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Humo verde: Cuentos y visiones del exilio
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Libro electrónico291 páginas4 horas

Humo verde: Cuentos y visiones del exilio

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Información de este libro electrónico

Un expreso político chileno sale hacia Dinamarca a iniciar un período de destierro para el cual no hay fecha de término. Escindido entre la culpa y los comienzos de una mordiente nostalgia, el protagonista del primer relato de HUMO VERDE carga con un pasado intenso de batallas políticas y enfrenta un futuro en el que su única certidumbre es el cumplimiento de una misión que le ha encomendado su partido: desenmascarar a un infiltrado. El segundo texto de este volumen recoge el trance febril de un chileno exiliado que dialoga con dos obstinados visitantes a su cuarto: Soledad y Olvido, mientras que el relato que cierra el libro describe la peripecia de un intento de regreso clandestino a Chile. HUMO VERDE excede la descripción de una simple trilogía y puede leerse como una novela, cuyos vasos comunicantes conectan, en la interioridad de sus protagonistas, el pasado vivido al mil por ciento, el desencanto del presente y la esperanza de un futuro mejor para todos los seres humanos.

Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2016
Humo verde: Cuentos y visiones del exilio

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    Humo verde - Eduardo Sotomayor

    HUMO VERDE

    Cuentos y visiones del exilio

    Autor: Eduardo Sotomayor

    Ilustraciones: M. Soledad Piga Carbone

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago, Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Primera edición: julio, 2014.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: 242.610

    ISBN: Nº 978-956-338-151-1

    A las compañeras y compañeros que forjaron y defendieron la Unidad Popular y que, por ello, fueron asesinados, hechos desaparecer, encarcelados o perseguidos por oponerse a la dictadura.

    A los que, desde entonces, nunca claudicaron ni transaron sus ideales y hoy están junto a las y los jóvenes que, retomando las banderas de los trabajadores, se han puesto a la vanguardia de un pueblo que aspira a liberarse de las cadenas impuestas, a sangre y fuego, en 1973.

    A las personas y organizaciones que, después del golpe militar, trabajaron por los Derechos Humanos, salvando muchas vidas y apoyando a los prisioneros y exiliados en Chile y en muchos países del mundo. A todas y todos ellos dedico este libro.

    Prólogo

    El triunfo de la Unidad Popular en la elección presidencial de Chile en 1970, es la culminación del largo proceso de luchas populares, cuyo origen se remonta a los años cincuenta del siglo diecinueve.

    Desde los tímidos intentos de las mutuales artesanales, tuvieron que pasar muchos años de luchas, de persecuciones e innumerables masacres obreras; pero también de conquistas sociales, económicas y políticas, antes de llegar a aquel 4 de septiembre de 1970.

    Desde un punto de vista histórico y político ese fue un triunfo electoral, pero, visto desde la perspectiva humana –con la percepción de los sujetos que lo hicieron posible–, en aquel acontecimiento hubo algo mucho más importante que la obtención de una mayoría de votos en las urnas. Es que cuando los hombres y mujeres más humildes del país, constataron el inédito hecho de que se les reconocía el derecho a instalar en la presidencia de la república a su candidato, sintieron que también a ellos se les reconocía como ciudadanos, como personas.

    Ese escepticismo tenía su origen en lo sucedido en las últimas dos elecciones presidenciales. Allende habría ya ganado en las elecciones 1958 o en 1964, si la burguesía chilena hubiese acatado las reglas de la democracia y no hubiese usado el fraude y el terror para ganar, pero, como hemos visto, esa clase ha malentendido el concepto griego.

    Es que así ha sido en este país desde la asunción de la primera Junta de Gobierno.

    Al instaurar la República la oligarquía siguió aplicando a los jornaleros, a los inquilinos, sirvientes y artesanos el mismo régimen colonial de los conquistadores, para quienes, los autóctonos, los mestizos, eran un cero a la izquierda. Es decir, la independencia fue para el pequeño grupo de latifundistas, comerciantes y funcionarios, ligados a los detentores del poder político militar.

    Los trabajadores no adquirieron ningún derecho, solo el deber de obedecer y callar; ni más ni menos que los esclavos en Estados Unidos.

    Pero si alguien piensa que exagero, le ruego que recuerde que aún no me he referido a los dueños de la mitad de Chile: los araucanos.

    Ellos, los que realmente triunfaron contra los españoles, los que lucharon trescientos años contra los invasores, debieron después luchar doscientos años más, contra quienes se beneficiaron de la victoria.

