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Yo no soy un Quijote
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Libro electrónico290 páginas3 horas

Yo no soy un Quijote

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El 13 de septiembre de 1973, mientras la directiva de su partido, la Democracia Cristiana, apoyaba el golpe de Estado, Andrés Aylwin Azócar y otros doce militantes corrían el riesgo de firmar una declaración de rechazo categórico al derrocamiento del gobierno del presidente Allende. "Traidores", los llamaron algunos de sus camaradas. Ese mismo día, el hermano menor del entonces presidente de la DC Patricio Aylwin, iría al rescate de un exministro de Allende que se escondía en la población La Victoria.
Era solo el comienzo: en los días posteriores, Andrés Aylwin sería uno de los primeros en advertir el drama de los detenidos desaparecidos. Los afectados no eran sus amigos o compañeros de partido; se trataba de personas desconocidas para él y que incluso, habían sido sus adversarios políticos.
Empezaba su fecunda labor como abogado en causas de derechos humanos.
En este libro, su nieto y periodista Matías Rivas Aylwin relata historias imprescindibles de su vida, repartidas en tres épocas: la dictadura militar, la transición a la democracia y su retiro de la vida pública en 1998. Resultado de una investigación histórica que trasciende los lazos sanguíneos, el autor se propone buscar la huella señera que dejara su abuelo, con rigor y coraje, sin soslayar sinsabores y desencuentros. El denominador común es la defensa intransigente de valores morales.
Esta valiosa contribución a la memoria histórica rescata la gesta de un personaje singular que como escribiera Patricia Verdugo: "Encarna la fidelidad a un sueño posible y la acción cotidiana para hacerlo realidad. De hecho, su accionar es fundamental para explicar las claves que permitieron a Chile poner fin a la dictadura y comenzar a recorrer la transición a la democracia".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 nov 2021
ISBN9789563249026
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    Yo no soy un Quijote - Matías Rivas Aylwin

    Diseño de portada: Guarulo & Aloms

    Fotografía de portada: Archivo personal del autor

    Corrección de textos: Hugo Rojas Miño

    Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco 

    Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl).

    Primera edición: octubre, 2021

    Registro de propiedad intelectual: 2020-A-9205

    ISBN: 978-956-324-901-9

    ISBN Digital: 

    © Matías Rivas Aylwin, 2021

    © Catalonia Ltda., 2021

    Santa Isabel 1235, Providencia

    Santiago de Chile

    www.catalonia.cl – @catalonialibros

    "No es la política 

    la que está ausente en el corazón de las masas, 

    sino la forma de hacerla, 

    donde el poder por el poder desplaza a

    la lucha consecuente por grandes ideales y valores". 

    Andrés Aylwin Azócar

    Prefacio

    El 18 de agosto de 2018 —dos días antes de su muerte—, decenas de personas se congregaron al frente de su departamento en la plaza Río de Janeiro, en Providencia, para rendirle homenaje. Una de ellas, al darse cuenta de que yo era uno de sus nietos, se acercó y con mucha seriedad me dijo:

    —Te cuento que tu abuelo me salvó de la 

    CNI

    , me sacó de la comisaría antes de que nos mataran a todos. Si no fuera por él, no estaría aquí.

    ¿Por qué me impactó ese breve relato?

    En mi infancia me enteré por mis padres de que mi abuelo, Andrés Aylwin Azócar, había sido un hombre especial que salvó muchas vidas durante un período oscuro del país. Años después leí sus libros y con asombro me impuse de su lucha por sobrevivir en el Altiplano cuando fue relegado a casi 5 mil metros de altura en Guallatire, en pleno invierno boliviano, a pesar de su largo historial de neumonías, pleuresías, tuberculosis y lesiones pulmonares graves. Él mismo dejó testimonio de sus esfuerzos por sobrevivir en su libro 8 días de un relegado: A veces, cuando me vienen las peores crisis de asfixia, siento como que mi vida dependiera de un pequeño hilo de oxígeno, y que ese pequeño hilo pudiera cortarse en cualquier momento¹.

    Su trayectoria política, sus anécdotas, su fama de hombre bueno… todo eso me era familiar, pero no fue hasta los días previos a su muerte que tuve un contacto directo con las personas que él había ayudado durante la dictadura.

    Esa noche, entre velas y oraciones, sentí que brotaban historias de él que nunca antes había escuchado. Y su figura, de pronto, comenzó a crecer.

