través del Partido Radical y del Partido Democrático. En 1920, la impactante candidatura de Arturo Alessandri Palma, «El León de Tarapacá», nieto de un joven titiritero italiano que migró a Chile a comienzos del siglo XIX, había infligido una derrota política decisiva al conservadurismo. El «León» murió cuando yo era niño y no tengo de él un recuerdo, sólo una imagen refleja: la mirada de confianza y de cierta superioridad que proyectaba mi abuela materna Ana al pronunciar ese apellido «Alessandri», incluso más tarde, cuando en varias ocasiones los hijos del líder postularon a la presidencia. Había allí un tono admirativo, reverente y también, pienso, arribista. Acecha a la buena gente de la clase media la tentación de mirar en diagonal hacia arriba...

    Alessandri encarnó mejor que ningún político del siglo XX la posibilidad de «surgir» –un verbo que Ana usaba a menudo y también mi madre– y personificó el éxito político y social. Su abuelo había poseído un meritorio espíritu de emprendimiento que le permitió abrirse paso en el medio chileno decimonónico, cuya élite se circunscribía al tronco castellano-vasco y a algún apellido británico de Valparaíso. Para «surgir» se requería una perspectiva clara respecto a la riqueza, al deseo de tenerla, al dinero y a sus atractivos. Una mínima codicia, habría que decir. Y también talento, un talento especial para desenvolverse y destacar en las aguas de la jerarquizada sociedad chilena.

    Con el transcurso del tiempo Alessandri transitó desde la crítica a las injusticias hacia su aceptación y luego, como etapa superior, a la incorporación en pleno a aquel grupo reducido y selecto de los que mandan. En el siglo XIX, las damas de su apellido se habían casado con extranjeros que, si bien tenían un estatus social especial, no formaban parte de la aristocracia local. En el XX, los Alessandri se integraron con la vieja oligarquía y llegarían con el tiempo a asimilarse a los burgueses con apellidos vinosos, hasta el punto que el sentido común incorporó la idea falsa de que habían sido siempre patricios.

    Si bien en 1920 el triunfo «alessandrista» significó una resonante derrota conservadora y en 1932 su líder volvió a vencer con amplitud gracias al apoyo de liberales y radicales, en 1938 el país enfrentaba una etapa distinta. Los radicales habían resuelto dejar el gobierno y concurrir a los tentadores llamados que venían desde la izquierda, en especial del Partido Comunista. El hálito progresista del «León de Tarapacá» se había desvanecido en su segundo gobierno, marcado por la crisis económica y la sangrienta represión a pequeños agricultores e indígenas en Ranquil. Y se extinguiría por completo con la trágica masacre de jóvenes en 1938.

    Con el triunfo del Frente Popular, la clase media avizoró un inexplorado horizonte de progreso para sí misma y para el país. En el tiempo siguiente, lo más granado de ese amplio segmento social presumiría ser la columna vertebral de la sociedad y proyectaría algunos de sus sueños a la historia. Emergía quizá un nuevo bloque histórico y surgía el impulso a un moderno proyecto colectivo. ¿Podría realizarse? Echarlo a andar correspondía a un hombre de espíritu conciliador, bajo de estatura, orador plano, que vestía sombrero y traje de tres piezas y reloj con cadena de oro que asomaba bajo la chaqueta, de rostro parecido a cualquier chileno de barrio popular. Pedro Aguirre Cerda asumió su nuevo cargo a fines de diciembre. Subió a la carroza presidencial vestido de frac, con corbata mariposa y sombrero de copa, y se fue por calle Teatinos saludando sin pausa a la multitud. Por momentos levantó el brazo con el clásico puño en alto de los izquierdistas, pero los más escépticos dudaron que fuera el puño propiamente tal y creyeron que apretaba los dedos sólo para sostener sus blancos y distinguidos guantes ceremoniales.

    Mi padre, militante radical y frentepopulista, fue invitado junto a su pareja, mi futura madre, a la recepción que el nuevo mandatario ofreció en La Moneda. Pisaban aquellos patios por primera vez, como muchos de los que asistían. En las afueras, grupos de jóvenes se encaramaban en las rejas centenarias de las altas ventanas, levantaban el puño y entonaban himnos de izquierda. Por fin, se decía, el pueblo había ingresado a la mansión de gobierno. En realidad, era principalmente la clase media, esa categoría difusa y maleable, heterogénea pero reconocible, la que alcanzaba el punto más alto de un protagonismo al que aspiraba desde hacía ya tiempo. Ahora hegemonizaba una alianza social con los sectores obreros y populares partidarios del socialismo. Antes había sido mero acompañante de las fuerzas liberales y conservadoras que detentaban el poder económico. En realidad, las grandes novedades del Frente Popular eran dos: por primera vez en la historia de Chile la derecha estaba fuera del gobierno y, en cambio, la izquierda socialista y comunista eran parte integrante.

    Hombres y mujeres vestían sus mejores ropas. Las damas habrán lucido joyas de familia, algunas conservadas por generaciones: perlas cultivadas, algo de oro o platino y uno que otro diamante de no muchos quilates, objetos que con seguridad se habían hospedado alguna vez, con mucha reserva, en la conocida institución pública de empeños llamada popularmente «La Tía Rica». Las damas ostentaban tacos altos y un buen maquillaje, a lo mejor de crema y «Polvos del Harem», como los que usaba mi abuela, cosméticos envasados en bellas cajitas redondas de cartón o en pomos cerámicos estampados con figuras art nouveau. Las mujeres no podían votar, salvo para las elecciones municipales, pero ya cundía la demanda por igualdad de derechos políticos. En ese empeño estaba desde hacía años mi abuela paterna, Delia, que también asistía a la celebración.

