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Ver: Sobre las cosas vistas, no vistas y mal vistas
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La exploración de las relaciones entre observador y observado, las surgidas del deseo ante lo prohibido o las que ubican la mirada como matriz para descubrir el mundo, es el hilo de los ensayos de Francisco González Crussí, profesor emérito de patología.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 jun 2014
ISBN9786071620712
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    Ver - Francisco González Crussí

    personales

    LOS GENITALES FEMENINOS: EL PRINCIPAL TABÚ VISUAL MASCULINO

    EL 17 DE JULIO DE 1791 fue testigo de un episodio sangriento en la tumultuosa historia de la Revolución francesa, la matanza del Campo de Marte. Cabe comentar que ésta tal vez se originó en un incidente trivial de voyeurismo, si hemos de creer el relato de Jules Michelet, quien, después de todo, fue uno de los historiadores más distinguidos del periodo.

    Primero es necesario recordar que el Campo de Marte es uno de los muchos lugares de interés que deleitan al turista en París. Es una amplia y majestuosa explanada que termina por un lado en la Escuela Militar, magnífico ejemplo de la arquitectura francesa clásica, y por el otro en el Trocadero, o los jardines de Chaillot. Ahora este enorme espacio es un jardín formal, pero en algún momento fue una explanada muy grande donde se llevaban a cabo eventos y ceremonias importantes. Fue ahí donde el físico J. A. C. Charles, en 1783, lanzó un globo inflado con hidrógeno, inaugurando así la era de la exploración del espacio aéreo. Sólo un año después, Jean-Pierre François Blanchard ascendió en un globo, y posteriormente pasaría a la historia al convertirse en el primer hombre en cruzar el Canal de la Mancha en globo, en compañía del médico estadunidense John Jeffries. Nada más natural que este gran espacio hubiera sido elegido como el sitio adecuado para las ceremonias en conmemoración de la toma de la Bastilla.

    Un año después de esta hazaña tuvo lugar un espectáculo histórico extraordinario en este sitio, cuya fastuosidad y esplendor dejaron una profunda impresión en la imaginación popular. La exposición planeada para el segundo aniversario no fue menos ostentosa. Se erigió un Altar a la Patria, y no se escatimó en ningún detalle que pudiera realzar la pompa y el lustre del gran espectáculo proyectado. El altar estaba en el centro de la explanada, encima de una estructura cuadrilateral inmensa, alta, sostenida por enormes pilares en cada ángulo. Estos pilares estaban unidos entre sí por unas escaleras tan amplias que, en palabras de un testigo ocular, todo un batallón de soldados podía subir marchando de lado a lado. Trípodes colosales en los ángulos aumentaban el imponente aspecto de la estructura. Desde la plataforma a la que conducían las escalinatas se levantaba una serie de niveles de superficie progresivamente más estrecha para formar una pirámide en cuyo vértice descansaba el Altar a la Patria flanqueado por una palmera.

    Se construyeron tribunas desde donde el público podía observar el grandioso espectáculo patriótico. Esto dio a ciertos hombres necios y tontos una idea que resultó ser un desastre. En efecto, en 1791, el número de hombres necios y tontos que vivían en París había aumentado como nunca. Claro: este tipo de hombres nunca ha sido escaso en la Ciudad de las Luces; sin embargo, había una razón para su desenfrenada proliferación en el momento del mayor fervor revolucionario. Muchos aristócratas ricos y poderosos, intimidados por la violencia del movimiento, que parecía surgir más amenazador que nunca y sin indicios de disminuir en un futuro cercano, huyeron de inmediato. Y como aumentó el número de émigrés, las masas de sirvientes dependientes, ahora sin empleo, aumentó de manera desmesurada.

