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Memorias de un testigo involuntario: 1973-1990
Memorias de un testigo involuntario: 1973-1990
Memorias de un testigo involuntario: 1973-1990
Libro electrónico473 páginas5 horas

Memorias de un testigo involuntario: 1973-1990

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Memorias de un testigo involuntario es una crónica personal e intransferible de un periodista que participó en la primera fila del quehacer informativo durante la dictadura militar de Augusto Pinochet. Los hechos relatados ocurren entre 1973 y 1990 y dan cuenta de la historia de la resistencia de la prensa opositora chilena contra la dictadura, su creatividad para enfrentar algunos caprichos del régimen pinochetista como la prohibición de publicar imágenes y fotos, los permisos para editar nuevos medios de prensa y otros ocurrentes disparates. El libro cuenta también encuentros personales y conversados del autor con Octavio Paz, Juan Carlos Onetti, Regis Debray, Felipe González, Marcos Ana, Allen Ginsberg, Nicanor Parra, Alejandro Jodorowsky, Gustavo Leigh, Arthur Miller y Jean Bertrand Aristide, entre muchos otros, en torno al tema del siglo XX: El Poder y la Gloria. Estas Memorias no muestran seres buenos ni malos sino simplemente personas, sorprendidas en circunstancias inesperadas, que resuelven lo mejor posible su supervivencia en un mundo difícil y que, en esos momentos, agoniza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 dic 2013
ISBN9789563242256
Memorias de un testigo involuntario: 1973-1990

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    Memorias de un testigo involuntario - Sergio Marras

    Bloguero

    La magnitud de la derrota

    Las paredes no hablan. Tampoco escriben memorias.

    Mi abuelo me decía desde muy chico que yo había estudiado para pared porque, según él, miraba demasiado y, además, lo hacía desde una posición rara, demasiado vertical, demasiado encumbrada y abismal, la que un día me traería problemas insuperables de soledad y dolor de espaldas.

    –Eres un mirón –chillaba, cuando lo contemplaba salir con su terno blanco, su sombrero jipijapa y su bastón con mango de nácar.

    –Serás un ermitaño.

    Luis Vega Torrealba iba a visitar a sus amigos en el Santiago provinciano blanquinegro de fines de los años 50, cuando se suponía que tenía que quedarse conmigo para cuidarme.

    –No me viste salir –decía–. Vuelvo al tiro.

    Su actitud de pájaro libre e impredecible me atrajo profundamente y me motivó más tarde a captar imágenes, detenidas y en movimiento, con mucho ímpetu y curiosidad. Era una manera de guardar el mundo en el bolsillo. También de tener pruebas de que algunas cosas efímeras existen. Que no son simples ocurrencias de los sentidos. En la práctica, claro, con una foto lo podía chantajear cuando mi abuela o mi madre volvieran, pero no era eso lo que yo quería, sino obligarlo a llevarme a sus paseos por la ciudad y al Club Hípico, donde trabajaba. Y, también, cómo no, a visitar a sus amigas del Bim Bam Bum. Que me lanzara de una vez por todas al mundo a mirar y a experimentar.

    Se las traía, don Lucho. Tuvo razón, además de solitario, gracias a él, fui fotógrafo y muro.

    Si las paredes no hablan, ¿pueden recordar? Y si recuerdan ¿cómo lo hacen?, ¿en primera o en tercera persona, en pasado o en presente? Se supone que una pared no puede ser protagonista, a lo más escenografía. No puede tomar partido.

    ¿Cómo escribir memorias si hemos sido solo una pared?

    No hay situación peor que aquella en que los héroes se conmemoran a sí mismos, por mano propia o ajena, aprovechando que el mundo editorial las reclama para que sus lectores vivan a través de ellas algo diferente a su cotidianidad de antihéroes.

    ¿Podría una pared caer en la misma tentación, con el agravante de no tener nada digno que contar ya que nunca fue protagonista de nada?

    Durante el período en que estos recuerdos transcurren pensábamos ingenuamente que el mundo podía ser más justo, más solidario y más libre, pero sobre todo que la vida podía tener un poco más de sentido.

    Los finales de los años sesenta habían sido pletóricos, nos disgustaba lo individualista, lo discriminatorio, lo estrictamente monetario, lo feo, lo caro. Creíamos sinceramente que, al decir de Los Iracundos, el mundo estaba cambiando y cambiaría mucho más.