    Abundaban en la fiesta los profesores normalistas. También abogados, médicos, muchos ferroviarios, funcionarios de correo, sindicalistas de mirada desafiante, oficinistas de terno azul oscuro y camisa blanca y corbata –las prendas algo desgastadas pero dignas–, jóvenes en mangas de camisa, masones solemnes y orgullosos y uno que otro «pez gordo» del comercio y del agro que se habrán sentido algo incómodos. En una esquina del Patio de los Cañones, Marmaduke Grove habrá conversado con Elías Lafferte sobre temas relativos al nuevo gobierno. Mucha gente se acerca a Grove para saludarlo. Es el caudillo popular de los años treinta, el gestor de la República Socialista de 1932, un militar y aviador que había disputado la candidatura del Frente con Aguirre Cerda. En el Patio de los Naranjos un parlamentario de treinta años, de buen porte y bien vestido, con anteojos, bigote fino y pelo algo ondulado, habla a un grupo que lo escucha atento. Se llama Salvador Allende. No hay arrogancia en los invitados, hay esperanza y se vive una atmósfera festiva.

    La forma inesperada como se encadenaron los acontecimientos en esos meses finales del año 1938 demostró una vez más que la historia es como el flujo de una vertiente en una montaña escarpada: se configura por sorpresa porque sigue cauces que no siempre son los más previsibles.

    En aquellos años, las clases acomodadas ya habían emigrado desde el Santiago viejo hacia los barrios más próximos a la cordillera y el sector en torno a la Plaza Brasil vivía su decadencia. Las amplias casas caían en manos de familias de funcionarios públicos, comerciantes o profesionales con salarios o ingresos insuficientes para pagar la renta mensual y además encargarse de la adecuada mantención de las casonas. Entonces el barrio Brasil vio multiplicarse las pensiones, residencias en que los ocupantes principales subarrendaban una, dos o varias piezas para «ayudarse», como decía mi abuela Ana.

    Ana Seymour, mi abuela postiza, fue la mayor de cuatro hermanas. Se casó joven con un hombre el doble de su edad, con el que no tuvo prole. Aileen, su sobrina, y luego yo, su sobrino nieto, fuimos en realidad su hija y su nieto postizos. En cambio Matilde, hermana de Ana, madre de mi madre, mi abuela de sangre, engendró siete hijos. Su marido, mi abuelo Tomás Mac Niven, hijo de escoceses avecindados en Chile, trabajó como oficinista en alguna compañía inglesa en el norte de Chile, a juzgar por los recuerdos de mi madre que jamás pudo olvidar las descomunales arañas, «peludas», decía ella, que la aterraban de pequeña en un campamento minero. «Tommy» ganaba poco. Arrendaban un segundo piso de una casa en Santo Domingo con Brasil, cerca de donde vivía Ana. Veo allí a mi abuelo, parco, con la nariz enrojecida, y lo veo unos años más tarde, cuando viajamos desde Viña a visitarlo a la sala común de un hospital, próximo a morir de un cáncer esofágico. Era un bebedor empedernido. Unas semanas después de nuestra visita recibimos la noticia de su fallecimiento. No olvido el instante: Aileen escucha el teléfono y se pone a llorar sin consuelo, corro hacia ella y me abrazo a sus piernas en señal de cariño. Debo haber tenido seis años.

    Aileen iba y venía entre las casas de Ana y Matilde y, poco a poco, comenzó a establecerse en la de su tía con el consentimiento de ambas familias. Aileen sería como una hija para Ana y su marido, mientras Matilde y Tomás verían aliviada su carga económica en un hogar que no nadaba en la abundancia.

    Para efectos emocionales, Ana fue mi abuela. Al enviudar obtuvo una herencia modesta que le permitió sostenerse hasta su muerte. Pero los ingresos no eran muchos y ella decidió «ayudarse», bonita expresión que algo tiene que ver con valerse por sí misma, pese a ser viuda y mujer y por eso, en aquel entonces, con derechos limitados. Comenzó a arrendar algunas habitaciones de la casa de calle Catedral y luego instaló durante los veranos una pensión en Viña del Mar, en la calle Viana, en una casona de estilo inglés cercada por enredaderas de flor de la pluma que se cubrían de penachos alargados de color lila y aire romántico.

    Luego de su viudez Matilde evitó salir de su hogar y vivió su encierro hasta que el balcón de la vivienda se dañó de gravedad como consecuencia de un temblor fuerte, lo que obligó a la municipalidad a declararla inhabitable. Disfrutaba su reclusión voluntaria enclaustrada entre una alta galería con vidrios hasta el techo y unos cuantos cuartos que se ordenaban entre el corredor que la flanqueaba y las ventanas de las habitaciones, que daban a la calle. Los muebles no eran de gran calidad, pero hoy día tendrían buena acogida entre restauradores y falsos anticuarios. Tenía un brasero donde posaba una tetera de agua para humedecer el ambiente y preparar el té. Al lado había una mecedora con un cojín cubierto por un forro tejido a crochet y más allá un ropero con un espejo en una de sus puertas; en un rincón tenía una máquina de coser Singer negra con adornos dorados, que se accionaba a través del pedal. Al término de su permanencia en esa casa, de la que debió ser trasladada, mi abuela sustentaba a una treintena de gatos que habían generado un imponente olor a orina. Por esta razón cada vez que íbamos a visitarla yo sentía que era un sacrificio. En la misma casa vivía su hijo menor, mi tío Alejandro, un solterón devoto de las mujeres y poco inclinado al trabajo constante, boxeador estilista aficionado, famoso en la Plaza Brasil por su esgrima con los puños, lector asiduo e inteligente, y un artista para remendar y planchar sus camisas y su único terno.

