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Crónicas de corrupción a la chilena
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Libro electrónico452 páginas6 horas

Crónicas de corrupción a la chilena

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Este libro nos ofrece una visión histórica de la instalación de las prácticas
de corrupción institucional y privada en Chile, desde los orígenes
de la República hasta la fecha.
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento21 ago 2016
ISBN9789562605243
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    Crónicas de corrupción a la chilena - Carlos Neely

    Carlos Neely Ivanovic

    Crónicas de corrupción a la chilena

    Crónicas de corrupción a la chilena

    © CARLOS NEELY IVANOVIC

    Inscripción Nº 181.591

    I.S.B.N. 978-956-260-524-3

    © Editorial Cuarto Propio

    Keller 1175, Providencia, Santiago

    Fono/Fax: (56-2) 341 7466

    www.cuartopropio.cl

    cuartopropio@cuartopropio.cl

    Producción general: Rosana Espino

    Diseño y diagramación: Anaïs Lesty

    Ilustración portada: Víctor Riveros Strange

    Composición: Producciones E.M.T. S.A.

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Impresión: SALESIANOS S.A.

    IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

    1ª edición, julio 2010

    Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

    y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

    RECONOCIMIENTOS

    Agradezco la acertada y diligente labor editorial de Gonzalo Montero Yávar,

    del ilustrador, Víctor Hugo Riveros, Anaïs Lesty, Marisol Vera y la bondadosa y

    paciente colaboración de Francisca Lemunao Manque, para suplir

    mis deficiencias en el manejo de computadora.-

    PREFACIO

    Je n’impose rien; je n’propose rien; j’expose.

    Lytton Strachey

    Desde que tuve los primeros atisbos de percepciones políticas, en la lejana segunda mitad de la década del treinta del siglo pasado, he sido cómplice, más mal que bien acomodado, en simular que comparto una gran mentira pública. Ésta dice que, salvo pocas y señaladas excepciones, la generalidad de los políticos chilenos han sido y son personas honestas, competentes en sus trabajos, laboriosos y altruistas. En privado he callado, otorgando validez a la versión más difundida que dice lo contrario: los políticos chilenos, salvo excepciones notables, son deshonestos, aficionados a sustraer riquezas públicas, ineptos, codiciosos y refractarios a desempeñar un trabajo eficiente y tesonero. (De acuerdo a la versión folclórica: los políticos, todos y siempre, roban: unos más que otros, unos convidan y otros no).

    El curso del tiempo, mi condición de anacoreta político libre de compromisos y los acontecimientos de los últimos años me han impulsado a colocarme en el minúsculo y osado bando de los que optan por terminar con la mentira pública de la incorruptibilidad en el quehacer político chileno.

    Con una confesa dosis de pensar con mis deseos, quiero creer lo que afirman los psiquiatras: una persona alcanza más del 60% de su salud mental cuando reconoce la naturaleza anormal de sus emociones, pensamientos y conductas, y se arma de una firme voluntad de mejorarse. La mentalidad colectiva del cuerpo social de la nación chilena podría sanarse de sus anormalidades políticas, de sus imperfecciones de democracia, después de tomar plena conciencia de su inveterada predisposición a reincidir en una diversidad de formas de latrocinios privados de los bienes de interés público.

    Son también pertinentes otros argumentos. Nuestras imperfecciones políticas son de índole cultural. Pertenecen a los ámbitos en los cuales los hombres, como individuos o colectividades, agregan a lo dado por la naturaleza un algo. Nada de orden biológico, genético o de raza, nos impide corregir nuestros defectos, vicios y perversiones. No soy creyente, pero puedo recurrir, en calidad de alegoría explicativa, a lo que afirman las religiones monoteístas. Los hombres somos pecadores espontáneos. Podemos salvarnos de esta maldición original, reconociendo, con sinceridad, nuestros pecados, confesándolos, arrepintiéndonos con honestidad y asumiendo una vida en constante vigilancia de rechazo a nuestras tentaciones al pecado y las perversiones.

