Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Pasajeros en tránsito: una historia real
Pasajeros en tránsito: una historia real
Pasajeros en tránsito: una historia real
Libro electrónico323 páginas5 horas

Pasajeros en tránsito: una historia real

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

“Pasajeros en tránsito. Una historia real”, investiga y relata los tres intentos de seis exiliados chilenos, realizados en 1984, por volver al país de origen. Regresar al territorio prohibido contra la voluntad de la dictadura, un comportamiento subversivo y peligroso, es un hecho casi marginal en el contexto de las brutales violaciones a los derechos humanos sufridas por chilenos y latinoamericanos en las décadas de los setenta y ochenta. Sin embargo, la importancia del texto de Arrate consiste en excavar en lo anecdótico del hecho para dimensionarlo, más allá de sus implicaciones locales, en sus múltiples, entreveradas e insólitas significaciones globales. Al hacerlo, explora también los difíciles reveses identitarios que genera el destierro.

Al ritmo caprichoso de sus papeles y recuerdos, el autor avanza y retrocede en su narración, se desplaza por la geografía continental y europea, evocando, rememorando, reconstruyendo distintos aspectos de su vida cotidiana en el exterior: el momento en que reside en tal o cual país, la circunstancia en que conoció a tal o cual persona, la nostálgica conversación sostenida acerca del país prohibido.

Revelador testimonio del exilio chileno, con elementos de crónica, memoria, autobiografía, ensayo, archivos y, por momentos, con aires de ficción, “Pasajeros en tránsito” atrapa al lector desde la primera a la última línea.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 feb 2018
ISBN9789568303570
Pasajeros en tránsito: una historia real

Lee más de Jorge Arrate

Relacionado con Pasajeros en tránsito

Libros electrónicos relacionados

Historia para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Pasajeros en tránsito

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Pasajeros en tránsito - Jorge Arrate

    Capítulo 1 

    DE VUELTA EN EL SUR

    HASTA HOY ME PREGUNTO qué pensábamos. No recuerdo cuál era nuestro pronóstico, qué suponíamos que haría el enemigo. Estábamos acorralados en unos pocos metros llenos de asientos angostos cruzados por dos tramos de pasillo que terminaban en un estrecho corredor final. Allí dos —¿o cuatro?— lavabos ofrecían acogida a los pasajeros hostigados por las urgencias del cuerpo. Me pregunto por qué no ocupamos esos recintos y nos recluimos dentro. Si lo hubiésemos hecho es probable que el avión hubiera permanecido esa noche en la loza de Pudahuel. Imagino la escena: los retretes bajo nuestro control, uno de nosotros apostado dentro de cada cuartucho, dos fuera. Desde el exterior se vería un letrerito rojo: Occupied o, más bien, Occupé. Los franceses no perdonan cuando se trata del idioma. El capitán, que no parecía ser un gran irresponsable, no hubiese despegado en esas circunstancias. Seguramente sus exámenes sicológicos habían sido minuciosos y los resultados, suficientes. Al fin y al cabo una aeronave como esa valía una fortuna. Entonces hubieran reducido primero a los dos de fuera y a continuación una cuadrilla de expertos desmontaría las puertas de los baños sin dañarlas, para después forzar la salida de cada uno de los ocupantes que estarían sentados sobre las tazas en actitud beatífica…

    Sin embargo, no ocupamos los lavabos.

    Deseábamos que cayera la noche y que el avión, cual dinosaurio somnoliento, permaneciera en la loza hasta el nuevo día. La tensión del conflicto debía madurar. Esa era nuestra única estrategia en el difícil trance en que nos hallábamos, sin informaciones, acosados por la mirada persistente de nuestros guardianes, desconfiados de los tripulantes, casi sin contacto con los dos observadores que nos acompañaban y que cumplían disciplinadamente su función. Cada minuto que transcurría jugaba a nuestro favor, complicaba las cosas un poco más para la línea aérea, desquiciaba el funcionamiento del aeropuerto, generaba impaciencia en la policía, mantenía la atención de la prensa, inquietaba a las embajadas y, especialmente, sacaba de sus casillas a la dictadura. En algún momento todo aquello maduraría en una solución y, si actuábamos con firmeza, la única posible era que nos bajaran de la nave. Entonces íbamos a pisar suelo chileno.

