El bazar de la memoria: Cómo construimos los recuerdos y cómo los recuerdos nos construyen
Por Veronica OKeane
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Una punzada de tristeza, un suspiro de pesar, el ímpetu del amor, el entumecimiento que produce la pérdida… los recuerdos tienen el poder de conmovernos, a menudo cuando menos lo esperamos, señal del complejo proceso neuronal que actúa tras los bastidores de nuestra vida cotidiana. Un proceso, además, que nos conforma y nos construye al filtrar el mundo que nos rodea, moldear nuestro comportamiento y alimentar nuestra imaginación.
Veronica O'Keane ha dedicado muchos años a observar el modo en que memoria y experiencia se entretejen. A partir de las conmovedoras historias de sus pacientes, e involucrando a conocidos escritores, la autora explica las últimas investigaciones neurocientíficas para resituar nuestra comprensión del extraordinario rompecabezas que es el cerebro humano. Se pregunta, entre otras cosas, por qué los recuerdos nos producen una sensación tan real, de qué modo están vinculadas a ellos nuestras sensaciones y percepciones, por qué el lugar es tan importante para la memoria, o si existen recuerdos «verdaderos» y «falsos». Y, por encima de todo, ¿qué sucede cuando el proceso de la memoria se ve alterado por la enfermedad mental?
El rigor y la diversidad de datos y referencias que confluyen en este volumen hacen de él un auténtico bazar que nos invita a rebuscar y descubrir en él las revelaciones más asombrosas y también, en el mejor sentido, inquietantes.
Veronica OKeane
Veronica O’Keane es profesora de psiquiatría y ejerce como consultora psiquiátrica en el Trinity College de Dublín, Irlanda. Ha recibido numerosos reconocimientos a lo largo de su carrera y realizado importantes investigaciones en el campo de la neurociencia, especialmente sobre estrés y trastornos depresivos.
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El bazar de la memoria - Veronica OKeane
Índice
Cubierta
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El bazar de la memoria
Prólogo
Notas
PRIMERA PARTE. Cómo creamos recuerdos
1. Albores
2. Sensación: la materia prima de la memoria
3. Dando sentido
4. La historia del hipocampo
5. El sexto sentido: el córtex oculto
6. El sentido de un lugar
7. El tiempo y la experiencia de la continuidad
8. Estrés: recuerdo y «olvido»
SEGUNDA PARTE. Cómo la memoria
9. Autorreconocimiento: el comienzo de la memoria autobiográfica
10. El árbol de la vida: arborizaciones y podas
11. Una sensación de ser
12. Hormonas sexuales y pájaros cantores
13. Las cambiantes narrativas de la vida
14. ¿Verdadero o falso?
15. Las memorias más antiguas
Epílogo
Notas
Créditos
El bazar de la memoria
Cómo construimos los recuerdos y cómo los recuerdos nos construyen
Prólogo
Puedo sentir este corazón que hay en mí, y juzgo que existe. Puedo tocar este mundo e igualmente juzgo que existe. Ahí termina toda mi ciencia, lo demás es construcción.
ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo (1955)
En la traducción del título que dio Proust a la célebre exploración de sus recuerdos, À la recherche du temps perdu, hay un pequeño detalle que demuestra muchas de las cosas que me dispongo a tratar en este libro. El título, traducido inicialmente al inglés, en 1954, como Remembrance of Things Past («Memoria de las cosas pasadas»), se vería alterado en la edición de 1992 por el más fiel In Search of Lost Time («En busca del tiempo perdido»). Ese «memoria de» presente en la traducción original sugiere una evocación pasiva de recuerdos desde un repositorio fijo y oculto, mientras que la posterior traducción, «en busca de», propone una persecución activa de un pasado fluyente que se ha perdido. La neurociencia estuvo a punto de alcanzar a Proust en ese intervalo entre traducciones.
Notas
Las referencias bibliográficas de obras literarias aparecen en notas a pie de página. Las referencias académicas y científicas se indican en números arábigos, y remiten a las páginas 319-333. Las notas discursivas se indican en números romanos, y remiten a las páginas 301-318.