    La historiografía oficial chilena, de mayor difusión escolar, elude, con precauciones casi religiosas, dar cuenta de las corrupciones y de todo tipo de aberraciones políticas practicadas por nuestros protagonistas políticos del pasado. En los demás países de Latinoamérica han sido abundantes los testimonios de perversiones políticas referidas como circunstancias determinantes: en relatos de narrativas, de dramaturgia y de ensayos. Las realidades del presente político, económico, social y cultural de aquellos países dan verosimilitud a los entornos negativos presentados en sus cuentos, novelas, poemas y obras de teatro. En Chile, estas fuentes de conocimientos, que Balzac calificaba de la historia íntima de las naciones, son débiles y frecuentemente plagadas de contaminación panfletaria. Aportan muy poco a la comprensión de nuestra contumaz incapacidad de superar un estado de retraso en permanente mediocridad, a pesar de haber dispuesto de enormes recursos económicos varias veces en el curso de nuestra historia de nación independiente, como fueron el auge de la minería de la plata y del cobre del Norte Chico, en las décadas del cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo XIX; la riqueza generada por el monopolio mundial de la exportación de salitre, en el curso de los 40 años terminados en 1920; los recursos extraordinarios generados por grandes alzas en los precios del cobre y del mineral de hierro, que obtuvo Chile por efecto de la guerra de Corea durante el gobierno de Gabriel González Videla; y la privilegiada concentración de ayudas externas otorgada al gobierno de Eduardo Frei Montalva, sumada a su vez a precios muy favorables por la exportación de cobre y de mineral de hierro.

    Mi percepción de la historia es antitética a una concepción reducida a estimarla como un resultado del actuar de personajes providenciales. Concuerdo con una reflexión de León Tolstoy, expresada en Guerra y Paz (segunda parte, capítulo IV): En los acontecimientos históricos, los presuntos grandes hombres no son más que simples etiquetas, que dan su nombre al hecho, y que lo mismo que las etiquetas, poseen sólo una débil conexión con tales acontecimientos. Cada uno de sus actos que les parece libre, queda concadenado a la marcha general de la historia….

    En los tiempos posteriores a la dictadura de Pinochet, han surgido excelentes historiadores comprometidos en la salvadora tarea de destruir las mistificaciones de nuestro pasado. Están aportando sustancia para descubrir qué somos, en verdad, como nación, desvestida de ropajes de mentiras públicas. El trabajo de los historiadores exige sustento económico, casi siempre originado de mecenazgos privados o del sector público. La evolución republicana de Chile no da señales de haber llegado al grado de madurez suficiente para financiar investigaciones empíricas de corrupciones, corruptelas y apropiaciones ilegítimas ejecutadas en nuestro pasado.

    En modo alguno pretendo hacer de maestro chasquilla como historiador. Me limito a la pretensión de cronista de hechos que he conocido de diversas fuentes concordantes, como testigo atento y capaz de dar razón de sus dichos, en los últimos sesenta años.

    En la secuencia de mi relato me someto a la norma oficial de división temporal según las presidencias: Gabriel González Videla (1946-1952), Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958), Jorge Alessandri Rodríguez (1958-1964), Eduardo Frei Montalva (1964-1970), Salvador Allende Gossens (1970-1973), dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), Patricio Aylwin (1990-1994), Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000) y Ricardo Lagos Escobar (2000-2006).

    En el período correspondiente a los cinco primeros presidentes de esta mención, de 1950 a 1973, el crecimiento económico per cápita de Chile bordeó la mitad del resto de Latinoamérica. En ese resto se incluyen países que redujeron su ingreso per cápita, como son Bolivia, Haití, Nicaragua, Honduras y Guatemala. En el mismo lapso de esos veintitrés años el mundo nos ofreció la contrapuesta realidad de numerosos países de raigambre cultural ajena a la de Latinoamérica, que abandonaron condiciones de pobreza, aparentemente irremisibles, o de víctimas de destrucciones guerreras arrasantes, para ingresar en las rutas de una prosperidad autosustentada y compartida con razonable equidad.

    PRIMERA PARTE:

    ANTECEDENTES HISTÓRICOS

    LA COLONIA Y LOS INICIOS DE LA REPÚBLICA

    Chile es una de las naciones resultantes del proceso de conquista y colonización española de América, ocurrido desde fines del siglo XV hasta comienzos del siglo XIX. Fueron tres siglos de conformación de sociedades sometidas a la influencia comprensiva de una autocracia absolutista, convencida de su misión divina de asentar y propagar una cristiandad única, obediente a la doctrina y a los preceptos de la Iglesia Católica Apostólica y Romana.