    Todos respetaban el encierro de Matilde, pero sus hijos la habían conminado para que se inscribiera en los registros electorales. A partir de los años sesenta, cuando había elecciones presidenciales, alguien de la parentela, de acendrada tradición frentepopulista, pasaba a buscarla en algún vehículo prestado o arrendado, porque ninguno poseía entonces un automóvil propio. Recuerdo a Matilde en su retiro, con una pollera larga, ancha y colorida, como de gitana; habla de sus gatos. En cambio, según contaba mi tío Jorge, vestía de negro con su mejor traje, zapatos de tacones altos, sombrero y velo de igual color cuando debía ir a votar. Por Allende, por supuesto.

    Mi abuela paterna, Delia, ha rondado siempre mi imaginación. Para mí, fue algo así como una sacerdotisa que sobrevolaba la realidad envuelta en un torbellino de libros y escritos, mientras ejercía de guardiana de rituales y símbolos enigmáticos y portadora de una antorcha cuya llamarada eran los derechos de la mujer.

    Era oriunda de Valparaíso. Su padre, mi bisabuelo Heriberto, fue un personaje de la activísima vida cultural porteña de la segunda mitad del siglo XIX. Amigo de Arturo Prat, escribió un sentido poema de homenaje luego del combate naval de Iquique. Dramaturgo prolífico, sus obras no perduraron ni trascendieron, ni tampoco, más allá del impacto inmediato, su producción de punzantes columnas políticas, en las que expresó un apasionado antibalmacedismo durante la guerra civil de 1891. Legó sus ideas laicas a su hija y a su nieto Juan, y también su afición por las letras.

    Desde niña Delia escribió pequeñas obras de teatro y actuó en ellas, aprendió el arte de la declamación y elaboró sus propios poemas. En 1902, siendo adolescente, publicó unos versos que registraban su inquietud por vitales temas filosóficos y también su escepticismo: «Jamás lo pensé jamás / I así una voz me lo augura / Morir es que á nacer vas / I es nacer la sepultura / Jamás lo pensé jamás». Años más tarde se casó con Félix, mi abuelo, que en 1922 se accidentó al bajar de un tren y sufrió una hemiplejia. Delia dejó de lado sus quehaceres intelectuales para asistir a su marido enfermo e internó a Juan, cuando éste tenía once años, en la Escuela Naval. El muchacho medía menos de un metro cuarenta y cinco y pesaba treinta y cinco kilos. Fue el marino más pequeño de su tiempo, en edad y en porte.

    En 1929 murió Félix y mi abuela retomó sus propias opciones. Volvió a escribir y comenzó a hacer traducciones para la editorial Zigzag, periodismo para El Mercurio de Valparaíso y activismo para las causas feminista y masónica. Entonces, empobrecida pero llena de proyectos, se trasladó a Santiago, arrendó el ala izquierda del primer patio de una casa en calle Catedral –la casa de mi abuela postiza, Ana– y se instaló allí con sus hijos Iris y «Beto», hermanos menores de mi padre, que en esos años se iniciaron como oficinistas de Correos de Chile y de la Caja de Crédito Prendario.

    El vigoroso impulso que la teosofía y el pensamiento hermético en general habían tenido en Europa a partir del siglo XIX se había hecho sentir en Chile. Mi abuela formó parte de círculos de estudio sobre estas materias y conformó una logia mixta –ella y un grupo de varones amigos– a la que incorporó a Juan, su hijo mayor. Las logias masónicas regulares, afiliadas al Gran Oriente de Francia y practicantes del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, no acogían mujeres en sus filas, como ocurre hasta hoy.

    Delia había sido medium en su juventud. Encarnaba espíritus que habitaban lo que en lenguaje corriente llamamos «el más allá». Según contó mi padre en un texto escrito que leyó en una reunión masónica, Delia, en estado de trance, dictó una novela durante su noviazgo con mi abuelo Félix, quien intervino como transcriptor. Más tarde, en una de las sesiones de espiritismo que tenían lugar con frecuencia, los asistentes recibieron un anuncio: la joven no continuaría actuando como medium y emprendería otras tareas, como esposa, madre e intelectual. El texto quedó oculto en las profundidades de algún baúl. Mi abuela lo retomó decenios más tarde y le hizo retoques. Quince años después de su fallecimiento, el grupo de amigos más próximos, que al igual que Juan eran miembros de la Gran Logia de Chile y que habían integrado la pequeña logia cuyos rituales llenos de simbolismo escribía la propia Delia, se propusieron publicar la novela. Jeshua va pasando, un relato de estilo decimonónico sobre un episodio de la vida de Jesús y María Magdalena, escrito bajo el seudónimo de Máximo Prana, vio la luz a comienzos de la década de los sesenta en la imprenta Arancibia Hermanos. Sólo unos cuantos se enteraron.