    De ahí en adelante, veríamos.

    Antes de seguir, debo confesar que no sé bien cuándo comenzó esta historia. No sé si fue en uno de los recurrentes momentos de nostalgia, o en el instante en que borrosamente sentimos que ya estábamos traspasados por otra cultura, por otros hábitos, por reflejos distintos, o en algún arrebato de rebeldía provocado por los estertores de nuestra vieja identidad. Tampoco sé bien dónde. ¿Dónde empezó? Si me obligan a precisar un inicio, elijo, al menos provisoriamente, una llamada telefónica y dos frases breves: Partimos mañana a Santiago. Te estamos esperando.

    Río de Janeiro. Me había trasladado a aquel hotel de cientos de habitaciones rodeadas por jardines tropicales y verandas con vistas panorámicas, una joya de los años veinte. A mi propio costo. No era algo trivial para un exiliado, aunque fuera solo por una noche. Allí tenía lugar un encuentro de nombre imponente: Primer Congreso Internacional de Política Económica. Brasil era entonces gobernado por el último de los militares que regentaron veinte años de su historia, el General Figuereido. Pero la mayoría del país reclamaba democracia. Era un movimiento poderoso cuya proclama se había encarnado en multitudes en torno al objetivo de la elección directa de Presidente de la República, las directas. Una moción parlamentaria para reformar la Constitución y viabilizarlas —nótese: la dictadura brasilera funcionaba con un parlamento— había fracasado a comienzos de año no obstante obtener una aplastante mayoría a favor, simplemente porque el quórum exigido era demasiado alto. Algunos políticos de renombre nacional y un sindicalista conocido por el apodo de Lula, dirigente metalúrgico de Sao Paulo, agitaban a las masas encolerizadas por la derrota injusta de la iniciativa.

    La redemocratización brasilera estaba entonces próxima a su clímax. A fines de ese año el candidato opositor derrotaría en elecciones indirectas al abanderado oficialista. Pero ya antes del triunfo se abrían nuevos espacios y numerosos intelectuales y políticos exiliados habían vuelto al país.

    El Congreso nos proveía un alojamiento modesto en una casona de las colinas de Río de Janeiro que tenía el aspecto y el olor de un internado. Las sobrias habitaciones eran compartidas; las camas, básicas. Un bus pequeño, de color amarillento, llevaba y traía a los participantes al Hotel Gloria, lugar de las sesiones. Había un contraste inevitable entre la sobriedad del hospedaje de los invitados y la magnificencia del sitio en que se desarrollaba el Congreso. Cada día, al terminar los paneles y debates, éramos depositados en el albergue luego que el pequeño bus atravesaba un túnel y se internaba por calles que subían a una colina. Nunca supe cuál, ni guardo memoria alguna que me permita reconocer hoy aquellos parajes. Nadie se arriesgaba a salir, menos aún sin transporte asegurado, a la noche carioca, incierta y fantasmagórica. Con agrado, a pesar de la inevitable sensación de estar en un encierro, nos dedicábamos unas horas a conversar, a despachar la comida —que me recordaba mis almuerzos en el Instituto Nacional cuando era estudiante secundario— y a beber unos tragos alrededor de botellas de cachaça. Había entre los invitados varias figuras prestigiosas del pensamiento marxista europeo y americano y era para mí una oportunidad única escucharlos y convivir tan cercanamente. Pero era también mi primera visita a Río, quería respirar en las calles el aire latinoamericano, conocer al menos algunos rincones de la capital de los carnavales y apreciar directamente el exotismo que los chilenos, mayoritariamente mestizos de clima frío, suponemos y deseamos encontrar en Brasil.

    Entonces, decidí pasar mi última jornada en el Hotel Gloria para, esa noche, salir a cenar junto a unos compatriotas exiliados. Después de comida caminamos un rato por calles muy distintas a las de Rotterdam, mi santuario de aquellos años. Debía aprovechar esos días para poner el ojo a tono con lo que yo era —¿o había sido?— y recuperar mirada sureña luego de tantos años de exilio en el hemisferio norte.