    Auxiliada por un aparato propio de inquisición religiosa, la monarquía española logró mantener a su población y a la de sus colonias excluidas de los más importantes procesos de transformación de la civilización europea, a saber, el Renacimiento, la Reforma Protestante, la Ilustración y la consolidación de una cultura burguesa de capitalismo industrial.

    En Europa se dieron numerosos casos de transacciones perdurables entre los descendientes de los señores de la guerra, dueños hereditarios y exclusivos de las tierras y del uso de las armas con poderes de representación renovados periódicamente. El orden social del medioevo quedó incólume en España, varios siglos después de la paulatina caducidad en el resto de Europa. La organización social del medioevo estaba rigurosamente compartimentada, con diferentes estatutos de privilegios y menoscabos: en planos de verticalidad en clases sociales hereditarias y en divisiones transversales según oficios, profesiones, prebendas y sinecuras conferidas por reyes, señores o prelados. Los que no pertenecían a una categoría de privilegio social, no eran fieles servidores de éstos o no estaban protegidos por un gremio debidamente autorizado, eran una nada social.

    El dominio de la voluntad del rey y la vigilancia religiosa de la Iglesia Católica contaban con la leal colaboración delatora de los vecinos y familiares. Una abundancia de ritos multitudinarios, en fiestas de guardar, era un medio eficaz para sostener una infatigable religiosidad pública y para impedir brotes de disidencias, herejías o rebeldías. Los obedientes y sumisos podían vivir en paz, mientras no fuesen objetos de denuncias de sospechosos de irreligiosidad, de rebeldía o de malas costumbres privadas.

    Las condiciones apropiadas para tener un pueblo de vasallos, súbditos y siervos mansos y pacíficos, castrados de capacidades de iniciativa individual, dejaba a los disconformes, audaces e imaginativos sólo dos opciones: insertarse en las multitudes variopintas de pícaros, ladrones, bandoleros, proxenetas, celestinas, prostitutas, juglares, malabaristas, saltimbanquis, atorrantes, vagos y mendigos, o hacerse soldado y participar en las azarosas aventuras de las frecuentes guerras.

    Fue natural que los conquistadores ibéricos no tuviesen intención de desempeñarse en faenas de labriegos, artesanos o comerciantes, indignas del honor de un soldado. Llegaron a América para asentar señoríos sobre tierras e imponer trabajo forzoso a los aborígenes. El rey y la Iglesia daban legitimidad política y moral a este proceder, en retribución al compromiso de cristianizar a los nativos. Estas particularidades originales de las colonizaciones ibéricas dejaron secuelas que aún perduran en los patrones chilenos que no se adaptan a la globalización económica.

    En la urdimbre y trama de la sociedad española, de la metrópoli y de las colonias, corrían con fuerza dominante las influencias del nepotismo, del clientelismo político y de las complicidades de mutua defensa entre privilegiados. En todo orden de asuntos, incluso en los ámbitos de la carrera militar, nadie podía mejorar en rango, en merecimiento social y en progreso económico si no contaba con la protección explícita, el patronazgo, de un poderoso vinculado con la casa reinante y el beneplácito de la competente jerarquía eclesiástica. El clientelismo era el motor del funcionamiento de la maquinaria política y administrativa de la colonización española. Con las independencias nacionales, los oligarcas criollos se apropiaron para su usufructo exclusivo de las aberrantes maquinarias políticas perfeccionadas en el curso de tres siglos por el absolutismo español. Los criollos independentistas ya eran ricos en patrimonio y en trabajadores serviles. A los poderes políticos absolutistas usurpados de la corona española, agregaron sus poderíos en riquezas y en supremacía social que ya no pertenecían a los peninsulares comisionados desde la madre patria: los despreciables chapetones de Chile, gachupines de México.