    Poco conozco de la visión de Delia sobre el esoterismo, el mundo de lo no explicado, de lo desconocido, salvo por los libros que legó a mi padre. Accedí a ellos al terminar mi infancia. Estoy sentado en el suelo, con las piernas cruzadas; hay un librero adosado a la pared, uno de varios que, repartidos por diversas habitaciones, delatan la adicción paterna por la lectura. Se acumula en ellos mucha literatura universal y chilena; también una numerosa colección de novelas policiales. Saco algunos libros, los toco, los hojeo, los leo. Aprendí entonces a acariciarlos. Es un deber mínimo que hay que cumplir cada cierto tiempo incluso con los que uno no ha leído ni piensa leer. Recuerdo aquellos sobre sexualidad que mis padres, supongo ahora, habían dejado ex profeso al alcance de mi mano. También leo partes de libros sobre Paracelso, los alquimistas, los rosacruces y párrafos de los varios tomos de Helena Petrovna Blavatsky, la polémica teósofa rusa del siglo XIX. No entiendo mucho entonces ni sobre sexualidad ni sobre parasicología. Pero comienzo a darme cuenta que mi abuela había sido una mujer de pensamiento humanista, librepensadora, ajena a todo prejuicio o dogma. Los historiadores que han registrado su contribución la consideran una mujer laica partidaria de la causa de la igualdad social femenina, que asumió una postura poco agresiva con los hombres, aunque no con sus privilegios, y que buscó entre ellos aliados para su lucha.

    «¡Es el Niño Dios! ¡Es el Niño Dios!». Eso decían los vecinos humildes, según Juan, cuando se asomaban para mirarlo entre el denso ramaje de los retamos amarillos: él había sido un bebé rubio, con bucles, bellísimo. Mi padre era un contador de historias en las que fantaseaba a su gusto. Disfrutaba los desbordes imaginativos, ajenos y propios, y tenía una manifiesta capacidad para reírse de sí mismo. Aquellos relatos que lo tenían como protagonista estaban entre los mejores. Recuerdo uno que revelaba su talante anticlerical. Era más o menos así: «El cura López nos ofreció en la escuela de El Recreo chocolate caliente y panes dulces a aquellos que hiciéramos la primera comunión. Por supuesto yo me inscribí y concurrí a la ceremonia. Lo lamentable ocurrió cuando el cura quiso poner su archivo al día, como si estuviera preparando las carpetas del Juicio Final, y nos pidió la fe de bautismo. Jamás se la llevé y, ante su insistencia, la situación se tornó insostenible. Debí decirle la verdad: no era bautizado. Aunque yo sabía que había caído en falta por no llevar el documento, no dimensionaba las consecuencias. Quedé sorprendido. Ante el hecho de haber yo comulgado sin el sacramento del bautismo, un ataque de nervios se apoderó del cura López, que comenzó a dar saltos acompañados de convulsiones. Parecían como estertores. Entonces empezó a gritar ¡sacrílego!, ¡sacrílego! Yo escapé a la carrera...»

    Una vieja foto de 1924, larga y angosta, muestra la Escuela Naval de entonces: algunas decenas de cadetes junto a sus profesores y comandantes. Juan, de once años, es el último de la izquierda, el más menudo, un niñito en uniforme, enjuto, moreno, nada parecido a aquella guagua de rizos dorados que, según él, los vecinos de El Recreo habían admirado con fervor casi religioso. Explicaba que en sus primeros años, cuando era todavía un crío, tenía las apariencias de mi abuelo Félix, de ancestro vasco, de pelo y ojos claros. Pero el Juan que conocí era moreno, de nariz aguileña, un metro setenta y cinco de altura y contextura mediana. Parecía de origen mediterráneo. Sus hermanos se le asemejaban, aunque en ellos la delicadeza se había convertido en abierta timidez cuando no en resignación y pesimismo.

    El viaje de graduación del curso de jóvenes marinos tuvo como destino Inglaterra. A la vuelta de la expedición Juan egresó como guardiamarina y seis años más tarde finalizó su carrera naval.

    En 1935 era el mejor alumno del curso de tenientes. Tenía veintidós años. Un día entró junto a otro oficial de su grado a una fuente de soda del barrio Puerto, en el centro de Valparaíso. Al verlos, tres suboficiales de su unidad que se hallaban en una de las mesas jugando a las cartas los invitaron a sentarse, compartir con ellos y tomarse un refresco. Ambos aceptaron. Alguien que los observó hizo una denuncia y se les instruyó un sumario. La falta a la disciplina fue considerada grave y era probable que la investigación finalizara con la recomendación de separar del servicio a los dos inculpados. Pero mi futuro progenitor consideró que, si bien la norma reglamentaria que prohibía la relación social con subordinados existía, el precepto no era justo y decidió renunciar a la Marina.

    Mi abuela Delia se sintió consternada. El ingreso de su vástago a la Armada de Chile había sido no sólo una opción educacional sino que representaba también la aspiración de muchos hogares de Valparaíso y Viña. Más en su caso, ya que mi bisabuelo Heriberto era un encendido patriota, lo que reflejaba en sus columnas periodísticas y poemas. En 1922, cuando Juan inició sus estudios como cadete naval, recién habían transcurrido treinta y ocho años desde el fin de la Guerra del Pacífico.

    Me pregunto cuánto pudo influir en el sumario el hecho que sólo cuatro años antes se había producido la sublevación de la Escuadra, un suceso dramático en la historia de la Marina chilena. Juan vivió ese episodio, si bien no participó en enfrentamientos. Fue aquel un singular momento de rebeldía en que sargentos, cabos y soldados se involucraron en un movimiento reivindicativo y llegaron a establecer lazos de confianza con la Federación Obrera de Chile y el Partido Comunista. Sería razonable sospechar que un capítulo como ese, que expresó con encono las diferencias sociales y de jerarquía al interior de la Armada –los oficiales de los barcos de la Escuadra surtos en Coquimbo y Talcahuano fueron apresados por los marinos rebeldes–, dejó profundas huellas y que la mezcla de jerarquías en torno a un refresco y unos naipes, y en público, era un hecho explosivo para la conservadora sensibilidad de la comandancia.