    Los descendientes de los libertadores prefirieron invertir en traer extranjeros a colonizar el sur y entregarles dinero, semillas, ganado y herramientas antes que reconocer los derechos de los mapuches a su patria, a su lengua y sus costumbres. Al contrario, el gobierno civilizado envió el ejército a eliminar a los hombres y mujeres que se opusieron a la usurpación de sus territorios.

    Es decir, la oligarquía se comportó (y se comporta) tal y cual lo hicieron los invasores.

    Por eso mismo, es que la lucha de la raza continúa y continuará hasta la victoria final.

    A esto me refiero, cuando afirmo que el triunfo de Allende hace vislumbrar el fin de la alienación como clase proscrita, como individuos de segunda categoría, a la gente que vive –si eso se puede llamar vivir– de su trabajo.

    Lo que ellos obtienen en septiembre de 1970 es un paso hacia la recuperación de la dignidad humana, a la autoestima, al protagonismo. Es que el gobierno de la UP recuperó las riquezas básicas para Chile y las invirtió en mejores condiciones de vida para los trabajadores. Expropió los latifundios en desuso y repartió la tierra entre los campesinos que necesitaban trabajarla. Construyó casas dignas para cientos de miles de familias hacinadas en campamentos y poblaciones insalubres. Puso la educación, la salud, el arte y la cultura al alcance y al servicio del pueblo.

    Estas realizaciones son las que, en realidad, molestaron a las transnacionales mineras, a los especuladores financieros y a la soberbia oligárquica.

    Por esto sometieron a Chile al boicot económico y comercial, al igual que lo hicieron (y lo siguen haciendo a pesar de la condena de todos los países del mundo, a excepción de los sionistas), en Cuba.

    Los políticos burgueses renegaron de la democracia cuando llamaron a los militares a derrocar al presidente. Abjuraron del cristianismo cuando sometieron al hambre y al terror a millones de personas inocentes por el solo hecho de haber elegido presidente a quien les pareció más apto.

    Reivindicar esta verdad, para desmentir 40 años de odiosas mentiras de los sectores burgueses que, directa o indirectamente, participaron y usufructuaron de la traición, es uno de los objetivos de este libro, y también promover la autocrítica y el análisis que nos entreguen elementos de juicio para corregir errores en el futuro.

    Por otra parte, recordarle a muchos demócratas que innumerables crímenes de la dictadura siguen impunes y que es deber de los poderes del Estado hacer justicia cuando se traiciona a la patria, se pasa por sobre la constitución y se cometen crímenes de lesa humanidad.

    Para ello, aporto mi humilde granito de arena en la esperanza de que la nueva generación de luchadores por la justicia social y la independencia nacional, sea capaz de abrir las ventanas por donde entren el sol y el aire fresco en las instituciones de la patria.

    Sé que todos los viejos militantes, como yo lo hago, estarán junto a ellos, los jóvenes. No para decirles lo que tienen que hacer y cómo, sino que para ayudarles a sembrar la semilla que germinará mañana.

    No será fácil. Eso es seguro. Pero ellas y ellos están demostrando que tienen la capacidad, la inteligencia y el amor necesarios para limpiar de escombros y desechos la Alameda, por donde caminen mañana nuestros hijos y nietos con un saludo al compañero presidente.

    Prólogo de una pequeña edición italiana de 1984

    (Traducida por el autor)

    Eduardo Sotomayor intenta disfrazar de obra literaria el testimonio de la épica y, al mismo tiempo, atribulada existencia del prófugo político. Efectivamente, es en esta clave que debe interpretarse su trilogía de cuentos, uno de los cuales, El humo verde, da el título a toda la obra.

    La narración se inicia con el viaje transoceánico del refugiado quien, aunque desilusionado y resignado al futuro que le espera, va contento y orgulloso de representar en el exterior esa identidad política, esa realidad revolucionaria que en su patria, Chile, ya ha perdido toda la fuerza significativa que tuvo en su momento. De hecho, hoy, en ese país, el pueblo está constreñido a ocultarse mientras espera que el frente externo dé la señal para iniciar la reconquista.

    Es en el exterior donde se reinicia la batalla, donde reviven los mil días, donde el compañero Presidente tiene todavía un sentido. Es aquí donde él se mide, donde se confronta –a veces victorioso, a veces marcado por la derrota– con el inteligente aunque trágico rompecabezas. La batalla es demasiado desigual en la patria; y los gorilas, por el momento, son estúpidamente fuertes como para intentar vencerlos.