    Las naciones de Latinoamérica han conservado lo sustancial del contenido anímico de las intenciones en las relaciones políticas implantadas por los absolutismos ibéricos: español y portugués. En las relaciones de gobernantes a gobernados prima el ánimo de vinculación de superior a inferior, de jerarca a subordinado, de privilegiado a desamparado. Son las secuelas culturales de las relaciones de vencedor a vencido, de conquistador a sometido, de amo y señor a siervo, aborigen encomendado o inquilino de hacienda. Los que gobiernan y sus frondosas huestes de auxiliares no se sienten obligados a dar servicio público en beneficio de los gobernados. Por debajo de los ropajes de adhesión retórica a los principios de una república, las clases políticas de Latinoamérica han sido uniformemente efectivas para dejar a los gobernados privados de recursos procesales eficaces para obtener validez práctica a sus derechos básicos de ciudadanos. Hemos visto, con una reiteración que supera la saciedad, que las huestes gobernantes no toman conciencia ni interés en ser administradores de cosas que resultan ajenas a sus intereses personales. Fue el presidente Carlos Ibáñez del Campo, próximo a terminar su segundo periodo, quien confesó en un acto de espectacular franqueza: Se llega al gobierno para favorecer: primero a los parientes y amigos, después a los conocidos y partidarios. Para los demás: ¡nada!. Ésta parece haber sido la ideología que ha inspirado la conducta de nuestra clase política, sin solución de continuidad hasta nuestros días.

    CHILE: LA ERA OLIGÁRQUICA

    Desde el fin de su condición de colonia de España, en 1810, hasta la instauración del primer gobierno estable en 1831, Chile puede ser calificado como Estado fallido. Rivalidades y conflictos entre caudillos militares, guerrilla realista en el sur, imposible cobro de impuestos, hacienda pública en bancarrota y ciudades a merced del desorden y del crimen, presentaban un panorama generalizado.

    El gobierno de José Joaquín Prieto (1831-1841), regentado por el muy autoritario y ocasionalmente dictador Diego Portales, tuvo buen éxito en establecer los cimientos mínimos de un Estado gendarme viable: percepción regular de impuestos y su destino preferente para el establecimiento y mantenimiento del orden público y la defensa de las fronteras. La guerra de 1836 en contra de una enemistosa Confederación Peruana-Boliviana, victoriosa y con gran sacrificio en vidas humanas, impregnó de entusiasmo patriótico nacionalista y durable, a la población del Chile de esos tiempos, con un territorio bajo efectiva soberanía política inferior a un tercio del actual: desde Taltal hasta la ribera norte del Bío Bío.

    Compartimos la versión de los historiadores que sostienen que desde 1831 hasta 1920 el dominio oligárquico no tuvo contrapesos de influencia trascendente. No más de doscientas familias extensas, vinculadas entre sí mediante estrechos lazos de parentesco y en asociación en negocios, eran dueñas del Chile político, económico y social. Este grupo incluía a las familias de los que se desempeñaban de terratenientes latifundistas, magnates de la minería, del comercio, de las finanzas y de bienes raíces urbanos.

    No había un estatuto formal de discriminación y segregación social, como lo hubo en las civilizaciones de la Antigüedad, en el medioevo europeo, en el sur de los Estados Unidos posterior al fin de la esclavitud, o en la India hasta hoy. Pero sí era efectiva e infranqueable la separación en clases sociales y el imperio de los prejuicios raciales. Los calificativos de discriminación social, de fuerte connotación valórica, consideraban a los vinculados, directa o indirectamente, con el poderío oligárquico, la gente bien, de buena familia, ostentosos en sus dispendios, abiertamente privilegiados, presumidos de aristócratas; a los de clases medias, obligadamente austeros y pobretones, siúticos arribistas de medio pelo. La abundante servidumbre doméstica, rural y urbana, de fidelidad perruna, era retribuida por su abnegado trabajo con pésimos habitáculos, abundante comida, vestuario de segunda y tercera mano, y protección frente a otros desamparados: gañanes de campo, jornaleros citadinos, huasos, rotos y abundancia de huachos, hijos de padres desconocidos. Por debajo de todos, la población aborigen.

    Los servicios de salud, de educación pública y de asistencia social de los desvalidos estaban confiados, en su mayor parte, a la voluntaria caridad de los ricos, suministrada directamente o por medio de instituciones católicas. Los cronistas exaltan la generosidad de filántropos católicos, varones y mujeres, aunque los hechos de la historia demuestran que las actividades caritativas eran de poco efecto en el contexto nacional. La pobreza extrema, el hacinamiento en viviendas precarias e insalubres aportaba índices de desnutrición y de mortalidad infantil, y muertes causadas por la tuberculosis y otras enfermedades infecciosas. Había hospitales y dispensarios sólo donde una orden de religiosas católicas los hiciese funcionar. Las familias de bien y de clase media acomodada recibían atención médica en sus hogares. Era una exhibición de grave deterioro de estatus social el concurrir a hospitales o dispensarios públicos. La mayor parte de la población pobre se hacía atender por curanderos.