PRIMERA PARTE
Cómo creamos recuerdos
1
Albores
Hay sucesos que cada uno de nosotros ha experimentado a lo largo de su vida con la profética sensación de que los recordará por siempre. A veces esta sensación es particularmente intensa, y, aunque no resulte epifánica, lleva aparejada la impresión de que hemos penetrado en un nuevo nivel de percepción. Esta nueva percepción es de tipo preverbal, como el repiqueteo de las tazas sobre los platillos que se hace notar como el único indicio de un corrimiento de tierras. El repiqueteo que me puso en el camino de comprender la verdadera sustancia de la memoria tuvo lugar en Londres a principios de la década del 2000. Echando la vista atrás, el incidente se parece a la escena introductoria de una novela donde cada ingrediente de la historia que se va a contar es expuesto con una astuta y casual inocencia que, al analizarla retrospectivamente, ya presagia lo que vendrá. La historia de Edith me hizo emprender un viaje en el que derribaría y reformularía mis ideas en torno a la memoria: un conocimiento que se había automatizado en mí, pero que, de alguna manera, eludía el material esencial de lo que supone ser una persona viviente y percipiente, con su memoria esculpida por la experiencia individual.
Conocí a Edith en el hospital Royal Bethlem, el psiquiátrico más antiguo del mundo, que ahora formaba parte del hospital Maudsley, cuya fama es mucho más reciente. El Bethlem se remonta al año 1247, fecha en que recibió el nombre de Bedlam, hasta que bedlam pasó a ser un término que en inglés indicaba tumulto y caos. El hospital fue rebautizado a principios del siglo XX como Bethlem Royal. Las unidades de tratamiento se extendían en los más de 100 acres de avellanos y castaños de Indias que componían las tierras del hospital. Durante cinco años, a comienzos de la década del 2000, trabajé como médico principal de una unidad de Salud Mental Perinatal, unidad que de momento se ha salvado de los recortes de servicios del NHS, el sistema de salud pública inglesa, que han tenido lugar desde entonces. De todos los lugares del Reino Unido nos derivaban mujeres para proporcionarles un tratamiento especializado en los trastornos psiquiátricos perinatales: trastornos que surgen durante el embarazo o durante el período posparto.
Una familia de tejones se había instalado en un túnel en los terrenos próximos a la entrada de nuestra unidad. A menudo me detenía a observar la abertura de la madriguera en aquel suave montículo, por si acaso el tejón, quizá en un espontáneo rapto de protectora vigilancia, asomaba la cabeza durante el día. En esos años viajaba entre Londres y Dublín, y en Dublín mis dos pequeños aguardaban cada semana la noticia de algún avistamiento, pero tenían que conformarse con las prensadas florecillas que les traía del bosque en primavera y verano, y con avellanas y castañas ya entrado el otoño. Disfruté mucho de los cinco años que pasé trabajando en el Bethlem, devolviendo a mujeres como Edith, que habían caído bajo la cruel enfermedad de la psicosis posparto, a la vida normal. Muchas de las que ingresaban en nuestro módulo sufrían este tipo de psicosis tan poco difundido, que cada año azota a 1.400 mujeres en el Reino Unido. Edith fue ingresada en el Bethlem unas semanas después del nacimiento de su bebé. Esta es su historia.
Edith carecía de un historial de enfermedades psiquiátricas cuando dio a luz a su bebé. La llegada del bebé era aguardada con alegría. Fue un embarazo saludable, y los escáneres del feto eran normales. El parto careció de dificultades y el bebé nació sano y en la fecha precisa. En los días que siguieron al nacimiento del bebé, Edith se volvió emocionalmente distante, y parecía cada vez más confusa. Se mostraba angustiada y preocupada, pero no expresaba la causa de su agitación. Su condición se deterioró rápidamente hasta el punto de que en el momento de su ingreso había dejado de comer, y paseaba sin propósito por su casa día y noche, desentendiéndose del bebé y el resto del mundo. Su médico de cabecera la evaluó en casa y nos la derivaron de inmediato para su valoración y tratamiento. Cuando conocí a Edith, reparé en que estaba insólitamente delgada pese a que había dado a luz menos de dos semanas antes. Tenía una expresión ilegible, y se mostraba más o menos muda o indiferente a nuestras preguntas.