    Consideremos que cada aristócrata tenía todo un séquito de sirvientes, subordinados y parásitos, cuyo sustento hasta entonces había dependido de la voluntad y el auspicio del patrón. Eran jardineros, mayordomos, amas de llaves, cocheros, mozos y toda una serie de subordinados designados de manera colectiva en francés con la palabra peyorativa valetaille, es decir la masa indistinta de mozos y lacayos. Más perniciosa entre ésta estaba la clase encargada de proporcionar lujo y placer a sus patrones: joyeros, traficantes de arte, maestros de danza, diseñadores de moda, peluqueros y demás. No es necesario decir que todos ellos eran monárquicos fervientes. En especial los peluqueros, ya que, como señalan los historiadores, compartían toda la frivolidad y la vacuidad de sus patrones, sin su brillo, compostura y educación.

    Por siglos los peluqueros y los fabricantes de pelucas disfrutaron de una posición muy alta en el Ancien Régime. Imaginemos: era suyo el extraño privilegio de admisión en las habitaciones privadas de los personajes más elevados de la corte. Podían platicar horas con las exquisitas damas del séquito del rey, mientras éstas soportaban con paciencia todos los artefactos que rizaban su cabello o lo aclaraban (madame Du Barry, que se hacía pasar por rubia, aclaraba su cabello con infusiones de manzanilla), o las resinas que lo sostenían en las formas más extravagantes. Y mientras los peluqueros esperaban con sus patronas podían bromear o escuchar las habladurías o, con menor frecuencia, tener conocimiento de información de suma importancia. De hecho, algunos parecen haber adquirido una influencia nada desdeñable. Cuando la reina María Antonieta y su familia hicieron el aciago intento de escapar, ella confió sus diamantes a su perruquier, un tal sieur Leonard. Este mismo hombre participó en la preparación de la fuga; pero su capacidad, fuera de la de adquirir de peinados y pelucas, era evidentemente limitada y, como bien se sabe, les fue mal a los aspirantes a fugitivos. Por lo tanto, Michelet no se equivoca al afirmar que los monárquicos más recalcitrantes en esos tiempos peligrosos no eran los nobles ni los sacerdotes, sino los peluqueros.¹

    Uno de ellos, en la víspera del 17 de julio, concibió una idea que le serviría para mantener su posición como hombre banal y sin ataduras en una situación de inactividad forzosa. Esa idea era meterse debajo de los asientos de una tribuna para tener una buena vista de las partes del cuerpo escondidas bajo las faldas de las mujeres. Y buscó la compañía de uno de sus amigos, un viejo soldado incapacitado que había sido un franco monárquico, y ahora era un viejo lujurioso, libidinoso, tonto y desempleado como él.

    Los dos fueron en la noche al Campo de Marte, aflojaron los tablones y se metieron en la oscuridad llevando consigo una canasta de comida, botellas de vino y otros artículos para mantenerse a sí mismos y a su complacencia visual durante la celebración, que duraría todo el día; pues la pompa y solemnidad de las ceremonias patrióticas del periodo no se caracterizaban por la prisa.

    El par de traviesos amigos esperan divertirse mucho. Se ríen de las posibilidades: verían justo qué tipo de atractivos escondidos tenía esa mujer que hablaba en las reuniones públicas y que pasaba por ser un tribuno de la plebe; y esa otra mujer, escritora y con una personalidad fuerte, no podría sospechar que ellos estarían a sus anchas haciendo un sondeo de las partes de su anatomía que con tanto celo ocultaba; y de esa otra, una acendrada republicana; sabrían si la firmeza de sus convicciones políticas correspondía a la de los cimientos de su cuerpo… ¡Qué mina tan rica de bromas procaces, burlas y frivolidades! De sólo pensar en lo que podrían decir en los salons se atacaban de la risa. De hecho, el tono de las conversaciones en los salones, como coinciden todos los historiadores, era demasiado libre; uno siente vergüenza al saber el tipo de procacidades y el lenguaje subido de tono que se usaba incluso en presencia de la reina.