    Era tanto, tanto, lo que queríamos vivir en una existencia nueva que la vida misma se nos escapaba entre los dedos sin darnos cuenta. No solo no supimos leer la realidad de lo que sucedía en el mundo, sino que tragamos inmensas ruedas de carreta.

    Cuando llegó el golpe de Estado de 1973 intentamos enfrentarnos, de una manera u otra, a los enemigos de nuestros sueños. Pero fuimos rotundamente derrotados y todavía no conocemos plenamente la magnitud de ese fracaso. Recién estamos comenzando a medirla y quizás deberán pasar cien años antes de conocer su verdadera dimensión.

    No solo siguen mandando quienes, fundamentalmente, provocaron la tragedia, sino que, y lo peor, buena parte de nosotros ha asumido sus valores y metas.

    El tamaño y dureza de ese descalabro arrasó los sueños de dos o tres generaciones y nos transformó en una generación insípida, pusilánime, que, para sobrevivir con migajas de poder, y de trabajo, ha sido capaz de vivir con grandes grados de cinismo victorias puramente morales o circunstanciales para disimular su frustración.

    Es verdad que como país hemos crecido, que hay más dinero en las cuentas nacionales, mejores infraestructuras, más posibilidades para el desarrollo artístico y deportivo. Como generación, aprendimos a gobernar. Todo eso es valorable, pero también insuficiente. Porque esos laureles nos han hecho más miopes. Nos hicieron olvidar que los logros son para hacer algo con ellos, que la acumulación por la acumulación no lleva a más que a quedarse sin aire para vivir, que el poder solo para nuestros objetivos personales intoxica hasta matar. Tanto disimulo ha hecho que ya no encontremos nuevas maneras de mirarnos ni de mirar. Somos los mismos de siempre, algunos un poco más ricos, la mayoría más pobres intentando parecer ricos. Todos metidos dentro de una gran mediocridad intelectual y vital.

    El periodismo que hacemos y consumimos es otra señal de lo mismo.

    Cuando ganó el NO, en octubre de 1988, quienes trabajábamos en las revistas y periódicos de oposición pensamos que sobreviviríamos. Unos pocos medios habían hecho el mejor periodismo de todos los tiempos en Chile, el más investigado, el mejor escrito, el más valiente. Pero era difícil salir del útero de la cooperación internacional para mantenerse y sobrevivir independientes si se pretendía que nos rigiéramos de inmediato, y estrictamente, por las leyes de un mercado que era tremendamente imperfecto.

    Un mercado en el que las agencias de publicidad y las empresas decidieron no poner avisos en estos medios de prensa a pesar de que vendían mucho más que aquellos donde sí ponían.

    Y, lo peor, el propio primer gobierno democrático decidió limitar su ayuda a todos los medios que enfrentaron la dictadura. Aunque en esto hay distintas versiones de los protagonistas de primera fila: según unos, el Gobierno prohibió que la ayuda extranjera siguiera llegando como financiamiento de transición e incluso amenazó a los cooperantes con que consideraría sus aportes como una intervención en la democracia chilena. Según otros, simplemente el nuevo gobierno inhibió toda voluntad para trasladar dineros de la cooperación extranjera, –cuyo destinatario legalmente ahora solo podía ser él mismo–, a revistas y periódicos. En cualquier caso, el resultado fue uno solo: la muerte lenta de cada uno de los medios, ahogados por las deudas y la falta de liquidez. En esta situación influyeron sobremanera personas de las altas esferas políticas de entonces que, ingenua o mezquinamente, afirmaron que el mercado regularía la información correctamente y definiría qué medios podían o no seguir existiendo.

    Al ver hoy la situación del periodismo chileno, no puedo dejar de pensar que gran parte de la responsabilidad de que las revistas y periódicos de oposición a la dictadura hayan tenido que cerrar, y que la televisión haya terminado como está, se debió a la activa participación, u omisión, de políticos a quienes dimos plena tribuna –y en algunos casos ayudas logísticas durante años– por miedo a que la crítica se ejerciera sobre ellos y sobre aquellos con los que habían pactado el silencio. El periodismo chileno, en el largo plazo, se arruinó mucho más con la llegada de la democracia que con la dictadura de Pinochet.

