INTERNACIONAL /CHILE
SANTIAGO DE CHILE.- Cada amanecer, durante mi caminata cotidiana hacia los faldeos de los Andes, paso por el Aeródromo Ibbalaba, un recinto que atiende a una amplia variedad de aviones privados. Para la mayoría de los vecinos de La Reina, el barrio de Santiago donde mi esposa y yo tenemos una casa, este es un espacio abierto, atractivo y benigno en una ciudad congestionada, una garantía de que ningún rascacielos ha de borrar el horizonte. Para mí, en un año que marca el 50 aniversario del golpe contra el gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende, ese aeropuerto despierta sentimientos menos afables.
Fue desde allí, pocas semanas después de la asonada militar del 11 de septiembre de 1973, que despegó un enorme helicóptero Puma, atiborrado de oficiales del ejército chileno en una misión que les encomendó el general Augusto Pinochet: asegurarse de que los partidarios de Allende que ya habían sido condenados a penas leves por tribunales militares localessumariamente. Entre los 97 presos políticos ultimados por lo que se llegó a llamar la Caravana de la Muerte, se encontraba un amigo mío, un joven comunista llamado Carlos Berger.