    Pero estos dos bromistas necesitan una buena vista, clara. Por lo tanto, se dedican a perforar diferentes lugares de la tribuna y se quedan quietos cuando el público comienza a llegar. Una anciana pastelera llega temprano para instalar su mercancía. Escucha un ruido, mira de dónde proviene y descubre con temor que hay dos hombres ocupados haciendo quién sabe qué al amparo de la noche. Corre a la policía, la cual presta poca atención a la bruja. Pero, como se aprecia ahora, no se desestimaba tan fácilmente a las viejas brujas en la Revolución francesa. Ella corre al Hôtel de Ville donde sabe que encontrará patriotas fervientes que se enojan con facilidad, los encuentra, les dice lo que sabe y todos regresan a la zona ceremonial armados con picas, sables, travesaños e instrumentos variados para defender la revolución.

    Los dos bobos se dan cuenta de inmediato de que están ante un grave problema: un par de hombres que apoyan la monarquía escondidos en la oscuridad, muy cerca del Altar a la Patria, augura infortunios. En vano confesaron su intento pueril y tonto. Sólo empeoraron la situación. La zona es fértil en lavanderas, una raza feroz de mujeres armadas con duros bastones y porras, con las que golpeaban las sábanas y los manteles que a diario colgaban para secarlos al sol. Pero se les conoce por emplear las mismas herramientas para una ocupación menos pacífica y tranquila; las mujeres con frecuencia han tomado parte en la revuelta sangrienta y el tumulto mortífero. No se distraen cuando escuchan la confesión de los tontos: lo que han hecho, dicen las furias, es un atentado a la dignidad de las mujeres.

    El asustado par tartamudea excusas, pero es demasiado tarde. Por ahora, un rumor que se esparce con rapidez ha convertido la canasta de provisiones en un barril de pólvora. Ahora todos dicen que las botellas de vino contienen queroseno, o algún líquido inflamable con el que estos dos traidores despreciables prenderían fuego a la estructura ceremonial. Los cautivos lo niegan e imploran en vano, el jurado está convencido: ¡estos rufianes planearon incendiar el Altar a la Patria! Y mientras se esparce el rumor, el semblante de los captores se vuelve cada vez más temible, su tono más violento.

    Al fin, la ira de la gente no puede ser contenida. Literalmente arrancan a los dos sospechosos de su guarida; los guardias que han llegado a disipar el desorden no son capaces de protegerlos. Las mujeres se abalanzan sobre los dos hombres con sus porras, los sans-culottes, con los ojos desorbitados, con sus picas, alabardas y dagas, y los dos desafortunados dan su último suspiro. En poco tiempo, las dos cabezas cercenadas están en la punta de un par de picas, haciendo que los monárquicos que los ven se mueran de miedo.

    Mientras tanto, la Asamblea Nacional es sede de acalorados debates. El partido monárquico aún es fuerte: 400 años de monarquía absoluta no se pueden hacer a un lado así de fácil. A pesar de su conducta desleal, la persona del rey se considera sagrada. Por lo tanto, cuando los informes del desorden llegan a la Asamblea, un diputado monárquico exclama: Dos ciudadanos honestos acaban de morir… Encarecieron al pueblo a respetar las leyes. Fueron colgados. La reacción de los monárquicos es rápida: su causa sagrada está amenazada y ahora se ha cometido un crimen: el escenario está puesto para que se promulguen medidas represivas.

    En el Campo de Marte la gente forma grupos; hay muchos gritos y voceríos; hablan de la urgencia de cambiar un decreto que refuerze la inviolabilidad de la persona del rey. En vista del reciente incidente, en el que muchos patriotas ven una conspiración monárquica, el pueblo quiere llevar su petición de abrogar el decreto directamente a los representantes del pueblo. El grupo exaltado, entre ellos muchas mujeres y niños, se dirigen a la Asamblea, llevando en alto las dos cabezas como estandartes.