    Junto a mis amigos exiliados en Europa añorábamos constantemente América Latina. La música nos conmovía y oíamos, sufrientes, tangos y boleros. Yo coleccionaba boleros clásicos y aquella música que en Chile se conocía como cebolla, caracterizada por un sentimentalismo algo ingenuo y bastante lloroso. Eran valses y boleritos que, en alguna medida, proyectaban una mirada desde abajo, impregnada de sentimientos y expresiones populares. El recital de de Lucho Barrios en Holanda, en mayo de ese mismo año 1984, había sido un acontecimiento inolvidable. El cantante hacía una gira europea o, para ser más realista y preciso, un recorrido por las comunidades chilenas exiliadas. Fue recibido con cariño y expectación por la colonia en Holanda. Se presentó en Rotterdam en un atestado salón del Centro Salvador Allende, situado un piso más abajo que nuestro Instituto para el Nuevo Chile, en la marginal calle Wijnhaven —muelle del vino en neerlandés—, al lado de la línea elevada del ferrocarril, próximo al río Mosa y a un café típicamente holandés donde se podía tomar reconfortante sopa de arvejas en invierno o beber un amargo de hierbas bien enfriado en el congelador. El cantante vestía un elegante esmoquin que —detalle imborrable— lucía solapas de terciopelo negro. Cantó unas tres horas acompañado de un guitarrista peruano que, mientras Barrios hacía una pausa, contaba chistes de subido tono. El público de esa noche —casi once años después del golpe militar— había perdido ya el hábito nacional, en aquel entonces aún predominante, de burlarse de los homosexuales o de los maridos engañados, o de referir todo el humor a los órganos genitales de ambos sexos. El humorista sentía que su público no respondía como él esperaba y al intervalo siguiente elevaba más el tono de sus historias. El efecto era pavoroso: el público se reía cada vez menos. El hecho no desmereció la versatilidad del guitarrista y la entrega total de Lucho Barrios. Es uno de los conciertos musicales más notables que me haya tocado presenciar.

    El día anterior a aquella llamada, en la tarde, tuvo lugar el foro en que me correspondía participar. Entre los varios panelistas estaban dos brasileros que se habían exiliado en Chile, Fernando Enrique Cardoso y Teothonio dos Santos, el organizador del Congreso, y también el ex Presidente Echeverría, de México. Aprecié que el tema era intencionadamente vago pero seductor: El futuro político de América Latina. En todo caso, la cuestión tenía sentido y actualidad: Brasil estaba en plena transición, Uruguay también, Argentina había ya elegido un gobierno democrático. La pregunta del momento era si la democracia lograría consolidarse o no y de qué manera. Mi posición en el debate era especial: la transición chilena se veía aún lejana, Pinochet había concentrado poder y su dictadura marcadamente personalista no parecía en peligro inminente, aún amagada por una crisis económica mayúscula, por el desarrollo orgánico de una oposición política y por la energía a veces desbordante y combativa del movimiento social. Pero, ni todo eso aseguraba un cambio de régimen. Yo no podía ofrecer una visión decididamente optimista, comparable a la del Río de la Plata y Brasil.

    El penúltimo día del Congreso me levanté muy temprano, me mojé la cara y me alisé el pelo. Conseguí, después de algún esfuerzo, un taxi que llegara a mi sitio de alojamiento y eché mis pertenencias en mi pequeña valija. Partí hacia el Hotel Gloria. Disfruté una ducha reparadora, de aquellas con enérgicos chorros de líquido bien caliente, jabones olorosos y, luego, suaves toallas blancas de algodón grueso capaces de chupar como muertas de sed el agua adherida a la piel. Al bajar al salón principal del hotel fui a depositar la llave de la habitación y entonces un mulato de uniforme verde y galones dorados me pasó un papel con un mensaje y me dijo en un español casi impecable:

    —Lo han llamado hace tan solo unos minutos.

    —Seguramente no escuché el teléfono. Estaba en el baño.