    Una educación pública de cobertura nacional nunca fue objetivo del sistema oligárquico. La educación primaria estaba confiada a iniciativas privadas: filantrópicas y religiosas. La primera Ley de Instrucción Primaria Obligatoria fue aprobada en 1920, después de diecisiete años de tramitaciones legislativas. Las intervenciones parlamentarias dilatorias de aquella ley son interesantes de conocer. Nos hace saber cómo era nuestra clase política de esos tiempos.

    Se dieron meritorias iniciativas de gremios patronales en la fundación de establecimientos de enseñanza media técnica. Servían a una pequeña fracción de los jóvenes modestos de la respectiva edad. De modo simultáneo y con cargo al Estado, se fundaron liceos y escuelas normales. Una expansión significativa de la educación superior debió esperar hasta el último quinto del siglo XX.

    En semejanza a países pobres de Europa, Chile tuvo alivio de la presión social de los jóvenes pobres excluidos, mediante los flujos de emigración, en oleadas sucesivas: desde las localidades sobrepobladas del Valle Central a las faenas mineras y conexas del Norte Chico. Después y antes de la guerra de 1879, los chilenos proletarios, artesanos, comerciantes y profesionales pobres aportaron una porción importante de la fuerza de trabajo libre para las explotaciones del salitre y mineras, bolivianas y peruanas, localizadas desde Taltal al norte. Los operarios de minería bolivianos y peruanos no podían ser ocupados lejos de sus comunidades nativas. Eran mitayos rurales, obligados de sus patrones, sometidos a servidumbre gratuita en trabajos de minería y de obras públicas. Desde Perú se suplía la falta de trabajadores nativos en el desierto importando esclavos negros y chinos. La conquista chilena del Norte Grande encontró una población numerosa de compatriotas. Se acrecentó con el prodigioso auge de una exportación monopólica del salitre al mundo entero.

    El gran salto de prosperidad de la Argentina del último cuarto del siglo XIX absorbió cientos de miles de emigrantes chilenos pobres hacia la Patagonia Argentina, como trabajadores agrícolas temporales o permanentes. La construcción del canal de Panamá y de otras grandes obras de minería, de ferrocarriles y de ingeniería civil en Ecuador, Colombia, Centroamérica y California tuvo contingentes numerosos de chilenos, pata e perro.

    Hubo varias circunstancias favorables a la continuidad relativamente pacífica del sistema oligárquico. La extrema lejanía de Chile respecto de los focos mundiales de grandes cambios políticos y económicos, y su aislamiento geográfico resultante de su alta y difícil cordillera por el oriente y de su riesgoso acceso marítimo por el sur, mantuvieron a Chile excepcionalmente libre de contagios con idearios políticos perturbadores. La abundante emigración de sus trabajadores desocupados jóvenes, los con mayor potencial de insubordinación social, ocurrió en sincronía con una inmigración dirigida y selectiva de familias europeas de mayor capital cultural y mejores habilidades laborales, en comparación con el grueso de los chilenos emigrados.

    Puede conjeturarse que las peculiaridades de los flujos migratorios de Chile impusieron la necesidad de una oligarquía más humanitaria que las del resto de América –excepto Argentina–, e hicieron innecesario el mantenimiento regular y prolongado de policías y de tropas exterminadoras de potenciales insurrectos.

    Quizás la característica más peculiar de la oligarquía chilena, motivada por las circunstancias antes dichas, fue su voluntad de dar cautelosa cabida de merecimientos social a una clase media ilustrada, de profesionales y trabajadores independientes, que comenzó a hacerse notar desde el gobierno de Manuel Montt (1851-1861). Las gentes de estos segmentos sociales tuvieron puestos académicos y en la administración pública, y podían expresar sus ideas republicanas y participar en los juegos políticos, siempre y cuando no diesen señales de afanes demasiados reformistas. Salvo los casos de Francisco Bilbao, Santiago Arcos, José Victorino Lastarria, los arranques levantiscos de Diego Barros Arana y de otros pocos más, la generalidad de los potenciales disconformes con el sistema aceptaba los roles de colaboradores subalternos permitidos por los núcleos duros de la oligarquía.