Con frecuencia vemos este semblante «ausente» en individuos que han sufrido experiencias psicóticas. En el caso de mujeres con psicosis posparto, por lo general perciben voces que nadie más escucha, pueden oler algo —normalmente desagradable— que no procede del mundo exterior, y pueden sentir cosas en sus cuerpos que no están causadas por nada o nadie que al menos visiblemente alcance a tocarlos. A tales alucinaciones auditivas, olfativas, visuales o somáticas (táctiles o viscerales) se las denomina sintomatología psicótica. El primer principio que debemos establecer es que aquello que llamamos síntomas son auténticas experiencias sensoriales. Oír un sonido, una voz humana, es una experiencia subjetiva, ya se origine la voz en el mundo exterior o lo haga en el cerebro a causa de un resorte neuronal de tipo patológico. La experiencia de escuchar voces es similar en ambos casos: tema aparte es el origen de la sensación. Si la experiencia tiene por causa un resorte cerebral de tipo patológico, la persona que escucha la voz, como es habitual, mirará a su alrededor para ver quién está hablando, y podrá atribuir las voces a alguien que se halle presente, o a unos altavoces ocultos. Por lo común, aquellos que experimentan alucinaciones auditivas darán la impresión de estar hablándose a sí mismos, cuando lo cierto es que estarán respondiendo a unas voces tan audibles y reales para ellos como la voz de cualquier persona viva.
Esto lleva al aislamiento de la persona psicótica, atrapada en un mundo sensorial que no es sino una interpretación incorrecta del mundo exterior. Así, el psicótico puede llegar a creer que ha alcanzado un nivel de experiencia sensitiva que está vedada a otros, un «sexto sentido». La mayoría de las veces, quienes se encuentran sumidos en un estado psicótico invocarán a fuerzas invisibles, ya sean extraterrestres, fantasmas, fenómenos mágicos, deidades, o, en el caso de Edith, el diablo, para explicar esas experiencias subjetivas que no concuerdan con la forma en que perciben el mundo aquellos que los rodean.
Edith solo pensaba en darle un sentido a aquellas vívidas experiencias y se veía incapaz de responder al mundo de los estímulos sensoriales externos. Como buena parte de las mujeres que sufren la agonía de la psicosis posparto, Edith parecía encontrarse en un estado alterado de conciencia, como si la hubieran arrancado del mundo. Al evaluarla me di cuenta de que unas veces Edith me miraba fijamente a los ojos y otras cerraba los párpados con fuerza, y de tarde en tarde se quedaba mirando a algún miembro del equipo. Parecía mirar a quien se encontrara en el lugar del que procedían las voces que escuchaba. Sus movimientos eran poco naturales y carecían de propósito. Se mostraba muy cautelosa y trataba de ocultar su confusión y sus miedos. Era evidente que respondía a unos estímulos sensoriales que no se originaban en el mundo exterior, que sufría una psicosis posparto.
Edith había dejado de preocuparse por el bebé. «Sabía» que su bebé no era el mismo bebé al que había dado a luz, aunque parecía idéntico. Su bebé no tendría ese olor a podrido. Así que algo se las había ingeniado para cambiarle el bebé. Al principio no estaba segura de si le habían arrebatado el bebé que había alumbrado y el que tenía ante sí era un sustituto idéntico a él, o si acaso su bebé había sido poseído por una fuerza espiritual maligna, probablemente el diablo. De camino al Bethlem, Edith pasó junto a un cementerio que conocía bien, al encontrarse tan cerca de su casa. Al mirar por entre las verjas, sus ojos se detuvieron en una pequeña lápida que, según reparó, se hallaba ligeramente inclinada. Se dio cuenta entonces, nada más ver aquella pequeña lápida, que su bebé había sido enterrado allí. La antigua tumba disfrazaba el reciente enterramiento, y estaba inclinada porque hacía poco que la habían movido. Esto le hizo comprender ya sin ningún género de dudas que el bebé que ahora tenía consigo era un impostor. Perversamente, habían separado a Edith del bebé al que había dado a luz, y ahora los mismos que habían perpetrado aquella malignidad se disponían a encerrarla.
Esto no me lo contó Edith, ni a mí ni a nadie, cuando la ingresaron en el hospital, porque eso hubiera significado enseñar sus cartas, y por tanto delatarse a sí misma. Solo tendría una oportunidad de salvarse si fingía ignorar que interpretábamos un papel con el fin de engañarla. No podía dejar traslucir nada. Nos seguía la corriente y trataba de decir lo mínimo indispensable.