    Contaba mi madre que Delia obtuvo la promesa, gracias a sus relaciones con altos mandos navales, que la penalidad sería reducida a una simple amonestación. Comunicó el hecho a su hijo, pero el joven no era aficionado a jerarquizaciones tan estrictas ni aceptaba favores por condescendencia. En cuanto a lo primero, sus detalladas hojas de calificación de desempeño en la Marina, en general muy positivas, sobre todo en lo relativo a su inteligencia y cultura, revelan dudas sobre sus dotes para ejercer el mando con dureza. Incluso años después, cuando llega a ser profesor en la Escuela Naval, su superior lo considera «algo benevolente» para calificar a sus estudiantes, según la hoja de evaluación. Respecto al favor que se le ofrecía, por más que sus amigos y parientes hicieron esfuerzos por convencerlo que rectificara su decisión, él la mantuvo y resolvió que lo mejor era su retiro.

    Al promediar la década de los treinta, el país se hallaba aún estremecido por la crisis económica. Juan, sin uniforme azul ni galones y sin un horizonte claro, se exilió de Valparaíso. Pronto Delia también se trasladó a Santiago, donde su hijo hacía algunas horas de clase en colegios o realizaba trabajos de oficina en la Bolsa de Comercio y, con posterioridad, en el municipio.

    En la casa de Catedral, que compartían Ana y Delia, se conocieron Juan y Aileen. A Ana le inquietaba que él no tuviese una situación económica estable pero, luego de cuatro años de pololeo, cedió al enamoramiento de su hija postiza, que tenía ya veintinueve. El matrimonio se celebró en mayo de 1940 con traje blanco largo, terno oscuro, fotógrafo, invitados, victrola, fiesta y baile.

    En la celebración estaban los mejores amigos de Delia. De niño conocí a algunos, pero tengo un recuerdo borroso. Mucho más tarde advertí cuán cerca había estado mi abuela materna de algunos de los fundadores del Partido Socialista, la organización que me cobijaría por cuarenta y seis años hasta mi renuncia en 2008 y en la que viví tiempos inolvidables. Uno era Mario Antonioletti, economista, una de las grandes personalidades del mundo esotérico chileno, autor de un análisis simbólico de La Divina Comedia. Otro era Carlos Charlin Ojeda, un oficial de ejército que acompañó a Marmaduke Grove en su riesgoso quehacer político a comienzos de los años treinta y que nos visitó cuando yo tenía ocho o nueve años y vivíamos en Viña del Mar. Relegado junto con Grove y Eugenio Matte Hurtado, luego del golpe contra la República Socialista en 1932, Charlin legó el libro testimonial Del avión rojo a la República Socialista, en el que relata la experiencia del confinamiento en Isla de Pascua de quienes serían los promotores de la formación del Partido Socialista. Uno de los triunviros, Carlos Dávila, casado con la pintora Herminia Arrate, hermana de mi abuelo Félix, impulsó un putsch a los doce días de instalada la República Socialista, hizo apresar a los otros dos miembros del trío y asumió la presidencia de Chile. Su gobierno duró cien días. Nunca supe cómo vivió Delia el pronunciamiento socialista de 1932 y el abismo que habrá surgido entre su cuñado Dávila y su amigo Carlos Charlin. En fin, Delia estuvo rodeada de socialistas, pero su hijo mayor se hizo radical y siguió así las aguas de mi bisabuelo.

    Mi padre tenía una vocación política y por algún tiempo hizo una vida partidaria intensa en la Juventud Radical. Pero al iniciarse la década de los cuarenta tenía mujer y un hijo recién nacido, nada de dinero y una madre que vivía con lo justo.

    Jamás he olvidado la fecha del casamiento de mis padres: el cinco de mayo de 1940. La recordé hasta en los tiempos de mi exilio y ellos la celebraron sin interrupciones. Siempre hubo alguna conmemoración, aunque fuera íntima, como un almuerzo, una flor de mi padre a Aileen con una tarjeta dedicada y a veces hasta un poema. Juan parecía entender que en la expresión del afecto él debía homenajearla a ella y contribuyó así a generar una corriente de amor recíproco sostenido. Lo recuerdo exultante, cargado de regalos, bolsas y enormes cajas de cartón encintadas con esmero que contenían objetos a veces suntuosos, desmedidos para nuestro modo de vivir. Es un indicador de que ha tenido suerte en algún juego de azar, pero mi madre se atolondra con esas atenciones. Los regalos le parecen exagerados o lujosos o innecesarios, pone en cuestión el criterio de mi padre y recuerda nuestra vida sencilla y trabajosa, exaltando su propio aporte a la casa mediante los ingresos que ella ha generado gracias a sus subarrendatarios. Como corolario, le exige la devolución de los presentes. Él entonces le ruega que los acepte, le implora, y ella al final, entre compungida y contenta, se deja conquistar por ese ruego. Por mi parte, me alegro. Soy un niño y me gustan los regalos.

    Por eso, ya adulto, nunca dejé pasar el cinco de mayo sin al menos una señal, estuviese cerca o lejos de los novios. Una vez extinto mi padre, seguí recordando la fecha. Pero al año siguiente de su viudez, esa memoria fue demasiado dolorosa para Aileen. Desde entonces preferí pasar por alto el aniversario, aunque ese día, cuando yo la visitaba y ninguno de los dos decía algo, nuestras miradas tenían una secreta y silenciosa complicidad, mayor que la habitual.