    Así, en los noventa, los medios que habían hecho el nuevo periodismo en dictadura debieron cesar, uno tras otro, y la mayoría de sus periodistas transformarse en relacionadores públicos, comunicadores estratégicos o vendedores de lo que fuera. Los menos fueron a trabajar a los grandes medios en posiciones subalternas; solo una cantidad muy pequeña pudo, a través de algunos libros, algunas páginas web, algunas radios; el cable o grupos de investigación, hacer periodismo que indagara e informara. Pero los grandes medios, incluida la televisión pública, le dieron la espalda al periodismo investigador promoviendo un periodismo burocrático y vacío.

    Y a nadie, en los sucesivos gobiernos que siguieron, le importó demasiado.

    Hoy tenemos uno de los peores periodismos de nuestra lengua. El periodismo está solo para entretener y distraer; o defender y difundir causas extra periodísticas. Nadie asume que para cumplir con nuestra fantasía de ser algún día desarrollados y modernos tenemos que tener periodismo de calidad; periodismo que no solo dé expresión a todo el mundo sino que, por sobre todo, informe, analice, ponga en tensión lo conocido y abra horizontes a la gente común.

    Esta derrota es la derrota de una generación completa. Un nuevo mundo oportunista, supuestamente el único posible, se ha hecho cargo de nuestras vidas. Su oferta de una cierta cultura de la indiferencia, en la que las ideas ya no tienen perfil y solo valen por su rentabilidad económica o política, ha contaminado a tirios y troyanos.

    A los chilenos siempre nos ha costado mucho movernos en el área chica de la libertad sin modelos. Mientras el conocimiento de la incertidumbre se populariza –antes era una delikatesse privada del método científico– y permea acontecimientos cotidianos como la permanencia en el trabajo o las relaciones de pareja, la necesidad de la certeza nos limita, empujándonos hacia refugios principistas como la religión, el esoterismo, el medio ambientalismo y, cómo no, hacia nuevos tipos de patriarcalismo y, en muchos casos, nos interna en el oportunismo simple y llano ya mencionado.

    Y el periodismo, en vez de ser una ventana abierta frente a este fenómeno, para airear la sociedad, para debatirla a fondo, se ha transformado en el validador de su encierro y ahogo.

    Muchas veces los chilenos nos vemos a nosotros mismos como los campeones de la innovación, pero no estamos dispuestos a asumir demasiados riesgos. Y si bien nos encanta la originalidad y la renovación, rápidamente repetimos comportamientos que se parecen mucho a los más conservadores que alguna vez rechazamos.

    Los de entonces somos los de siempre.

    Así hemos terminado parándonos al borde de la novedad y del futuro, dando vueltas y vueltas y corriendo en círculos, sin atrevernos a tomar una dirección clara. Solo acezamos, desconcertados, con la lengua afuera. Unos aturdidos, otros cínicos.

    Quizás la única justificación de unas memorias como estas, para que no lleguen a ser literatura prescindible es que muestren, aunque sea en una pequeña parte, lo que quisimos ser y lo que –en definitiva– llegamos a ser.

    Estas memorias no son memorias de heroísmo ni cuentan las peores atrocidades cometidas por el régimen de Augusto Pinochet contra los chilenos. Tampoco son la historia del periodismo durante la dictadura. Sobre eso se ha escrito mucho y bien. No pretendo escribir de nuevo sobre lo mismo. Aquí se trata simplemente, a través de una historia personal, muy poco comprometida, de dar cuenta –desde el margen y muy humildemente– lo que una generación de periodistas vivió, sintió y pensó, cuando mayoritariamente desistió, por fuerzas mayores o menores, de informar y ser informada, de criticar y discutir, de ir un poco más allá de lo acordado en las esferas del poder. Que, en cambio, prefirió disimular a reclamar, ser pautada en vez de pautar.

    Advierto que estas son memorias de escucha y no de parlamentos, de observador y no de actor, de muro y no de carretera.

    Las simples memorias de un testigo involuntario.

    Bendita inocencia

    La ametralladora asomó por la pandereta, luminosa como el periscopio de un submarino de hojalata. Cogida del cañón apareció una mano, luego una cabeza y enseguida un cuerpo adelantó unas piernas cimbreantes hasta el jardín donde estábamos parados. Detrás, diez detectives igualmente armados lo siguieron imparables.

    El dueño del cuerpo, el jefe, nos doblaba en edad. Llevaba una camisa blanca fuera del pantalón y unos vaqueros con patas de elefante de un celeste degradado que resaltaban unos mocasines chillones, gastados de haber sido usados todos los días para marcar el mando.