    Dos días después, en su velorio en el ex Congreso Nacional, dimensioné todavía más su importancia política y social al ver a cientos de hombres y mujeres —dirigentes sindicales, madres de detenidos desaparecidos, obreros, ex presos políticos— prontos para despedirlo entre lágrimas y abrazos. Hubo muchas palabras de afecto y agradecimiento que erizaban la piel. Recuerdo, también, haber sentido mucha emoción al escuchar las palabras de todos los exmandatarios desde el retorno a la democracia, especialmente las de Michelle Bachelet, quien destacó que en las horas más oscuras Andrés Aylwin defendió a quienes estaban siendo silenciados, perseguidos y desaparecidos por la dictadura.

    En tiempos en que la actividad política está profundamente desprestigiada, parecía inverosímil que un político tuviera una despedida tan celebrada por la ciudadanía y la prensa. Incluso, parlamentarios de derecha y el Presidente Sebastián Piñera, acompañado de su ministro del Interior, Andrés Chadwick, destacaron su consecuencia y valentía.

    Cuando les transmití la experiencia a mis amigos, la mayoría nacidos a comienzos de los noventa, me impresionó lo poco que sabían sobre mi abuelo más allá del hecho de que era hermano del expresidente Patricio Aylwin. Desconocían que fue parte de un grupo de 13 democratacristianos que desde el mismo 11 de septiembre de 1973 rechazaron categóricamente el golpe de Estado, teniendo como consecuencias para muchos de ellos la relegación, el exilio y atentados contra sus vidas, como fue el caso de Bernardo Leighton y su esposa, Anita Fresno, a quienes la Dina en conjunto con terroristas italianos intentaron asesinar en Roma. Desde luego, tampoco conocían el rol que cumplió en la transición al procurar sin descanso la libertad de los presos políticos, lucha en la que se encontró con la férrea oposición de la derecha, la indiferencia de muchos personeros de su propio sector y el rechazo, en general, de la prensa. Pero lo más increíble es que se mostraban escépticos frente a la posibilidad de que un político de antaño incapaz, supuestamente, de comprender las demandas de las nuevas generaciones hubiera sido, en realidad, un pionero en la defensa de ellas. Porque si bien Andrés Aylwin está estrechamente ligado al concepto de derechos humanos, en la arista de los detenidos desaparecidos y en la defensa judicial de las víctimas de la represión, también es cierto que dedicó gran parte de su labor política a otras causas, como la reforma a la Constitución de 1980, asunto que consideraba un imperativo moral que la sociedad debía enfrentar si deseaba, en sus palabras, destruir los enclaves institucionales autoritarios que impiden la libre y verdadera expresión de la voluntad, intereses y esperanzas de las grandes mayorías nacionales².

    Pues bien, transcurridos algunos meses desde su fallecimiento, como familia tomamos la decisión de indagar en los archivos que él cuidadosamente guardó durante gran parte de su vida política: recortes de prensa, cartas, copias de sus intervenciones en el Congreso, discursos, alegatos y apuntes. En esa búsqueda llegó a mis manos una portada del diario La Tercera de la Hora de 1976 que decía, con letras rojas y mayúsculas, "Chilenos injurian a su patria en la 

    OEA

    ", haciendo referencia a un documento que Andrés Aylwin junto a otros cuatro abogados redactaron para denunciar los atropellos a los derechos fundamentales y la distorsionada imagen de Chile que el general Augusto Pinochet pretendía transmitir al extranjero en aquella importante cita internacional. Jaime Guzmán, Ricardo Claro y Sergio Diez fueron algunos de los brazos desplegados por la dictadura para demonizar a los firmantes, tratándolos de traidores y canallas.

    ¿No es paradojal que hace tan solo cuarenta años el mismo país que lo despidió con honores por su lucha en los derechos humanos lo haya tildado de antipatriota, justamente, por su labor en esa materia? ¿Y no lo es también el hecho de que un gobierno de derecha, compuesto en gran parte por políticos que apoyaron la dictadura, lo consideren, ahora, un hombre justo y coherente? Y no solo ellos, también sectores de la ex Concertación³ que en los años noventa lo veían como un hombre ingenuo y tozudo, que no daba su brazo a torcer en su cruzada por liberar a los presos políticos, tiempo después reconocerían que sus acciones fueron en la línea correcta.

    Esos dos episodios —el documento presentado ante la 

    OEA

     en 1976, que le terminaría significando la relegación, y su labor en la defensa de los presos políticos durante el gobierno de su hermano Patricio— dan cuenta de que en ciertos períodos lo moral es tachado de inmoral y lo justo, de injusto. Andrés Aylwin vivió en esa permanente tensión, pero fue suficientemente visionario para entender cómo la historia terminaría juzgando los hechos del pasado. Es así, por ejemplo, que dos meses antes del golpe de Estado escribió: Frente a la crisis que vive Chile no existen soluciones fáciles ni milagros. Ni menos se puede pensar que la destrucción y el asesinato de la democracia puedan ser el camino para salvar la democracia⁴.