    ¡Pero solo por el momento! El primer cuento, El infiltrado, está impregnado de esta esperanza, ilusión que no es vencida siquiera por la práctica burocrática de los revolucionarios exfuncionarios de la UP, que –desechados en el país por su tibieza pequeño burguesa–, en el exterior vienen a encontrarse, sin querer, con la dirección del movimiento de resistencia en las manos.

    Así va Moreno por todo el primer relato: con esa inmensa fuerza en el cerebro, con el anhelo de venganza estampado en el corazón. Un corazón que, cuando duda o vacila, encuentra su fuerza en los recuerdos del sueño libertario del gobierno de Allende; en el palpitante odio a la represión; en su violencia, dispuesta a medirse con la violencia de los golpistas y a vencerlos otra vez.

    Solo una revolución joven –que revienta en el detonador de seculares sufrimientos– puede todavía perseguir y propagar una lección política y de vida como la entregada por Allende.

    Trozos de auténtica poesía hace emerger Moreno al recordar todo eso, y el valor literario del libro se despliega, a menudo, justamente con este indómito grito de rabia y rebelión.

    Pero la vida cotidiana del refugiado político no puede estar constituida solamente de reminiscencias de heroicos enfrentamientos. Sería ficción escénica. Y, entonces, a escondidas, en la oscuridad, llega la angustia del error, la pregunta mil veces repetida. Y en estas situaciones se entremezclan con el humo de la bondad, que se alza, verde, hacia el sol. ¿Qué elegirá el prófugo?

    ¿Vencerá la vida o triunfará la muerte?

    Personajes esculpidos a fuego vivo –como el Peruano, como Herminda de la Victoria o como la mítica figura del padre–, más que realzar al prófugo, parecen opacarlo. Después de todo, él es un hombre y no una máquina de guerra, y tiemblan junto a su corazón los recuerdos de los senderos andinos, de las ocupaciones de tierras, de los barrios obreros y de los sufrientes amigos del Zanjón de la Aguada. Pero, al final, cuando llegue el momento, se encaminará al llamado, y las gaviotas de la victoria se alzarán en los bosques y en las riberas del mar.

    Y Simón, que los representará a todos, corrió junto a los otros, a tomar con sus manos aquel sol y quemar las garras de la bestia. Es este correr juntos el que expresa exactamente el carácter épico de la lucha, conducida por todos y para todos, una premisa de la victoria que llegará, aun cuando muchos caerán en el camino.

    Este es el sentido vigoroso del mensaje que Eduardo Sotomayor nos transmite: despojos de una revolución abortada, un sentimiento de inquietud que no encontrará alivio hasta que no se reinicie –también de parte nuestra, aunque en formas diversas– la lucha.

    Libro didascálico, no puede dejar mucho espacio a los componentes estéticos y a los virtuosismos literarios. Sin embargo, muchos fragmentos son un feliz testimonio de una vena narrativa.

    Gilberto Cavicchioli

    Poeta italiano.

    El infiltrado

    1

    El anuncio del pronto aterrizaje produjo entre los pasajeros del DC-8 casi el mismo efecto que habría provocado la explosión de una bomba de gas sedante. La expresión ¡Por fin! se escuchó en distintos lugares e idiomas.

    Súbitamente, terminaron los comentarios y cada uno en silencio se reacomodó en su butaca tratando de relajarse después de esas últimas dos horas de vuelo a través de una tormenta de viento, relámpagos y truenos. Ciento veinte minutos que habían exigido de toda la capacidad de persuasión de las rubias azafatas que, con sus más dulces y tranquilizadoras sonrisas, habían tratado de calmar la angustia y las miradas atónitas de algunos pasajeros.

    Hubo momentos en que parecía que el avión se quedaba suspendido en las cuerdas de un trapecio, balanceándose como un columpio vacío en la plaza de juegos infantiles. A veces, como la pisada de un borracho en la oscuridad, se hundía en el espacio del cual parecía salir aleteando, apoyándose hacia un lado y otro.

    Dos o tres veces estuvo a punto de producirse la desbandada y el caos, pero lograron cortar la cadena de histeria y aislar las explosiones de terror, un par de gritos de un vozarrón surgido de entre los pasajeros:

    –Take it easy, fuck...!

    Y también la angelical presencia de las damas de la tripulación, por cierto tan asustadas como los demás.