    Desde Buenos Aires me llamaba mi viejo amigo Jorge Guralnik. Pedía que me comunicara urgente. Inquieto, subí a mi cuarto y encargué la llamada a la telefonista. Me asomé por la ventana de aquel hotel, lugar clásico de prestigiosos eventos sociales y políticos, al que supuse que los organizadores del Congreso pagaban las ganas por el arriendo de sus salones a costa de ahorrar en el alojamiento y comida de sus huéspedes. Observé la bahía de Guanabara. Era otra mirada, más próxima, a baja altura. Ya había admirado desde el avión, a mi llegada, los islotes con apariencia de hongos acuáticos, unos, otros de cactus marinos; había visto el Pan de Azúcar y el Corcovado, y la costa alrededor de esas aguas aventajadas. Todo despertaba mi curiosidad. En aquel entonces, para cualquiera como yo, pisar, mirar, oler América Latina era un momento especial, la realización de un deseo largamente cultivado. Durante el destierro habíamos fusionado memorias e intercambiado costumbres con otros latinoamericanos. Al interior de aquella comunidad de exiliados de cultura e idioma compartidos nos queríamos un montón y perfectamente podíamos haber sido, usando el invento de Juan Gelman, argenguayos, urulenos, chilentinos o paraguanos.

    La operadora, con voz suave e idioma musical, anunció la conexión. Jorge se escuchaba fraternal y exuberante, como siempre. Y directo, pues casi sin rodeos lanzó el dardo:

    —Partimos mañana a Santiago. Te estamos esperando.

    —No te entiendo —dije— ¿Quiénes me esperan? ¿Qué van a hacer a Santiago?

    —¿No sabes nada? —preguntó, como si mi desinformación fuera una falencia inadmisible—. Un grupo, pues, un grupo… En serio, te estamos esperando.

    —Estoy desde hace unos días en Brasil. Pero ¿a qué van? ¡Están locos! Tú sabes que yo no puedo entrar —contesté confuso.

    —A exigir que los dejen vivir en Chile, a eso. ¿No quieres volver? Hay circunstancias favorables —dijo Jorge con el tono de alguien que hace un gran favor.

    Sentí alguna inflamación en sus palabras. Ese es su modo de ser, pensé. Exagerado, audaz, apasionado más allá de los límites. Solo una personalidad como la de él puede ser capaz de concebir una idea de ese tipo, me dije. O sea, mi desconfianza era absoluta, especialmente sobre su evaluación, sobre ese juicio tan firme: hay circunstancias favorables. Lo conocía desde que juntos habíamos sido dirigentes secundarios y partícipes de la huelga estudiantil que culminó en los sangrientos disturbios del 2 de abril de 1957.

    Alicia Ramírez se llamó mi primer muerto. Nunca la conocí. Cayó el 1 de abril de 1957 en las cercanías de un cine que había en la calle Santa Lucía, frente al cerro, baleada por la policía. Fue durante una manifestación estudiantil, ella estudiaba para ser enfermera, en la Universidad de Chile. Cayó cuan larga era. La futura enfermera no alcanzó siquiera a hacer un intento de detener su propia sangre. El líquido rojo se extendió disciplinadamente y su flujo siguió las ranuras de las baldosas de la vereda. Los estudiantes huyeron, unos por los senderos del cerro para cobijarse tras los árboles frondosos, detrás de las grandes piedras, en los recodos, en los mismos lugares donde en las tardes acariciaban a sus parejas. Otros escaparon hacia la Alameda, o por Moneda, Agustinas y Huérfanos en dirección al centro.

    Al otro lado de la Alameda estaba la vieja casona de la FECH, con su balcón en el segundo piso. No lo sabíamos entonces, pero desde allí hablaría Allende trece años más tarde la noche de su victoria presidencial. La FECH era acogedora, o así me parece ahora, con su gran patio central de baldosa, techado pero luminoso. En los cuartos que lo rodeaban se reunían los dirigentes universitarios de los diversos partidos. A los estudiantes de educación media y a su Federación nos prestaban salas para las reuniones. Desde esas piezas oscuras y de asientos incómodos salieron las instrucciones para el día siguiente. El día antes en Valparaíso grandes manifestaciones de la CUT y del Frente de Acción Popular, apoyadas masivamente por la población, habían conmocionado la ciudad, todos lo sabíamos, estaba en la prensa. El saldo eran varios heridos y un muerto. No más alzas de precios, basta ya. Eran cinco años de gobierno que habían devorado las esperanzas suscitadas por la escoba de Ibáñez que, se suponía, barrería con la mugre y dejaría la casa en orden. La inflación galopaba como corcel desbocado. Los salarios se hacían agua.