    Los diputados escuchan que cincuenta mil bandoleros se están alistando en este mismo momento para marchar hacia la Asamblea. Envían un destacamento de soldados para lo que hoy podría llamarse control de multitudes. El resto es historia oficial: alguien dispara a los soldados, y la caballería carga contra la multitud, en medio de un espantoso clamor y llantos de dolor. Los ciudadanos que huyen son perseguidos por dragones que empuñan sus sables; los que tratan de escapar por el lado del Campo de Marte opuesto al río encuentran las puntas de las bayonetas de los soldados que cierran esa salida. En las escalinatas de la plataforma que sostiene el Altar a la Patria corren ríos de sangre y hay cadáveres esparcidos tanto en las escaleras como en la plataforma, entre ellos muchas mujeres y niños que se equivocaron al suponer que este lugar sagrado sería respetado.

    Ésta es la historia de la matanza del Campo de Marte. Por extraño que parezca, lo que la provocó fue el deseo sexual de dos patanes insignificantes, cuyos nombres no conserva la historia. Pero debe decirse que, en cierta forma, el destino los rescató de la vulgaridad anónima al inscribir su acción al lado del nombre de quienes padecieron una gran desgracia personal por un deseo irreprimible de ver lo que no deberían ver, la anatomía íntima de la mujer. El arquetipo de estas víctimas es Acteón, como cuenta la mitología griega y se reproduce en innumerables obras de arte.

    En el famoso mito Acteón es un héroe y un gran cazador. Caza en los bosques de Orcómeno cuando llega a un valle arbolado, donde hay una gruta que esconde un estanque. Él no sabe que ese estanque está consagrado a Diana, la divina y hermosa reina-virgen, cuyos atributos son la luna creciente, el arco de plata y el perro de caza. También es la doncella asesina: destinada a nunca conocer el abrazo de un hombre; imponente por ser casta y seductora al mismo tiempo. Ese día fue a bañarse en el estanque con sus ninfas. A Cócale le da su túnica de caza color azafrán con un dobladillo rojo que le llega a las rodillas; mientras Néfele, Híale y otras ninfas arreglan con ternura su cabello, le dan un espejo, sacan agua del estanque con sus urnas o cuidan al perro de caza de la diosa.

    Acteón aparta el follaje para ver mejor y queda deslumbrado por la incomparable belleza de la desnudez de Diana. Entonces las ninfas advierten su presencia, gritan y tratan de cubrir el cuerpo expuesto de la diosa. Ella está furiosa y habría dado muerte inmediata al insolente espectador, pero su carcaj y las flechas están del otro lado del estanque, fuera de su alcance. Aunque no hay problema: ella es una diosa y su poder destructivo no está subordinado a herramientas materiales. Con las manos salpica agua en la cara de Acteón y enseguida el pánico se apodera de él. Huye, pero mientras corre sus brazos se convierten en patas con pezuñas, al igual que sus pies, poco a poco un abundante pelaje cubre todo su cuerpo y aparecen cuernos en su cráneo: ha sido transformado en venado. Lamentablemente, sus propios perros lo atacan, pues no lo reconocen.

    El desdichado Acteón quiere gritar para detener las potentes quijadas que desgarran sus miembros y destrozan su cuerpo, pero en lugar de un grito lo único que sale de su garganta es un lastimero balido.

    Es una imagen poderosa, el pobre hombre transformado en una sanguinolenta masa de carne hecha jirones, que muere en medio de sufrimientos inefables bajo una jauría feroz con los ojos inyectados de sangre, ladrando sin cesar, aullando y echando espuma por la boca. ¿Y qué puede representar este mito si no la expresión del miedo subconsciente del hombre, un miedo que surge de ver lo que está prohibido ver en el cuerpo de la mujer? Los psicoanalistas han tenido mucho que decir al respecto: han dedicado torrentes de tinta para describir las laberínticas formas en que esta oscura preocupación acciona la conducta masculina. Se puede creer en sus conclusiones, o considerarlas con escepticismo; pero persiste el hecho ineludible de que los hombres manifiestan una fuerte obsesión por mirar la anatomía reproductiva femenina. Fascinación es un término apropiado, ya que se compone de atracción y repulsión; es un poco como la emoción que se apodera de muchos que se encuentran en la orilla de un precipicio: perciben un peligro del cual deberían retirarse pronto; pero también sienten una fuerza, como si fueran succionados por un vacío en el que se sumergirían con agrado.