    Mientras miraba de frente y me cerraba un ojo, una y otra vez, gritó:

    –¿Dónde están los extranjeros?

    Como no dijimos nada, aumentó el volumen de la voz y repitió.

    –¿Dónde están los extranjeros, conchas de su madre?

    No contestamos. Pero no porque no quisiéramos hacerlo. Estábamos simplemente conmocionados, aterrorizados. Comenzó, entonces, a dar vueltas por el patio de la casa, mientras sus subalternos lo miraban con recelo.

    A los dos minutos, concluyó.

    –Aquí no hay nadie. Nos vamos.

    Cogió fuertemente la metralleta –esta vez por la culata– y saltó de vuelta por donde había llegado, otra vez con las piernas ondulantes por delante. El grupo lo siguió sin mirar atrás.

    Era el 12 de septiembre de 1973. En nuestra casa comunitaria de la calle Versalles, en el barrio El Golf, estábamos solamente yo junto al fotógrafo, profesor y amigo, Juan Domingo Marinello, y mi compañero de colegio, estudiante entonces de sicología, Andrés Koryzma, quien empezaba su itinerario siloísta y no se enteró hasta mucho más tarde de lo que pasaba. Vivía en el fondo de la casa y a esas horas meditaba.

    Al jefe del grupo de detectives me parecía haberlo visto antes. ¿Dónde podría haberlo conocido? De pronto, al mirar la escalera de cemento que llevaba por un costado de la casa al segundo piso, vino una sucesión de imágenes y en ellas estaba él y uno de los tiras que acaba de saltar el muro. Sí, lo ubicaba perfectamente. Hacía unas semanas había llegado a ese mismo patio, preguntando por Fernando, un ecuatoriano, compañero de la Escuela de Sociología que, avatares del destino, llegaría a ser Ministro del Interior del presidente Rafael Correa.

    Un vecino lo acusaba de haber raptado a su hija. La visita de los detectives, un par de semanas antes del Golpe, se debía a que en ese momento la chica estaba inubicable y era menor de edad.

    –¿Sabe usted algo de este asunto? –me preguntó entonces.

    Me habían encontrado disfrutando de una mañana de primavera, tirado en el pasto tomando sol, descalzo, sin camisa, como correspondía al goce total de un buen septiembre santiaguino.

    –Fernando está en la playa con algunos amigos. Cómo se le ocurre que podría raptar a alguien –les dije.

    Me miraron incómodos y se sentaron en la escalera exterior que conducía al segundo piso de nuestra casa. No me creían.

    Intenté convencerlos de que Fernando era incapaz de hacer algo así, que era un buen muchacho, que todo era exageración y venganza de un señor conservador, de apellido Ovalle, que no quería que su hija pololeara con un mono, como él llamaba a nuestro amigo, por mucho que fuera hijo de un ex embajador, y que, por lo demás, apenas se empinaba en los veinte años. Les conté que hacía unos pocos días lo habíamos sacado en andas por las calles del vecindario celebrando la pérdida de su virginidad. Con una mujer bastante mayor, me apresuré a informarles. No era posible lo que el vecino presumía.

    Mientras explicaba todo esto a mis contertulios policías, apareció al fondo de un pasillo, que podía divisarse desde el patio donde estábamos, la dulce y soñolienta figura de Julia, una veinteañera preciosa camino de la ducha, completamente desnuda. Era la novia de Herman, un boliviano que mucho después llegaría a ser Ministro de Información de los presidentes Víctor Paz Estenssoro y Gonzalo Sánchez de Lozada.

    –¿Es ella, huevón? –me preguntó el jefe perturbado.

    –No, no. Ella es otra.

    Las caras de mis interlocutores se debatían entre el romanticismo de tan etérea aparición y el deseo más bajo y depredador que de pronto les dominó.

    –Dile que venga, dijo el jefe.

    –No se preocupen, ella es mayor de edad y es la mujer de un amigo que vive aquí, respondí.

    –Que se presente.

    Fui a buscar a Julia y le dije que llevara su carnet de identidad. Se puso una camisa de dormir que no le cubría nada, salió, y desde el más profundo sueño blandió el carnet en su mano con una naturalidad abismante mientras los saludaba con un inocente y simpático hola.

    Revisaron el carnet.

    –Este apellido raro me suena –dijo el jefe.

    –Es la hija de un ex ministro del presidente Frei –repliqué esperando que con ese dato se dieran por vencidos.