    El compromiso que sellaron mis padres enfrentó ventoleras que me provocaron angustia e incertidumbre, pero no se quebró. Viví mis primeros veinticuatro años junto a ellos, instalado en ese intersticio en el que convergían dos miradas bastante contrapuestas sobre la existencia, sus placeres y sus desafíos: una en que el riesgo era componente indispensable, otra donde la certidumbre sobre el futuro era el criterio que ordenaba; una que cultivaba la fantasía con verdadero afán, otra que parecía sostenerse sobre zapatos de plomo para que los pies estuvieran a cada paso pegados con firmeza sobre el suelo. Habría sido imposible que la relación no estuviera a veces a punto de trizarse. A menudo era el dinero el causante de las dificultades. O, rara vez, alguna escena de celos. De él. De ella. No tengo interpretaciones, sólo puedo imaginar que seguir juntos una jornada tan larga –cincuenta y ocho años– no ha de haber sido un trayecto sin baches y que ambos habrán resguardado un área privada y evitado trasmitir a su único hijo algunas de sus cuitas.

    El fin de mi primer matrimonio en 1986 fue un golpe para ellos. Ana María y yo estábamos lejos, a miles de kilómetros, en Holanda. Para Juan y Aileen, el matrimonio era para toda la vida. Mi generación, con pocas excepciones, rompió aquel precepto.

    Es quizá innecesario repetirlo: muchas de estas memorias iniciales no son ni fantasías ni recuerdos propios. Uno apenas guarda destellos de una infancia que pareciera no fijar recuerdos de manera consistente. Los míos de ese tiempo son como nubes sacudidas por una ventolera que las desplaza, deforma, transforma o disuelve. Lo demás son luces flotantes que no consiguen asentarse, recuerdos en pena, tal cual se dice de las ánimas. Entonces, de repente, surge algún resplandor que uno no sabe bien cómo sobrevivió a la opacidad de la memoria infantil. Más tarde, uno se apropia de las remembranzas de sus ascendientes y por esa vía conoce los mitos y la historia de sus primeros años e intenta completar las desdibujadas biografías de sus antepasados. Luego se apodera también de la memoria de un lugar y de un tiempo, un barrio, una ciudad, un colectivo, un país, un continente, de la memoria humana en general, y llega a ser uno de los portadores de todas esas expresiones de recuerdo. Entonces, uno rememora lo propio y lo compartido que, sumados, son sólo una minúscula parte de todo.

    Mi memoria está llena de recuerdos disfrazados o inexactos que no me pertenecen en primera instancia o que son míos como resultado de muchos legados. Llena de recuerdos impropios, preferiría llamarlos.

    Invito a trepar a esa memoria que por muchas vías ha llegado a ser más larga y ancha que mi existencia: un ático atiborrado, brumoso y polvoriento, plácido a ratos, sombreado, y a veces fantasmal y agitado, a lo mejor para mí mismo sorprendente.

    2. Ver la luz

    Pocos meses después de la victoria del Frente Popular mi padre comenzó a trabajar en el Municipio de Santiago y accedió a una posición estable con un salario fijo. Transcurrido un año contrajo matrimonio y constituyó con mi madre un hogar de clase media de la primera mitad del siglo XX, que adhería a los valores de su época y categoría social. Allí nací y crecí, en una familia que volcó en su primogénito sus más caras aspiraciones y lo impulsó hacia la élite cultural del país: estudié un segundo idioma desde niño, fui alumno de un liceo público legendario y me enrolé en la universidad cuando lograrlo era sin duda un privilegio.

    Pudiera contar yo mismo la historia de mi nacimiento, pero prefiero traspasar la total responsabilidad a mi madre que durante nuestra existencia compartida la repitió muchas veces hasta darle un cierto carácter épico:

    El primero de mayo de 1941 desperté de madrugada. Sentí que aumentaba la frecuencia de las contracciones de mi cuerpo y escuché la lluvia golpear los techos. Era un martes y era feriado: el Día de los Trabajadores. Se conmemoraba, según me dijo Juan, la jornada en que unos anarquistas fueron ahorcados en Chicago, a fines del siglo XIX, por demandar una jornada de ocho horas.

    Para Juan fue difícil hallar un taxi pero al fin, mientras llovía a chuzos y el líquido amniótico se derramaba desde mi útero, llegamos al hospital de El Salvador, en la avenida de ese nombre.

    Los fórceps abrieron camino y aumentaron el dolor, pero al fin la cabeza de mi hijo asomó entre mis muslos. El obstetra debió sujetarla con los cucharones y extraer el cuerpo con toda la delicadeza posible mientras me alentaba a continuar mis pujos. Yo estaba extenuada. Faltaba un tirón, firme pero medido, para que el bebé naciera sin daño. «¡Fuerza!, ¡ahora!», escuché decir.

    Una fina pelusa le cubría el cráneo. Parecía la plumilla del pato que recién sale del huevo. Era negruzca, pegadiza, lustrosa. Estaba empapada de líquidos corporales y restos de mi sangre. Al niño lo envolvía el olor del éter y estaba acogotado por dos vueltas del cordón umbilical, al borde de la asfixia, a punto de ahogarse. Su rostro se veía morado. Según el facultativo, peso y tamaño eran normales. Lo agarró de los pies diminutos, lo puso de cabeza sobre la camilla y le dio una palmada en el traste para que diera su primer grito y frente a mí, dolorida pero hipnotizada por la visión del recién nacido, exclamó: «¡Este cabro va a ser Presidente de la República!».