    El 2 de abril en la mañana llegamos a nuestros liceos a sacar a los compañeros a la calle. En la esquina de Arturo Prat y Alameda conseguimos que el Instituto Nacional entero fuera al paro. No recuerdo manifestación estudiantil más grande que aquella. Ahí estábamos, Guralnik del Lastarria, yo del Nacional. Desfilamos en seguimiento de los estudiantes universitarios, para, desde muchos lados, converger a las dos de la tarde frente al local de la FECH y, sentados en el pavimento de la Alameda, escuchamos los discursos de los líderes. Luego partí a Puente Alto a la casa de mis padres, a almorzar, y no logré volver. La ciudad se estremecía, la asonada estaba en marcha. Las tiendas cerraban, los microbuses interrumpían los servicios, las calles del centro parecían enfermas de viruela, salpicadas de rojo por aquí y por allá. Más de veinte muertos registró el parte oficial, pero hay quienes sostienen que hubo decenas. Santiago estuvo en estado de sitio durante largos días, con control total de las radioemisoras y con boletines periódicos de un general de apellido Gamboa, jefe de la plaza, que se erigió en el vencedor de lo que él mismo llamó la batalla de Santiago. Preludio de los dichos de un cuarto de siglo más tarde, cuando los vencedores dirían que habían librado una guerra… Gamboa era un Pinochet chiquito, con su matanza chiquita, un atisbo de lo que vendría.

    Cada vez que camino por calle Santa Lucía, frente al cerro, recuerdo el 2 de abril de 1957 y a esa joven que nunca conocí. Piso el mismo lugar donde esa mañana gritábamos Compañera Alicia Ramírez, ¡presente!, ¿Quién la mató?, ¡los pacos!, ¿Quién la vengará?, ¡el pueblo!.

    Jorge y yo teníamos quince años.

    Miré el reloj. Disponía de unos pocos minutos libres antes del inicio de las sesiones del Congreso y quería recorrer los alrededores del Hotel Gloria, dar una mirada a la playa de Los Flamencos.

    —Jorge Guralnik —dije, y al pronunciar nombre y apellido apliqué un tono de reconvención—: No me esperen. No llego mañana. Voy a Montevideo.

    —¿A qué vas a Montevideo?

    —A nada. Simplemente a caminar, a reconocer el lugar y mirar a los jubilados que se lustran los zapatos en las plazas. Me gusta cuando alimentan las palomas. Ahí quedé varado el 11 de septiembre del 73 —respondí— y supe ahí de la muerte de Allende. Tú sabes…

    —¿Cuánto tiempo estarás? ¿Qué vas a hacer después?

    —Parto mañana en la tarde, poco antes que esto termine. Estaré una noche en Montevideo y luego me voy a Buenos Aires en el vapor de la carrera. Lentamente —enfaticé sardónico— para mirar bien el Río de la Plata… Con calma, sin apuro. Pensaba avisarte de mi llegada…

    —Bueno, te recojo en el puerto. Y la operación no se hará hasta que no llegues.

    —No me esperen —respondí fastidiado—, ya te dije.

    —¿Por qué? ¿No quieres ir a Santiago?

    Entonces contesté:

    —¡Tendría que ser huevón…!

    Me despedí apurado y bajé a respirar el aire de fines de invierno de un Río de Janeiro brillante de sol. Era el día de San Jacinto, según me acabo de fijar. Hubiera sido interesante saberlo entonces. El santo polaco sembró su existencia, según la versión vaticana, de acontecimientos maravillosos, literalmente hablando. Eso era lo que requeríamos los ansiosos por volver: un milagro. Y hasta mandas hubiéramos hecho a pesar de nuestro descreimiento, yo al menos. Si alguien lo duda, ya lo verá.