Una de las experiencias que he observado frecuentemente en las mujeres que sufren de psicosis posparto es la creencia de que las personas más cercanas a ellas, y en especial sus bebés recién nacidos, han sido sustituidas por dobles, por un impostor. Este fenómeno recibe el nombre de síndrome de Capgras, en honor al médico que, en principio, lo describió por primera vez. Digo «en principio» porque la figura del bebé sustituido al nacer se remonta hasta nuestras fábulas más antiguas, los cuentos de hadas. Volveremos a los cuentos de hadas al final del libro.
Aparte del bebé, Edith pensaba que también su pareja era un impostor, un sustituto idéntico, que actuaba en connivencia con aquellos que pretendían dañarla. Tardó varios meses en confesarme esto, después de su recuperación. Dado que a Edith le aterraba que las fuerzas malignas se apoderasen de ella, quería escapar del hospital. Se negaba a tomar su medicación, que imaginaba sería venenosa, o en el mejor de los casos una droga que debilitaría sus energías para luchar contra la conspiración. Entendía que ella era la única persona que faltaba por eliminar antes de que pudiera establecerse un nuevo orden. El impostor que hacía las veces de su marido y la grotesca pantomima que la rodeaba la tenían a ella ahora como objetivo. Los gestos que intercambiaban aquellos maliciosos intrigantes estaban llenos de significado: nada era accidental o incidental. Nadie era quien parecía ser, y aquellos que se hacían pasar por su familia se habían llevado a su bebé, en connivencia con otros, y luego lo habían matado y enterrado a toda prisa en el cementerio local.
Comprendimos que sería peligroso que Edith abandonase la unidad, y decidimos iniciar un tratamiento con medicación antipsicótica. Al cabo de los días Edith empezó a sentir menos ansiedad y comenzó a respondernos. Dos semanas después, a medida que se atenuaba su psicosis, empezó a angustiarle estar separada de quien ahora entendía era su bebé, y quiso reunirse con él. Cuando su pareja lo llevó a la unidad, Edith respondió con lágrimas y alegría. No puedo imaginar la confusa mezcla de emociones que Edith debió experimentar, pero entre ellas se contaban las emociones de una mujer que acababa de dar a luz. Poco a poco se recuperó y tres semanas después abandonó nuestra unidad; ya no sufría psicosis, pero estaba traumatizada por lo que le había ocurrido.
En las sucesivas visitas a mi consulta que realizaría durante los meses siguientes, Edith me contó lo que había experimentado durante su psicosis. Tras el comienzo del tratamiento, las voces habían ido atenuándose poco a poco de un volumen normal a un susurro, se habían vuelto menos frecuentes, hasta que por fin desaparecieron del todo. Desapareció también toda idea de que su pareja y su bebé habían sido reemplazados, y con ello la de que todo el mundo a su alrededor, incluyendo al equipo médico, formaban parte de una trama paranoide. Se sentía muy avergonzada de las cosas que había creído durante su psicosis, especialmente en lo que concernía al bebé, y quería dejar atrás aquel episodio. También le preocupaba que, si revelaba lo que había pensado que ocurría, habría quien pudiera considerarla una mala madre. Antes de sufrir su trastorno, Edith apenas sabía una palabra acerca de las psicosis, y nunca había oído hablar de la psicosis posparto. Lo que creía saber de sí misma había sufrido un cambio radical. La tranquilicé asegurándole que la psicosis era una enfermedad causada por los rápidos cambios hormonales sucedidos durante el parto que habían afectado a su cerebro; que esto había causado que algunas partes de su cerebro se disparasen, creando unas experiencias subjetivas que parecían proceder del exterior cuando en realidad habían sido fraguadas dentro de su cerebro.
Es de la experiencia subjetiva de donde debe partir cualquier explicación que se le trate de dar a la psicosis. Toda sensación, ya sea una voz, un olor, una percepción táctil, una imagen visual, ya sea «psicótica» o «real», ya se haya visto estimulada por algo del mundo exterior o porque el cerebro se dispara sin razón aparente y sin el intermedio de una sensación externa, se experimenta como algo real. Edith y yo determinamos que ella había percibido subjetivamente sus experiencias como experiencias reales, y que eran, por tanto, inconfundiblemente ciertas. Nos referíamos a las experiencias como algo real, pero entendiendo implícitamente que eran también psicóticas.