    Esta oscura idea que vive en las turbias profundidades de la mente masculina ha salido a la superficie en películas modernas. En la película del director español Pedro Almodóvar titulada Hable con ella hay una secuencia de cine mudo, que es una parte esencial de la película, en la que un hombre se encoge a pocos centímetros de estatura, y después, en una escena pornográficamente surrealista, como un crítico la llamó, se ve al hombre miniatura entrar por completo en la vagina de una mujer. Es de suponer que la dama es su enamorada y no cabe duda de las intenciones femeninas morbosas, perjudiciales o maléficas. Pero la idea atávica e irracional de ser envuelto, devorado, víctima del canibalismo —el miedo a la vagina dentata o le sexe mangeur—, se esboza ahí, acecha por lo bajo. Una película francesa de 1999 dirigida por Bruno Dumont, titulada L’Humanité, también muestra un close-up de la vagina de una mujer, pero el contexto en el que la cámara expone esta parte de la anatomía femenina es mucho más crudo que el de la película de Almodóvar. La acción se desarrolla en un desolado pueblo al norte de Francia, y el tono sombrío y agobiante de la obra es quizá más propicio para una representación negativa de los genitales femeninos.

    No es sorprendente que literatos afectados hayan llegado al extremo de decir que mirar directamente el sexo de la mujer equivale a enfrentar la prohibición absoluta, y por lo tanto, en cierto sentido, es como mirar la cabeza de Medusa, aquélla cuyos cabellos eran serpientes que se retorcían o, en este caso, aquélla cuyo rostro es una boca, una boca que sólo es sombra y abismo insondable. La imagen puede parecer extravagante, de mal gusto u hostil para la sensibilidad de alguien, pero tiene el poder de retratar la compleja reacción de la mente masculina a la vista prohibida. Como al ver a Medusa, quien ve mira el atractivo de lo femenino combinado con la horrible fascinación por la muerte.

    Que esta imagen tan poderosa no haya sido completamente explotada en la pintura tradicional se debe probablemente a los tabúes e interdicciones sociales tan severos en contra de la libre representación pictórica de los genitales femeninos. Si hemos de creerles a varios intérpretes de la expresión artística, en la pintura tradicional estas imágenes sexuales se sublimaron en símbolos, como conchas bivalvas, ostras, medias lunas, husos u objetos como la mandorla, cuya forma de almendra que resulta de la intersección de dos círculos, y que por lo general se dibuja de manera vertical, evoca más directamente la forma de la vulva. Sin embargo, hubo un pintor que, en el mojigato siglo XIX europeo, se atrevió a hacer de ésta el tema central de una de sus pinturas.

    Este pintor fue Gustave Courbet (1819-1877), quien en su nativa Francia marcaba la pauta de una escuela del Realismo que rompió con la afectación del movimiento romántico y el sentimentalismo artificial y controlado del Neoclasicismo. Su obra fue rechazada tres veces por el Salón de la Academia Real oficial, debido a su estilo poco convencional y al atrevimiento del tema elegido: Courbet era socialista y con frecuencia hizo de su arte un medio para expresar sus ideas sociales y políticas. La chocante pintura en la que las partes privadas de una mujer constituyen el centro de la obra se realizó en 1866, cuando el pintor había alcanzado un amplio reconocimiento. El nombre de la pintura es L’Origine du monde (El origen del mundo), y quizá no es difícil ver por qué (figura 1). Recuerda la afirmación de Nicolas Venette, médico del siglo XVII, de que a las partes pudendas de una mujer se les llamaba (en su tiempo) naturaleza, porque todos venimos de ahí; y agregó que todos nuestros placeres, así como todas las desgracias que ocurren, y continúan ocurriendo en el mundo, vienen de ahí.²