    ¿Corrupción en la era oligárquica?

    En el sentido más común del término corrupción, no podría decirse que la hubo en forma generalizada en la era oligárquica chilena. Para que haya corrupción deben existir, a lo menos, dos entidades económicas, jurídicas y morales separadas. Debe existir un poder político gobernante –Estado nacional, regional, provincial, comunal o de ciudad– con ingresos, patrimonio y correspondiente administración de los mismos, bien separados de los ingresos, patrimonios y administraciones de los gobernados. El poder político debe estar orientado a servir al interés público, al bien común general, diferente y, con frecuencia, contrapuesto a los intereses privados, de individuos y colectividades, dedicados, con legítimo derecho, a maximizar sus beneficios privados. Hay corrupción cuando se produce una sustracción, abierta o sigilosa, de recursos públicos en beneficio discriminatorio y privilegiado de privados, y, en consecuencia, en perjuicio del interés público.

    En mi opinión, también hay corrupción cuando se crean, en virtud de leyes o de usuales y regulares procedimientos de facto, estatutos de vigencia permanente de discriminación privilegiada en beneficio de individuos y colectividades, sólo a cambio de lealtades partidarias. Es la configuración del clientelismo. El sistema político mantenido por el PRI mexicano durante setenta años es el ejemplo perfeccionado de este tipo de corrupción.

    La corrupción, en su significado restringido, no era una práctica generalizada en la era oligárquica chilena. Téngase presente que no había Contraloría General de la República, Banco Central, Estatuto Administrativo de los empleados públicos, suficiente legislación laboral, nada de previsión social a cargo del Estado, ni el más remoto asomo de transparencia en la gestión de instituciones de derecho público. El poder económico y social del Estado estaba, en los hechos, plenamente integrado al poder político, económico, social y cultural de la oligarquía. Lo que podía conceder el Estado en beneficios privilegiados, o en exenciones de obligaciones, deberes y responsabilidades, se decidía en familia, entre amigos o asociados. Era inconcebible que un oligarca, sus parientes, amigos o miembros de su clientela de favorecidos habituales, necesitase retribuir con algo más que su lealtad partidaria y social lo que recibía bondadosamente de un poderoso: por solidaridad de familia, de amigote, de clase social, de buen patrón, o de caudillo político.

    Es plausible suponer que en la era oligárquica no hubo corrupción política generalizada en la acepción restringida de ese término. Sí se desarrolló, con progresivo vigor y extensión, el sistema de nepotismo, compadrazgo y clientelismo. En la medida en que se fueron incorporando, paulatinamente, en el usufructo del poder, vástagos originados de clases medias, éstos se constituían en dispensadores de favores privilegiados para sus parientes, amigos y clientela sustentadora de su nuevo y exaltado rango político y social, con una diferencia no menor: los oligarcas tenían mucha riqueza propia. Repartían parte de ella en ayudar a familiares venidos a menos, a buenos compinches y a fieles servidores. Los advenedizos al poder político sólo podían satisfacer las peticiones de parientes, de compadres y de los antecesores de los operadores políticos de hoy, utilizando recursos del erario público. Sus huestes de peticionarios de favores dependientes de la voluntad de los nuevos arribados al poder eran más numerosas en su condición de pobreza y sus necesidades eran más apremiantes que los de tradicionales oligarcas.

    Por más de medio siglo funcionó el pacto tácito de reparto del poder entre la oligarquía y una clase media complaciente con el sistema ya establecido. Crecieron las instituciones públicas y fue armándose una burocracia con firme tendencia a la hipertrofia e ineficiencia. En esta burocracia, compuesta de un sinnúmero de organismos, departamentos, secciones y oficinas, funcionaba, sin cortapisas, la práctica del nepotismo, del compadrazgo y del clientelismo; compartidos, más o menos amigablemente, entre la oligarquía y la emergente clase media política, siempre angustiosamente insatisfecha con sus respectivas porciones.