    En este libro, en el que procuré incorporar lo más posible su voz en primera persona (incluyendo entrevistas inéditas realizadas poco antes de su muerte), se exploran ambos acontecimientos. Sobre lo ocurrido en 1976, se enfatiza el rol que jugó la prensa tras la publicación del documento, con decenas de diarios, revistas y programas de televisión al servicio de los intereses de la dictadura y con escasas posibilidades de réplica para los firmantes. Con respecto al problema de la libertad de los presos políticos, el texto se centra en la soledad de su lucha y en la falta de empatía que observó en algunos sectores de la Concertación.

    En la investigación surgieron otras historias, como el arriesgado rescate a su amigo Jacques Chonchol, ex ministro de Agricultura de Salvador Allende, en la población La Victoria, tan solo dos días después del Golpe⁵. Aquella sería la primera vez que mi abuelo arriesgaría su vida para defender a los perseguidos por el régimen militar.

    También se incluye un breve relato sobre su retiro de la política, en 1998, el mismo año en que el general Augusto Pinochet asumió como senador vitalicio. ¿Cómo recibe Andrés Aylwin esta noticia? ¿A qué se dedica después de dejar la Cámara de Diputados? ¿Por qué no escribe un libro sobre su experiencia en la transición?

    Son cuatro historias que cruzan tres períodos de su vida: la dictadura, la transición y su retiro de la vida pública. Tienen en común la afirmación intransigente de valores morales y la permanente necesidad, casi obsesiva, de salir en defensa de personas postergadas, silenciadas y violentadas.

    Quizás hoy, cuando el país se encamina a un nuevo pacto social, sea necesario recordar el legado de un hombre que antepuso el interés del prójimo al propio; que supo actuar por convicción y no por cálculos mezquinos, y que en circunstancias adversas se atrevió a levantar la voz por los que sufrían.

    Quizás hoy, sus enseñanzas, sus reflexiones y su actitud frente a la vida nos ayuden a recuperar valores y principios que, como él mismo dijera en una oportunidad, se esfumaron peligrosamente de nuestra convivencia. 

    1. 

    Un rescate en pleno 

    golpe de Estado

    Es 11 de septiembre de 1973. Andrés Aylwin se despierta a las seis y media con un llamado de su secretaria, quien lo alerta del comienzo de una guerra civil y de los balazos que retumban en el centro de Santiago. Es difícil descifrar lo que siente, pero seguramente pasan por su cabeza las palabras de su amigo Bernardo Leighton, quien el día anterior en los comedores del Congreso le dijo: Ya todos estos sueños de alguna gentecita que ha estado hablando del Golpe se han ido al suelo, porque las Fuerzas Armadas están preocupadas de otras cosas, son profesionales, así que no hay ninguna posibilidad de Golpe⁶.

    No tiene la certeza de que el Golpe va a ocurrir, pero como cualquier persona medianamente informada intuye que algo grave está a punto de suceder, y lo atormenta imaginar el sufrimiento por el que mucha gente podría pasar. Sabe que, si los militares toman presos a ciertos militantes del Partido Socialista, del Partido Comunista o del 

    MAPU

    , el destino es uno solo: los van a matar. Entre ellos está Jacques Chonchol, exministro de Salvador Allende y uno de sus mejores amigos. El día anterior, Chonchol había regresado a Chile aquejado por una fuerte gripe y ahora su esposa, María Edy Ferreira, lo mantiene aislado y en completo reposo, no vaya a ser que por descuido su estado empeore.

    La mañana del 11 de septiembre, después de haber dormido muy poco y muy mal, Chonchol contesta un llamado que lo informa del avance de los marinos en Valparaíso. Al igual que su amigo, no es la primera vez que escucha de un posible golpe de Estado, pero algo en la voz de su interlocutor le provoca un dolor de estómago, un miedo indecible y hondo.

    Cree que, esta vez, es en serio.

    Chonchol sabe que corre un riesgo formidable y que en cualquier segundo derribarán la puerta de su casa para detenerlo. Vuelven a su memoria conversaciones con dirigentes de izquierda en las que planteaban la urgencia de esconderse ante esta eventualidad. Piensa: ¿Cuántos ya lo habrán hecho? ¿Cuántos estarán a salvo? ¿Cuántos muertos?. Agarra lo que puede y sin dar media vuelta sube a su familia al auto y le dice a su guardaespaldas que acelere.