La escena que yo recordaba una y otra vez era una conversación que habíamos mantenido tras su alta hospitalaria. Pregunté a Edith si había experimentado alguna idea psicótica, por fugaz que fuese, acerca de su bebé o su pareja desde que le dimos el alta. Ella me respondió que así había sido en las primeras etapas de su recuperación, pero que con el tiempo había ido a menos. Me dijo que al pasar por delante del cementerio, de camino a la consulta, su mirada se detuvo en la pequeña lápida que había visto anteriormente, cuando la derivaron a su reclusión involuntaria en Bethlem. Se trataba de la misma tumba donde creyó que su bebé había sido enterrado. Ahora, varios meses despues, al mirar aquella pequeña lápida inclinada, sintió por un momento que «regresaba» al hospital para que la retuviesen contra su voluntad los mismos impostores que habían sustituido a las personas reales que formaban parte de su vida. Se vio invadida por todo lo que suponía aquella certeza, así como por una sensación de terror. Le pregunté si era consciente de que en esta segunda ocasión aquellas ideas psicóticas no eran reales. Lo que me contestó a renglón seguido fue lo que me impelió a seguir un largo camino de interrogantes acerca de la naturaleza de la memoria. Me miró fijamente y dijo: «Sí..., pero los recuerdos son reales».
Y así fue como descubrí que el recuerdo de Edith parecía existir como una entidad orgánica diferenciada: una instantánea experiencial, una «analepsis». ¿Qué es una analepsis sino un recuerdo vívidamente experimentado? Para Edith había desaparecido el intervalo de tiempo entre evocación y suceso, y el recuerdo era una experiencia vivida en presente que la golpeaba con un puñetazo emocional una vez tras otra. La experiencia de este recuerdo era una cosa aparte, y más poderosa que todos los razonamientos y la comprensión de la psicosis que Edith había acumulado desde que se asentara el recuerdo. Ella sabía que había sufrido una psicosis, sabía que su psicosis había sido tratada y que ahora estaba mejor, sabía que su bebé se encontraba en casa, que no era un sustituto, que no estaba muerto y enterrado en el cementerio local, etc., etc., pero todos esos conocimientos quedaban en suspenso mientras experimentaba el recuerdo. El recuerdo era real.
La habilidad proustiana de Edith para describir su recuerdo como una experiencia sensorial no reconstruida —visual y emocional y, en apariencia, independiente del tiempo— inició en mí un proceso de desaprendizaje de los constructos adquiridos. Antes de aquella conversación, lo cierto es que cuando pensaba en la memoria lo hacía en los términos de las redes anatómicas aprendidas en la Facultad de Medicina, de las teorías psicológicas aprendidas en las prácticas clínicas de posgrado, de las dificultades nemotécnicas que acompañaban a las enfermedades cerebrales y que cuantificamos en el trabajo médico, y de las neuroimágenes y la investigación molecular en psiquiatría. La memoria era más bien una construcción abstracta, obtenida de diferentes repositorios del conocimiento. Si Edith me hubiera dicho que ver aquella lápida le había hecho recordar su llegada al hospital bajo un brote psicótico y que había experimentado una analepsis al verla otra vez, probablemente no me hubiera desviado de tan roma comprensión de la memoria.
Así pues, una de las primeras lecciones entre las muchas que aprendí de Edith fue que las clasificaciones teoréticas de la psicología y las clasificaciones clínicas de la psiquiatría me estaban cerrando los ojos a la experiencia subjetiva. Samuel Beckett, un brillante observador de los estados de angustia, adorado por los intelectuales, escribió: «Yo no soy un intelectual. Todo lo que soy es sensación». Esto me resulta enormemente familiar, y en este libro he ignorado las explicaciones intelectuales y he evitado las teorías, incluso las clasificaciones elementales de la memoria, para seguir su largo viaje desde las experiencias sensoriales del mundo y los estados interiores de la emoción hasta las retículas de la memoria neurali.
He formulado algunos de los interrogantes, y algunas posibles explicaciones basadas en las observaciones de la experiencia vivida y la experimentación científica, que surgieron quedamente en los años posteriores, los años pos-Edith. ¿Cómo logra una imagen visual despertar un recuerdo vivido? ¿Cuál es la diferencia entre un recuerdo que se experimenta con emoción y uno que no se siente sino que, por así decir, «se piensa»? ¿Por qué Edith atribuyó a sus extrañas experiencias sensoriales de escuchar voces y oler a podrido la idea de que le habían cambiado el bebé? Si para Edith la experiencia memorística de la lápida como el lugar que señalaba el enterramiento del bebé al que había dado a luz era un recuerdo auténtico, ¿qué era entonces lo que constituía un recuerdo falso?