    Mi paseo no fue tranquilo. Me acosaba la conversación con Jorge.

    Partimos mañana a Santiago. Te estamos esperando.

    Era el 17 de agosto de 1984.

    En materia de gente que llega por aire y la obligan a quedarse en la aeronave para que siga volando hacia otro destino, la historia ha de ser larga. Alguien me contó de un dirigente político paraguayo desterrado en Buenos Aires, que durante la dictadura de Stroessner se embarcaba cada cierto tiempo y aparecía en la escalerilla en Asunción. Hasta ahí llegaba.

    En el Chile de los ochenta recuerdo el viaje de un grupo de democristianos exiliados que querían asistir al sepelio del Presidente Frei Montalva, en 1982, y que debieron permanecer abordo del avión. Más tarde, para el plebiscito de octubre de 1988, Joan Manuel Serrat haría el frustrado pero valioso intento de acompañar en persona el voto NO.

    En 1984 la lucha contra la dictadura tuvo al aeropuerto de Pudahuel como uno de sus escenarios. Ese año estuvieron de moda las expulsiones. El fragor de las protestas, iniciadas en 1983 y convocadas regularmente, prendía un anillo de fuego a las noches de Santiago. Hubo más de ciento cincuenta muertos durante aquellas jornadas de resistencia, el punto más alto de la lucha popular contra la dictadura, antes del plebiscito. El desempleo era una epidemia y descalabraba a más de un cuarto de la población. La oposición política se había escindido entre la Alianza Democrática que convocaba a democristianos, radicales y la parte de los socialistas agrupados en el Bloque Socialista, y el Movimiento Democrático Popular (MDP) conformado por parte de los socialistas, los comunistas y otros sectores de izquierda. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez llevaba ya algún tiempo practicando actos de sabotaje y de propaganda armada e incluso muchos de los que no compartían su estrategia, inevitablemente, sentían oculta satisfacción ante algunos de sus éxitos. La dictadura controlaba los medios de comunicación, otorgaba selectivamente autorizaciones para que algunos exiliados regresaran al país —pequeños guiños a gobiernos críticos con el interés de aplacarlos, favores de familia o, el factor más común, pura arbitrariedad— y trataba de sosegar la oposición crecientemente vigorosa. Dos de los mecanismos represivos en boga fueron las relegaciones a localidades alejadas y generalmente inhóspitas y las expulsiones.