    La dilapidación parásita de los recursos de interés público superaba, con creces, los aumentos de ingresos fiscales producidos por las bonanzas de las exportaciones mineras. Los déficits fiscales fueron permanentes e insubsanables. Éstos se tapaban, con desvergüenza, con emisiones de papel moneda y una indomable inflación. La inflación estructural chilena comenzó en la década de los años sesenta del siglo XIX y perduró, rebelde, hasta la década de los ochenta del siglo XX. Fueron ciento veinte años de constante putrefacción de la vida económica, política y social.

    Durante la fase postoligárquica varios factores concurrieron para hacer inviable la continuidad del sistema. La presión de los excluidos del sistema, de los desprovistos de los auxilios de la casta y de la clase política usufructuaria del poder ya no tenía el alivio de las emigraciones. La agricultura entraba en decadencia pertinaz, acelerando la migración del campo a ciudades incapaces de asimilar productivamente a nuevos contingentes de pobres. La insalubridad, el hacinamiento y la desnutrición estaban acompañados de las conductas de capitalismo salvaje de empleadores urbanos. La circulación mundial de ideas políticas y la propagación de un sindicalismo internacional superó las barreras naturales de la lejanía y del aislamiento geográfico. Emergieron organismos colectivos de trabajadores, de sociabilidad autónoma, con la participación de intelectuales de sensibilidad humanitaria. No daban motivos para ser reprimidos con brutalidad. El aparato nacional público ya no disponía de recursos para satisfacer las peticiones de nuevas oleadas de afanosos por incorporarse en las huestes subalternas de los privilegiados. Los paladines políticos oriundos de clase media comenzaron a percatarse de que podría darse la oportunidad de gobernar independizados de la oligarquía. Varias veces el descontento social reventó en manifestaciones colectivas de inquietante violencia. Todas fueron reprimidas con matanzas de escarmiento.

    La Primera Guerra Mundial (1914-1919) redujo las exportaciones de salitre a los países de los imperios de Europa Central. Después se difundió la producción industrial de salitre sintético, puesta en práctica en Alemania durante la guerra. Las salitreras operaban en el desierto. Sus trabajadores habían sido enganchados desde el Norte Chico y el Valle Central. No tuvieron a su alcance alternativas laborales ni de autosustento agrícola. Desocupados, llegaban en masa a las ciudades mayores del norte.

    La primera señal de un resquebramiento mayor del sistema oligárquico se dio con la elección presidencial de Arturo Alessandri Palma, en 1920. El sistema electoral chileno era extremadamente imperfecto. Estaba organizado para favorecer, siempre y de todas maneras, a los representantes de la oligarquía. Alessandri, de familia extraña a la oligarquía tradicional, llevaba treinta años de vida activa en los juegos políticos, propios de un mal llamado parlamentarismo. Era un político sagaz, más inteligente que el promedio de sus colegas y orador elocuente. Se arriesgó a desafiar el mañoso poderío electoral de la oligarquía y asumió la representación de los postergados, de los excluidos, de mi querida chusma.

    El universo electoral era restringido y distorsionado en favor de los terratenientes provincianos. Si ponderamos estas desventajas, debemos concluir que la auténtica votación popular en favor de Alessandri debió ser mucho mayor que la registrada por los escrutinios oficiales, terminados en empate con su contendor. Un tribunal de honor otorgó el triunfo a Alessandri. Ignoramos si hubo tratativas secretas de Alessandri con los miembros del tribunal de honor, de confianza de la oligarquía, o si ésta consideró que se arriesgaba a provocar reacciones multitudinarias violentas si negaba la victoria a Alessandri.

    En el período del primer gobierno de Arturo Alessandri coincidieron: un mayor deterioro de la economía nacional, un estado de permanentes confrontaciones políticas en un Parlamento empeñado en acentuar un parlamentarismo irresponsable, y un retroceso en la movilidad social ascendente de las clases medias. Muchas de sus familias cayeron a una dura pobreza.

    Con una inconsciencia temeraria de las realidades económicas y sociales del país, la clase política –parlamentarios, dirigentes de partidos y personalidades– dedicaba todas sus energías en luchar por defender o conquistar cuotas de un poder político, cada vez más disminuido.