Adentrarnos por las sendas de la memoria inscritas en el cerebro servirá para mostrar la manera en que los estados emocionales y sensoriales están intrínsecamente vinculados, por un lado, en la memoria, y por otro a la experiencia evocadora. Viajaremos por mis recuerdos biográficos y profesionales y, espero, también el lector recorrerá, por medio de un lento despertar, algunos de los suyos. A lo largo de treinta y seis años he observado, tratado e investigado los trastornos del ánimo y los trastornos psicóticos. Los psiquiatras contamos con un amplio acervo de conocimientos —farmacológicos, neurológicos, psicológicos, además de las intuiciones obtenidas por pura experiencia—, pero creo que la mayor pericia con la que contamos exclusivamente en psiquiatría reside en la comprensión de la naturaleza de la experiencia, lo que llamamos «fenomenología». Algunas experiencias las catalogamos como normales, otras como anormales, y algunas como patológicas. A mí no me interesa la distinción entre experiencias normales y anormales, pero siempre he sentido una enorme curiosidad hacia los mecanismos neurales que crean la experiencia. Cuando se trata de iniciar la búsqueda de las explicaciones neurales de la experiencia —sensación, cognición o emoción—, uno puede comenzar en cualquier parte, pero tarde o temprano todos los caminos desembocarán en la memoria. La memoria une lo que sabemos y lo que sentimos y se convierte en el medio a través del cual filtramos la experiencia consciente del presente.
Otra lección fundamental que Edith me enseñó es que resulta más sencillo aprender de las experiencias normales a través de aquellos individuos que sufren experiencias anormales. William James, psicólogo de finales del siglo XIX, y hermano del mucho más célebre novelista Henry James, dijo: «Estudiar lo anormal es la mejor forma de comprender lo normal». Así que para mí el punto de partida se localiza en pacientes como Edith, que demuestran la complejidad y las ramificaciones de la memoria tal y como se experimenta en la vida real. A mis pacientes los recuerdo por muchos motivos: a algunos por su asombrosa capacidad de resistencia y de aceptación, a otros porque su caso resultaba dramático o atípico, y a otros porque me era imposible averiguar qué iba mal. Los casos inexplicados siguen presentes en mi memoria, a veces durante muchos años, hasta que algo me permite observarlos desde un nuevo punto de vista: entonces, de pronto, reaparecen, y su enigma queda resuelto. Es como si ellos mismos me hubieran empujado a explorar, encontrar e identificar el mecanismo cerebral de su experiencia. Citando a Henry James, hermano del menos célebre William: «Nuestra duda es nuestra pasión».
La lápida del recuerdo de Edith, aunque oculta, se hallaba perfectamente conservada..., como el invisible tejón. Para mí, la madriguera del tejón trae ahora consigo una imagen de mis hijos pequeños, y un sentido de las oportunidades perdidas durante aquellos preciosos años que ya nunca regresarán: cuando para mí el tiempo pasaba a toda prisa, mientras que para ellos, como para todos los niños, debía de estar parado. La memoria personal puede abarcar desde una experiencia cegadoramente sensorial y emocional, como le sucedía a Edith, hasta una en la que solo acierta a caber la impronta de una emoción: una punzada de tristeza, un débil ramalazo de amor, la casi imperceptible trabazón de lo perdido, el leve tufo del arrepentimiento, como yo misma experimento ahora, mientras escribo esto. ¿Qué sentido tiene la red neural de la memoria, que yo creía comprender, en el mundo de la experiencia humana? Esto es, en esencia, lo que quiero explorar contigo, lector, en este libro.
2
Sensación: la materia prima de la memoria
En puridad, toda sensación es ya memoria.