    Julia asintió sonriendo y volvió a sus aposentos sin que nadie le dijera nada. La siguieron dos miradas arrodilladas por el peso de sus apetitos.

    –Putas que lo pasan mal ustedes, los huevones –dijo el jefe–. Y uno perdiendo el tiempo cazando giles. Viejo huevón el denunciante, el Ovalle. Tiene que cuidar mejor a su hija y no andar haciendo perder el tiempo a Investigaciones de Chile en tonterías. Eso le vamos a decir.

    La información del padre ex ministro había surtido efecto inmediato.

    –No puedo estar más de acuerdo –dije.

    Se miraron entre ellos, menearon la cabeza y salieron.

    –¿Amigos? –preguntó el subalterno desde el otro lado del portón que daba a la calle.

    –Por supuesto, amigos.

    ¿Habría generado ese encuentro previo el insistente guiño cómplice en la abrupta llegada de ese 12 de septiembre? ¿Sería el jefe partidario de la Unidad Popular o en Investigaciones de Chile más de alguien pensaba que a lo mejor la situación podría revertirse? Nunca lo supe. Solo sé que si ese 12 de septiembre hubieran detenido a los extranjeros que allí vivían (y que por casualidad no se encontraban en casa), con seguridad alguno de ellos habría sido asesinado y algún buen ministro se habría perdido un futuro gobierno latinoamericano.

    El 11 de septiembre me pilló muy temprano arriba de una micro yendo a la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica que estaba entonces en la calle San Isidro. Un carabinero iba escuchando una radio a pilas. De pronto, la maquinal voz del teniente coronel Roberto Guillard irrumpió con sus bandos sacados de un planeta extraño. De una enciclopedia que los chilenos no conocíamos. Nos quedamos callados mientras escuchamos lo que desde hacía tanto tiempo se venía anunciando; los militares ahora sí derrocaban al Gobierno. La sorpresa estuvo en la violencia con que actuaron los generales, que no titubearon en traspasar todos los límites de la cordura, comprometiendo a las Fuerzas Armadas en un desenfreno de libertinaje y crueldad.

    Al darse cuenta de lo que pasaba, el policía se bajó de un salto, sobrecogido, mientras alguien le gritaba anónimamente:

    –¡Paco re-chu-cha-tu-ma-dre!

    Nos quedamos sin información.

    El primer bando militar ordenó por la radio que todos los medios de comunicación afines al gobierno de la Unidad Popular debían dejar de transmitir, imprimirse o lo que tuvieran que hacer para evaporarse. Sus bienes quedaban confiscados.

    Durante el gobierno de la Unidad Popular, había diez diarios de circulación nacional: Última Hora, Puro Chile, Clarín, El Siglo, La Nación, El Rebelde; los diarios opositores: La Prensa y Tribuna, El Mercurio, Las Últimas Noticias, La Segunda y La Tercera. Todos de las más diversas tendencias ideológicas y con circulación nacional, salvo los vespertinos Última Hora y La Segunda que solo aparecían en Santiago. Había un sinnúmero de diarios regionales.

    Además había revistas semanales, quincenales y mensuales, tocando todos los nichos comerciales. Entre todas recogían el espectro de las ideas políticas que había en aquel Chile de entonces. Desde la derecha más pura y extrema, de Tribuna, hasta la izquierda revolucionaria, de El Rebelde. No existía ninguna restricción para editarlas ni tampoco había que pedir autorización alguna para hacerlo.

    Los medios escritos afines al gobierno derrocado fueron cerrados de inmediato. Para el resto rigió la censura previa y debieron enviar sus artículos a la Oficina de Prensa de la Junta de Gobierno antes de ser publicados. Todos se limitaron a informar solamente lo permitido por el nuevo régimen que comenzaba. Las únicas excepciones en ese momento fueron Ercilla, Mensaje y Política y Espíritu, que estaban relacionadas con la Iglesia o el partido democratacristiano; el Gobierno no sabía que rumbo tomarían.

    Todas las radios vinculadas a la Unidad Popular también fueron clausuradas y, como los diarios, sus bienes confiscados. En el caso de Radio Magallanes, que no acató las instrucciones de las nuevas autoridades, la Fuerza Aérea bombardeó sus instalaciones. Fue la radio a través de la que Salvador Allende pudo emitir su último discurso. Las demás fueron obligadas a transmitir únicamente la información entregada por los nuevos mandos. En todas las radioemisoras se mantuvo durante los primeros días del gobierno militar una fiscalización absoluta sobre los informativos.