    Así ocurrió con Jaime Insunza, un dirigente público del MDP. A la salida de la sede del Movimiento, en la calle Huérfanos, percibió que lo seguían. Ha de haber sido una de esas sensaciones que llamamos de piel. Se siente la mirada ajena y ofensiva. Hacía un rato un supuesto periodista francés lo había llamado por teléfono a fin de convenir una entrevista. Seguramente alguien quería cerciorarse si la víctima elegida estaba o no en el lugar. Sentí que me seguían, supe que me seguían. Se lo dije al cabro que me cuidaba. Nos fuimos al auto. Éramos tres. Jaime salió a la Alameda y dobló a la derecha por Vicuña Mackenna. A la altura de Avenida Grecia adoptó una decisión: de súbito viró en u. Miró hacia atrás y vio que, desordenadamente, tres autos lo imitaban. ¡Bájense, huevones!. Los acompañantes le obedecieron. Entonces enfiló hacia la casa de su madre y, al llegar, bajó corriendo. No alcanzó a abrir la puerta de calle. Jaime gritó, gritó, gritó… Me agarraron y me subieron a un auto. Con los pies hice presión para impedirles cerrar la puerta lateral. Cuando vencieron mi resistencia uno me dijo tranquilízate, somos de Investigaciones. Otro dijo: Te conocí como dirigente secundario. Jaime preguntó: ¿Qué pasa?. Las palabras no salían con facilidad. Tranquilo. Vamos al aeropuerto. Te expulsaron del país. De pronto, mientras se desplazaban, sus captores le ordenaron agacharse, desenfundaron sus armas y abrieron las ventanas. Se cruzaron con otro vehículo. Eran de la CNI los cabrones, dijo el chofer. Jaime permaneció toda la noche en el aeropuerto en una oficina de la policía internacional. Jugaron con él, al bueno y al malo, obviamente. ¿El preámbulo de la tortura? En la mañana lo embarcaron en un avión con destino a Río. Habrá sentido un cierto alivio, pienso, pero también rabia, impotencia. Junto a él subieron a un ex diputado comunista. Eran dos los expulsados esa mañana. Después se supo: el día antes habían dictado un decreto con diez nombres y los buscaban. Jaime Insunza estuvo un mes en Brasil, luego en Buenos Aires, después en Europa, nuevamente en Buenos Aires. Contó su historia. Entonces ocurrió lo inesperado, lo excepcional: la Corte de Apelaciones acogió su recurso de amparo. La noticia llegó por teléfono, fue sorpresiva. Jaime decidió volver de inmediato, aprovechar las pocas horas disponibles, ya que era muy probable que la resolución fuera rápidamente dejada sin efecto. Llamó a Jorge Gurlanik y éste, a las cuatro de la madrugada, partió a Teletur, su agencia de viajes en Avenida Corrientes pasado Florida, y extendió el pasaje para el primer vuelo de esa mañana. Era el invierno de 1984. En el aeropuerto —nuevamente ese escenario, esos espacios, esas casetas, esos hombres casi indistinguibles entre sí que posan las miradas alternativamente entre las páginas de los pasaportes y los ojos y orejas del pasajero— Jaime Insunza fue detenido y transportado al cuartel de la policía civil. Estuvo en una pocilga, tres o cuatro horas. Apareció el general que era el Director de Investigaciones y le dijo: ¿No lo han tratado muy bien, no?. Ignoró la pregunta y contestó: Estoy legalmente en Chile. El general lo envió a una celda con cama. Espero que lo traten mejor", dijo al retirarse. Poco después Jaime quedó libre. Vivió calladamente unos pocos días. Entonces, la Corte Suprema revocó el recurso de amparo.

    ¿Su ingreso había pasado a ser ilegal? Jaime estaba incrustado entre el interior y el exterior, prendido a un alambre de púa del que no podía zafarse. Quedaba un solo camino: pasar a la clandestinidad.

    ¿Qué había ocurrido? Una expulsión frustrada por grietas en la Judicatura. Jueces de una instancia inferior que fallan bien —que se dan el lujo de fallar bien— probablemente a sabiendas que serán corregidos. Jueces de apelación que hacen injusticia en vez de justicia. Corrigen y asumen su responsabilidad final como cabecillas de la jerarquía. ¿Qué rostro tienen? ¿Qué nombre? Podría investigarse, pero para nuestro relato lo que interesa es que el caso de Jaime mostró que el adentro y el afuera eran una frontera más inestable de lo que parecía, de lo que la convivencia resignada con lo injusto inducía a creer.

    La expulsión de Jaime, de acuerdo a mis rastreos, fue el primer destello de lo que sería el episodio que nos tocó vivir.

    Algunos salían, otros entraban. Ninguna conclusión fácil es posible frente al funcionamiento de esa puerta rotatoria. Los que eran autorizados para regresar no exhibían, en muchos casos, una conducta política que mereciera ser premiada por la dictadura. Los expulsados no siempre eran los objetivamente más peligrosos para la estabilidad del régimen. En el contexto de ese arbitrario sistema, Pudahuel no era solo el escenario de las expulsiones sino también el de los retornos.

    Roberto Celedón había retornado de Holanda, donde participaba en el Instituto para el Nuevo Chile, la fundación creada bajo el impulso de Orlando Letelier y financiada por el gobierno holandés desde 1977. Las Escuelas Internacionales de Verano (ESIN) que organizábamos desde el Instituto, iniciadas en 1981, atraían exiliados de más de veinte países y eran un foco de nuevas ideas y de debates sobre los temas emergentes al comienzo de los ochenta. Cuando transcurría la Escuela de 1983, la dictadura emitió una lista de exiliados

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1