HENRI BERGSON, Materia y memoria (1896)
El célebre relato «El empapelado amarillo» fue escrito por Charlotte Perkins-Gilman y se publicó en 1892. Perkins-Gilman era feminista, y el tono de la historia es de un contenido horror gótico, que refleja las experiencias de lo que era la vida de una mujer en el siglo XIX. También puede interpretarse como un fascinante relato en primera persona de una psicosis posparto. Sus elegantes descripciones harían pensar al lector que la mujer era la queridísima esposa de un marido de intachable gentileza, John, pero a medida que la historia avanza nos damos cuenta de que la mujer parece estar encerrada en un ático utilizado como cuarto de niños y ahora en desuso, en una enorme y deshabitada mansión colonial. La mujer no dice dónde está, pero sí refiere al lector que ha ido allí a pasar el verano, y que está sola en la habitación de los niños. Cuando terminé de leer la historia por primera vez, me dio la impresión de que la mujer debía de encontrarse en un hospital psiquiátrico, pues todas las ventanas tenían barrotes, la puerta que daba a las escaleras estaba cerrada con llave, había cadenas inmovilizadoras engastadas a las paredes, y su cama se hallaba clavada al suelo. La mujer se encuentra en un estado de extremo «nerviosismo... Nadie creería el esfuerzo que supone lo poco que soy capaz de hacer: vestirme y recibir a la gente, ordenar las cosas... Lloro por nada, y lloro casi todo el tiempo». Pero no se reúne con nadie excepto su marido, que «es un médico de primera categoría», y su hermano, también un eminente doctor, y la hermana de John, el ama de llaves que se ocupa de ella, y a la que se refiere como «Hermana», y que a mí me da la impresión de que debe tratarse de una enfermera. Su bebé, «con quien no puede estar», se encuentra al cuidado de Mary. ¿No le permiten estar con el bebé? ¿No es capaz de cuidar al bebé? ¿Es incapaz de sentirse emocionalmente unida al bebé?
No la dejan hacer nada, pues se le ha prescrito reposo absoluto, pero ella se las ingenia para escribir las entradas del diario que ahora comparte con el lector. Un diario cuya existencia ni John ni Hermana conocen. La mujer se obsesiona con el diseño del intrincado y andrajoso empapelado amarillo. «Hay cosas en este papel que nadie sabe ni sabrá excepto yo. Tras su dibujo exterior las formas, tan tenues, se vuelven más claras cada día que pasa». Algo le parece que se mueve tras el empapelado y también lo siente moverse, y llega a la conclusión de que hay una mujer arrastrándose al otro lado. La mujer oculta tras el empapelado se escapa una noche y pasea a gatas por la habitación. La narración también relata cómo la mujer encerrada en el cuarto observa a la otra mujer en sus andanzas por el jardín a la luz del día. El empapelado deja escapar «el olor más intenso que jamás he sentido... Lo único que puedo pensar es que se asemeja al color del papel. ¡Un olor amarillo!». Para quien no lo haya leído aún, este relato de 6.000 palabras puede encontrarse fácilmente en la red.
Como todas las grandes obras de la literatura, «El empapelado amarillo» tiene diferentes niveles de interpretación, todos ellos igualmente válidos. Es una historia feminista sobre las mujeres que quedan pegadas tras el empapelado, a las que no se les permite escribir, a las que se encierra y se priva de estímulos sensoriales cuando sufren una enfermedad mental, a las que se trata como histéricas y como un grupo genérico que de nacimiento ya es intelectual y moralmente inferior al hombre, y es también una historia sobre el asfixiante y condescendiente patriarcado de la sociedad del siglo XIX y de la profesión médica. Todo ello ha convertido «El empapelado amarillo» en un relato en el que con frecuencia han profundizado los estudiosos del feminismo. Pero lo cierto es que Charlotte Perkins-Gilman sufrió una enfermedad psiquiátrica tras el parto de su bebé, y en una carta al célebre médico Silas Weir Mitchell habló de «la agonía mental que padecí con la llegada del niño», sus «terribles pensamientos», sus «rachas de excitación», sus noches de insomnio, sus «raptos de salvajismo, histeria y casi imbecilidad», y terminaba hablando de su miedo a perder la «memoria por completo», y rogándole un tratamientoi.
Todo cuanto concierne a la psicosis posparto se encuentra en este relato breve: un bebé ausente, recientemente alumbrado; una identificación incorrecta, que toma al marido y al hermano por médicos; una identificación incorrecta de la enfermera, Hermana, a la que la mujer confunde con su cuñada; la singular y repulsiva alucinación olfativa que aparece de manera omnipresente; las alucinaciones visuales y táctiles; la confusión; la sensación de que la mujer intenta embaucar a otros que a su vez intentan embaucarla a ella; las referencias casuales a la intención de la mujer de quemar la casa