    Los canales de televisión, entonces en manos del Estado y de las Universidades, fueron militarmente intervenidos.

    Me bajé de la micro en la Alameda y caminé hasta la Casa Central de la Universidad Católica. Junto a un grupo de obreros de la construcción y otros estudiantes escuchamos, sentados en la vereda, el último discurso de Allende, aquél de las grandes alamedas. Algunos compañeros de la Universidad Católica, especialmente de Sociología, se fueron a los cordones industriales, a defender el gobierno popular dijeron. Yo volví a mi casa, como le correspondía a una pared que únicamente quería pasar desapercibida.

    Mientras caminaba no pude dejar de recordar cuando mi padre la noche del 4 de septiembre de 1970 entró gritando a mi pieza:

    –Salió Allende, qué va a pasar ahora. El desastre total se avecina.

    Yo encontré que exageraba, que simplemente los que tenían más tendrían que dar más, que las tierras improductivas serían expropiadas, también las grandes industrias. Todo para que hubiera más justicia social, para que los pobres vivieran mejor, salieran de las mediaguas asquerosas en que miles se hacinaban, tuvieran salud y todo lo que les faltaba en el Chile de 1970. ¿Cómo estar en contra? Mi ingenuidad a los 19 años era tal que pensaba que Chile llegaría a ser una especie de paraíso para todos. Después de todo, era ex alumno de un colegio jesuita.

    Hasta esa noche, la derecha había estado absolutamente confiada en que Jorge Alessandri ganaría la elección. Las encuestas de entonces lo proclamaban así. Gallup le había dado un 41,5%, un 29% a Radomiro Tomic y un 28% a Salvador Allende. Se había hecho una aterradora campaña anticomunista que hacía suponer que muchos centristas y democratacristianos votarían por Alessandri y no por su candidato, Radomiro Tomic. La campaña del terror insistía en que los opositores, y sobre todo los ricos, iban a ser fusilados en un paredón, que los niños y bebés serían secuestrados de sus familias para lavarles el cerebro en Cuba y la Unión Soviética. Pero los tomicistas, aunque dudaban de la campaña, también creían que podían ganar y persistieron con su candidato.

    Alessandri sí dudaba de que él pudiera salir vencedor, ya que en 1958 solo había conseguido un tercio de los votos. Además pensaba que era muy probable un pacto entre Allende y Tomic para votar en el Parlamento a quien tuviera más votos de los dos, aunque fuera segundo, lo que era posible con la ley electoral de entonces. Después de todo, los programas de ambos se parecían. Tomic quería una sociedad socialista, comunitaria, pluralista y democrática, no muy distinta en la práctica al socialismo de empanadas y vino tinto allendista.

    Así y todo, muchos democratacristianos querían que Tomic se retirara para asegurar el triunfo de Alessandri. A usted, que lo presionan, desfile con Tomic y vote tranquilo por Alessandri el día 4 decía una publicidad radial. También, el 3 de septiembre El Mercurio publicó: Tomic no tendrá la grandeza de retirarse como lo hizo Durán para que Chile aplaste al marxismo, pero usted puede retirarle el voto a él y darle la mayoría absoluta a don Jorge Alessandri, porque ¡primero está Chile! Aludían a la elección presidencial de 1964, cuando Julio Durán, candidato de la derecha, del Partido Radical, se retiró para cederle el paso a Eduardo Frei Montalva y así no fuera elegido Salvador Allende.

    Allende había tenido que salvar varias dificultades hasta llegar a ser candidato. El Comité Central del Partido Socialista prefería al senador Aniceto Rodríguez antes que a él. Había llegado a ser calificado como rémora socialdemócrata del socialismo chileno nada menos que por Rodrigo Ambrosio, el secretario general del MAPU, una escisión reciente del Partido Democratacristiano.