    El extremo de la desvergüenza de los políticos de esos tiempos los llevó a un acto que haría las veces de un disparador del curso de ocho años de anomalías políticas (1924-1932). Mientras todos en Chile sufrían mermas de sus patrimonios, y los más de severas carencias básicas, los congresales propusieron aumentar sus dietas, pero en vez de esto, un contingente numeroso de oficiales jóvenes del Ejército repletó las galerías del público de la Cámara de diputados. Incentivados por el ominoso ruido de sables militares, los congresales aprobaron, con prodigiosa diligencia, una legislación laboral y de previsión social que se hallaba obstruida en el Congreso.

    La incompetencia, la irresponsabilidad y la falta de ascendencia moral de la clase política quedaron en evidencia. Aconteció lo que más tarde se calificó de vacío de poder: derrocamiento y expulsión del territorio del presidente constitucional (1924), juntas de gobierno ad-hoc, teatralización engañosa de una gestación y aprobación plebiscitaria de una nueva Constitución (1925), gobiernos de facto (1925-1927), injerencia política progresiva de la oficialidad joven, conducida por el coronel Carlos Ibáñez del Campo y su autoelección de presidente en 1927, dictadura militar hasta 1931, finiquitada mediante una asonada cívica espontánea, repercusión de la mayor crisis económica de la historia del capitalismo (1929-1932), gobiernos nominales, sin poder efectivo, anarquía política. Parálisis económica y desquiciamiento social.

    El coronel Ibáñez, primero ministro y después presidente de la República, representó una irrupción de los intereses de una vasta clase media, excluida hasta entonces, del poder político y del merecimiento social. Hubo momentánea y parcial satisfacción a las aspiraciones primarias de estas clases medias. Sus relaciones de hostilidad con los personeros de la oligarquía tradicional daban interpretación a viejos resentimiento colectivos.

    El primer gobierno de Ibáñez fue novedoso en sus capacidades de decisión y de ejecución de políticas públicas en relación a los que lo precedieron. Autoritario, lejos de aproximarse a las demasías del siguiente dictador militar (1973-1990), estableció un orden público, disciplinó la administración pública y puso en marcha instituciones importantes: Banco Central, Contraloría General de la República, Cajas de Previsión Social y otras. Fue un gobierno del estilo populista típico y reiterativo en Latinoamérica. Produjo un movimiento político ibañista con tintes de antipartido que incluía a simpatizantes del fascismo europeo, a nacionalistas patrioteros, a soñadores en la restauración de un mítico presidencialismo portaliano, a unos pocos oligarcas desclasados y a enjambres de caudillejos populacheros ansiosos de vivir a costa del fisco.

    Los caudillejos populacheros del ibañismo tenían muy corto alcance para una práctica regular de los vicios políticos tradicionales: del nepotismo, el compadrazgo y el clientelismo. Estos vicios pueden desplegarse, en plenitud, por patronazgos bien establecidos en el poder y se autorefuerzan en círculo vicioso. Mientras más clientes dependen de un político poderoso, más favores privilegiados puede dispensar en favor de más peticionarios. Faltos de su condición de patrones políticos de larga data, los caudillejos ibañistas y otros de mayor calibre se sintieron incentivados a recurrir al cohecho, al soborno y las extorsiones de hormigas, o en sablazos de mayor envergadura. Podrían ser considerados como los embriones de las sucesivas cepas de corruptos hoy vivaces, después de algunos intervalos de obligada hibernación.

    En 1932 es elegido en votación popular restringida y muy imperfecta Arturo Alessandri Palma. Se aproxima bastante a la verdad decir que se hizo cargo de un país en ruinas. Alessandri gobernó bajo estado de sitio, con supresión temporal de las garantías constitucionales, facultado por la Constitución de 1925, sesenta y seis meses de su periodo total de setenta y dos meses. Levantó el estado de sitio, exclusivamente en los tiempos previos a elecciones parlamentarias, cumpliendo con lo ordenado por la Constitución. Su ministro de Hacienda, Gustavo Ross, actuó de zar de la economía. Audaz y decidido, reconstituyó lo principal de la economía nacional y de la administración pública, a pesar de las prolongadas consecuencias de la crisis económica mundial de 1929-1932.

    El tormentoso periodo político de 1920 a 1938, de largos dieciocho años –con salvedad de unos tres años del gobierno de Ibáñez–, fueron tiempos de dura escasez de recursos del Estado. En la mayor parte de esos años no había a qué echar mano para la

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