    Así, sin saber leer ni escribir, ingresé a la política, digo yo.

    El relato materno, quizá exagerado, establecía que ser o no ser –el imponente y eterno dilema– fue, cuando nací, una alternativa que se definió en segundos. Nada extraordinario, pudiéramos decir, porque los partos conllevan un riesgo y ser o no ser es una opción dramática en muchos momentos de la vida. Pero en aquel instante yo no podía aún incidir en el resultado. Mi ahogo era de veras y mi muerte en horca propia sólo pudo evitarse gracias a los pujos maternos y a la habilidad de la partera y del médico con aires de augur. Más adelante debí optar en ocasiones entre ser o hacer como que no era y seguir viviendo. En verdad nunca he sido, todo el rato estoy siendo y así transcurro para llegar a ser. Lo paradojal es que llegaré a ser sólo cuando me hunda en el último sueño. Pero, esa es la historia que vendrá.

    Durante años, cada vez que escuché a Aileen recordar mi nacimiento, pensé que el episodio ocurrido en el hospital había sido un intento del médico por animar a una parturienta desfallecida luego de un alumbramiento azaroso. En algún instante comprobé que varios parteros de la época –ignoro si el gesto viene de antiguo y no sé si ha subsistido– acostumbraban realizar la pequeña performance que he relatado. Era un lugar común un poco ridículo. Pero en ese tiempo, cuando Pedro Aguirre Cerda ejercía con sensibilidad la presidencia de la República, un pronóstico como ese era considerado un halago por familias como la mía.

    La mayor parte de las profecías que he conocido no se cumplieron, pero en 2009, junto a compañeros de izquierda, intenté al menos una candidatura presidencial. Estuvimos lejos del triunfo, como era fácil anticiparlo. Éramos realistas, nuestra expectativa en la elección de aquel año no era ganar y eso permitió hacer una campaña con un hálito de idealismo, transparencia y audacia. Y con poco dinero, pero limpio. Pude expresar con mucha libertad lo que pensaba, algo no común en la práctica política.

    Cuando fui proclamado dije aquello que no se debía: lo más probable es que no sea electo. El teatro Caupolicán, repleto con varios miles de asistentes, la mayoría comunistas, enmudeció por unos segundos, pero luego irrumpió en aplausos. En el cierre de la campaña, en la Plaza de Armas de Santiago, repetí la misma idea cuarenta y ocho horas antes de la votación. En los días previos Diamela había sido entrevistada por El Mercurio: «¿Piensa usted que Arrate tiene posibilidades de ser elegido?». Ella fue valiente y respondió que sí. La contrapregunta no se hizo esperar: «Pero, ¿cómo? Las encuestas dicen lo contrario». Diamela contestó: «Podría ocurrir un hecho extraordinario». En aquel acto de cierre invité a pensar que a lo mejor ese domingo ocurría ese hecho extraordinario: las chilenas y chilenos amanecerían pensando en el agua y se dirían que es un bien colectivo, o en el cobre y afirmarían que es una riqueza de los chilenos y para los chilenos, en la educación y dirían que es pública y para todos, en la mujer y pensarían en la igualdad de derechos, en el pueblo mapuche y demandarían reconocimiento constitucional y territorio... En fin. Agregué que no podía afirmar si ese hecho extraordinario ocurriría el siguiente domingo, es decir dos días después, o en unos pocos o en muchos domingos más, o en muchísimos domingos más. Pero aseguré que ocurriría, que alguna vez ocurriría. «Estoy seguro, créanme: ¡ocurrirá! ¡ocurrirá!»

    Por esos días Aileen, próxima a los noventa y nueve años, seguía los avatares de la candidatura a través de la televisión con un asombro avivado por la secreta esperanza de que el vaticinio de su partero se hiciera realidad. Es una broma: en verdad, ella no había perdido su lucidez. Fue una mujer práctica y con los pies puestos en la tierra y por eso no abrigaba ninguna esperanza de que su hijo resultara electo. Su preocupación más sentida era mi economía: «¿Acaso Jorge no se estará empobreciendo con esta campaña?».

    ¿A qué mundo llegué? ¿Mejor o peor que aquel en que nacieron mis progenitores?

    El siglo XX fue sangriento como ninguno anterior, sobre todo en su primera mitad. Basta considerar la atrocidad de las dos guerras mundiales. La segunda tuvo un balance pavoroso. Murieron sesenta o más millones de personas, una parte de ellas víctimas de una nueva arma mortífera: la bomba atómica, que se proyectaría a futuro en la tenebrosa previsión de la catástrofe nuclear. Bajo esa sombra vivió mi generación. Quienes nacimos en 1941 vinimos al mundo cuando la matanza estaba en su apogeo y nadie sabía quién sería el triunfador en la carnicería. Se iniciaba el genocidio de judíos y gitanos por parte del nazismo y los japoneses se disponían a apoderarse del Asia mientras Inglaterra, la gran potencia imperial, y la Unión Soviética, la gran dictadura socialista, resistían la ofensiva de Hitler y de su aliado Mussolini.

    Los chilenos y latinoamericanos no sufrimos en carne propia aquellos horrores. Chile se mantenía neutral y perseveró en su definición incluso después del ingreso formal de Estados Unidos a la guerra. El impacto del mayor acontecimiento bélico de la historia fue menor, en términos relativos, en nuestro largo e insólito territorio. Como si ese sorprendente paraje hubiese sido el fin de mundo, que en buena medida era y es, Chile fue apenas rasmillado por las tormentas bélicas.