    Pero los muy jóvenes, que apenas lo conocíamos, estábamos hiperventilados por los aires de cambio que vivía intensamente el mundo, Chile incluido, con sus innumerables epopeyas locales y universales, como la Revolución de Mayo del 68 en Francia; la toma de la Universidad Católica; la toma de la Catedral; el cinema novo; la nouvelle vague, así como con nuestra propia cotidianidad, acompañada por Es la lluvia que cae de los incombustibles Iracundos, que anunciaba que el mundo está cambiando y cambiará más. A eso se le sumaba la incorporación de las píldoras anticonceptivas a la vida diaria de nuestras pololas y novias, la victoria total de la medicina sobre las enfermedades venéreas, lo que le daba una completa normalidad al sexo y sus afectos. El cambio de las costumbres, de los miedos, de las bases de un establishment egoísta y provinciano había llegado por fin y nosotros estábamos allí para vivirlo a fondo.

    Nos bastaba con respirar estos aires de cambio para convencernos de que debíamos estar con quienes querían cambiar el mundo y no nos sonrojamos al cantar Venceremos, venceremos, mil cadenas habrá que romper… o El pueblo unido jamás será vencido. Nos emocionamos hasta el tuétano y adherimos en cuerpo y alma a un proceso que creímos imparable; en Chile y en el Universo.

    El diario El Mercurio esa mañana del 4 de septiembre había declarado ser respetuoso de la costumbre de elegir al candidato que obtuviera la mayoría de los votos, aunque no fuera absoluta. Estaba seguro de que, al menos, su candidato Alessandri tendría una mayoría relativa. Allende en 1958 había obtenido el 31,9% del voto masculino, frente a un 29,8% de Alessandri; y en 1964, había superado a Frei en hombres por 67.000 votos, pero había perdido en mujeres por casi quinientos mil votos. Luego, no dudaba El Mercurio de que ganaría Alessandri. Los comunistas, sin embargo, encabezados por su secretario general, Luis Corvalán, estaban convencidos de que en una carrera con tres candidatos Allende sería el vencedor. El titular del diario comunista El Siglo, sobre una foto de Allende, esa madrugada fue un eslogan: La Patria te llama a votar por Allende. A derrotar por fin el hambre, la injusticia, el engaño e imponer bienestar para la familia chilena.

    Al anochecer Allende ya tenía alrededor de 239 mil votos, cuarenta y seis mil más que Alessandri. Sus partidarios comenzaron a celebrar. Sobre las once de la noche, Allende seguía ganando con treinta mil votos más que Alessandri y con alrededor de doscientos mil más que Tomic.

    Un poco después de las doce de la noche se tuvieron los datos finales Allende: 1.075.616 (36.3%), Alessandri 1.036.278 (34.9%) y Tomic 824.849 (27.8%). La campaña del terror había tenido un éxito muy limitado en las mujeres, ya que en definitiva Allende había conseguido un 31% de voto femenino frente a un 42% de voto masculino. Alessandri, por el contrario había logrado un 31,8% en los hombres y un 39% en las mujeres. El voto femenino no había logrado opacar la victoria final de la Unidad Popular.

    Tomic reconoció de inmediato la victoria de Allende y al día siguiente fue a su casa de la calle Guardia Vieja a saludarlo.

    Sin embargo, ese 5 de septiembre, el diario El Mercurio tituló: Alessandri Presidente 1.562.348 votos contra 1.347.966 de Allende. Nunca sabremos por qué tituló así.

    En el diario allendista Puro Chile, en cambio, su personaje Enano Maldito gritó en su viñeta, que esta vez salió del tamaño de toda la portada, Les volamos la rajaajajajajajajaja.

    Los jóvenes tomicistas y allendistas se abrazaron en las calles del centro de Santiago: Tomic presente, Allende presidente, gritaban, sin darse cuenta de que si se hubieran unido políticamente entonces posiblemente le hubieran ahorrado a Chile diecisiete años de dictadura militar.

    El discurso de Allende fue tan memorable como el de su último día en La Moneda. Lo hizo desde el balcón de la casona de la Federación de Estudiantes de Chile, en plena Alameda, frente a la Biblioteca Nacional, en el corazón de Santiago.

    Lo recuerdo como si fuera hoy. Nunca más volví a escuchar, después de la muerte de Allende –ni en Chile ni en ninguna parte– discursos políticos capaces de remecer las conciencias y poner los pelos de punta, seguramente a unos de emoción, como a mí; y a otros de miedo, como a mi hermano y mi padre.

    Este primer discurso presidencial de Allende tiene elementos comunes al último. Dijo: "Con profunda emoción les hablo desde esta improvisada tribuna por medio de estos deficientes amplificadores. ¡Qué significativa es –más que las palabras– la presencia del pueblo de Santiago que, interpretando a la inmensa mayoría de los chilenos, se congrega para reafirmar la victoria que alcanzamos limpiamente el día de hoy. Victoria que abre un camino nuevo para la patria y cuyo principal actor es el pueblo de Chile aquí congregado. ¡Qué extraordinariamente significativo es que pueda yo dirigirme al pueblo de Santiago desde la Federación de Estudiantes!