    Ahora estaban tomando altura y alejándose del área de la tormenta. En un par de horas estarían en cielos tranquilos. Por lo menos, esto fue lo que pudo deducir el hombre moreno, de pelo y bigotes negros, que venía sentado en uno de los últimos asientos de la clase turista. Él no había comprendido más que un par de palabras que conocía del inglés, y lo que dijeron en otros idiomas le sonó solamente como una mezcla de palabras incomprensibles. Para él habría sido lo mismo si hubiesen hablado en vietnamita o en esperanto.

    De mediana estatura, Camilo Moreno era una mezcla entre aborigen y español, y en él se combinaban los pómulos agresivos con los ojos castaños y bailarines. Tenía una nariz regular y recta sobre la boca de gruesos labios, sombreados por bigotes bien recortados. Desde su amplia frente treintañera nacía la cabellera como una fuente de azabache, lisa y abundante.

    Primogénito de una familia proletaria, fue educado por su madre en la fe cristiana al mismo tiempo que su padre trataba de explicarle lo que significaban conceptos como democracia, justicia social o socialismo, pero ambos le enseñaron a buscar más las coincidencias que las diferencias entre una y otra ideología.

    –El problema no es la religión, hijo; el problema son los religiosos hipócritas, los que hablan de Dios y almuerzan con el diablo, falsos curas y beatos que adoran un papa que vive como un pachá –respondía su padre con su lenguaje sencillo, pero sincero–. ¡Eso es lo que yo rechazo! –agregaba, mirando a su mujer como para responder a su mirada recriminatoria. Tomaba el tazón y bebía un sorbo de café, luego alzaba el periódico del partido y se acomodaba en la silla, como hacía todos los domingos.

    Precisamente, a causa del periódico habían comenzado a hablar del tema porque, cuando el chico salió a abrir la puerta, el suplementero gritó:

    –¡El Siglooo! –y, al pasárselo, agregó–: ¡Este es el diario que defiende a los pobres, compañerito!

    Camilo puso el diario en la mesa, al lado de su padre, y comentó lo que el suplementero le había dicho.

    –Cristo también defendía los pobres –recalcó su madre–. Él expulsó a los comerciantes del templo. ¿No te acuerdas lo que dice el Nuevo Testamento?: Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, antes de que un rico entre al reino de los cielos. Los socialistas no inventaron la hermandad ni la justicia... –agregó, dando una burlona mirada a su marido, mientras vertía el cacao con leche en la taza del muchacho.

    Argumentos parecidos escuchó muchas veces de parte de su madre, sobre todo después del asesinato de su padre, cuando él, que entonces tenía doce años, empezó a hacer preguntas relacionadas con esas ideas. Por eso, para Camilo siempre había sonado natural que la gente defendiera la justicia social y la libertad y hasta sus años de adolescente siguió coincidiendo con su madre en la necesidad de ser honesto y tener fe en Dios.

    Sentado al lado de la ventanilla, se había mantenido impertérrito frente a la histeria común y había soportado en estoico silencio los vaivenes y zozobras de la máquina voladora.

    Una pareja de jóvenes escandinavos, sentados a su lado y asombrados de su tranquilidad, lo miraban de reojo. Lo observaron con extrañeza y recelo después de que habían tratado de hacer con él algunos comentarios acerca de ese espantoso vuelo. Como presumían que era latinoamericano, le habían hablado en inglés, y amablemente, buscando un consuelo, una voz de esperanza de una persona mayor para aminorar su propio susto, pero el hombre, sonriendo, se limitó a responder algo en castellano y se encogió de hombros. Los jóvenes quisieron agregar algo, pero el hombre ya se había girado hacia la ventanilla y miraba al exterior nuboso y oscuro y esto los hizo pensar que, por algún motivo, no quería conversar con ellos. En realidad, Camilo había comprendido lo que querían decirle, pero se daba cuenta de que no podían comunicarse entre ellos y, por lo tanto, era inútil ese diálogo entre sordos. Además, los jóvenes, que seguramente volvían de la luna de miel en Rio de Janeiro, se habían pasado toda la noche en su mundo de arrullos y besuqueos en que parecía que el uno intentaba meterse dentro del cuerpo del otro y nunca se habían dado cuenta de que a su lado había otra persona; por eso Moreno se sintió sorprendido al ver que de repente hablaban con él.

    De vez en cuando, la joven volvía un poco la cabeza para mirar lo que hacía Camilo, pero este seguía como adormecido con la cabeza vuelta hacia la ventanilla.