    La conflagración era seguida por los diarios y las radios, pero en aquel tiempo lo que más impactó a los chilenos fue el terremoto de Chillán, en 1939, y el fallecimiento de Pedro Aguirre Cerda, en 1942. La guerra era una desgracia lejana. No sorprende entonces que en 1941 Santiago celebrara los cuatrocientos años de su fundación con un Campeonato Sudamericano de Fútbol organizado para realzar ese aniversario.

    Cuando nací éramos un país de enormes desigualdades en el que la derecha económica ejercía su predominio. En 1939, el Ministro de Salubridad Salvador Allende había publicado La realidad médico-social de Chile, donde hacía una dramática presentación sobre lo que era el país entonces. Resumía Allende:

    Chile tiene la más alta mortalidad infantil del mundo. Por cada veinte partos, nace un niño muerto. La mortinatalidad nuestra equivale al 50,5% de los nacidos vivos; por cada mil nacidos vivos mueren doscientos cincuenta. Por cada diez niños nacidos vivos muere uno antes del primer mes de vida; la cuarta parte, antes del primer año; y casi la mitad antes de cumplir nueve años. Cuatrocientos mil niños no concurren anualmente a ninguna escuela, lo que representa el 42% de la población en edad escolar. Tenemos seiscientos mil jóvenes analfabetos.

    Por otra parte, el encanto de una futura prosperidad asomaba también y abría a la clase media perspectivas de ascenso, la ansiada posibilidad de «surgir». Pero eran fuertes los límites que imponían las estructuras sociales y sólo un segmento de la siguiente generación podría superarlos. Chile sentía los remezones suscitados por la emergencia de protagonistas colectivos recargados de energía nueva: los trabajadores urbanos organizados, los estudiantes, los habitantes de cité, conventillos y poblamientos de migrantes de origen rural que comenzaban a establecerse en la periferia de Santiago, los grupos feministas. Soplaban aires distintos que consolidarían el protagonismo económico del Estado y sus políticas sociales. El principal beneficiario sería la clase media. La esperanza de días más venturosos alimentaba a muchos hogares, los impulsaba a un denodado esfuerzo por educar a sus vástagos y también a veces por aparentar más de lo que eran socialmente. Ese mezquino recurso podía, quizá, allanar a los hijos alguno de los obstáculos que se interponían en el camino a la superación, repleto de trincheras difíciles de traspasar.

    En mis primeros años en la casa de calle Catedral aprendí muchas cosas, pero la que recuerdo más vivamente es que uno debe pararse bajo el dintel de alguna puerta para capear los derrumbes que pudiera generar un terremoto. Todo temblor de tierra había que imaginarlo como un inminente cataclismo. Fui educado para enfrentar esa realidad aterradora y cotidiana, ya que en Chile la tierra nos remece a cada rato. El tiempo ha domesticado la ansiedad que me provocaban los sismos y ya sólo me conmueven aquellos que presiento interminables, los que por unos largos y abrumadores segundos hacen pensar que la vida transcurrirá así por siempre, y también los que remedan el impacto de una explosión, esos que son como la náusea de un volcán. La calle, un amplio patio o un sitio eriazo, con sólo el cielo como techumbre, son el mejor refugio. Pero, ¿cuánto se tarda en llegar allí? «¿Cuántos murieron en el terremoto de Chillán –se preguntaba la tía Sofía, hermana de mi abuelo paterno, con su voz seca y atragantada– por huir hacia el espacio abierto? ¡Las tejas de las casas les caían sobre las cabezas al escapar!» –agregaba con un sonsonete suave en el que se advertía una mezcla de horror y de fruición. Las catástrofes y sus secuelas funestas ejercían sobre ella el efecto de un malsano encantamiento. Al menos así lo apreciaba yo cuando, ya mayor, escuchaba una y otra vez la misma historia y comenzaba a ensayar mi capacidad de construir perfiles psicológicos.

    No recuerdo qué edad tenía cuando busqué por mis propios pies el umbral de una puerta para resguardarme de los estragos de un sismo. Hasta ese instante dispuse de un doble refugio: mi madre y el arco adintelado de la mampara más cercana. Amigos arquitectos me han dicho que tal prevención carece de sustento técnico. Pero el reflejo es inevitable: cada vez que tiembla pienso en el vano más próximo y siento que me protege mientras el suelo parece el lomo de un inmenso dinosaurio que despierta y emprende su camino sin que sepamos cuándo se dará nuevo descanso. Veo a mi madre a mi lado o la diviso bajo otra puerta próxima y escucho su rezo: «Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre...». Cuando lo peor ha pasado y la estabilidad pareciera reinar, ella observa el balanceo de las lámparas colgantes para determinar si el sismo continúa o no. Si se había acallado la fiera oculta en las entrañas de la tierra, el corazón volvía a latir con normalidad. Al menos por unos instantes, porque recuerdo ocasiones, más de una, en que el diagnóstico era desmentido a los pocos segundos por un nuevo terrible remezón y entonces había que correr despavoridos a cobijarse de nuevo bajo el arco de alguna puerta.

    Un día partí junto a mis padres a vivir a Viña del Mar, pero volví varias veces a mi primera casa, la de calle Catedral, donde fui entrenado para salvar mi pellejo cuando hubiese un terremoto.

    3. Nunca me mientas

    Valparaíso era una ciudad indefensa cuando la flota española la bombardeó sin misericordia en 1866. La gente corrió a los cerros a resguardarse y observó desde allí las explosiones, los incendios

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