    "Le debo este triunfo al pueblo de Chile, que entrará conmigo a La Moneda el 4 de noviembre. La victoria alcanzada por ustedes tiene una honda significación nacional. Desde aquí declaro solemnemente que respetaré los derechos de todos los chilenos. Pero también declaro, y quiero que lo sepan definitivamente que al llegar a La Moneda, y siendo el pueblo gobierno, cumpliremos el compromiso histórico que hemos contraído de convertir en realidad el programa de la Unidad Popular.

    "Hemos triunfado para derrotar definitivamente la explotación imperialista, para terminar con los monopolios, para hacer una profunda reforma agraria, para controlar el comercio de importación y exportación, para nacionalizar, en fin, el crédito; pilares todos que harán factible el progreso de Chile, creando el capital social que impulsará nuestro desarrollo.

    "Solo quiero señalar, ante la historia, el hecho trascendental que ustedes han realizado, derrotando la soberbia del dinero, la presión y amenaza, la información deformada, la campaña del terror, de la insidia y la maldad. Cuando un pueblo ha sido capaz de esto, será capaz también de comprender que solo trabajando más y produciendo más podremos hacer que Chile progrese y que el hombre y la mujer de nuestra tierra, la pareja humana, tenga derecho auténtico al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la educación, al descanso, a la cultura y a la recreación.

    "Yo tengo plena fe en que seremos lo suficiente fuertes, lo suficiente serenos para abrir el camino venturoso hacia una vida distinta y mejor, para empezar a caminar por las esperanzadas alamedas del socialismo que el pueblo de Chile, con sus propios medios, va a construir.

    "Ciudadanas y ciudadanos de Santiago, trabajadores de la patria: ustedes, y solo ustedes, son los triunfadores. Los partidos populares y las fuerzas sociales han dado esta gran lucha que se proyecta más allá, reitero, de nuestras fronteras materiales.

    Les pido que se vayan a sus casas con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada y que esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante, cuando tengamos que poner más pasión, más cariño, para hacer cada vez más grande a Chile y cada vez más justa la vida en nuestra patria.

    ¿Qué más podría un joven todavía adolescente, que se tomó en serio a sus profesores jesuitas del San Ignacio, El Bosque, querer escuchar de un presidente en 1970? Mucho después me daría cuenta de que en realidad, de nosotros, los jesuitas esperaban cosas completamente diferentes.

    La administración norteamericana no tardó nada en dar señales de vida. El propio Henry Kissinger, secretario del Departamento de Estado de la época criticó a sus propios funcionarios tratándolos de idiotas por no haber sabido prever el triunfo de la Unidad Popular. Richard Nixon fue mucho más directo: ¡Ese bastardo hijo de puta. Vamos a patearle el culo!, haremos crujir la economía chilena, según revelaron las grabaciones de la Casa Blanca, desclasificadas mucho más adelante.

    Agustín Edwards, el dueño del diario El Mercurio, había ido varias veces a Washington para incitar a Estados Unidos a intervenir en contra del nuevo gobierno de la Unidad Popular. El embajador Edward Korry sería sumamente claro al amenazar: No se permitirá que llegue a Chile ni un perno ni una tuerca durante el gobierno de Allende. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para condenar a Chile y a los chilenos a la máxima privación y pobreza, una política diseñada para durar largo tiempo a fin de acelerar las dificultades de una sociedad comunista en Chile.

    Más tarde, el director de la CIA, Richard Helms, confesaría: El Presidente me ordenó instigar el golpe militar en Chile. A Nixon y a Kissinger no les preocupaban los riesgos que esto entrañaba.

    Los intentos para que Allende no llegara a asumir fueron varios y culminaron con el asesinato del comandante en jefe del Ejército, general René Schneider. Las grandes empresas trasnacionales norteamericanas de entonces, como Anaconda, Kennecott e ITT, conspiraron junto a las agrupaciones empresariales chilenas. La Confederación de la Producción y el Comercio, la Sociedad de Fomento Fabril, la Sociedad Nacional de Agricultura, incluso la Agrupación del Comercio Detallista

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