    Camilo prefería imaginar que este era un vuelo más o menos normal; que era natural que, como los pájaros, la máquina sintiera los embates de la naturaleza. Por eso, mientras todos se inquietaban y sufrían a cada empellón del viento, él se sumía en un ensueño de soles y cielos claros; de verdores y ríos cristalinos, evocando sus valles latinoamericanos...

    Y evocaba también otras cosas...

    El vaivén de la máquina aérea lo llevó a dormitar en el carretón de su padre panadero, en aquella infancia que se fue corriendo mientras repartía el pan en las casas del barrio Recoleta.

    Todas las mañanas del verano y los fines de semana del resto del año, desde los diez hasta los doce años, cuando murió su padre, había trabajado con él. ¡Pobre viejo!.

    Perdido en los recuerdos, parecía dormitar y, sin embargo, lo asombraba la lucidez con que pensaba, la intensidad de los sentimientos que lo ataban a los hechos evocados, como si en realidad los reviviera.

    Estaba volando lejos y al mismo tiempo, su memoria –como escapando por la ventanilla– volvía al conventillo, hacia un grito que desde muy adentro del alma lo llamaba. Allí estaban, como frutas machucadas, su casa y las demás casas del barrio, mostrando sus adobes cenicientos y sus pajas despeinadas que, a la distancia, las hacían verse como espantapájaros desolados.

    Desde las faldas del cerro San Cristóbal, parecía bajar la tarde señorona que se iba alejando hacia el ocaso, con el sol en la cara y el terror de la delincuente noche sobre la espalda. En tanto, los últimos rayos de sol acompañaban a los niños que iban dando saltitos por la vereda de asfalto para no pisar los hoyos enlodados.

    También saltaban las niñas en los cajones del Luche y los chiquillos dejaban el trompo o las bolitas para organizar la pichanga de la tarde con la pelota de papeles y trapos...

    Desde allá, volvió a su butaca en el avión tratando de desentenderse del pasado, de concentrarse en el presente, en la realidad y en el objetivo de su viaje. Sin embargo, la presencia de aquellos jóvenes extranjeros lo hizo tomar conciencia del lugar donde estaba; de donde venía y hacia donde estaba volando.

    Y al pensar en su ciudad, tuvo la sensación de estar cometiendo un acto terrible; sintió que estaba dejando muchos años y muchas cosas en el vacío. Le pareció que, desde entonces, desde los tiempos del conventillo, se estuvo alejando, había estado volando hasta este instante en que sentía que, físicamente, estaba huyendo y, al mismo tiempo regresando mentalmente hacia aquella realidad pretérita y, sin embargo tan íntima, tan cercana. En ese instante sintió que por dentro, toda la vida, de un solo impulso, se le estaba devolviendo hasta este presente; o quizá alejándose, despidiéndose para siempre porque ya nunca más lo verían las calles de su barrio.

    Tampoco el abuelo Segundo, que le sonreía con sus dientes amarillos de tanto mascar tabaco. Aún le parecía verlo ahí, sentado en su banca de zapatero remendón, con el delantal de cuero de oveja y la horma de fierro entre las piernas, claveteando chancletas, mientras le enseñaba las canciones de la Revolución Española o cantaban juntos la canción de la Pampa Triste y el viejito le contaba lo que había visto en Iquique, el día de la masacre en la Escuela Santa María. El ronroneo del avión y la nostalgia lo llevaron a recordar los juegos y los sueños de todos esos años compartidos bajo el parrón con la Juana, su amiga de la infancia. Con ella y su sonrisa dulce soñó el amor y el futuro hasta los años de la adolescencia, cuando sus particulares actividades e intereses les fueron alejando callada, dulcemente, hasta que al final ya casi nunca se encontraban. Ella se quedó esperando al novio de la infancia, mientras él se alejaba cada día más hacia el centro de la ciudad, hacia los libros y la política. Lo último que supo de ella, años más tarde, pero que igual le hizo doler el pecho, fue que se había casado con un tipo mucho mayor, que la trataba mal, que tenía dos hijos y vivía de allegada en una rancha vecina al conventillo. Fue entonces que entendió que esa niña morenita y mandona de aquellos lejanos tiempos había aceptado, se había resignado a la vida a que estaban condenadas las hijas de los trabajadores. Ella no había tenido, como él, la fuerza para luchar por salir de la ignorancia y del barrio, para tomar

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