    Luego de dejar a su hijo en la casa de su hermana, a la misma hora en que el Presidente Salvador Allende se dirige raudamente al Palacio de Gobierno, se encaminan hacia la población La Victoria, donde vive una monja con la que tienen una gran amistad. Deben abrirse paso por calles secundarias, ya que desde las siete de la mañana las calles céntricas comenzaron a ser custodiadas por soldados.

    —Vas a estar bien, no te preocupes, nadie se va a meter en la casa de una monjita —dice a su esposa al despedirse, sin saber que en las próximas horas la población será un foco de resistencia y que dirigentes socialistas serán asesinados por infantes de la 

    FAC

    h.

    En el centro de Santiago, mientras tanto, tanquetas rodean La Moneda, los civiles son evacuados de las zonas de acción y el Presidente, a través de Radio Magallanes, entrega su último mensaje a una nación divida entre la alegría y el miedo.

    Simultáneamente, en Martín de Zamora, varios democratacristianos contrarios al Golpe llegan a la casa de Bernardo Leighton, quien, como león enjaulado, insiste en ir a La Moneda para acompañar y defender al Presidente. Ante los llantos de su esposa, Andrés interviene con la ayuda de Florencio Ceballos y le impiden el paso a la fuerza.

    Saben que su valentía le podría costar la vida.

    Dejar a Jacques es lo más difícil que María Edy ha hecho en su vida; se siente incompleta y aterrada. Arriba suyo escucha el ruido ensordecedor de los helicópteros cargados de ametralladoras; le cuesta pensar, pero algo es evidente: para salvar a su esposo necesita pedir ayuda y llevarlo antes de que sea tarde a un lugar que le otorgue seguridad permanente y la posibilidad de salir del país. Ha repasado mentalmente varios nombres, pero la mayoría de ellos están en la misma situación que su esposo y los otros, los que quizás no serán perseguidos por el nuevo régimen, posiblemente rechazarán ayudarla por los grandes riesgos que eso implica.

    El tiempo corre.

    Sus amigos Andrés Aylwin y Mónica Chiorrini aparecen de pronto en su mente como las únicas personas a las que puede recurrir. De inmediato, se dirige al barrio El Golf.

    Al abrir la puerta, Mónica se imagina lo peor. Su amiga, roja por las lágrimas, no logra hablar. Se apresura a abrazarla mientras su hija Verónica mira con preocupación y se pregunta por qué su madre, que no acostumbra a expresar cariño con gestos físicos, está tan compenetrada en un abrazo.

    A pesar de no tener edad suficiente para entender a cabalidad lo que ocurre, Verónica (la menor de cuatro hermanos) sí intuye que algo malo ha comenzado este 11 de septiembre y que las cosas ya no serán como antes. Sus primeras pistas no son las imágenes del bombardeo a La Moneda o el suicidio de Allende, sino que la imagen de su padre regresando de la casa de Bernardo Leighton con los ojos desorbitados, el cuerpo frío y sumergido en una profunda ira. Esto se viene para largo, ¡no saben lo que se viene!, grita, mientras recorre la casa. Más tarde, su hija mayor, Cecilia, se acerca con la intención de calmarlo y le plantea que con los militares —quizás— el país tendrá más bienestar, pero a cambio recibe una aterradora respuesta:

    —Hija, están matando gente indiscriminadamente, ¡aquí no hay nada que celebrar!

    Ya de noche —y luego de haber tomado el poder sin contratiempos—, la Junta Militar entrega en las pantallas de Canal 13 un lacónico mensaje y procede a instalar el estado de sitio en todo el territorio nacional. El último en hablar es el que ordenó el bombardeo a La Moneda: el comandante en jefe de la Fuerza Área, Gustavo Leigh.

    —Tenemos la certeza, la seguridad de que la mayoría del pueblo chileno está con nosotros, está dispuesto a luchar contra el marxismo y a extirparlo —sube su tono de voz— ¡hasta las últimas consecuencias!

    Una larga amistad en los turbulentos años de la Unidad Popular

    María Edy pasa dos noches en la casa de sus amigos y relata en detalle lo que vivió con Jacques. Andrés escucha con calma, aunque sabe que cada minuto que pasa es un minuto más que tendrán los uniformados para encontrarlo. El toque de queda que inició el martes a las seis de la tarde sigue vigente; si van a intentar algo, necesitarán una ventana de tiempo razonable. ¿Podrá resistir Jacques? Andrés implora una respuesta, pero se siente atado de manos. Recuerda con nostalgia la época en que su amigo lo iba a visitar todas las semanas hasta

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