    Courbet conoció al pintor estadunidense James MacNeill Whistler, y estaba completamente entusiasmado con su obra. Desafortunadamente para su amistad no estaba menos entusiasmado con la hermosa modelo y amante de Whistler, Joanna Hifferman, una irlandesa a quien se referían como Jo, cuya llameante cabellera rojiza Courbet elogiaba de manera efusiva desde que la conoció. Whistler había expresado una admiración sin límites por la obra de Courbet, de quien exclamaba con entusiasmo ¡Un gran hombre! ¡Un gran hombre! poco después de haberlo conocido. Courbet, a su vez, tenía el máximo respeto por la obra de Whistler, e incluso le dijo a su madre, erróneamente al parecer, que el estadunidense era su discípulo. Quiso la suerte que Whistler decidiera viajar a Sudamérica porque, por remordimiento por haber estado lejos de su patria durante la Guerra Civil, quería pelear por la independencia de Chile de España (de hecho, hacía poco que Chile había dejado de ser una colonia española, pero se estaba emprendiendo una acción punitiva y represiva de los poderes coloniales, incluyendo a España). Whistler regresó a París sin haber visto ninguna acción militar —en realidad la lucha fue muy breve y apagada— pero estaba horrorizado, como si hubiera presenciado la carnicería más brutal, cuando vio El origen del mundo de Courbet.

    Whistler se dio cuenta de que Joanna había sido la modelo de esa pintura (no se le ve el rostro, pero debió conocer lo suficiente la región inferior de su amada como para estar seguro de la incriminatoria identificación). No podía concebir que una mujer fuera tan temeraria como para posar para un pintor solo, en el aislamiento de su estudio, y dejar al descubierto las partes más íntimas de su anatomía, sin tener al mismo tiempo el atrevimiento de entregarse por completo a él. En una palabra, estaba seguro de que lo había traicionado. Los historiadores de arte especulan unánimemente que el origen de la enconada ruptura que se dio entre Whistler y Courbet podría atribuirse a celos carnales y primitivos, más que a etéreas discusiones de estética como algunos pretendieron. Whistler dijo que él no se quejó de la influencia de Courbet [en su propia obra], porque no había ninguna y que lamentaba haberlo conocido, deseando en cambio haber conocido y sido influenciado por Ingres, el maestro clasicista.

    La historia de El origen del mundo no carece de interés. Por mucho tiempo, muy pocas personas supieron de su existencia. La compró un adinerado diplomático (algunos dicen que turco, otros que egipcio) llamado Khalil-Bey, quien había encargado una pintura a Courbet. La obra que le encargó era una copia de alguna representación de estilo clásico sobre un tema mitológico, Venus persiguiendo a Psique, que podríamos imaginar llena de cuerpos desnudos con un exceso de redondez temblorosa y destellos rosados. Khalil-Bey, por su buen gusto y experiencia en el arte, parece haber sido un sibarita con tendencia a coleccionar pinturas eróticas. Courbet se negó: no tenía la mínima inclinación a producir copias. En lugar de eso, sugirió otro tema mitológico, Hipnos. Su cliente estuvo de acuerdo y le dio total libertad en la ejecución.

    En la obra terminada de Courbet, el espectador ve un segmento del cuerpo de una mujer, desde la mitad del pecho (que se representa escorzado) hasta cerca de la mitad de los muslos, que están, por supuesto, separados para presentar una vista genital completa. El cuerpo yace en una posición de abandono que sugiere un estado de sueño, aunque naturalmente pueden venir a la mente otras interpretaciones lascivas. Las sábanas blancas que sirven como fondo realzan los contornos del cuerpo y reafirman la insinuación de que la modelo está sobre una cama. Khalil-Bey guardó el caballete en una habitación de la parte de atrás de su casa, junto a otras imágenes voluptuosas de desnudez femenina, como El baño turco,

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